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IX

 

La militarización de las milicias.—Un grave error Político y militar.—Las brigadas internacionales.

 

LA disolución del Comité de Milicias de Cataluña y la militarización progresiva de esas milicias y de las del resto de España, han sido pasos decisivos en la anulación de la voluntad popular y en la restauración de las viejas funciones estatales.

Hemos hecho, nuestra parte de propaganda en favor de la disciplina en los frentes y en la retaguardia, pero nos referíamos a una disciplina que significaba propiamente sentido de responsabilidad, sin excluir de ella al hombre, su conciencia, su personalidad. Sin esa propaganda nuestra no hubiera sido posible la otra disciplina, la que hace del hombre un autómata y sustituye el sentido de la responsabilidad personal por la obediencia de cadáver. Obediencia de cadáver pedía, literalmente, un ministro de la República, paisano de Ignacio de Loyola.

No quedó argumento por esgrimir ante nuestros milicianos para que fuesen cada vez más disciplinados y actuasen de una manera responsable y coordinada. Coincidíamos con los militantes de otras tendencias que abogaban igualmente por la disciplina, pero coincidíamos en las palabras, no en el espíritu.

Frente a una disciplina a lo prusiano, a una disciplina que mata el espíritu, preferíamos la indisciplina sistemática el espíritu de rebelión permanente y el caos en las apariencias externas. Frente a los ejércitos creados por imposición del Gobierno central, que a su vez no era más que un instrumento en manos de los invasores de Finlandia, ejércitos en los cuales el soldado ha dejado de ser un hombre de sentimientos y de pensamientos libres, preferíamos las tropas de guerrilleros que iban alegremente a la muerte o a la victoria animadas por una fe indestructible y en la conciencia de defender una causa noble y grande.

La guerra nuestra no era una guerra de un ejército contra otros ejércitos, sino la acción armada de un pueblo contra sus enemigos. Se ha cometido, el grave error de querer convertir nuestra guerra de guerrillas, la típicamente española, en una guerra regular. Y luego, naturalmente, una guerra regular hacia imprescindible también un ejército regular, y el ejército regular suponía igualmente un Estado central dirigente, un Estado Mayor que lo ordenase todo. Con ese instrumental, teóricamente adecuado, prácticamente no hacíamos más que allanar el camino de la contrarrevolución, porque nos alejábamos del espíritu legitimo de nuestra guerra.

Entre una guerra del pueblo y una guerra del Estado la diferencia es esencialísima. La guerra del Estado es siempre esclavizadora, esclavizadora en los métodos y en las finalidades perseguidas. Cuando los pueblos, en cambio, se levantan en armas lo hacen siempre para libertarse y para libertar. Hasta aquí fueron mucho más numerosas las guerras de Estado que las guerras verdaderamente populares. Las guerras populares y las revoluciones se confunden hasta hacerse generalmente inseparables.

La revolución francesa dió origen a una guerra popular de muchos años que trastrocó todos los métodos de la lucha e hizo fracasar los viejos postulados de la estrategia militar. "Este Napoleón no entiende nada de la guerra", decía un general austríaco. Los ejércitos de la convención, como nuestras columnas expedicionarias de la primera hora, iban a la guerra con la canción en los labios y el optimismo de saberse cruzados de una gran causa: eran tropas desarrapadas, descalzas, casi inermes, pero con una gran pasión, que las movía y las alentaba.

A la guerra de los Estados se va siempre por el terror y la coacción, nunca voluntariamente. Mientras nosotros teníamos masas gigantescas de voluntarios que pedían apasionadamente un puesto en el frente de batalla, nuestros sucesores, que hicieron de la guerra revolucionaria que habíamos iniciado con tan escasos recursos, una guerra de Estado, han tenido que valerse de todos los medios, de las persecuciones y del terror, para reclutar la levas de soldados, que iban a la guerra a la fuerza, porque su capacidad  para fugarse era menor que el miedo que les infundían los ejércitos de retaguardia, carabineros y guardias de asalto, batallones especiales, policía militar, etc. etc.

Pero a medida que el Estado se adueño de la guerra, a medida que quiso oponer, un ejército a otro ejército, comenzó la perdida de posiciones, el relajamiento del espíritu combativo y el avance incontenible del enemigo, mejor adiestrado y con más elementos de lucha que nosotros. Y comenzaron también aquellas decisiones de asombrosa lucidez, como la orden de Prieto, el gran vencedor, sobre el retiro de las milicias de Mallorca, en el momento en que, habiendo enviado nosotros a un experto militar, el entonces comandante Guarner, a estudiar sobre el terreno las posibilidades reales, nos disponíamos a secundar a aquellas milicias para acciones decisivas en dirección a Palma (1).

(1) "En España ningún régimen muere a manos de sus enemigos: suicidase", afirma Gonzalo de Reparaz, para quien la orden a los gobernadores civiles a fin de que no entregasen armas al pueblo el 18 de julio y el abandono de Mallorca, son dos actos de auténtico suicidio de la República.

Un pueblo tiene siempre más recursos y más agilidad que un Estado, porque un Estado centralizado reduce su medida a la medida de sus dirigentes, y en España, recorriendo la historia, no encontramos gobiernos de un nivel superior por su inteligencia, por su patriotismo, por su capacidad, al nivel de las masas populares. Siempre han sido los dirigentes españoles, tomados individualmente, inferiores al pueblo dirigido. Pero para que un pueblo como el nuestro hubiera podido moverse libremente, teníamos que haber destruído todo el viejo aparato estatal, y haber conservado, además de los nuevos órganos del poder y de la economía, la cabeza en todas partes y el centro en ninguna.

No hemos destruido la organización estatal, por consideraciones múltiples, y lo que dejamos al comienzo como una sombra impotente, se convirtió en un poder efectivo que acabó por llevarnos a un desastre vergonzoso.

Nuestra guerra de la independencia a comienzos del siglo XIX, contra la dominación napoleónica fue una guerra popular. Y la hemos ganado porque aquella guerra fue el pueblo el que la hizo y no un Gobierno, declarado vasallo voluntario y servil del amo del mundo.

Nos hemos vuelto a encontrar en 1936, como en 1808, convertidos en colonia. La independencia nacional de un lado y del otro de la barrera era un mito, y para salvarnos carecía de recursos y de poder el Gobierno llamado legítimo; la salvación no podía venir más que repitiendo la gesta de la independencia y haciendo de la guerra y de las armas un instrumento popular y no un instrumento del Estado.

La guerra dejada al albur de un Gobierno absolutista en su organización y en su dirección, aumentó peligrosamente el estatismo, esa agresión constante a la libertad de los individuos y de los pueblos. Con pretextos solo en apariencia justificados, fue cercenada hasta la anulación de la iniciativa privada y la colectiva. El Estado republicano se convirtió en el centro y motor de toda vida, y el individuo y los aglomerados humanos recayeron en completa esclavitud material y moral. Incluso se estableció un credo de acatamiento obligado para todos: los trece puntos del Gobierno Negrín, credo que tenemos el orgullo de haber sido los únicos en desconocer, en denunciar y en anatematizar (1).

(1) Informe que el Comité peninsular de la F. A. I. Presenta a sus Regionales sobre la declaración gubernamental de los 13 puntos y su posición ante la misma, Barcelona, mayo de 1938.

El malogrado Fermín Galán ha escrito con exacta visión: "El Estado está incapacitado para toda función administrativa. El régimen económico que administre el Estado va irremediablemente al fracaso; la caída desastrosa de la economía es inevitable". Si Galán hubiese podido tocar de cerca la experiencia de superestatización de la economía después de mayo de 1937, habría encontrado abundantísimo material en apoyo de su punto de vista, que es también el nuestro.

No se debe olvidar tampoco que la superestatización es el fascismo, cualesquiera que sean los nombres con que disfrace su verdadera identidad. Arturo Labriola, socialista, en su libro sobre el Estado y la crisis, ha escrito párrafos sabrosos y elocuentes como este, tan repetido en nuestra propaganda: "No es considerado del fascismo más que el fenómeno de la supresión de las libertades políticas e individuales. Desde este punto de vista, el fascismo se enlaza al más triste pasado. Pero su carácter histórico particular es la concentración de todas las fuerzas sociales en manos del Estado. Este es el hecho nuevo".

Si esa concentración se hace bajo el signo del fascio italiano, de la cruz gamada o de una estrella roja el hecho es siempre el mismo y los resultados idénticos: el sacrificio del hombre al poder estatal.

No queremos puntualizar los horrores de la actuación del Gobierno centralista de la República en materia económica, no menos funestos que los que puntualizaremos en materia de guerra. Pero lo que se dice de un aspecto de su gestión, puede decirse de toda su labor.

Cuando la breve nota del alcalde de Móstoles: "La patria está en peligro. Madrid perece victima de la perfidia francesa. Españoles, acudid a salvarle", llegó a Sevilla, se produjo como una sacudida eléctrica en las clases populares, que constituyeron una Junta suprema de España e Indias y declararon la guerra a Napoleón y a Francia por mar y por tierra. No había escuadras ni había ejércitos, pero eso importaba poco: la guerra no por eso iba a ser menos eficaz y menos terrible contra el medio, millón de soldados de Napoleón. En una proclama dirigida a las provincias, se recomendaba evitar las batallas campales, hacer la guerra en pequeñas y numerosas partidas, acometer por los flancos y retaguardia, no dejar un momento de descanso al enemigo, interceptar sus convoyes y sorprender sus depósitos, cortarle toda comunicación con Francia y Portugal, fortificar los puntos que ofreciesen grandes ventajas naturales ... En una palabra, se recomendaba la guerra a la española. Felizmente para aquella gesta gloriosa, no hubo Prietos ni rusos en la dirección de la guerra de la independencia: hubo españoles que dejaron su arado o sus rebaños, como el Empecinado o Jáuregui para tomar las armas y atacar sin descanso, según las circunstancias, a las tropas invasoras. No decimos nada que no se sepa universalmente cuando decimos que las guerrillas populares, expresión legitima del alma de nuestro pueblo, derrotaron a los ejércitos hasta allí invencibles del emperador francés.

No hemos pensado jamás que la contienda que inaugurábamos el 19 de julio, pudiera tener mejor instrumento de lucha que las guerrillas. Nos dedicamos a organizar columnas expedicionarias con el poco armamento que logramos y pensando siempre que, llevando a su frente hombres del pueblo, totalmente ajenos a la técnica militar, encontrarían inspiración suficiente para obrar de otro modo que como fuerzas militares regulares. Nos disgustó profundamente la organización del frente en torno a Zaragoza, primero, a Huesca, después, etc. Se quiso hacer de nuestras milicias cuerpos militares organizados, faltándonos, como nos faltaban, las armas adecuadas y los cuadros de mando. Así perdimos los mejores meses. Toda nuestra obsesión consistía en hacer la guerra a la española, en preparar fuerzas para ella y en eludir todo compromiso en retaguardia para obrar personalmente con independencia. Chocamos a menudo con la obsesión de Durruti, de tomar Zaragoza por medio de un ataque frontal, en las condiciones de inferioridad en que nos encontrábamos desde el punto de vista del material. Le decíamos que había equivocado su papel, que no era la función de general la que le correspondía, sino la del guerrillero, para la cual no le faltaba el valor ni el prestigio, y que se despidiera de su sueño de entrar en Zaragoza si no empleaba otros métodos. La misma actitud manteníamos con los otros jefes de las columnas. La guerrilla, la única forma de hacer la guerra que convenía a las milicias, no fue empleada, se metió la gente en las trincheras Y fortificaciones, desgastándose en ataques infructuosos, o en la desmoralización de los largos períodos de inactividad.

Cuando preparábamos algunas fuerzas ágiles para penetrar en territorio enemigo y obrar en su retaguardia, dispuestos ya a no sentimos ligados a compromisos que habíamos comenzado a odiar, la presión de la organización que representábamos nos hizo dejar nuestro puesto al frente de las milicias para ocupar otro en el gobierno de Cataluña, con el pretexto de que había que rectificar la obra hecha en la legislación económica por un antecesor que ignoraba por completo nuestras aspiraciones. Tuvimos el presentimiento de que la guerra declarada a las milicias por los llamados partidarios de la militarización, una vez nosotros alejados de ellas, no podría ser resistida. Con profundo dolor hubimos de separarnos de lo que había sido nuestra creación, pero un sentimiento de orgullo nos impidió prevenir por el momento sobre lo que iba a ocurrir.

Aunque encargados del Departamento de Economía, teníamos la cabeza en la guerra y seguimos tratando de organizar, al margen de las disposiciones oficiales, fuerzas que pudiesen consagrarse a la guerrilla en territorio enemigo. ¿Y el armamento? Estaba en manos de los emisarios rusos. Habíamos trabado relaciones con algunos de ellos a causa de nuestras funciones. Planteamos nuestra critica a la guerra regular, en defensa de los métodos populares españoles. Coincidimos plenamente con Antonov Ovsenko y con Stajevsky, cónsul general el primero, delegado comercial el segundo. Ovsenko se comprometió a gestionarnos el armamento adecuado y a convertirse en abogado de nuestras pretensiones. Recordaban ambos que fueron las guerrillas las que defendieron la revolución rusa contra sus enemigos y que ellos mismos habían actuado en calidad de guerrilleros. Un días nos advirtió apenado Ovsenko, que su Partido, que Rusia, no accedía a que se nos entregase armamento para poner en práctica las guerrillas en territorio enemigo. Nos decía que éramos considerados como buenos camaradas, pero que un día podríamos ser peligrosos. Y porque un día podíamos ser peligrosos para los planes moscovitas se nos rehusaba una ínfima cantidad de armamento. Insinuamos la idea de presentar la cosa al entonces ministro de la guerra, Indalecio Prieto, y Antonov Ovsenko nos dijo con un simulacro de sonrisa: "Perderías el tiempo, los jefes no son los que mandan" .

Esto se podría confirmar con millares de incidentes, pero queremos citar solamente uno, a propósito justamente de las guerrillas, cuya bandera, al menos teóricamente, no habíamos arriado y hacíamos flamear por todos los medios de la publicidad, de las memorias dirigidas al Gobierno mismo, de las consideraciones dirigidas a las propias organizaciones. Un día García Oliver expuso el proyecto de internarse con algunos millares de amigos nuestros por las sierras de Andalucía; ligamos a esa iniciativa nuestro deseo de infiltrarnos hacia Navarra. Cada uno de nosotros se hacia cargo de una expedición: dábamos la cara y ofrecíamos la vida. Se llevo el asunto al Ministerio de la Guerra; Prieto se entusiasmó con la idea y quedó en contestar respecto a su inmediata aplicación. Comenzamos a preparar los hombres que habrían de acompañarnos; pero... los jefes no son los que mandan. Por encima de Prieto, Ministro de la guerra, estaban los Consejeros rusos, y para ellos, nosotros podríamos ser peligrosos. Hubo que desistir, después de haber iniciado por nuestra parte proficuas labores de relación con la zona de Franco, por medio de hábiles y audaces emisarios.

En muchas otras ocasiones fracasamos del mismo modo. A comienzos de diciembre de 1938, la última vez, con el apoyo del Estado Mayor central, los rusos que dictaminaban en lugar de Negrín, como antes lo hacían en lugar de Prieto, se opusieron a que se diese un solo paso en ese sentido, y por entonces teníamos la promesa de conseguir que las autoridades francesas hiciesen la vista gorda para pasar por su territorio y entrar en Navarra de improviso, con lo que habríamos distraído bastantes fuerzas de las que se concentraban para la ofensiva final sobre Cataluña. La sublevación del fuerte de Pamplona, unida a nuestra iniciativa desde la frontera, habría tenido serias consecuencias (1).

(1) Nos viene a la memoria la actuación de los aragoneses en la guerra de 1936-39. No queremos con ello agraviar a ninguna de las regiones españolas; en todas partes hubo gestos de epopeya, en todas partes reapareció el espíritu ibérico; pero los aragoneses merecen capítulo aparte, no sólo por su capacidad constructiva en el terreno económico, de lo que fueron expresión aquellas hermosas colectividades agrarias, las mejores de España, cuna de un verdadero renacimiento español, sino por su combatividad ejemplar.

Su actuación en el ejército nos interesa menos que su acción de guerrilleros. Narraremos algunas de sus empresas, dejando aparte los nombres personales, porque si algunos de esos combatientes de la España inmortal están vivos, cumplirán su destino y tarde o temprano reanudarán su esfuerzo en favor de la libertad y de la justicia, con la lealtad y la terquedad proverbiales de Aragón.   

Grande fue la matanza que siguió al triunfo de Cabanellas en Zaragoza y en toda la región que quedó en sus manos. Algunos pudieron escaparse y llegar a los sectores donde se encontraban las milicias de Cataluña, entrando sin más vacilaciones en sus filas. Las columnas del Sur Ebro, sobre todo, recibían a diario fugitivos de la zona fascista.

Se distinguían los aragoneses en el frente por el ardor con que combatían; espontáneamente se fueron formando centurias y núcleos de la región. Uno de esos núcleos tomó Fuendetodos; el 21 de setiembre de 1936, en una acción por sorpresa, típica. Eran apenas 140 hombres, con escaso armamento. Dominaron el pueblo y resistieron dos contraataques de 700 falangistas provistos de ametralladoras y de morteros. Fueron socorridos cuando les quedaba ya una sola caja de munición. ¡Todavía en las milicias de los primeros meses era posible la iniciativa de los valientes!

La vida de las trincheras y los parapetos era insoportable para temperamentos dinámicos, que ardían en deseos de moverse, de emprender algo más eficaz. Un pequeño núcleo pidió al mando del sector permiso para ir a Zaragoza. Se trataba de gente bien probada que quería librar del peligro que corrían a algunos compañeros. No se les pudo rehusar lo que solicitaban.

Eran más de cien kilómetros los que había que recorrer entre la ida y la vuelta.

Armados con una pistola y munición abundante, con algunos víveres para el camino, salieron el 10 de octubre de 1936 cuatro guerrilleros, desde las avanzadas de las milicias antifascistas en Fuendetodos, en dirección a Zaragoza. ¡Más que la vida no se podía perder! Eran las seis de la tarde. En breve seria de noche. Siguieron por la carretera de Jaulis hasta el kilómetro 19, donde se cruza el camino que conduce al Túnel y a Cantera de Puebla de Alborton. De allí llegaron fácilmente al camino que va a Zaragoza. Sin mayores inconvenientes, al día siguiente a las dos de la tarde entraron en la ciudad, habiéndose retrasado por una lesión que se hizo incidentalmente uno de los guerrilleros.

Combinaron, antes de separarse, todos los detalles de organización interior y el lugar de reunión y hora para la salida. Había que entrevistarse con amigos y familiares, esconderse cada cual por su lado y moverse en una ciudad que era cuartel general de uno de los grandes centros de la insurrección militar, sembrado de espías, de delatores, de agentes de la reacción, de soldados.

El día 14 a las siete y media de la tarde se reunieron en el lugar convenido 49 hombres del movimiento libertario de Zaragoza, más los cuatro organizadores de su fuga. Y el 15 de octubre a las siete de la mañana se presentaron todos en los parapetos de los milicianos antifascistas, rendidos de cansancio, pero felices. El efecto de este primer gesto de salvamento de compañeros a quienes se creía muertos, es de imaginar, pero no se puede describir.

Los informes que trajeron los recién llegados, indujeron a la Confederación Regional de Aragón, Rioja y Navarra a tentar nueva fortuna, y una semana después salió otro grupo de guerrilleros, en nombre de esa Regional de la C. N. T., y con el apoyo de los jefes del sector, hacia Zaragoza.

Esta vez iban cinco, todos bien conocidos, uno de ellos, que ya había hecho el viaje anterior dejó el hospital donde se curaba de una herida, aun cuando los médicos le manifestaron que no podría resistir dos horas de viaje a pie.

Salieron de Fuendetodos a las siete de la tarde. Al llegar a las Planas de María, el herido no podía soportar más el dolor y el cansancio. Con ímprobo esfuerzo atravesaron ese lugar al amanecer y se refugiaron en un pinar que da vista a Zaragoza, donde descansaron. Quedaban dos horas y media de camino. Fue preciso separarse por esa circunstancia, y dos de los expedicionarios siguieron el viaje a buen paso para llegar lo antes posible a la ciudad. Los otros quedaron con el herido y fueron avanzando más lentamente. A la hora de marcha de estos últimos, tres guardas de campo les salieron al cruce y les preguntaron quiénes eran y qué hacían por allí. Respondieron con tanta serenidad y tan acertadamente que no levantaron ninguna sospecha, y siguieron su viaje. Ni qué decir que durante este encuentro, la pistola estaba lista entre los dedos nerviosos de los expedicionarios.

Llegaron a la segunda casilla del ferrocarril de Utrillas y vieron desde allí una guardia en el puente sobre el canal imperial. Hubo, necesidad de desviarse para cruzarlo más arriba. Y una vez al otro lado, el herido, pidió que se le dejase solo, puesto que en esa forma corrían peligro los tres. Así lo hicieron. Dos o tres kilómetros más allá se encontró el herido con cuatro falangistas que le estrecharon a preguntas, diciendo que podía ser uno de los tres elementos sospechosos que habían divisado hacia poco. Respondió con todo aplomo que, aprovechando el buen tiempo, había salido a dar un paseo, pues hacia un mes que estaba herido, etc. etc. Tal ha sido la seguridad de la expresión que los falangistas ni siquiera tuvieron interés de ver la documentación, que estaba en perfecto "orden", por lo demás. Acabaron fumando amistosamente. En eso divisaron a dos de los individuos que buscaban, cruzando a distancia un camino y corrieron en su persecución. El herido llego a Zaragoza, entrando en las primeras casas del barrio de San José con la seguridad de que sus últimos dos camaradas habrían sido detenidos y fusilados.

Por la noche, en el lugar convenido, en un barrio popular, se encontraron los cinco expedicionarios con la consiguiente alegría de verse todos con vida.

El 25 de octubre salió la tercera caravana, con 44 compañeros, que llegaron a los parapetos de Fuendetodos al día, siguiente, renovándose las consiguientes escenas de júbilo, los abrazos a los recién llegados, las noticias sobre los que quedaban, y el firme deseo de hacer todo lo posible por salvarles también.

Vinieron luego los días de peligro para Madrid. Muchos aragoneses fueron enviados a la defensa de la Capital de España, pero la acción de los guerrilleros, sin embargo, no ha cesado en toda la línea defendida por las Milicias catalanas, "catalanas" de Aragón, de Castilla, de Murcia, de todas partes, pero con su asiento en Cataluña por razones de trabajo y de atracción.

Hubo, entre otros, un grupo que llamaban Libertador, cuyo jefe, C., ha realizado proezas heroicas en más de 40 kilómetros de radio desde las filas enemigas, que atravesaba como si anduviese por su casa. Ese grupo recibió el 5 de noviembre de 1936 orden de volar el puente de Falcino, en la carretera de Mediana a Belchite, para evitar que por dicha carretera llegasen refuerzos a Belchite, en ocasión de una operación proyectada. Estaba ese puente a veinte kilómetros de las propias líneas. A las cinco de la mañana del día siguiente, había volado el puente y por varios días fue cortado en absoluto el tráfico por esa carretera. Hechos de esta naturaleza los hay en número ilimitado.

Aprovechando las fiestas de Navidad, se organizó otra expedición de salvamento a Zaragoza. La niebla helada favorecía la ocultación, pero hacía penosa la marcha. En 14 horas de camino no pudieron descansar los expedicionarios, para que la humedad de la ropa no se les congelara e hiciese más dificultoso el viaje. En una casa amiga a la entrada de la ciudad repusieron las fuerzas, secaron la ropa y descansaron, con la triste noticia de que la víspera habían sido fusilados 105 compañeros presos, entre ellos mujeres de todas las edades —un homenaje del catolicísimo movimiento militar a la paz de España.

"En Zaragoza — escribía uno de los expedicionarios — no había aquella Nochebuena de años anteriores en la cual la camaradería del carácter aragonés se manifestaba ampliamente... La alegría se había retirado ante el llanto de los familiares de las victimas".

El servicio de enlaces montado en la ciudad trabajaba sin descanso para preparar la nueva salida. Además se recogían informes de carácter militar, fuerzas, su situación, mandos, etc.

La audacia pasaba los limites necesarios. Recorrieron los guerrilleros la ciudad durante la noche para comprobar los informes recibidos, con una mano en el puño de la pistola, y la otra pronta a sacar las bombas de mano. Ninguno habría de caer vivo. El frío de la noche de diciembre permitía cubrirse la cara sin llamar la atención.

En el Arco Ginegio, en el bar de la Viuda de Domingo, el centro de la ciudad, fueron dejados sobre un velador cinco ejemplares diferentes de Solidaridad Obrera, que produjo una intensa investigación por parte de las autoridades militares y civiles. Era grave el síntoma, pues no sin cómplices diversos podían encontrarse ejemplares del diario revolucionario de Barcelona en un café del pleno centro de Zaragoza.

El 29 de diciembre, en el Barranco de la Muerte, se encontró a punto la nueva expedición: 35 personas. Iban algunas mujeres con hijos pequeños, iba también un anciano de 72 años, de Izquierda republicana. Era una responsabilidad muy grande llevar gente de resistencia física tan mermada. Era una noche de niebla y la humedad de los espartales que había que atravesar hizo que todos quedasen pronto con las ropas mojadas y los niños y las mujeres tiritando de frío.

Hubo que dividir a la gente, dejando a una parte para el día siguiente en una paridera del trayecto, para no correr el riesgo de fracasar del todo. Los más fuertes siguieron viaje y llegaron a su destino a las nueve de la mañana del día próximo. Los expertos tenían que regresar por la tarde a buscar a los que quedaban a mitad de camino, en la mayor inseguridad sobre su porvenir, porque si ocurría algo a la primera expedición, todos estaban condenados a morir. Pero era poco eso; había que volver urgentemente a Zaragoza y salvar un mayor contingente. La policía y la Falange andaban sobre la pista de algunos que estaban todavía ocultos y era preciso llegar a tiempo para rescatarlos.

Uno de los expedicionarios regresó con la parte del contingente dejado a mitad del camino la noche anterior, sin comer ni beber, en medio del tormento de la espera y del peligro constante. Los otros siguieron a Zaragoza, en busca de más personas en peligro y de familiares. Otros 44 rescatados llegaron a las líneas populares, el primero de enero de 1937.

Los peligros, los sobresaltos, las dificultades, todo era compensado por la alegría de una labor útil y solidaria. ¿Qué mejor premio a ese riesgo permanente que el del abrazo cordial al amigo y al compañero rescatado de la muerte? ¿No valía la pena perder, si era preciso, la vida por ello?

No siempre ha ido todo sin tropiezos. Alguna vez hubo necesidad de salvarse pistola en mano, abriéndose camino a tiros o emprendiendo carreras ante persecuciones repentinas. Hubo en Zaragoza un traidor que se compró su libertad a fuerza de delaciones, que denunció a varias personas que iban a evadirse y las hizo fusilar, convirtiéndose en asesino de sus antiguos compañeros. Pero ni siquiera esos casos deshacían la organización interna de la ciudad ni impidieron nuevas evasiones hacia Cataluña. Cada enlace tenía un radio determinado de acción y recibía las direcciones exactas de los que habían de ser avisados y el lugar y la hora en que habían de reunirse. Los documentos se escribían con tinta invisible que se revelaba al calor, y una vez aprendida de memoria la misión de cada uno, el papel se rompía. Una detención eventual no hallaba papel alguno comprometedor a nadie.

La expedición más importante por su número, más de cien personas, entre ellas mujeres y niños, fue hecha en la primera mitad de enero de 1937. Fue preparada, con todo detalle. Fueron elegidos algunos jóvenes a quienes se vistió de falangistas y de soldados para circular con más libertad en Zaragoza y cooperar en los trabajos consiguientes, secundando a los que hacían esas tareas con anterioridad.

A una hora determinada saldría de Fuendetodos una expedición de auxilio, con mulas, agua y víveres, para encontrarse a mitad de camino con los que llegarían de Zaragoza. Al frente de esta expedición de auxilio iba "Cucalón", con un fusil ametrallador y buena dotación para un caso de emergencia. Ese compañero muy conocido por su bravura, ha muerto en el combate de Rudilla.

Las autoridades enemigas sabían algo, aunque nada de concreto, y habían redoblado la vigilancia y el patrullaje. Alguno de los nuevos enlaces tuvo contratiempos y malogró algunas medidas previstas. Sin embargo, a la hora convenida se encontraron listos, donde se les había indicado, 108 hombres, mujeres y niños. Las bocacalles de la salida habían sido tomadas por guerrilleros simulados entre la gente del barrio, con pistolas y bombas de mano. La expedición se puso en marcha por el camino de las canteras hasta las Planas de María. En ese lugar apareció una patrulla de falangistas. Se ordenó a la expedición que echase cuerpo a tierra, y los guerrilleros, desplegados, se dispusieron a afrontar la lucha inminente. Se ordenó que nadie disparase un tiro hasta que el primero saliera de los falangistas. ¡Podían ser compañeros! El movimiento de defensa y ofensa se hizo con tal precisión, con tanta disciplina, con tanto arrojo que los falangistas se replegaron, ganaron un bosque próximo y emprendieron una fuga veloz. ¡A enemigo que huye, puente de plata!

La expedición siguió su marcha y al poco rato tropezó con los auxilios que llegaban con cinco mulos. "Cucalón", en aquellos montes, con su fusil ametrallador flamante, no se hubiese cambiado por Napoleón Bonaparte. Sólo lamentaba no haber tenido ocasión de probarlo en el enemigo.

Las mujeres y los niños fueron turnándose en los mulos por orden de cansancio. Y a las siete de la mañana la numerosa comitiva atravesaba, en medio de aplausos y de lágrimas de alegría, las filas de los milicianos antifascistas en Fuendetodos, descansando en el local de las Juventudes libertarias y renovando sus fuerzas con comida abundante, cordialmente servida por la población entera, que participaba de la alegría de todos los antifascistas.

La salida de algunos excelentes militantes y el apoyo decidido de los campesinos de la zona del Aragón libertado, hizo concebir a los guerrilleros un proyecto más ambicioso y de mucho más alcance. Se sintieron con fuerza y con capacidad para tomar Zaragoza si se les ayudaba. Comunicaron su propósito al jefe del sector Sur Ebro; se creó un núcleo de trabajo para elaborar el plan detallado. Se trataba de introducir en la ciudad 1500 hombres bien armados y atacar allí de improviso los centros vitales. Habían demostrado ya, con el ejemplo, de lo que eran capaces; se trataba ahora de ir más allá y reconquistar la ciudad mártir.

He aquí como describe uno de los guerrilleros, la preparación del proyecto ambicioso, pero realizable:

"Dejamos de lado el paso de más expediciones, pues comprendimos que era ya casi imposible llevarlas a buen fin; teníamos noticias de que los fascistas por su parte, hacían expediciones simuladas para detener compañeros, lo que consiguieron alguna vez, después del último viaje nuestro.

Tampoco convenía poner en evidencia al enemigo el paso magnífico que había para realizar la operación sobre Zaragoza. Emprendimos la labor de sacar fotografías y datos para dicha empresa. Ibamos periódicamente a Zaragoza hasta dos y tres veces por semana, y cuando tuvimos todos los datos requeridos se comenzó la tarea de hacer el plano de la ciudad, con inclusión de los barrios de nueva construcción, que no existían en plano alguno de los viejos. En el grupo encargado, de estas labores, había una variedad completa de capacidades, desde el simple campesino al delineante y topógrafo; por esto cada uno, de acuerdo a su capacidad, trabajaba en el objetivo común.

"Por parte del Comité Regional de la Confederación de Aragón, Rioja y Navarra se nos dotó de ocho fusiles ametralladoras y todo el material de defensa que necesitábamos para salir airosos de cualquier contratiempo.

"Terminado el plano, en el que se señalaban los lugares estratégicos y militares, tales como cuarteles de la Falange, de Acción ciudadana, de asalto, polvorines, emplazamientos de las ametralladoras antiaéreas, de las ametralladoras, base de municionamiento fábricas militares. Luego el trabajo se presentó al Estado Mayor del Sector Sur Ebro. Faltaba conocer las fuerzas que el enemigo podría poner en movimiento para repeler el ataque. Se hizo la investigación pertinente y se inició el adiestramiento de los milicianos para la marcha.

"El Estado Mayor Central envió a dos rusos a informarse sobre el proyecto. Durante cuatro semanas se les hizo conocer el terreno y los detalles del proyectado ataque.

"Acudieron unos comandantes de aviación y jefes del Estado Mayor para opinar sobre el terreno con pleno conocimiento de causa. Todos volvieron satisfechos, dando su palabra de que la operación se haría, extrañándose de que no se hubiera hecho antes. Los viajes de exploración se hicieron de día, para percibir mejor la naturaleza del terreno y comprobar que Zaragoza no estaba fortificada. Saliendo las fuerzas a las siete de la tarde, se podía entrar en contacto con los primeros barrios de Torrero a las cuatro y media de la mañana del día siguiente, sin ningún contratiempo.

"En relación con esta empresa, la organización confederal aragonesa intervino activamente, haciendo todos los preparativos que creyó oportunos: pasquines, octavillas, etc., hizo confeccionar por su cuenta cinturones portabombas, banderas y uniformes. Todo se hacía en el secreto más riguroso, hasta el extremo de hallarse concentrados más de cinco mil campesinos en puntos estratégicos, sin saber todavía para qué".

En el ínterin, los organizadores de la expedición no se dieron descanso, buscando los caminos más cortos, practicando la marcha por más de un lugar a fin de ganar una hora de pausa antes de iniciar el ataque. Calculaban que á las nueve de la mañana la ciudad estaría en sus manos.

Combinando con el ataque dentro de la ciudad, se iniciaría una ofensiva por el sector de Zuera y por el de Bujaraloz a fin de atraer hacia allí a las fuerzas disponibles en Zaragoza. Se sabía que cuando se desplazaban fuerzas hacia algún sector, la ciudad quedaba sin reservas. Para evitar el desplazamiento rápido de los refuerzos de otras guarniciones, se habían formado grupos que cortarían el ferrocarril y la carretera del Norte como también el ferrocarril y carretera de Madrid, a una distancia de 50 y 100 kilómetros. Los refuerzos habrían de hacer a pie ese trayecto y con ello se daba tiempo para consolidar las posiciones en la capital aragonesa y en los alrededores. Dos probados guerrilleros se habían encargado con sus grupos de esas labores, C. y R.

Todo estaba preparado, los grupos de sabotaje en retaguardia enemiga, los planos perfectos de la ciudad, las fuerzas que habían de operar, más de 700 mulos para el transporte de intendencia, ametralladoras y morteros y munición. El misterio más riguroso rodeaba los preparativos hechos. De repente se recibió orden de suspender toda la empresa. ¿Cómo? ¿De quién? ¿Por que causa?

No sabemos nada al respecto. Y sería interesante que un día se diese la explicación completa de la frustrada expedición a Zaragoza, preparada con una inteligencia y una prolijidad extraordinarias por los guerrilleros aragoneses. Zaragoza habría caído en esa operación por sorpresa, y con la caída de Zaragoza habría cambiado el curso de la guerra, por las rectificaciones de línea a que habría dado inmediato cauce.

¡Había motivos para desalentarse después de tantos afanes al ver paralizada una iniciativa de esa trascendencia!

Un nuevo ensayo para enderezar la causa de la guerra y volverla a la iniciativa popular se quiso hacer en marzo de 1938 en ocasión del derrumbe del frente de Aragón, cuando en pocos días llegó el enemigo desde los bordes del Ebro a Lérida. Era ocasión para reanimar el voluntariado, cuya supresión había sido causa de los desastres, que siguieron por querer hacer la guerra con un ejército inexistente y sin cuadros de mando ni material bélico adecuado. Las organizaciones libertarias podían haber puesto de 40 a 60.000 hombres en pocos días en el derrumbado frente de Aragón, en calidad de voluntarios. Se rehusó el Gobierno de la República a admitirlos, y como ese voluntariado era por naturaleza más inclinado a las guerrillas que a la lucha regular, al ver rechazados sus ofrecimientos, al verse rechazado hasta por las propias organizaciones que, siguiendo las consignas gubernativas, no reconocían más forma de hacer la guerra que la del Ejército regular, quedó en retaguardia. Salieron con mucho esfuerzo seis batallones que fueron encuadrados en el Ejército: carne de cañón estérilmente sacrificada, porque el reciente desastre, como todos los anteriores y todos los posteriores, no motivó ninguna rectificación de conducta en la dirección de la guerra. Los mismos hombres, responsables principales de la catástrofe, siguieron con plena libertad su obra en favor de la victoria de Franco.

Un jefe del frente aragonés que había sabido conservar su dignidad ante el derrumbe, justamente por disfrutar de confianza entre las tropas, el teniente coronel Perea, autorizó a los guerrilleros aragoneses para actuar a su manera. De inmediato recibió amonestaciones del Estado Mayor Central para que rectificase la autorización, en el sentido de no consentir voluntarios ni cuerpos francos. Los aragoneses, no obstante, bajo la protección de Perea, jefe del sector norte del ejército del Este, fueron camuflados como Batallón de ametralladoras C. Su iniciativa se vió considerablemente cercenada y en lugar de proceder como habían procedido en tiempo de las milicias, fueron utilizados como fuerza de choque en los lugares de más riesgo, para taponar quebrantamientos del frente.

Las actuaciones de ese batallón de ametralladoras C. ha merecido unánimes elogios y distinciones. Pero fue diezmado innecesariamente por quitarle la iniciativa que corresponde al espíritu de los guerrilleros. Al fin se le transformó en un batallón regular de una brigada, la 62, perteneciente a una división comunista. Aun como batallón regular, los guerrilleros aragoneses se comportaron de un modo ejemplar durante la última ofensiva de Franco en Cataluña, disputando heroicamente el terreno al enemigo, quedando varias veces cercados, pero logrando siempre sus objetivos y no dejando el terreno más que después de recibir órdenes superiores.

El guerrillero es el pueblo en armas, dueño de su iniciativa, amante del peligro, y consciente de sus finalidades. Era el instrumento que tenía la República para tornar ineficaz la aplastante superioridad del material de guerra enemigo. Se prefirió el triunfo de la alianza ítalo-germana en España, a los riesgos de un triunfo popular, pero los aragoneses, tenaces y leales, en la poca libertad de acción que se la ha dejado, llevaron bien alto el pendón de la guerra a la española, y no fué culpa suya si no hicieron más; no les faltaba la capacidad ni la valentía. Les faltaba solamente la comprensión de un Gobierno que hubiese tenido alguna ligazón espiritual con el pueblo español.

Pero no fue solo por tierra por donde quisimos emplear la guerra pequeña, española. Un día presenciábamos con algunos destacamentos de milicianos cómo bombardeaba nuestras costas el acorzado enemigo "Canarias". No disponíamos ni de un mal avión, ni de un submarino. Era desesperante nuestra impotencia y nuestra rabia. Se conmovieron también los milicianos y algunos se nos ofrecieron a pilotear una lancha cargada de explosivos y a estrellarse contra el barco faccioso. Carlos Roselli, que nos acompañaba, nos insinuó el empleo de lanchas torpederas, como los M. A. S. italianos. Al día siguiente se inició la fabricación de lanchas torpederas magníficas embarcaciones que navegaban 40 millas por hora, podían llevar dos torpedos funcionar 16 horas consecutivas, de fácil manejo, de poco coste, pues empleábamos dos motores viejos de aviación Hispano-Suizos de 550 caballos cada uno. Se les podía aplicar un cañón de tiro rápido contra aviones y una ametralladora. Se hicieron las pruebas suscitando gran entusiasmo. Era ministro de Marina y Aviación entonces, Indalecio Prieto. Aprovechando algunos encuentros oficiales le expusimos nuestro proyecto.

Ya que no ponía a nuestra disposición algún barco de guerra, nosotros defenderíamos nuestras costas con las lanchas torpederas; pero carecíamos de torpedos, que los tenía el Ministerio de Marina en Cartagena. Solamente pedíamos cuatro unidades, para llevar una ofensiva en serio, aun a costa de las embarcaciones y de su tripulación de cinco hombres, hasta dar caza al "Canarias". Naturalmente, era una magnífica idea y no dudaba de los resultados. Tendríamos los torpedos. Pero detrás del Ministro de Marina y de Aviación, estaban los consejeros rusos y nos quedamos sin los torpedos y nuestras lanchas torpederas sin poder entrar en acción. Franco encontró alguna en perfectas condiciones de navegación. Se volvió a remover más tarde, siendo Negrín ministro supremo de Defensa, el empleo de las lanchas torpederas, pero la dirección de la guerra seguía en manos de los stalinistas rusos y españoles y no hubo tampoco ningún éxito.

No se crea que lo que decimos de la dominación rusa es una afirmación caprichosa. Largo Caballero, ex–ministro de la guerra, ha aludido a ella, en su discurso del 17 de octubre de 1937, en Madrid, y en documentos posteriores diversos. Y tampoco el testimonio de Prieto, su sucesor, puede ser sospechoso. En su folleto Cómo y por que salí del Ministerio de Defensa Nacional. Intrigas de los rusos en España (París, 1939, 84 págs), se reproduce el texto taquigráfico de su informe pronunciado el 9 de agosto de 1938 ante el Comité Nacional del Partido Socialista Obrero Español. Allí se hacen referencias de orden financiero muy graves y el mismo ex–ministro confiesa lo que nos había dicho Ovsenko: que los jefes no son los que mandan. Por ejemplo, Prieto daba orden de bombardear Salamanca, y los rusos hacían bombardear Valladolid; le imponían nombramientos, cambios de personal, destituciones, cuando no hacían a espaldas del aparente Ministro de la Guerra, todo lo que se les antojaba, para lo cual uno de los métodos consistía en comprar a los elementos auxiliares de los puestos responsables. No se nos alcanza lo que Prieto pretende con la publicación de esas aclaraciones, donde su papel de Ministro, queda bastante deslucido, pues no tenía más libertad que la de hacerse responsable de la dirección de la guerra por los rusos en la aviación, en la marina, en los ejércitos de tierra, en el Servicio de Investigación Militar, en la propaganda, etc. etc. Pero el Ministro de la Guerra, Prieto, confiesa, abiertamente, la dominación de los rusos; y su jefe de Estado Mayor, el entonces coronel Vicente Rojo, ensimismado en su papeleo estéril, no vió nada de eso y asume indebidamente e innecesariamente un papel que no ha tenido en la realidad, pues era de los jefes que mandaban menos aun que el Ministro, y su pretensión, papelesca también, de creación de un ejército y de un mando único no ha tenido más virtud que la de crear cinco ejércitos y cinco mandos independientes: el de tierra, el de aviación, el de marina, el de carabineros y el de seguridad y asalto. Sin contar que, por ejemplo, en el ejército de tierra, los tanques eran arma rusa y solo pasaban a ser arma española cuando no servían más que para sacrificar soldados españoles.

Cuando se resolvió suprimir las milicias, o mejor dicho, militarizarlas, para crear un ejército según el modelo del ejército rojo, escribimos una memoria confidencial para el Comité peninsular de la F. A. I., sobre ese funesto error. Hemos podido encontrar una parte de ese escrito, que nos parece digno de ser reproducido. No recordamos la fecha en que fue redactado, quizá hacia octubre de 1937, ni el contenido de las partes que faltan, pero lo que ofrecemos a continuación es un testimonio de nuestro criterio sobre las guerrillas y sirve para desvanecer dudas sobre nuestra posición:

"Antes del 19 de julio, en los proyectos insurreccionales, en las aspiraciones revolucionarias, en la discusión de los métodos para vencer al capitalismo y al Estado y entrar en posesión de la riqueza social y en su administración directa por los productores mismos proyectábamos una organización armada a base de milicias populares. Después del triunfo de julio, hemos visto realizado aquél anhelo y puesto todas las energías en su preparación y organización. De repente, la contrarrevolución latente siempre cuando no en acto, en todo Estado, comenzó a crear un ambiente hostil a las milicias y consiguió su desaparición. Nos interesa, pues, restablecer su valor y reivindicar su existencia. Su aplastamiento, con el visto bueno y la anuencia de las propias organizaciones libertarias, no es ninguna prueba de su ineficacia.

Veremos que la supresión de las milicias no se debe a consideraciones de orden militar, sino a cálculos políticos de la contrarrevolución.

Victoriosos en Barcelona y derrotados los focos militares del resto de Cataluña, se ofrecieron para luchar con las armas en la mano contra el fascismo, cerca de 150.000 hombres del pueblo. Con las armas disponibles formamos el frente de Aragón, lo mismo que se improvisaron frentes de lucha en las sierras del Centro, en Asturias, en el Norte, en Levante, en Andalucía y Extremadura, en Mallorca. Antes de que el pesado aparato burocrático, administrativo y militar del Estado, cuya fidelidad ha sido y es puesta en duda por la mayoría de la población, se apercibiera de lo que pasaba, el pueblo español tenía a la parte más despierta del proletariado en los frentes de combate, conteniendo el avance de los focos triunfantes de la rebelión. Pero aquellos combatientes que daban su sangre y su vida por la causa de la libertad, no eran instrumentos ciegos en manos del Estado ni podían llegar a serlo. De ahí que los amos de los recursos financieros para el armamento y el municionamiento comenzasen una obra sistemática de sabotaje y de injurias a aquellas milicias, al mismo tiempo que se pasaba a la organización de un ejército exclusivamente estatal.

Las milicias tenían sus defectos, naturalmente; en primer lugar no eran todavía fuerzas aguerridas para la campaña en descubierto, carecían de jefes adecuados, y los pocos que se destacaron, Durruti en Aragón, Carrocera en Asturias y otros en otras regiones, han pasado a la historia como héroes auténticos. Algunos actos de indisciplina inevitables en tales momentos de fiebre general, una cierta decadencia de la combatividad, vistos a la luz de interesadas ampliaciones, crearon una atmósfera contraria a los milicianos voluntarios, obligados a la pasividad casi siempre por la falta de armamento y de municiones. Se sabe, por la experiencia de todas las guerras, lo que desmoraliza y hace perder la combatividad la guerra de posiciones, la vida de trincheras y parapetos.

Hemos sido de los primeros en aceptar la idea de un ejército. En una guerra moderna como la que nos hacen nuestros adversarios, valiéndose del apoyo italiano y alemán, hace falta una fuerza regular, bien organizada y disciplinada, con buenos mandos, con material ofensivo y defensivo. Hemos favorecido la formación del ejército, pero no habíamos supuesto nunca que eso habría de implicar la destrucción de nuestras milicias, la garantía revolucionaria más eficiente y un complemento insuperable para la acción del ejército regular. Sin embargo, fue así: se formó el ejército y fueron deshechas y difamadas nuestras milicias populares, a las cuales se debía, por lo menos, un poco de reconocimiento por sus servicios espontáneos y heroicos contra la militarada.

Andando el tiempo, las propias organizaciones libertarías, sin las cuales el llamado ejército republicano no habría sido posible, se mostraron en sus actitudes y declaraciones enemigas irreconciliables de la idea y el hecho de las milicias.

No sólo nos parece que se ha cometido una injusticia, sino también un error de consecuencias fatales para la guerra y para la futura orientación política de España.

Por nuestra parte, no pudiendo hacer comprender a los que asumieron la responsabilidad de la guerra, incluso a los propios compañeros, que era preciso emplear, aparte del método regular, es decir de la guerra dirigida por un Estado Mayor, el método popular de la acción audaz, libre, sobre un territorio enemigo en el que contábamos con tantas simpatías como en la zona llamada leal, nos hemos esforzado por obrar independientemente, pero careciendo de armamento, de apoyo y de comprensión, nos vimos en la necesidad de desistir. De desistir en las tentativas prácticas, ante la imposibilidad de superar las resistencias de los propios Comités de la organización y las de los dirigentes estatales de la guerra y de la política, pero no de las ideas que nos animaban. Hoy, como en la primera hora de la tragedia, seguimos afirmando que la acción popular, de un voluntariado consciente, que actuase con independencia, como guerrillas ágiles, como bandas de hostilización de las comunicaciones y bases de avituallamiento y municionamiento enemigos, como servicios de información, podría ser mucho más eficaz que el ejército en esta guerra. Sin que eso signifique que el ejército no tenga una importante misión que cumplir.

En dos direcciones habíamos querido aplicar ese método de la acción ofensiva irregular:

a) En el mar, para lo cual iniciamos la construcción de lanchas torpederas eficacísimas, a las que el Gobierno de la República no quiso proporcionar torpedos, a pesar de la reiteración del pedido de los mismos para defender nuestras costas.

b) En tierra, para lo cual hemos formado alguno batallones que luego, sin armas, habiendo sido frustrados todos los empeños para procurarlas, hubieron de ingresar, desmoralizados, en las filas del ejército regular como otros soldados más.

El hecho de no haber encontrado apoyo, en propios y extraños, para esa doble acción, no es un argumento contra su eficiencia. Lo vivido y experimentado en el último año, nos afirma en nuestra previsión de la primera hora, de que la guerra dejada al albur absoluto del aparato gubernativo, donde anidan tantos adversarios y emboscados, aparte de los ineptos, consustanciales con toda burocracia, es el fracaso.

Para que un ejército sea eficaz necesita algo más que la mecánica de su organización. Necesita:

1)  Mandos probados y experimentados.

2)  Buen material, equivalente por los menos, al del adversario.

3)  Genio militar directivo o, al menos, un poco de talento y de prestigio.

No nos atreveríamos a hacer el balance del grado en que se han logrado esas condiciones entre nosotros. Lo que sí diremos es que también el ejército necesita un alma, un inspirador superior a la mediocridad. Si ese inspirador existe, la disciplina es más firme y la eficacia se redobla. Si falta, las grandes regimentaciones son más bien un obstáculo. Cuando se tiene un Napoleón no hacen falta decretos ni rigores para dar unidad y vida a los grandes ejércitos. Si no se tiene, los decretos y los rigores de la ordenanza no llenan el vacío.

Nuestras milicias eran un cuerpo todo lo informe que se quisiera, pero tenían un alma, eran capaces de todos los sacrificios y heroísmo. Fueron desorganizadas y decapitadas para dar vida a un ejército. ¿Se ha logrado propiamente éste? ¿Ha sido provechoso privar a la guerra del concurso del voluntariado? ¿Beneficia a la acción planeada por los Estados Mayores la ausencia de francotiradores, guerrilleros, auxiliares de información y demás?

No lo olvidemos. La guerra moderna ha hecho forjar muchas utopías haciendo creer que la aviación, que la artillería, que los carros de asalto, que la química y la bacteriología harían superfluas la acción del hombre en tanto que hombre solamente. Sin embargo la infantería, es decir el hombre, su valor, su moral, su heroísmo su abnegación no ha sido destituída de su papel primordial en toda guerra. Todavía sigue siendo la infantería la reina del campo de batalla.

Nuestro ejército ha sido una creación rusa con más objetivos políticos que militares. Fue en Rusia donde por primera vez, — ejemplo no secundado en ningún otro país —, se ha considerado insoportable toda formación espontánea, no controlada en absoluto por los dictadores supremos. De no haber sido esa circunstancia de la iniciativa rusa en la formación del ejército republicano, se habría buscado la manera de combinar la acción del ejército regular con la acción de los cuerpos francos, populares, en un momento de la historia de España, en que tantas energías se habían desencadenado sin necesidad de coacciones y decretos. Trotsky, el creador del ejército rojo, ha combatido con más ferocidad las fuerzas voluntarias populares que a los enemigos de la nueva situación en Rusia. Si tuvo que entrar en pactos y convenios con Néstor  Machno en Ukrania, para combatir la ofensiva triunfal de Denikin y la amenaza terrible de Wrangel, una vez logrados esos objetivos, destruyó a traición las fuerzas de nuestro camarada. La hostilidad contra las fuerzas armadas del pueblo y el aplastamiento de esas formaciones ha sido inaugurada en los tiempos modernos por los bolchevistas rusos, super-autoritarios y, en tanto que tales, iniciadores de las corrientes fascistas que siguieron su ejemplo, no en el orden militar, sino en el de la reacción política. Pero los técnicos de guerra del mundo entero están lejos de compartir ese criterio, y podríamos entretenernos en aducir testimonios al respecto.

Nosotros propiciábamos una organización militar de tipo distinto al adoptado posteriormente, siendo los emisarios rusos los que forzaron a nuestros estados mayores a adoptar las brigadas y divisiones actuales, cuya eficacia no se ha visto por ninguna parte más que en los desfiles cinematográficos rusos. Actualmente observamos que se generaliza la formación de cuerpos de ejército como unidades de maniobra, es decir la agrupación de fuerzas más numerosas. Era nuestro proyecto cuando queríamos organizar en Cataluña una división de operaciones de 16.000 hombres como unidad táctica.

Contra los puntos de vista de los enviados rusos teníamos testimonios y ofrecimientos de altos oficiales del ejército francés que veían en las milicias bien organizadas y equipadas el mejor instrumento del triunfo contra el enemigo y que se retiraron cuando comprendieron que su presencia no era bien vista por nuestros novísimos maestros en el arte de la guerra.

Ahí tenemos ahora la experiencia. La estructura dada al ejército por iniciativa rusa no se ha demostrado de manera alguna eficaz, no sólo por el hecho de faltarle el alma, que mueve las grandes concentraciones, sino porque su agilidad de movimiento es sólo aparente y no ofrece bastante resistencia a los ataques frontales del enemigo. Esto sin contar otros procedimientos propios de la política partidista de hegemonía que ha contribuido a debilitar la potencia militar de las nuevas formaciones.

Todo habría sido tolerable, sin embargo, de haber combinado, como en todas las guerras donde el estado de ánimo de la población lo ha permitido, la acción regular del ejército con la acción irregular de un pueblo en armas y dispuesto a la suprema defensa. No se hizo así porque hemos aceptado, o porque en nombre de nuestra organización se ha aceptado, sin crítica, como buena, la táctica introducida por la U. R. S. S., donde el ejército rojo salió triunfante contra las formaciones populares revolucionarias, inspiradas siempre por la buena fe y la generosidad, dando a los hombres de un partido dominante el poder absoluto. En lo que no hay que olvidar que para que el ejército rojo pudiese aplastar traidoramente al pueblo en armas, primeramente ha tenido que ser apoyado por ese pueblo para vencer a los ejércitos perfectamente equipados y dirigidos de la contrarrevolución.

La historia del ejército en España, como en todas partes, ha sido equivalente a la historia de la tiranía, de la cual ha sido siempre el instrumento favorito, cuando no ha tomado el camino de la intervención directa en la política a través de los pronunciamientos célebres del siglo XIX y de lo que llevamos del XX. Primo de Rivera, Sanjurjo, Franco. Cuando hubo que dar cima a una ardua tarea de guerra, cuando hubo que luchar por la independencia y la diginidad de España, fue el pueblo mismo, organizado a prisa en milicias, el que se hizo presente, sin el ejército y hasta contra el ejército.

Recuérdese, para no remontarnos más lejos, la invasión napoleónica y la dominación total de España por el gran capitán del siglo. Fernando VII se entretenía en Bayona en felicitar a Napoleón por los triunfos obtenidos en España y solicitando en matrimonio alguna parienta del emperador para convertirse en un buen príncipe francés. ¿Qué se había hecho del ejército? Había quedado totalmente vencido sin lucha y desmoralizado. Y fue el pueblo español el que se levantó en un gesto de decisión y heroísmo y empeñó batalla contra el conquistador del mundo. Gracias a ese pueblo escarnecido y expoliado, España siguió siendo una nación independiente. Fernando VII volvió al poder y, en pago y agradecimiento a los que le devolvieron el trono, inició aquella zarabanda feroz del despotismo, sin precedentes en ningún otro país. Una de sus tareas fue la destrucción y el ametrallamiento de los milicianos que habían dado su sangre por rescatarle de la dulce presión en que vivía feliz.

Tanto era el arraigo de esas formaciones armadas, dependientes de los Ayuntamientos, que no pudieron ser destruídas por completo en mucho tiempo. Eran gentes de trabajo, dispuestas a empuñar las armas en toda ocasión necesaria al toque de generala. Por su origen, eran esas milicias, generalmente, el sostén de las ideas y los partidos liberales.

Cuando a la muerte de Fernando VII, el tirano sin escrúpulos y sin inteligencia, se desencadenó la guerra carlista, que duró siete años, nuevamente fueron llamadas las milicias, primero por Martínez de la Rosa, que les dió un carácter solamente urbano, haciéndolas Mendizábal, milicias nacionales. Esos cuerpos decidieron la liza, poniéndose de parte de lo que entonces representaba una apariencia de progreso contra el obscurantismo de don Carlos, el pretendiente.

He aquí un cuadro de las fuerzas del ejército y de las milicias en 1837:

Fuerzas del ejército (infantería, caballería, artillería, ingenieros, carabineros, legiones extranjeras, etc.): 298.098 hombres.

En esas fuerzas se incluyen 61.076 milicianos provinciales y 36.047 miembros de cuerpos francos.

Fuerzas de las milicias (infantería, caballería, artillería): 306.000 hombres.

Como se vé, la superioridad numérica de las milicias sobre el ejército es incontestable.

Y gracias a esa superioridad, y a la cooperación prestada en la lucha, el ejército pudo convertirse, en manos de Espartero y de sus colaboradores, en fuerza de maniobra, quedando libre de una multitud de tareas secundarias a cargo de los milicianos. Se tenía así un ejército en campaña. ¿Cuántos hombres tenemos ahora, propiamente, en operaciones? ¿Alcanza un diez por ciento de todos los movilizados?

"Sin la milicia nacional, dice el historiador Fernando Garrido, se hubiera hundido apenas levantado el trono de Isabel II. Gracias a esa institución popular, todo el ejército pudo salir a campaña, y aun muchas veces no bastó, teniendo que unírsele los nacionales para vencer al terrible enemigo en campo raso" (Historia del último Borbón de España, tomo I, pág. 99).

De los episodios de la lucha de los milicianos contra las hordas del pretendiente, se inmortalizó la resistencia de Cenicero, en Logroño, donde treinta milicianos se parapetaron en 1834 en la iglesia, sitiados por 4000 carlistas al mando de Zumalacarregui. Fueron, aun dentro de la iglesia, disputando el terreno literalmente palmo a palmo hasta el campanario y resistieron allí hasta que, al cabo de varios días, llegaron casualmente tropas leales que les auxiliaron y les libertaron.

Veinticuatro milicianos resistieron en el campanario de la iglesia de Villafranca contra un ejército mandado por el propio don Carlos, que mandó incendiar la iglesia. Los sitiados, reducidos ya a doce, quedaron sin cartuchos y sólo entonces pudieron ser aprehendidos, siendo fusilados en presencia del cristianísimo pretendiente.

Hechos parecidos ocurrieron en Albocacer, pueblo de Valencia, en Mercadillo, en San Pedro, en Bejar, y se conservan recuerdos de combates en que los milicianos derrotaron a grandes partidas facciosas.

La milicia de Caspe, se defendió durante once días contra varias divisiones de Cabrera. La milicia de Gandesa, estuvo sitiada por el tigre del Maestrazgo durante dos años, hasta que, sin víveres ni municiones, pronta al sacrificio supremo, fue socorrida por las tropas del general San Miguel.

Naturalmente, la milicia era un contrapeso a toda tiranía y a todo atropello contra el pueblo. De ahí que los nuevos amos, una vez en el poder, incluso los representantes de Espartero, jefe de los progresistas, solían desarmarla por los incidentes más nimios y aún con pretextos falseados. En los tiempos de Narvaez la milicia fue totalmente deshecha por no inspirar confianza ni seguridad a un gobierno antipopular y despótico. Narvaez era el Martínez Anido de mediados del pasado siglo, cuando Cataluña tuvo en el barón de Meer otro Arlegui (1).

(1) "El ejército se sublevó en 1841, y sin la Milicia Nacional la libertad hubiera perecido aquella noche". . . (A. Fernández de los Ríos, Las luchas políticas en la España del siglo XIX, tomo II, pág. 421).

Sería interesante reproducir las opiniones de un militar y guerrillero italiano como Pisacane. De su libro La guerra combattuta in Italia negli anni 1848-49 y del Ordinamento e Costituzione delle Milizie italiane, ossia Come odinare la Nazione armata, extrae Luis Fabbri algunas citas oportunas, que no han perdido actualidad para nosotros. Pero avancemos a tiempos más recientes, los de la guerra franco-prusiana de 1870. Se objetará que eran, sin embargo, otros tiempos, que las armas han evolucionado, que los procedimientos son hoy más contundentes. Pero la misma tesis la veremos por técnicos militares modernos, hechos en la escuela de la Gran Guerra de 1914-18.

El general Cluseret llegó a Ostende de América, cuando los ejércitos prusianos avanzaban sobre París y escribió a Palikao, ministro de la guerra de Napoleón III y jefe del Gobierno, la carta siguiente, que refleja en tantos puntos nuestros pensamiento:

"Bruselas, 20 de Agosto de 1870.

General, no he recibido respuesta a mi despacho de Ostende del 20 de agosto (despacho por el cual Cluseret ofrecía sus servicios). Estoy más afligido que asombrado. La desconfianza y los prejuicios militares no son  oportunos. Vuestro sistema militar ha  realizado punto por punto mis previsiones. . .  No podéis remediar los defectos de vuestro sistema, y reparar vuestros desastres más que introduciendo un elemento nuevo en la lucha, elemento terrible que derrotará la táctica prusiana: el elemento voluntario. Yo conozco a fondo ese elemento, lo he practicado en Francia, en Italia, en América; sé lo que de él se puede esperar y temer. Es un error creer que no puede realizar lo que ha sobrepasado a las fuerzas de las tropas llamadas regulares. Leas verdaderas tropas regulares en una lucha semejante, son los voluntarios. Pero por voluntarios no hay que entender los reclutas voluntarios incorporados al ejército, porque entonces no serán más que unos soldados más. Incorporados a la antigua organización serán víctimas, como sus predecesores, de los errores y defectos de la misma. Organizar — yo diría: Dejar libre y espontáneamente organizarse — al elemento voluntario por batallones, como hicieron nuestros padres; dejarle nombrar sus oficiales y hacer, diseminados, una guerra de posición. Confiad a su audacia y a su iniciativa el obrar sobre las líneas de comunicación del enemigo, arruinando sus aprovisionamientos y sublevando las provincias conquistadas. Allí, está el peligro ahora para el enemigo. En cuanto a vuestros generales y a vuestro ejército, dejadlos en reserva (los puntos de apoyo) de estas bandas entusiastas y veréis el resultado inmediato. He visto esto en América y he quedado asombrado. El instinto hizo  más que el estudio y la ciencia. . . ".

Así hablaba el general Cluseret en aquella época. No habría empleado otro lenguaje en nuestros días y ante nuestra situación.

Bakunin, oficial de artillería, nuestro gran Bakunin, sostenía idénticos puntos de vista en relación a la salvación de Francia contra la invasión prusiana. Puntos de vista que, en la práctica, al desencadenar las pasiones populares, equivalían a llevar la bandera de la revolución social en nombre de la guerra de la independencia.

Los imperialistas y los republicanos como Gambetta, Thiers y compañía han preferido el triunfo de los prusianos al desencadenamiento de un movimiento que, al mismo tiempo que la salvación de Francia de la invasión triunfante, podía acarrear la caída del Imperio y la destrucción del orleanismo.

La táctica triunfal de Garibaldi en sus luchas de ambos mundos ha sido la de la guerrilla a base de voluntarios y nadie podrá poner en duda ni sus triunfos ni sus merecimientos.

De igual manera, cuando se examina la literatura francesa y belga sobre la guerra de 1914-18, se advierte el importantísimo papel que ha desempeñado en ella el franco-tirador, individuo o grupo de individuos audaces, no controlados, pero no obstante favorecidos y alentados por las autoridades militares y políticas. Es verdad que los franco-tiradores no pueden, con su sola acción, liquidar una guerra, pero su existencia significa para el enemigo una amenaza inquietante, una preocupación obsesiva y muchas veces un riesgo inmenso. El sabotaje en las líneas de comunicaciones, de avituallamiento y de municionamiento, que pueden llevar a cabo los pequeños grupos audaces infiltrados tras las líneas enemigas, es un factor formidable de desmoralización y de derrota.

A pesar de cuanto la leyenda interesada ulterior nos diga del ejército rojo en Rusia, fueron las guerrillas populares las que prepararon siempre el terreno a sus triunfos. Y aparte de lo que todos sabemos por haberse hecho público, podríamos relatar lo que nos han informado de su actuación personal, como jefes de guerrilleros, algunos de los prohombres rusos que más han presionado para suprimir esa forma de hacer la guerra en España. Por lo demás, se comprende que ha tenido que ser así, porque el ejército rojo no se formó, propiamente, hasta después de liquidar la guerra civil, con el aplastamiento de Wrangel en Crimea. Para llegar a esa liquidación, el pueblo como pueblo, y sus guerrilleros voluntarios, han influído de una manera fundamental.

Pero no hace falta que citemos siempre ejemplos de fuera. En nuestra guerra de Marruecos, caracterizada por la impudicia del militarismo español, se fomentó la acción de las harcas, aquellas guerrillas que operaban en territorio enemigo por sorpresa y cuya acción fue la expresión más saliente de aquella guerra. Nada nuevo ha inventado nuestro ejército con las harcas, pues el mismo procedimiento se ha puesto en vigor en todas las guerras, en las antiguas como en las modernas. En la de 1914-18, había cuerpos especiales, grupos e individuos mimados, con paga especial, con recompensas extraordinarias, que se dedicaban solamente a los golpes de audacia. De esas  lecciones han querido sacar nuestros genios de 1936-38 los cuerpos de choque, empleados en el ataque frontal a las trincheras y parapetos enemigos, en lugar de hacerles actuar por sorpresa y por donde el enemigo estuviese menos protegido.

No hay una sola autoridad en materia militar que niegue la eficacia y la conveniencia de los cuerpos francos, de los franco-tiradores, de los guerrilleros, tan famosos justamente en las guerras de España por su independencia. Nos costaría muy poco duplicar las páginas de esta memoria con juicios de los críticos más destacados de la guerra en todos los países para demostrar la veracidad de lo que decimos.

Cuando Machno se levantó en Ukrania con un par de amigos y emprendió la tarea ardua de librar su región natal de la dominación de los austríacos y de los alemanes, primero, sin contar para el primer golpe con una mala pistola, y cuando organizó después sus guerrillas terribles contra los generales blancos, los Yudenitch y los Denikin, supo elegir el único camino eficaz y popular para resistir y vencer a las grandes formaciones militares que dominaban el país. Hizo en 1918 lo que hicieron nuestros antepasados en 1808 contra las tropas victoriosas de Napoleón I. Y como los audaces de la epopeya antinapoleónica, Machno salió triunfante en su empeño. Tanto es así que sus mismos adversarios, los generales austríacos y alemanes, han tenido que rendir tributo de admiración a la audacia y al ingenio con que aquellas bandas inasibles del "general anarquista" fueron deshaciendo las fuerzas de la invasión.

Los bolchevistas propusieron reiteradamente a nuestro camarada que pasase con sus fuerzas a engrosar el ejército rojo en formación, y han pactado con él formalmente más de una vez para desarrollar operaciones en común. ¿Hace falta recordar el texto de aquellos pactos? Se reconocía por Trotsky y por los dirigentes bolchevistas el gran valor ofensivo y defensivo de aquellas partidas invisibles, pero presentes no obstante en toda Ukrania, acaudilladas por Machno.

No fueron consideraciones de orden militar las que aconsejaron a los nuevos amos su destrucción traidora, sino consideraciones de naturaleza política. Machno era un puntal firmísimo contra toda invasión de Ukrania por tropas extranjeras o por los ejércitos de la contrarrevolución, pero al mismo tiempo representaba también un punto de apoyo para un nuevo orden social revolucionario en discrepancia con el proyectado por los bolchevistas. Cuando se vió claramente que Machno no se pondría jamás a las órdenes del flamante ejército rojo, se resolvió su exterminio por todos los medios. Libre Trotsky de la contrarrevolución zarista, gracias también a la acción de los machnovistas, el poder militar organizado por el bolchevismo fue dirigido en masa contra Machno y sus guerrilleros, ajenos a la infamia y desprevenidos. Nuestro camarada fue vencido y Trotsky pudo vanagloriarse de un predominio absoluto y de ofrecer a su partido un instrumento de opresión que no había de tardar en volverse contra él.

De la destrucción de aquellas fuerzas populares armadas, que simultaneaban el trabajo en los campos fértiles de Ukrania con las operaciones de castigo contra invasores y contrarrevolucionarios, no puede jactarse más que la comisariocracia dominante, nunca la revolución rusa, sepultada por muchos años por los que aparentaron obrar en su nombre.

Parece inconcebible que a los pocos meses de las jornadas de julio, jornadas eminentemente populares, en donde los combatientes voluntarios, los héroes abnegados de la primera hora descompusieron en un gesto inmortal el aparato militar poderoso de los rebeldes en las principales ciudades de España, organizando luego espontánea y rápidamente el frente de lucha antifascista en Aragón, Centro, Norte, Andalucía y Extremadura, Levante, sin armamento, sin conocimientos militares; parece inconcebible, decimos, que a los pocos meses hayamos olvidado a quienes se debía el triunfo de Julio y los hayamos destruído con el pretexto de hacer más eficaz su obra de defensa de la libertad. La militarización de las milicias ha sido un doble error:

1º Un error militar, porque ningún ejército improvisado, sin mandos, por fuerte que sea en él la disciplina impuesta, podía competir en cualidades combativas con aquel voluntariado entusiasta de la primera hora y de las horas subsiguientes.

2º Un error político, porque se privó a la guerra de la iniciativa y del calor popular, convirtiéndola en un monopolio y en un atributo exclusivo del Estado, con lo que, poco a poco, fue enfriándose el entusiasmo y la comprensión de los objetivos de la lucha sangrienta.

Un ejército bien organizado, con mandos profesionales, con disciplina de cadáver, no  necesita saber por qué se lucha y por qué se muere. Es lo que ocurre en todas las guerras capitalistas. Pero en nuestra guerra, iniciada por el pueblo, consciente de esa necesidad, no se requería el aparato de fuerza y de disciplina que se impone en los países llevados por las clases dirigentes a una guerra  contra la voluntad y el interés de las grandes masas. En la guerra que estamos haciendo, es infinitamente mayor el interés del pueblo que el de la burocracia gubernamental en su triunfo.

Hubiese sido aconsejable, de tener en cuenta en primer lugar la guerra y no la contrarrevolución, crear un ejército para las grandes operaciones de resistencia y de ataque frontales, pero dejando en pie al pueblo en armas en forma de voluntariado, con sus iniciativas, con su acción libre y su múltiple con las fuerzas  regulares. Esa era la posición que correspondía a una visión militar pura y simple de la situación.

Hemos sido más ingratos con las milicias que un Fernando VII o que un Narváez. Las hemos destruido antes de obtener la victoria  sobre el enemigo; en cambio Fernando VII, las atacó e intentó masacrarlas después de estar en el tronco reconquistado por ellas, no antes, y Narváez las desarmó después de haberse adueñado del poder, en parte con su ayuda o con su pasividad.

Nos importa, pues, que se tenga en cuenta que las milicias de Julio, triunfantes sobre la militarada, no fueron deshechas, calumniadas y vilipendiadas por razones de eficiencia militar, sino por una prematura especulación política. Y lo deplorable es que las propias organizaciones libertarias dieron el visto bueno y contribuyeron poderosamente a ese desenlace trágico para la guerra y  la revolución. ¡Dieron el visto bueno al propio suicidio!

Desde los primeros momentos hemos reconocido abiertamente la superioridad en la dirección militar del enemigo. La inmensa mayoría de los hombres más capacitados del ejército español se declaró contra la República y formó un bloque peligroso contra la libertad y la independencia de España. Los documentos encontrados después de Julio demuestran cómo se conspiraba de acuerdo con Alemania e Italia, en las esferas militares y políticas de la reacción.

A la rebelión militar, por tanto, había que atacarla de otra manera, como ataca un pueblo en armas a un ejército invasor. Disponían nuestros adversarios de mejor equipo que nosotros, de aviación abundante, de artillería de primer orden, de carros de asalto potentísimos y de carne de cañón barata. En los ataques frontales llevábamos las de perder. Eramos el pequeño David en combate con el gigante Goliath. Pero lo mismo que habíamos vencido en Julio hubiéramos triunfado en lo sucesivo si no abandonábamos el carácter de pueblo en armas y en lucha por su libertad y su independencia. Quisimos afrontar fuerzas más desiguales que las de Goliath y las de David en un cuerpo a cuerpo abierto y hemos sufrido un descalabro tras otro hasta llegar a la situación actual, de extrema gravedad, casi de liquidación.  

A pesar de la superioridad en talento militar y en medios ofensivos, aparte de contar con cuadros de mando obligados a luchar y a vencer o a sucumbir en la demanda, el enemigo no ha querido privarse del aporte independiente y voluntario de fuerzas afines como las de Falange Española, los Requetés navarros y otras formaciones, que actúan como cuerpos independientes, en cooperación estrecha con el ejército franquista y con las divisiones extranjeras llamadas en su auxilio, pero sin perder su significación política particular. Cuando se haga la historia de esta guerra espantosa, se pondrá de manifiesto que una de las causas de las victorias de Franco, es la adhesión de fuerzas políticas que mantuvieron su independencia, incluso en el orden militar, redoblando así su eficacia. Ahora bien, la Falange Española no se puede comparar de ninguna manera, por su número y por su combatividad, con la F. A. I. y con la C.N.T., cuya acción en la guerra en tanto que tales, con la fuerza moral que dá el compañerismo, la confianza, la solidaridad perfecta, habría sido multiplicada y en cambio se ha reducido a la mínima expresión en tanto que fuerzas regulares de un ejército al que le faltan tantas condiciones para ser eficiente.

Tampoco hemos de olvidar una cosa: que no son nunca los ejércitos de los Estados los puntales más firmes de las dictaduras fascistas de la post‑guerra, en el mundo, sino las milicias del partido dominante, capaces de enfrentarse con el ejército mismo, como en Alemania e Italia, donde coexisten, como en el siglo XIX en tantos países, las formaciones regulares del ejército nacional con las formaciones milicianas al servicio de determinados ideales o de determinadas formas políticas. Mussolini e Hitler han surgido y se han impuesto gracias a las milicias entusiastas que lograron crear para luchar contra sus adversarios.

En esta oportunidad, recordemos aquel proyecto de organización insurreccional que hemos elaborado junto con Francisco Ascaso antes del movimiento de Julio, aprobado por los grupos de Barcelona y recomendado para su estudio en el pleno de regionales de la F. A. I., celebrado en Madrid en febrero de 1936. En el fondo va al misino objetivo: la creación de cuerpos de milicianos perfectamente encuadrados y disciplinados para las eventualidades.

Todo lo hemos olvidado, e incluso hemos cerrado los ojos a la experiencia nacional e internacional y a los consejos de enemigo mismo, que nos los daba a través de su ejemplo. Nos pusimos a agitar la consigna del mando único y del ejército único, con más fervor que nadie, y los resultados de semejante orientación los estamos pagando.

La situación ahora es grave. ¿No se reconoce así por todos? Nosotros la estimábamos tal hace un año y medio y veíamos entonces y vemos ahora la única salida en volver al "entusiasmo de julio", para lo cual hay que volver a desencadenar al pueblo, dejando amplio margen a sus iniciativas de defensa y de ofensa. Jamás ha sido un Gobierno el órgano capaz de garantizar el triunfo en una guerra de independencia sin admitir más iniciativas que la suya. España ha dado el mejor y más incontrovertible ejemplo en 1808, y lo dió nuevamente el 19 de Julio de 1836.

Una acción popular, de cuerpos francos, de franco-tiradores, de guerrillas, puede cambiar la situación, sostener al menos las actuales posiciones y debilitar el enemigo con una larga resistencia.

Por todo esto insistimos en la solución que hemos propiciado desde el comienzo de la guerra, es decir, la creación de cuerpos voluntarios, sin mermar por eso la acción regular del ejército, ni la iniciativa gubernamental. Sólo queremos que nuestras organizaciones libertarias sostengan la necesidad y la urgencia máxima de unir a la iniciativa del Estado, cuyos defectos no escaparán seguramente a ninguno de nuestros militantes, la iniciativa libre de nuestro propio movimiento. "

Copiamos las siguientes palabras de Indalecio Prieto (1):

(1) Loc. cit., pág. 6.

"Nunca existieron en España contingentes militares soviéticos, ni grandes ni pequeños. Estoy seguro de que en ningún instante — contando aviadores, técnicos de la industria, consejeros militares, marinos, intérpretes y policías — llegaron a medio millar los rusos en nuestro territorio". . .

Podríamos, según nuestra impresión, duplicar la cifra; se les encontraba en todos los cuarteles generales de Cuerpo de ejército y en la mayoría de los de División, en las unidades de la armada, en las flotillas torpederas, en los tanques, en la aviación, en las fábricas de armas y municiones, en los departamentos policiales, en el comercio exterior, en los alrededores de todos los puestos de mando políticos y militares. Pero aun cuando hubiesen sido un millar, no es una cifra que explique por sí sola el predominio que tuvieron en toda la guerra española. Pudieron llevar a cabo su obra fatídica gracias a los ministros españoles, a los partidos españoles, a los militares españoles, a los policías españoles, a los escritores españoles que se pusieron a sus órdenes. Que el que pueda se libre de esa mancha, pero Prieto no puede quedar limpio de culpa. No tuvo la audacia que tuvo Largo Caballero en el rechazo de las ingerencias del Kremlin ni en su posición desde dentro y desde fuera del Gobierno.

Un primer escalón en la dominación del país por la minoría de generales, coroneles, almirantes, cónsules, agentes comerciales, embajadores, polizontes, etc. que invadieron, a la España republicana bajo las órdenes de Stalin, que no sabemos si ya entonces obraba de acuerdo con Hitler, fueron las brigadas internacionales. Su formación y su admisión en España dieron el argumento apetecido para intervenir del otro lado a los italianos y a los alemanes; sólo que mientras del lado de la República las brigadas internacionales no fueron eficaces más que como instrumento de dominación de los comunistas, de parte de Franco la ayuda italiana y alemana tenía por objetivo el triunfo militar, y fue, por su cantidad y su calidad, un factor decisivo de ese triunfo. Entre nosotros las brigadas famosas fueron un factor inconsciente de derrota, ya que hicieron posible la obra antipopular de los rusos y del Gobierno al servicio de los rusos.

Había una realidad que no podíamos ignorar los revolucionarios españoles: contábamos con la adhesión activa de muchos trabajadores y rebeldes de todos los países que deseaban acudir a nuestro lado y luchar con nosotros, por nuestra causa, que era una causa universal de la libertad contra la tiranía. No podíamos negarles la satisfacción de luchar y morir con nosotros. En nuestro frente de Aragón combatieron desde la primera hora muchos italianos, alemanes, franceses, etc.

Pero una cosa era esa adhesión y otra cosa era la intención política de los creadores de las brigadas internacionales con reclutas de diversos países. Han llegado a España, entre esos reclutas, algunas personalidades ante quienes nos descubrimos con respeto, y han acudido simples obreros sin trabajo a quienes una propaganda especial supo engañar con atractivas promesas. Acudían a España, no a morir en la guerra, sino a vivir de ella, como los viejos soldados mercenarios. Pero por parte de los iniciadores y figuras de primer plano de esas brigadas, los propósitos eran distintos.

La verdad es que el Gobierno de la República, en Cataluña como en el Centro, en Levante como en Extremadura, no disfrutaba de simpatía popular. Los rusos, hábilmente, comprendieron que el Gobierno no podía gobernar sino al servicio del pueblo, respondiendo a las exigencias y a las aspiraciones del pueblo. Juzgaron que había que poner freno a las masas españolas, disciplinarlas, someterlas a un poder central de hierro, cambiar el temperamento y el alma españoles. El pueblo luchaba heroicamente contra la rebelión militar, pero no era un instrumento dócil en manos del Gobierno y de la burocracia del Ministerio de la guerra.

Para tener un primer instrumento de dominación en la mano, el Gobierno central, asesorado por la diplomacia rusa, dió entrada a las llamadas brigadas internacionales, con el pretexto infame de que las milicias no sabían batirse ni obedecían. ¡No obedecían a quienes no debían obedecer!

Las milicias sabían batirse y obedecían tan bien como las brigadas internacionales; sólo había una diferencia: las brigadas internacionales recibían armamento moderno y eficaz, y los milicianos del pueblo solían ir descalzos, con armas primitivas y en la mayoría de los casos sin municiones, y eran perseguidos por un sabotaje permanente de la burocracia centralista de la República.

Nos opusimos a la constitución de esas brigadas y dimos orden a los delegados de frontera para que no permitiesen el paso a esos voluntarios. Nos visitaron personalidades que habían entrado a saco en España al amparo de los rusos, como André Marty, para que consintiésemos el paso por Cataluña de esos hombres que querían luchar con nosotros. Sosteníamos que nos sobraban hombres, que en lugar de introducir en España esas brigadas, lo que había que hacer era ayudarnos con armas y municiones; considerábamos una injusticia y un crimen dejar a nuestros milicianos, que no tienen par por su bravura y su espíritu, inermes y formar simultáneamente grandes cuerpos de ejército extranjeros, dotados de todo lo necesario y tratados con favor. Hemos llegado a tener detenidos en la frontera franco‑española más de mil de esos voluntarios y, al ser rechazados, eran embarcados en puertos franceses y llevados por mar a puertos donde el Gobierno de la República tenía autoridad. En una de esas ocasiones, uno de nuestros barcos de defensa de costas, el "Francisco", detuvo un cargamento de armas con destino a esas brigadas internacionales. Lo hicimos descargar en Barcelona y comprobamos que se trataba sólo de deshechos in­útiles de antes de la guerra de 1914‑18, pagados sin discutir precio por el Gobierno central. De tan mala calidad era todo que no tuvimos ninguna objeción que hacer a su entrega, cuando nos fue reclamado. Los aventureros franceses que figuraban al frente de la organización de las brigadas internacionales, hacían, como se ve, magníficos negocios con el Gobierno de la República.

Tuvimos que dejar la jefatura de las milicias catalanas por actitudes de esa especie, hábilmente retorcidas por los rusos, y luego los llamados voluntarios pasaron sin más inconveniente por tierras de Cataluña.

No teníamos todavía una noción clara del peligro que representaban esas brigadas a disposición del gobierno central, y estamos seguros que muchos de sus combatientes, los que no eran meros aventureros, no se habrían prestado al juego que hacían si se hubiesen dado cuenta de que no eran las necesidades de la guerra las que motivaban su creación, sino una política desleal, de partido y la necesidad, por parte de los aspirantes a dictadores, de apoyarse en una fuerza dócil, puesto que el pueblo español se empeñaba en declararse mayor de edad.

Posteriormente, y cuando la misión para la cual habían sido llamados estaba ya cumplida, hemos expuesto nuestra opinión a muchos de los luchadores de las brigadas internacionales, y nos han dado plenamente la razón; pero era demasiado tarde para reparar la labor funesta realizada inconscientemente.

No queremos referirnos a las prisiones clandestinas, a los asesinatos libremente perpetrados entre los voluntarios no afectos al stalinismo. Según parece, el maquiavelismo de los rusos ha calculado que al calor de la simpatía que había despertado la revolución española, podría librarse, mediante la organización de las brigadas internacionales, de sus adversarios trotskistas, libertarios, socialistas independientes, etc., que habrían de concentrarse en ellas. En parte, no les ha fallado el cálculo (1)  

(1) Es una de las explicaciones que da el ex general del ejército rojo, jefe de los servicios secretos en Occidente, Krivitzky.

No sabemos qué cantidad de hombres han entrado del extranjero a esas brigadas. Pueden ser de veinte a veinticinco mil. Pero la verdad es que a los pocos meses, y ya en los tiempos en que Indalecio Prieto era Ministro de la guerra, la mayoría de los combatientes de las brigadas internacionales eran españoles obligados a servir en sus filas, bajo el comando de comunistas rusos y de otras nacionalidades. Las filas de esas brigadas, más raleadas muchas veces por las deserciones que por la metralla enemiga, eran cubiertas por las quintas movilizadas de soldados españoles.

Ni en la formación de esas brigadas internacionales, ni después en la creación del fantástico ejército de carabineros, creemos que haya habido más oposición que la del pueblo mismo, cuya voz no tenía ya ninguna repercusión en la política de guerra. En las esferas oficiales, nuestra acción directa ha quedado sin eco y sin continuidad.


 

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