NO es nada nuevo la intervención extranjera en la política
interna de España, principalmente desde Roma, desde París y desde Londres.
Pero tampoco fue la primera vez, en 1936, cuando Alemania metió baza en el
juego. Agentes diplomáticos secretos o intervenciones armadas han sido nuestra
pesadilla desde hace siglos, desde que terminó la hegemonía del derecho y de
las tradicionales españolas para quedar a merced de las concupiscencias,
ambiciones y combinaciones de las potencias europeas. La misma no intervención
franco-inglesa de 1996-39 fue una manera bien manifiesta de intervenir.
Roma con el Papado, después de las invasiones del
Imperio Romano, luego en fecunda combinación Papado o Imperio; París con el
Rey Sol o con la Santa Alianza, con Chateaubriand, con Thiers o con Guizot;
Londres desde mil factores y vehículos ostensibles o invisibles ha tenido en
los últimos tres o cuatro siglos la mano sobre los asuntos españoles, en
asociación o aisladamente. Confesaba una vez Guizot: "Francia e Inglaterra han
observado hasta hace poco una equivocada política en España, siendo aquél
generoso país víctima de las rivalidades y querellas de las dos grandes
potencias ... Pero el gabinete de Saint James y el de las Tullerías se han
puesto al fin de acuerdo acerca de su conducta en España ..."
Sin embargo, el hecho de ponerse de acuerdo sobre el modo
de intervenir, no significaba renuncia a la intervención. ¡Cuántos gobiernos,
cuántos pronunciamientos, cuánta sangre ha corrido por iniciativa, o con el
apoyo de París, de Londres o de Roma!
Lord Palmerston manifestó en plena Cámara de los
Comunes, el 10 de marzo de 1939, el deseo de que hubiera una España española,
en vez de una España austríaca o francesa. No sabemos hasta qué punto ha
mantenido Inglaterra alguna vez, en su política hacia nuestra Península, esa
actitud. El casamiento de Isabel II fue resultado de una larga y apasionada
batalla de muchos años entre Nápoles, París, Roma y Londres. En esa ocasión
no se quiso siquiera aludir a un posible enlace principesco con Portugal, por
temor a una reconstrucción de la unidad ibérica, que podría hacer de la Península
un foco de prosperidad y aguar muchas fiestas de expansión imperialista o de
rapiña.
La Francia de Chateaubriand interviniendo en favor del
absolutismo en España y la Francia de León Blum resolviendo la no intervención
respecto del régimen legal menos absolutista, es la misma Francia interesada en
el aplastamiento económico y político de España. Del ultramontanismo al
socialismo, la línea de conducta es siempre idéntica en relación con el
vecino del otro lado de los Pirineos.
Hemos asistido de cerca, en cierto grado, a los comienzos
de la intervención rusa en España.
Se nos colmaba de elogios. En el Manchester
Guardian apareció el 22 de diciembre de 1936 una entrevista con Antonov
Ovsenko, una especie de homenaje a nuestro esfuerzo ante el mundo. Contra
nosotros, personalmente, se inició una especie de persecución a fuerza de
banquetes, de promesas, de halagos. ¿Qué se pretendía? Eramos un obstáculo
para una intervención que fuese más allá de lo conveniente, de lo aconsejado
por una legítima solidaridad. Había que tantear nuestra resistencia. Antonov
Ovsenko y Stajevsky, con la plana mayor militar, aérea y naval, y con los técnicos
industriales que nos había enviado Rusia para poner bien de relieve la
superioridad de los militares y de los técnicos españoles, no nos dejaban un
instante de sosiego. Por iniciativa suya iban a Barcelona, Negrín y Prieto, por
su iniciativa nos hacían mantener
relaciones. Por su iniciativa fue derribado Largo Caballero, divulgando
en Cataluña que, mientras él estuviese en el Gobierno, no tendría armamento
el frente de Aragón, mientras que la negativa de armamento a nuestro
frente era cosa exclusivamente rusa, como se vió claramente más tarde. Por su
iniciativa hubimos de dejar nosotros las malicias, el último gran obstáculo
que se presentaba a sus proyectos de intervención y de control de la guerra y
de la política españolas. Para inspirarnos confianza se nos hizo llegar alguna
pequeña cantidad de armas y municiones, advirtiéndonos que era por imposición
suya y bajo nuestra garantía personal. Armamento pésimo, anticuado, inservible
la mayoría de las veces. En cierta ocasión nos fueron entregados nueve mil
rifles, pero por su intervención los hemos devuelto al frente de Madrid con
nuestros hombres.
Interesan poco los pormenores de aquellas conversaciones.
Nos alarmaba ver en qué poco tiempo disponían aquellos hombres recién
llegados de las cosas de España, de los hombres del Gobierno, como si fuésemos
una colonia bajo su tutela. Eran ellos los que resolvían quién había de
detentar el Gobierno y cómo había que gobernar. Teníamos que negociar por
fuerza con el Gobierno de Valencia, en demanda de divisas o de materias primas.
Stajevsky, insinuante, nos había advertido que contásemos con él para
conseguir que prieto y Negrín accediesen a lo que nosotros solicitásemos. Y así
hubimos de hacer algunas veces para no encontrarnos con las puertas cerradas.
Se nos propuso la venta de los tejidos de Cataluña
estando nosotros en el Gobierno autónomo y nos rehusamos porque la operación
nos parecía ruinosa; se nos pidió la eliminación de Andrés Nín y su Partido
y nos negamos a esos favores. Por lo visto no éramos pasta maleable, no podíamos
figurar en el elenco de los instrumentos de Rusia, como habían consentido en
serlo Prieto y Negrín, el primero por deshacerse de Largo Caballero, el segundo
por simple irresponsabilidad de aventurero, a quien Prieto había forjado la
escala de sus fantásticos ascensos y había dejado las manos libres para sus
geniales innovaciones de hacendista, cuyo primer gesto fue entregar a los rusos
la mayor parte del oro del Banco de España, y el segundo crear un astronómico
ejército de carabineros para uso particular.
No hemos palpado directamente las formas de la intervención
italiana y alemana en la España llamada nacionalista. Habrá sido tan
manifiesta, pero no más que la intervención rusa en la España leal. Con la
diferencia que del otro lado se tenía la justificación de la ayuda efectiva, y
de nuestro lado no había tal ayuda, y el dominio ruso lo controlaba todo, desde
las finanzas hasta los más insignificantes nombramientos.
Como argumento máximo para esa tolerancia de todos los
partidos y organizaciones ante la ingerencia rusa irritante, se decía que era
Rusia el único país que nos hacía entregas de armamento y municiones. No lo
hacía gratis, claro está, sino a precios de usura enormes, y llegase o no
llegase el material a nuestros puertos. El propio Prieto confiesa
(1)
que ha consentido en firmar recepción de materiales que no habían llegado a
España y cuenta, entre otros, un curioso entredicho por la firma en blanco, sin
saber para qué destino, de un cheque por 1.400.000 dólares. Pero las armas
rusas, aparte de caras, eran de la peor calidad, y además escasas, y por sobre
todo distribuídas con un partidismo desmoralizador, a trueque de rendir
homenaje al genio de Stalin. No podían resolver las necesidades de la guerra y
nos cerraban el camino para negociaciones con otros países, hostiles a Rusia, y
que no querían saber nada de una España en manos de los emisarios o de los
agentes soviéticos.
(1)
Cómo
y por qué salí del Ministerio de Defensa Nacional. Intrigas de los rusos en
España. París, 1939.
El primer incidente con los rusos lo tuvimos en materia
comercial, y desde entonces nuestros recelos, fueron en aumento. Nos querían
comprar los tejidos, como hemos dicho, y ya por entonces habíamos hecho
tentativas diversas de venta de potasas a Francia e Inglaterra, con el
resultado, siempre, de ver embargados los pequeños cargamentos de prueba.
Propusimos a los rusos que fuesen ellos los compradores de nuestra potasa, una
gran riqueza que podía financiar una parte de la guerra. Los barcos que
llegaban a España desde Odessa podían volver cargados de potasa. Rusia se negó
a esa compra argumentando que pertenecía al trust de la potasa, en el cual
Alemania tiene la parte principal. Se era más fiel al trust de la potasa que a
los sentimientos tan cacareados de solidaridad con lo España republicana. Se
prefería comprar la potasa necesaria al trust y no comprar la nuestra, de alta
calidad. Francia e Inglaterra prestándose al juego del embargo de mercaderías
y Rusia negándose a adquirir la potasa y a pagarla como quisiera, en otra
materia prima cualquiera o en armamento, han procedido de igual manera.
Se equivocada, sin embargo, Rusia con España, si es que
había llegado con el propósito de establecer un intervensionismo duradero y no obraba ya en connivencia con el Estado mayor alemán y con los intereses
alemanes; terminada la guerra, se habría liquidado su predominio y su ingerencia, que rechazaba en absoluto el pueblo español, aunque haya habido
suficientes traidores para comprar sus ascensos
y su hegemonía de una hora a cambio de una profesión de fe staliniana no
sentida. El día siguiente de la guerra habría sido el primero de la liquidación
del moscovitismo en España, si triunfaba la República; lo fue,
desgraciadamente, pero a través del triunfo de Franco, que fue más afortunado
con sus aliados de lo que lo ha sido la República con los suyos.
Pero no sólo se equivocó Rusia; se equivocaron
grandemente Francia e Inglaterra. Y la nueva
gran guerra de 1939... es desgraciadamente el pago de esa equivocación
funesta.
La trascendencia de la guerra civil española, a causa
del carácter diametralmente opuesto a las aspiraciones de los combatientes,
preocupó hondamente, desde la primera hora, a la diplomacia internacional.
La derrota del fascismo militar español podía tener una
verdadera repercusión en la vida económica y política europea. La guerra que
habíamos declarado al enemigo, dentro de las fronteras nacionales, era una
guerra de espíritu y de realizaciones revolucionarias, era una guerra que
destronaba a las viejas clases privilegiadas y anulaba el régimen de la economía
capitalista, como régimen dominante.
Una España en manos de los trabajadores, de los
campesinos, de los técnicos habría sido un factor poderoso, un estimulante
incontenible para las clases proletarias de todos los países, y un motivo de
desequilibrio en la economía del viejo mundo, porque España, sobre los
cimientos de su materia prima abundante, habría podido convertirse en una
potencia industrial, en un país feliz, en cuya órbita habría vuelto a caer,
como una región histórico y geográfica más, Portugal, con lo cual la hegemonía
de Francia e Inglaterra habrían podido sufrir serios quebrantos. Y el predomino
que teníamos en esos acontecimientos aumentó la inquietud y la alarma en los
guardianes y en los usufructuarios de absurdos privilegios.
Nos dábamos perfecta cuenta de lo que significaba
nuestro triunfo, el triunfo de la causa antifascista; por eso, en oposición a
quienes se entretenían en resolver pequeños conflictos de retaguardia, en
satisfacer vindictas por pasados agravios, en llevar la corriente a los enemigos
emboscados y simulados en las organizaciones que teníamos como aliadas, no nos
cansábamos de repetir que lo primero, lo más importante, lo fundamental era
ganar la guerra y que la revolución era una consecuencia natural de ese
triunfo, sino un pueblo en armas, nosotros mismos.
Teníamos prisa por superar los obstáculos que se oponían
a la victoria total, porque presentíamos que una guerra dilatada en el tiempo
tenía que transformarse fatalmente en una guerra internacional, aunque su
escenario por el momento quedase restringido a España.
En tanto que el capitalismo y el estatismo internacional,
sin distinción de colorido político, concordaban en la aspiración de sofocar
ante todo nuestra revolución en España, los trabajadores del mundo que
simpatizaban con nosotros no supieron ponerse de acuerdo para una acción
decisiva en defensa de nuestro derecho a disponer de los propios destinos. La
diplomacia internacional pudo maniobrar con las manos enteramente libres, y las
voces asiladas de protesta no significaron para ella coacción alguna que
pudiera hacerle variar de opinión y de métodos.
Vimos a los pocos meses que se nos abandonaba como se había
abandonado a Abisinia, como se abandonaba a China, a pesar de los múltiples
intereses internacionales que encierra, y comprendimos que el deseo de impedir
la guerra mundial era lo que justificaba esa pasividad, incluso la de nuestros
propios amigos. Pero así como las viejas guerras balcánicas de 1912 gestaron
de manera irremediable la catástrofe de 1914-18, la invasión italiana en
Abisinia, por un lado, y la guerra de España contra el fascismo, por otra, con
la guerra chino-japonesa, eran preludios que no podían desestimarse de la próxima
hecatombe mundial.
Los proyectos de la diplomacia internacional de
sofocarnos por todos los medios encontraron eco y calor en multitud de gentes a
quienes habíamos lesionado en sus intereses materiales mal entendidos, o en sus
viejos hábitos adquiridos de preponderancia política. No habíamos hecho nunca
de la fuerza popular con que contábamos un trampolín para escalar posiciones
de privilegio y de mando; repentinamente, frente al problema de la guerra, no
vacilamos en asumir todas las responsabilidades, desplazando del aparato
gubernamental la influencia que habían tenido hasta allí, en nombre de
partidos muchas veces inexistentes, hombres que habían hecho de su intervención
en las cosas del Gobierno una profesión lucrativa.
El miedo que habíamos inspirado con nuestro ascendiente
popular indiscutible, miedo que otros hubieran transformado de inmediato en una
dictadura férrea de partido o de organización, encontró una salid, tímida en
su comienzo, pero de día en día más ostensible, en le viejo odio del
stalinismo contra nosotros, sus verdaderos enemigos irreconciliables.
Mientras nosotros teníamos el pensamiento fijo en la
guerra al enemigo de enfrente, sacrificándolo todo a la guerra, amparados por
Rusia se movían, se organizaban y se complotaban los secuaces de una dictadura
comunista, para los cuales, cualesquiera que fuesen las consignas públicas, no
había más que un objetivo: desplazarnos por todos los medios de la posición
dominante a que habíamos llegado por el amplio camino del más grande de los
sacrificios.
Mientras por un lado de la barrera se veneraba a Hitler y
a Mussolini como encarnación suprema de un ideal de esclavización humana, por
el otro se rendía idéntico culto a Stalin. Entre esos dos extremos que se
tocaban, estábamos nosotros, dispuestos a volver por los fueros del derecho
español y de la tradición española, sin entregarnos a ninguna potencia
extrajera.
Esa disidencia dentro de la República era inconciliable
y estaba dando ya sus frutos de violencia todos los días. Desde febrero a mayo
de 1937 cayeron asesinados en Madrid y sus alrededores por los métodos de las
tchekas organizadas por los rusos más de ochenta miembros de la Confederación
Nacional del Trabajo. El 7 de enero de 1937 denunciaba Solidaridad Obrera
de Barcelona que en Mora de Toledo habían sido ya asesinadas sesenta personas,
hombres y mujeres que pertenecían a la C. N. T. y no habían cometido más
delito que el de condenar a los comunistas y sus métodos de terror y de sangre
(1).
(1)
Rudolf Rocker: Extranjeros en España
(un vol. De 177 págs. Ediciones "Imán", 1938), comentó la intervención
extranjera en España y sus propósitos manifiestos de sofocar la voluntad del
pueblo español.
Mr. Chamberlain y Mr. Eden, las figuras supremas de la
política visible de Gran Bretaña durante nuestra guerra, se equivocaron, sin
embargo. Por peligrosa que pudiese aparecer ante el mundo una experiencia
revolucionaria en nuestro suelo, España no era un país agresor, con
pretensiones imperialistas, y aunque fortalecida en su industria y en su
agricultura, habría tenido que depender de la economía internacional y por
consiguiente de los mercados europeos y americanos. No tenía la solución de
aislarse ni era de temer su expansión agresiva en busca de espacios vitales.
En el orden nacional, las formas de la economía capitalista privada serían
desplazadas, pero el fascismo tampoco respeta el capitalismo privado, pues, o
bien lo suprime en aras del capitalismo de Estado, o bien reduce a los
capitalistas a la categoría de funcionarios sin ninguna independencia, es
decir, ataca la raíz misma de la economía capitalista. Y la diferencia de régimen
político y de estructura económica en España, no habría significado ninguna
ruptura en la economía europea, porque nosotros estábamos dispuestos a tolerar
el régimen que se diesen otros países, siempre que también fuese tolerado el
nuestro, y a mantener buenas relaciones de vecindad con todas las potencias. En
cambio, la derrota del fascismo en España habría cortado definitivamente las
alas al expansionismo italiano, al alemán y al ruso. Sin quererlo y sin proponérnoslo,
luchábamos por la paz de Europa, por el predominio de las potencias llamadas
democráticas contra sus adversarios, los totalitarismos fascistas y comunistas.
Se prefería el sacrificio de un millón de españoles a
la pérdida de quince millones de europeos en una guerra que parecía
inevitable. Era la tesis inglesa, seguida al pie de la letra en todos los países
supuestamente democráticos. No era verdad que el sacrificio de un millón de
españoles pudiera evitar el de 15 millones de europeos, y no era verdad que la
venta de armas y municiones a la España leal significase la guerra. Los
fascismos se mostraron agresivos mientras no tropezaron con ninguna resistencia,
y luego, cuando esa resistencia fue efectiva, era ya demasiado tarde para
retroceder. Los primeros triunfos fáciles sobre Checoeslovaquia, sobre Austria,
sobre Albania, les dio aliento para
invadir a Polonia y desencadenar la
guerra. Si la España leal hubiese
triunfado, ni Austria ni
Checoeslovaquia, ni Albania habrían caído, ni habría sido invadida Polonia, y
sin todo ello la guerra, donde morirán quince millones de europeos, no se habría
dado. Los señores Chamberlain y Eden, Blum y Daladier, recogen para sus
compatriotas la siembra que han hecho con su no-intervención en España, donde
además se hicieron los más audaces experimentos de los métodos y las armas de
la guerra moderna.
Se habla ahora del derecho de las pequeñas
nacionalidades a darse el régimen que les plazca y se exhibe con orgullo el
ejemplo de Finlandia en su primera resistencia contra los rusos invasores. Por
no haber querido reconocer ese derecho a España, ha estallado la nueva guerra
europea. Tenemos, pues, nuestros motivos de agravio y de resentimiento por la
conducta seguida con nuestro pueblo, vilmente entregado a sus agresores
italianos y alemanes, aun reconociendo como reconocían los técnicos
militares franceses, el peligro de nuestra derrota podría tener para las
futuras relaciones de Francia con sus colonias.
El poderío financiero inglés calculaba que Franco,
vencedor, tendría tarde o temprano que caer a sus pies. Y entonces sería la
hora de las condiciones, como ha ocurrido en buena parte con Italia. Pero las
finanzas inglesas juegan en eso con fuego y nada augura que acierten más que
sus políticos y sus diplomáticos.
De origen inglés es la tendencia a restaurar la monarquía
en España, y si la guerra actual no terminase con el desgaste franco-británico,
lo mismo que con el germano-ruso, quizás saliese adelante con sus planes, como
en Grecia. Eso no le impedirá volverse a adherir al principio de la
autodeterminación de las nacionalidades, como en 1918, para desprestigiarlo
como lo ha hecho con su Sociedad de Naciones.
Naturalmente, todo pudo ocurrir como ha ocurrido, también,
por tener la República en sus puestos de comando, hombres inmensamente miopes o
abiertamente traidores a la guerra. Con otros hombres y otro espíritu, ese
juego habría podido ser frustrado.
Una vez comprobada la indiferencia y el abandono de que
éramos objeto por parte de las potencias llamadas democráticas, desde que
supimos que la mejor garantía de independencia la habíamos puesto en manos de
Rusia, al entregarle más de 500 toneladas de oro del Banco de España; al ver
agotados todos nuestros recursos y constatar la ayuda eficaz en hombres, armas y
municiones a nuestros enemigos, no quedaba más que una política internacional
a desarrollar: una especie de ultimátum a Inglaterra, Francia, Rusia, sobre la
cuestión española. Si en un plazo determinado no se disponían a auxiliarnos
eficazmente con víveres, armas y municiones, la guerra se perdía
irremisiblemente. Quedaba entonces la salida de tratar directamente con Alemania
y con Italia la liquidación de la contienda. En ciertos momentos hubo
posibilidades de hacerlo, comprando el retiro de esas potencias aliadas contra
nosotros, a un precio que quizás no habría convenido a Inglaterra y a Francia.
Eso en política internacional, en cuanto a la política de guerra, nos quedaba
el recurso de hablar claro a nuestro pueblo y de llevarlo voluntaria y espontáneamente
a todos los sacrificios. Cifrar la resistencia en un ejército inexistente,
desmoralizado, mal equipado, hambriento, era consagrar la propia derrota de un
modo inevitable. El pueblo, fuera de toda formación regular, podía continuar
la lucha y desgastar las fuerzas enemigas irresistibles en sus procedimientos
ofensivos gracias a su elevada moral de reiteradas victorias, y a su armamento
superior. Pero esos procedimientos sólo podían emplearse en la guerra regular;
en la guerra de guerrillas, que era la nuestra, carecían de aplicación su
aviación, su artillería, sus tanques, sus cuadros de mando italianos, sus técnicos
alemanes. Y quedaba también el recurso de elegir algunas plazas estratégicas,
fortificarlas de veras y encerrarse en ellas dispuestos para un asedio de larga
duración y para la muerte. El gobierno de la resistencia, en cambio, no quería
estar lejos de la frontera y de los aviones.
Con otros hombres, de otro temple, de otra moral, de
cierto sentido de responsabilidad, el fin de la guerra, en todo caso, habría
sido muy diverso, aun perdiendo la partida.
Pero volvamos a sucesos anteriores, preparados en buena
parte también por la intervención extranjera en las cosas de España: los
sucesos de mayo de 1937. Nos concretaremos a referir nuestra intervención en
esos hechos, lo que hemos visto, observado, tocado de cerca, Sobre el desarrollo
de esa tragedia y algunos de sus orígenes han escrito otros
(1).
Pero lo que nosotros hemos luchado para apaciguar aquella contienda furiosa es
menos conocido.
(1)
A. Souchy: La verdad sobre los sucesos
de la retaguardia leal. Los acontecimientos de Cataluña. 64 pags. Buenos
Aires, junio de 1937. Informe presentado por el Comité Nacional de la C. N.
T. sobre lo ocurrido en Cataluña, Valencia, 13 de mayo de 1937. general
Krivitzky: Stalin’s hand on Spain, en The Saturday Evening Post,
Filadelfia, 15 de junio de 1938.
Se preparaba una gran operación militar de envergadura,
que tendía el corte de la España de Franco en dos zonas. La mayoría de las
tropas que habían de intervenir estaban ya en su puesto. Faltaban solo algunos detalles,
la intervención de la aviación y de los tanques y el cambio de algunas
unidades probadas en el frente de Madrid por otras más bisoñas, a fin de
asegurar la operación. Al mismo tiempo debía producirse un levantamiento en
Marruecos. Quizás, todo ello no definiría la guerra, pero tendría enormes
consecuencias tácticas, estratégicas y de repercusión moral e internacional.
Negaron los rusos la aviación y hubo de postergarse la
fecha. El éxito de lo proyectado habría significado un triunfo irresistible
para Largo Caballero, y a Largo Caballero había que alejarle del poder.
Repentinamente estalla una lucha intestina virulenta en Barcelona, con furor más
concentrado aún que el 19 de julio. Esta vez luchaban fuerzas libertarias
populares contra los comunistas y sus aliados. ¿Cómo se produjo aquella lucha
sangrienta en retaguardia?
Nosotros, disgustados por diversas causas, estábamos un
poco al margen; no interveníamos en las asambleas, ni teníamos contacto
oficial con nadie, ni siquiera con las propias organizaciones, algunas de cuyas
actitudes no compartíamos. Repentinamente nos encontramos al proletariado de Barcelona levantando barricadas, montando guardias, empuñando las armas y
concentrando elementos bélicos. En la calle nadie supo darnos explicaciones de
lo que acontecía, pero el hecho nos pareció algo monstruoso y nos marchamos de
la ciudad a un pueblecito próximo donde residíamos. Con lo visto la víspera,
era ya imposible quedar en calma. Volvimos a Barcelona al día siguiente. Un
tiroteo infernal hacía difícil la circulación. Nos pusimos al habla con el
consejero de Gobiernacion, Artemio Aiguadé, con la Generalidad. Todo eran
disculpas, por un lado, y acusaciones para los que luchaban. No había motivos
para tanto. Simplemente se trataba de que fuerzas de la Dirección General de
Seguridad habían ido a ocupar el edificio de la Telefónica, para tenerlo en
manos del Gobierno, no en manos de los obreros y empleados, que interceptaban
conversaciones y mensajes comprometedores y hacían de oído alerta contra los
que conspiraban para reducir los derechos del pueblo. En la Telefónica, las
fuerzas policiales habían ocupado de improviso el piso inferior, pero en los
superiores habían quedado los obreros y empleados dispuestos a la resistencia
con bombas de mano y ametralladoras.
En nuestro paso por la ciudad habíamos comprobado que
todos los partidos y organizaciones habían tomado las armas. ¡Había que
impedir la matanza, a toda costa! Propusimos declarar el estado de guerra y
sacar las milicias a la calle, a restablecer el orden. Contra las milicias no se
habría atrevido a disparar ningún sector, por las consecuencias que habría
tenido. Se nos replicó que el Consejero de defensa había abandonado su puesto
y que, por lo demás, no inspiraba confianza a los diversos sectores políticos
y sindicales. Volvimos a atravesar la ciudad, en medio de un tiroteo incesante,
para llegar, primero a la Casa del Comité Regional de la C. N. T. y de la F. A.
I. y enterarnos de los motivos reales de la lucha y de las condiciones de su
paralización. En las reuniones habidas, se puso como condición para cesar el
fuego la separación de sus cargos del Director General de Seguridad de Cataluña,
el comunista Rodríguez Salas, y del consejero de Gobernación, Aiguadé, de
Ezquerra republicana. Con esas condiciones nos dirigimos a la Generalidad,
distante pocos centenares de metros. Nunca hemos sido tan intensamente
tiroteados como ese día en ese breve trayecto. Pero llegamos al Palacio del
Gobierno de Cataluña sanos y salvos. Con nosotros acudían también, en
representación del Gobierno central, García Oliver, Ministro de Justicia, y en
representación de la C. N. T. y de la U. G. T., mariano R. Vázquez y Hernández
Zancajo, llegados en avión desde Valencia.
Presentamos las condiciones exigidas por las
organizaciones libertarias de Cataluña para suspender el fuego. Companys replicó
que estaban demás, puesto que el Gobierno había cesado de existir, que los
representantes de la C. N. T., habían hecho abandono de sus puestos, y que la
situación creada no tenía arreglo. No obstante se comprometieron los miembros
del Gobierno allí presentes a cooperar con nosotros en la paralización de la
espantosa lucha intestina. Junto a Companys estuvo en esos días Comorera, una
de las personalidades dirigentes e inspiradoras de la acción contra los
anarquistas en Cataluña. Propiamente hemos recibido la impresión de que no se
creía en la posibilidad de dominar a las masas en la calle y por eso no se
vaciló en seguir nuestras sugerencias. Las fuerzas populares libertarias
dominaban las barriadas extremas, y los focos de resistencia comunistas y de
Ezquerra estaban reducidos a un centro en la calle Claris y Diagonal, a diversos
edificios del paseo de Gracia y de la Plaza de Cataluña, a la Puerta del Angel
y a la sede del gobierno catalán.
Mientras unos hablaban por radio a la población clamando
unánimemente ¡alto el fuego! Nosotros nos entendíamos con los Comités de
barriada y con los elementos que sabíamos tenían influencia en las masas
combatientes. En pocas horas se comenzó a sentir el efecto de nuestra
intervención. Nos comprometimos a no abandonar ni de día ni de noche nuestro
puesto hasta que todos hubieran depuesto las armas. Y en la Generalidad hemos
estado, al pie de los teléfonos, dos días y dos noches consecutivas, hasta
dejar constituido un nuevo Gobierno y el fuego en suspenso.
Nos acusamos de haber sido causa principal de la suspensión
de la lucha. No con orgullo, sino con arrepentimiento, porque a medida que
fuimos paralizando el fuego por parte de los nuestros, hemos visto redoblar las
provocaciones de los escasos focos de resistencia comunistas y republicanos
catalanes. ¿Quiénes tenían interés en proseguir la matanza? Puede ser efecto
de la nerviosidad que a todos nos embargaba y de la vergüenza que todos sentíamos
por los trágicos suceso, pero tuvimos la impresión, de hora en hora, que los
sucesos habían sido hábilmente provocados, y que a ciertos sectores, y a ciertos hombres les disgustaba que hubiéramos dominado nuestras masas. ¿Es qué Companys obraba por nerviosidad o por complicidad con los comunistas? Tenía
suficiente ascendiente en su gente, más tal vez que nosotros en la nuestra,
para que también por parte de los que le respondían cesase el fuego y cesasen
las provocaciones. Intentamos hacer reanudar el tráfico de tranvías en la
ciudad y los coches tuvieron que volver a las cocheras o ser abandonados en la
calle, tiroteados desde los centros comunista y desde los de Ezquerra y Estat
Catalá.
En el curso de la contienda habían sido detenidos por
unos y por otros, elementos diversos, algunos millares. La barriada de Sans había
detenido y desarmado a 600 guardias de asalto y guardias civiles, y en todos los
centros combatientes se habían acumulado los presos de los partidos
beligerantes opuestos. Entre los presos, nuestra gente de la barriada del
Centro, tenía ocho mozos de escuadra de la Generalidad. Pero en la misma
Generalidad había centenares de detenidos, la mayoría de nuestras
organizaciones, y se nos advertía telefónicamente que la vida de esos
detenidos valía tanto como la vida de los detenidos comunistas o catalanistas
que conservaban en los propios locales. Companys se nos presentó con un mensaje
de los mozos de escuadra de la Generalidad; quería decir, en resumen, que no
respondía de la disciplina de esos elementos y que nos hacían a nosotros
responsables de lo que pudiese ocurrir a sus ocho compañeros detenidos por la
gente de la barriada del Centro. ¡Era una amenaza! Habíamos observado ya
bastantes cosas que nos iban disgustando. No éramos de talla como para
sentirnos amenazados, y más con el comienzo de arrepentimiento que ya sentíamos.
Con calma estudiada, respondíamos a una llamada telefónica de las baterías de
costa:
—No disparéis; estamos aquí nosotros. Pero llamad
cada diez minutos. Si en alguna de esas llamadas no respondemos, obrad como
querráis.
Pedimos una reunión urgente de Comapanys, Comorera,
Vidiella, Terradellas, Calvet, todos ex consejeros de la Generalidad, para tomar
una decisión. Hemos debido reflejar por todos los poros una satisfacción diabólica.
Era la respuesta a la amenaza que nos había transmitido Companys. Explicamos
que las baterías de costa tenían el tiro regulado sobre la Generalidad, que
uno solo de sus disparos bastaría para caer todos entre los escombros del
edificio y que estábamos, todos, condenados a seguir la misma suerte. Nadie
saldría de la casa, ni nosotros ni nadie, hasta terminar la lucha en las
calles, seguida ya solo por comunistas y gentes afectas a la Ezquerra de Cataluña.
En fin, estábamos cansados de hacer un papel que no nos correspondía, pues
mientras todos eludían una actuación cualquiera, nosotros no habíamos dormido
en dos días, poniendo todo el prestigio y jugándolo todo para paralizar el
fuego. Había que nombrar un Gobierno que se hiciese cargo de la situación.
Lo del tiro regulado de las baterías de costa produjo un
efecto sedante maravilloso. Mientras lo explicábamos, volvieron a llamar los
artilleros y repetimos la orden. El que más y el que menos se figuraba ya entre
los escombros del viejo edificio. Se formó un nuevo gobierno, con los
secretarios de las dos regionales de la C. N. T. y de la U. G. T., con los
campesinos y con la Ezquerra. Dejamos fuera a Comorera. No había más remedio
que acatar nuestras proposiciones, porque de no acatar las nuestras habría que
acatar el fallo decisivo de los artilleros de Montjuich.
Por desgracia, mientras el secretario de la U. G. T.
catalana, Antonio Sesé, acudía a la Generalidad, a hacerse cargo de su puesto,
fue muerto a tiros por el camino. Un contratiempo grave; pero no podíamos
consentir que se deshiciesen por eso los acuerdos tomados. Señalamos a Rafael
Vidiella para sustituir a Sesé. Y así se realizó. Así formamos el Gobierno;
que obrase como tal si sabía y podía hacerlo y que asumiese en lo sucesivo la
consiguiente responsabilidad.
Hicimos traer los ocho mozos de escuadra detenidos, para
demostrar nuestra buena voluntad. No teníamos nada que hacer en el Palacio del
Gobierno. Pero mientras tanto un decreto de Valencia se incautaba del orden público
en Cataluña y nombraba al coronel Escobar para ese cargo. El coronel Escobar
era un hombre que nos inspiraba confianza, pero era militar y no podía menos de
obedecer. Al ir a ocupar su puesto fue mortalmente herido. Se nombró entonces
un sustituto provisorio, el teniente coronel Arrando; con él seguimos tratando
de sofocar los últimos restos de la rebelión callejera. Y en tanto hacíamos
esto, avanzaban sobre Cataluña algunas columnas de guardias de asalto y de
carabineros en tono de guerra; pero el feje de las mismas, coronel Emilio
Torres, era amigo nuestro, Y no sólo se había hecho cargo el gobierno de
Valencia del orden público en Cataluña, sino que decretó el paso de las
milicias de Aragón a su control, nombrando para tal empresa al general Pozas.
Cuando el subsecretario de la Consejería de Defensa, Juan Manuel Molina, el único
de los altos funcionarios que había permanecido en su puesto, luchando a brazo
partido contra las milicias que querían intervenir en la lucha, y deteniendo
una gran columna motorizada que se había improvisado en el frente de Huesca
para acudir a Barcelona, al mando de máximo Franco, nos pidió consejo sobre la
conducta a seguir, tuvimos la intuición repentina de la pérdida total de la
autonomía catalana y de la pérdida de la guerra como consecuencia. Era hora
todavía de oponerse a ese desenlace y de dejar a las cosas mejor situadas. No
nos faltaba la fuerza material. Estábamos en condiciones de devolver a Valencia
al general Pozas y su escolta con nuestro rechazo de su nombramiento, y estábamos
a tiempo para detener las columnas, de fuerza de asalto y de carabineros, que
llegaban con el coronel Torres. Pero nos faltaba confianza en los que se habían
erigido en representantes de nuestro movimiento; no teníamos un núcleo de
hombres de solvencia y de prestigio a quien echar mano, para respaldar cualquier
actitud de emergencia. Y aconsejamos a Juan Manuel Molina que diera posesión al
general Pozas de Capitanía general y del mando de nuestras milicias.
¡Qué derrumbamiento! En un momento dado, después de
convenir ya el cese de la lucha, se nos comunica que uno de los locales de las
Juventudes libertarias, —sede de una exposición artística — había sido
ocupado por comunistas y se negaban a de volverlo. Hablamos a la U. G. T.
catalana. Nos enteramos de que había sido nombrado secretario general el jefe
de la columna Carlos Marx, José del Barrio; en el momento que telefoneábamos
se había retirado a descansar, pero en su puesto estaba el teniente coronel
Sacanel, jefe de estado mayor de la misma columna. Así confirmamos la denuncia
que se nos había hecho, de que la columna Carlos Marx, casi en pleno, había
llegado antes de los sucesos a Barcelona con sus jefes y oficiales, y al saber
esto, fue cuando Máximo Franco formó a su vez una fuerte columna que Molina
logró detener, tras ímprobos esfuerzos, en Binefar.
Un escritor argentino, González Pacheco, llegado
aquellos días a Barcelona, nos participó que estando en la Embajada española
de Bruselas oyó una conversación del embajador Ossorio y Gallardo en la que se
complacía en asegurar que el peligro del dominio de la F. A. I. en Madrid se
había superado y que de un momento a otro se daría la batalla en la misma
Barcelona. Esto, unido a la presencia de varias unidades de guerra francesas e
inglesas en las afueras del puerto el mismo día en que comenzaba la lucha, el
tres de mayo, nos hizo pensar en una provocación de origen internacional. Y que
en esa provocación estaban los comunistas, nos lo atestiguaba la presencia de
sus fuerzas de Aragón en Barcelona.
Había que reaccionar, había que volver por nuestros
fueros. Todavía teníamos la fuerza para ello, y si en lugar de una salida
espasmódica, desorganizada, intentásemos algo dando la cara y tomando la
orientación de la lucha, como el 19 de julio, de poco valdrían las fuerzas que
estaba situando en Cataluña el gobierno de Valencia, ni las maniobras de sus
aliados.
Unos días más tarde se provocó la famosa crisis de
mayo en el Gobierno central. Salieron del Gobierno los representantes de la C.
N. T. y cayó Largo Caballero. Se formó el Gobierno Negrín-Prieto.
Por disgustados que estuviésemos al ver la conducta de
los compañeros propios que hacían funciones de dirigentes, no era posible
cruzarnos de brazos. Nos reunimos en un primero cambio de impresiones con el
secretario general de la C. N. T., Mariano R. Vázquez, y con García Oliver. De
esas primeras impresiones, después de lo acontecido, dependía la actuación a
seguir. Expusimos nuestro juicio sobre los sucesos de mayo; habían sido una
provocación de origen internacional y nuestra gente fue miserablemente llevada
a la lucha; pero una vez en la calle, nuestro error ha consistido en paralizar
el fuego sin haber resuelto los problemas pendientes. Por nuestra parte estábamos
arrepentidos de lo hecho y creíamos que aun era hora de recuperar las
posiciones perdidas. Fue imposible llegar a un acuerdo. Se replicó que habíamos
hecho perfectamente al paralizar el fuego y que no había nada que hacer, sino
esperar los acontecimientos y adaptarnos lo mejor posible a ellos.
Entonces nos retiramos, doblemente vencidos. No queríamos
iniciar una oposición pública y nos concretamos a manifestar individualmente y
en privado nuestro criterio divergente.
Se inició una represión policial y judicial contra un
partido comunista no staliniano, el P. O. U. M., y contra millares de nuestros
propios compañeros. Se cometieron villanos asesinatos, y nosotros mismos hemos
ido a ver dieciséis cadáveres mutilados de las Juventudes Libertades de San
Andrés y otros lugares, llevados una noche al cementerio de Sardañola por una
ambulancia. Los signos de mutilaciones y de torturas eran bien evidentes.
Llevaban en su cuerpos las marcas de fábrica de los asesinos. Los sucesos de
mayo no costaron menos de un millar de muertos y varios millares de heridos en
Barcelona. La situación que siguió era sencillamente intolerable. Se podía
contar siempre con las masas de la F. A. I. y de la C. N. T., pero no ya con sus
Comités llamados responsables.
Fuimos a visitar al Cónsul general ruso; no teníamos
ninguna duda de que la cosa había sido fraguada en Moscú.
Nos felicitó por nuestros esfuerzos en las jornadas de
mayo. Justamente sobre ellas queríamos
hablar. Se sabía que sin nuestra intervención los sucesos de mayo habrían
dado resultados muy distintos a los esperados. Por nuestra parte, estábamos
apenados por haber intervenido para apaciguar la lucha, al contemplar el espectáculo
que siguió. No hacía falta que hiciéramos resaltar nuestra sinceridad.
Antonov Ovsenko la conocía. Pues bien, quedaba treinta mil fusiles en manos de
la población de tendencia libertaria, bombas de mano en cantidad ilimitada,
ametralladoras y hasta artillería. Y los que habíamos expuesto la vida por
suspender el fuego estábamos tentados a exponerla otra vez para reanudarlo,
pero para reanudarlo y llegar al fin. Era imposible soportar más tiempo lo que
acontecía. ¡No era todavía hora para la contrarrevolución!
Realmente estábamos indignados y no podíamos simular
nuestro estado de ánimo. En otras condiciones habríamos planeado orgánicamente
una acción de defensa y de ofensa. Dimos aquel paso, porque sabíamos que era
allí y no ante las autoridades supuestas de la República, ante las que se debía
protestar. Y lo dimos individualmente, sin respaldo alguno de organización.
Antonov Ovsenko dió muestras de comprensión. Realmente no podían ser
exterminados los anarquistas, por su número, por su acción en la guerra y por
el peligro que aun representaban. Dos o tres días más tarde llegaron
indicaciones de Moscú en el sentido de suspender la represión en la forma
provocativa que se realizaba. ¿Fue resultado de nuestras amenazas o de otras
indicaciones similares?
Según todas las noticias, Ovsenko ha sido fusilado en
Rusia por sus relaciones con los anarquistas y los catalanistas. En el fondo
Ovsenko nos ha parecido que tenía simpatías por nosotros, que nos quería, aun
cuando, por otro lado, fuese fanático de las consignas de Stalin. Le acusaron
los comunistas españoles por su informes al Kremlin.
Públicamente no se notó nada todavía de la
disconformidad interna. Y para no dar armas eventuales al enemigo, nos retiramos
de toda actividad, en silencio. La C. N. T. mantuvo en la crisis de Gobierno de mayo de 1937 una actitud digna y
valerosa, al menos hacia fuera, en las declaraciones. Sostenía entonces que no
podía quedar en pie de igualdad con el partido comunista en un Gobierno,
porque:
a) el Partido comunista había provocado la crisis;
b) el Partido comunista no ha colaborado en la obra de
Gobierno con la lealtad de la C. N. T.;
c) el Partido comunista no representa ni mucho menos lo
que la C. N. T. para el pueblo ni para el proletariado español.
En un informe presentado por el Comité nacional de la C.
N. T. a la propia organización sobre la tramitación de la crisis de mayo se
transcriben las cláusulas de la consulta evacuada con el Presidente de la República,
que dicen así:
"1° la C. N. T. patentiza claramente que no es
responsable de la situación planteada, considerándola de todo punto
improcedente e inadecuada en relación a los intereses de la guerra y del frente
antifascista, y declina la responsabilidad de los derivados que la misma pudiese
producir.
"2° Que no prestará su colaboración a ningún Gobierno
en el que no figure como Presidente y Ministro de Guerra el camarada Francisco
Largo Caballero.
"3° Que este Gobierno ha de tener como base las
representaciones obreras manteniendo la colaboración de los sectores
antifascistas".
En la nota referente a la gestión hecha por el Dr. Negrín
para que la C. N. T. le secundase en el Gobierno, se leen actitudes claras y
contundentes como éstas:
"La C. N. T. no presta colaboración, directa ni
indirecta, al Gobierno que pueda constituirse por el camarada Negrín. No se
trata de oposición al Ministro dimisionario de Hacienda. Es la línea de
conducta trazada. No provocamos la crisis, desacertada, inoportuna y lesiva para
la guerra y el bloque antifascista. Conformes con la actuación leal del
presidente y Ministro de la guerra en el gabinete Largo Caballero, no podemos
sumarnos a posiciones partidistas que prueban escasa nobleza y falta de
colaboración. La C. N. T., ponente y disciplinada, confía en que la reflexión
impida se sigan cometiendo desaciertos que agraven aun más la situación difícil
provocada por la insensatez".
Y la posición pública es fijada en el manifiesto: Frente
a la contrarrevolución. La C. N. T. a la conciencia de España.
Los militantes de la F. A. I. no tuvieron nada que
objetar a esa posición altiva y clara. La que correspondía. Solamente los que
estábamos más interiorizados le dábamos una significación diferente, y dudábamos
de que esas palabras, que para la gran masa confederal eran la única línea
aceptable, fuesen para los improvisados dirigentes de la gran organización de
idéntico valor. Esos dirigentes, en pugna con el espíritu, los intereses y las
aspiraciones de la masa obrera y combatiente, después de haber hecho pública
adhesión a la política de Largo Caballero, fueron a comunicar a Prieto que
estaban con él y cuando, a pesar de ese apoyo, cayó también Prieto del
Gobierno, se ligaron con Negrín hasta más allá de la derrota.
La guerra entraba en su fase de descenso y de derrota. No
era posible cerrar los ojos. Cuando cayó Bilbao en manos del enemigo, Juventud
Libre, órgano de las Juventudes libertarias, publicó un artículo con este
título: "La caída de Bilbao significa el fracaso del Gobierno Negrín". Ese
artículo se reprodujo en muchos millares de ejemplares y se distribuyó por
toda la España leal. En uno de sus párrafos, valientes de sinceridad y de
verdad, leemos:
"Por toda la España leal un solo clamor, un solo grito
cruza campos y ciudades: ¡Fuera el Gobierno Negrín! ¡Fuera el Partido
comunista, causante de todas las derrotas! ¡Exigimos un Gobierno con
representación de todas las fuerzas antifascistas que imponga una auténtica
política de guerra!
"Pero el Gobierno Negrín, a pesar de la crisis latente en
que se halla, intenta mantenerse en el poder. Los mismos métodos de la República
del 14 de abril se están poniendo en práctica. Se censura la prensa, se
clausuran las emisoras, se impide por todos los medios que se manifiesten
libremente las organizaciones obreras, se suspenden los mitines, no se hace caso
de la voz del pueblo que pide una cambio radical de política que nos lleve al
triunfo guerrero y revolucionario".
Las comunicaciones del 10 de agosto de 1937 del Comité
Nacional de la C. N. T. al Presidente del Consejo de Ministros, continúan la
trayectoria digna de mayo. Quizás se haya pecado por demasía de prudencia, de
tolerancia, de evitación sistemática de la respuesta que merecían los
provocadores que buscaban el exterminio de nuestra obra y de nuestros hombres.
Pero los documentos aquellos son todavía, en la letra, exponentes de dignidad.
Se protestaba contra la censura al servicio del Partido
comunista, censura que consentía la injuria y la difamación contra nosotros,
pero no la respuesta a los calumniadores. Se protestaba contra aquella racha de
procesos por la acción popular contra los fascistas en los sucesos de julio.
Cualquier familiar que había perdido alguno de sus miembros prestaba denuncia y
era admitida, sin pararse a averiguar si el muerto pertenecía o no al bando de
la rebelión. Se comprendió, sin embargo, que hacer el proceso a los actores de
aquellas jornadas era hacer el proceso a la revolución, cosa que correspondía
a Franco en caso de triunfo, y después de algunas bestialidades jurídicas se
dió marcha atrás, pues entre otras comprobaciones se hizo ésta: la sanción
contra los asesinatos irresponsables habría tenido que caer en primero lugar
contra los que propiciaban las persecuciones mucho más que contra los miembros
de cualquier otro sector.
En otra carta de la misma fecha se habla de la guerra y
se acompaña un documento de crítica serena y bien intencionada. Recordemos
algunos párrafos:
"Desde que el actual Gobierno se constituyó, cuantas
operaciones militares han tenido lugar, se han visto acompañadas de continuos
desaciertos. Ni una sola posición hemos conquistado; en cambio millares y
millares de milicianos han caído; cantidades enormes de material se han perdido
y todo de una forma estéril por incompetencia en la dirección de la guerra..."
Refiriéndose a la operación de Brunete se observa esto:
"Esta operación no era militar, sino política, y en la
guerra no es posible realizar operaciones políticas, ya que todas tiene que
atenerse a una técnica y a una realidad de fusiles y posiciones que están por
encima del interés político ..."
Se denuncia el partidismo exacerbado, la persecución
contra los individuos de unidades no comunistas. Se mencionan atentados como el
realizado contra Cipriano Mera, se habla de fusilamientos ilegales, se condena
la labor partidista del comisariado. En una palabra, se resumen allí las críticas
que nosotros habíamos hecho antes y que hemos seguido haciendo después, porque
ninguno de los males allí denunciados ha sido superado más que en su
proporcionalidad.
Tan grave era la situación que el Comité Nacional de la
C. N. T. se preguntaba con razón sobrada:
"Todo esto que sucede nos obliga a hacernos algunas
preguntas. ¿Adónde vamos? ¿Es que se lucha y se persigue sólo y
exclusivamente perder la guerra? ¿Es que se pretende sembrar de recelos la
vanguardia y la retaguardia, producir inquietud al pueblo y situar las cosas de
tal forma que llegue un momento en que sólo piensen todos en terminar la
guerra, facilitando de esta manera los propósitos de mediación que persiguen
algunas potencias extranjeras? ... ¿No ha llegado ya el momento de que cese la línea de
actuación partidista, de una etapa desacertada, y de que nos dispongamos
inmediatamente a examinar todos, con honradez y lealtad, la situación, llegando
a la conclusión de trazar una línea, en lo que a la guerra se refiere, cuyos
resultados no puedan ser los desastres que hasta la fecha se repiten, e impida
que prosperen ciertas actuaciones absorbentes que llegará un momento en que
habrán de ser cortadas, con la violencia, por quienes no pueden seguir
tolerando que a España se le quiera convertir en un país de autómatas sumisos
a la dictadura? ..."
Aun cuando no con la misma prosa, aquellas inquietudes
las compartíamos nosotros entonces y las hemos seguido compartiendo con mayor
razón, después de la pérdida de todo el norte de España, después de la
ruptura de la España leal en dos zonas, después de los derrumbes de los
frentes del este, Levante y Extremadura, viendo cómo se han multiplicado todos
los defectos y todos los males que se denunciaban poco después de los sucesos
de Mayo.
En le orden militar, el Comité nacional de la C. N. T.,
en acuerdo con la F. A. I., presentó al Gobierno un balance sobre la
gestión de los sucesores del Gabinete Largo Caballero en materia de guerra. Se
hace crítica en ese informe de la operación hacia Segovia, que nos costó tres
mil bajas en un total de 10.000 combatientes. Se detallan las operaciones que
siguieron en la frente del Este, desastrosas en mayor grado. Se hace la debida
crítica a la operación de Brunete, operación política, no militar, que nos
costó 23.000 bajas y en la cual hubo brigadas que perdieron el 70 por ciento de
sus efectivos. El mismo juicio severo y acertado merecen en ese documento las
operaciones del frente de Teruel con las consiguientes fallas de orden técnico
y político. He aquí algunas conclusiones de ese informe:
1° La entrada del Gobierno de Negrín halló encuadrados
550 mil hombres en el ejército regular, debidamente estructurados, con una masa
de maniobra dispuesta para actuar sobre los puntos por todos reconocidos como
los más sensibles del enemigo, estratégicamente hablando.
La operación de Extremadura "fue malograda negando la
aviación los elementos rusos que la mandan para derrumbar al anterior Gobierno,
y en esto pueden hallarse las responsabilidades de la caída de Bilbao".
3° Fallado el objetivo internacional con vistas al cual
se provocó la crisis, todos los esfuerzos de la orientación de la guerra se
han encaminado a dar la impresión falsa de triunfos que, por su envergadura,
debían de ser fáciles, pero que, por su dirección, fueron otros tantos
fracasos. De ese género fueron las acciones sobre Segovia y Aragón.
4° La operación recientemente fracasada en el Centro
era ya un disparate estratégicamente considerada.
8° Ausencia de toda coordinación entre las actividades
de las fuerzas de tierra y de aire.
9° Indisciplina en los mandos.
10. La operación de Brunete ha sido una operación
exclusivamente política que no servía los intereses de la victoria sobre el
fascismo, pretendiéndose que sirviera los intereses del Partido comunista en
detrimento de las otras organizaciones.
17. Se impone el cambio fulminante de la política de
guerra que nos evite el desastre a que iríamos de perseverar en ese camino.
En vano buscaremos una rectificación cualquiera en la
política de guerra, mientras fue Prieto ministro de Defensa Nacional o cuando
le sucedió Negrín, como para justificar el apaciguamiento de todas las
reservas, observaciones y juicios críticos de la burocracia dirigente de la C.
N. T.
Pero lo cierto es que fue cesando toda critica, se
proporcionó a Negrín, después de muchos esfuerzos y humillaciones, un
Ministro, elegido por él, y no quedó frente al derrumbe casi en todo el año
1938 más que nuestra voz, individual, y el Comité peninsular de la F. A. I.
Habiendo cometido el grave error de paralizar el fuego en
Mayo de 1937, sin conseguir más que fortificar la posición de los rusos y de
sus aliados en España, se imponía una rectificación, una acción defensiva enérgica,
que fue rechazada como un crimen en el circulo intimo de los militantes más
conocidos; habiendo cometido nuevamente el error de no haber replicado a las
provocaciones que siguieron a la pacificación de Mayo, habría que haber
derribado al Gobierno cuando se perdió el Norte de España o cuando se hizo la
fantástica operación de Brunete y cuando se puso de manifiesto el método de
los asesinatos en el frente y en la retaguardia de los que no seguían la línea
moscovita
(1). No faltaron motivos diarios para
una rebelión de la dignidad española contra un Gobierno que nos llevaba al
desastre. Pero la entrega total de la burocracia de la C. N. T. al Gobierno Negrín
y a las consignas comunistas hizo que la rebelión que habría debido estallar
cuando era hora de obtener algún resultado, se produjese en el Centro y en
Levante cuando la guerra estaba totalmente liquidada. Por entender que lo hecho
en Marzo de 1939 en Madrid y en Levante nos correspondía haberlo hecho en
Cataluña por lo menos en marzo de 1938, si no en mayo o junio de 1937, nos
hemos desligado de toda responsabilidad en la dirección de las cosas confedérales;
pero la F. A. I. sola, sin llevar a la calle su disidencia fundamental, no podía
ya encauzar la rebelión contra el Gobierno, que habría sido facilísima en
acuerdo con la C. N. T.
(1)
"Negrín pretende restar importancia a la
cosa. Pero entonces el compañero Zugazagoitía exclama, en un alarde de
sinceridad: Don Juan, vamos a quitarnos las caretas. En los frentes se está
asesinando a compañeros nuestros porque no quieren admitir el carnet comunista".
(I. Prieto: Cómo y por qué salí
del Ministerio de Defensa nacional, pag. 31).
Ante la historia tendremos que responder de la pasividad
y de la complicidad en la pérdida de la guerra, y por eso dejamos sentados
antecedentes tan pocos gratos como esos, que nos duelen, pero que es preciso
destacar, porque las masas de la C. N. T. no tienen ninguna culpa del engaño de
que fueron victimas.