HENOS aquí triunfantes sobre la militarada. No hemos
sabido nunca a qué precio de muertos y heridos. En aquellas jornadas no se medía
la magnitud del sacrificio; lo que importaba era el triunfo. Lo habíamos
obtenido y los que tuvimos la suerte de quedar en pie, no teníamos tiempo ni
siquiera para llorar a los muertos, entre los cuales estaban los amigos, los
hermanos más íntimos y los colaboradores más eficaces de viejas contiendas.
Resultado de aquella victoria fue una euforia popular raramente vista. Había
pasado todo el poder a la calle, el poder moral por la parte esencialísima
cumplida por los luchadores del pueblo en los sangrientos combates, y el poder
material, de la fuerza, de las armas. Los cuerpos coercitivos del viejo Estado
habían quedado fundidos en la masa popular; por lo demás su fuerza no podía
tampoco ser ya contrapeso en el renacimiento de España a sus destinos. En esas
primeras semanas posteriores al 20 de Julio ni siquiera los partidos y
organizaciones controlaban a sus afiliados. Se había constituido de repente
algo superior a los partidos y tendencias; se había formado un pueblo y ese
pueblo sentía y obraba como tal. ¿No era el momento de renunciar a todo
partidismo para sumarse a ese pueblo, cada cual con sus fuerzas y sus
iniciativas, su inteligencia o su heroísmo? Llegará un día en que será
preciso resumir las lecciones de la experiencia de nuestra revolución; entonces
no podrá menos de calificarse con dureza la escisión del pueblo del 20 de
Julio en fracciones rivales, en conglomerados hostiles, en banderines de facción.
No nos acusamos de haber hecho nada en ese sentido; después de la victoria nos
parecía pequeño, todo el viejo tinglado partidista, nos parecía estrecho
hasta el propio organismo a que pertenecíamos y al cual se debía la victoria;
el único cuadro que nos parecía a la altura del momento era el pueblo, ese
pueblo embriagado por el triunfo, pero capaz ya de todos los sacrificios, de
todas las decisiones y sobre todo capaz de construir el nuevo mundo a que aspirábamos.
La España eterna se había levantado de su esclavitud secular y se hacía
presente con las cadenas rotas. Para llegar hasta allí habían sido necesarios
partidos y organizaciones, doctrinas, programas; ahora no hacía falta más que
llevar cada cual lo que tuviese al pueblo, empuñando las armas o trabajando en
las fábricas, investigando en los laboratorios o cultivando la tierra.
Se nos comunicaba que algunas bandas pertenecientes a la
rebelión derrotada seguían cometiendo desmanes bajo disfraces diversos, que
había habido descargas alevosas sobre grupos de milicianos, que circulaban
coches fantasmas. Nada de eso pudimos comprobar. Habiendo pasado el armamento a
manos del pueblo, quedaba absolutamente descartado por muchos meses todo intento
de reorganización de las fuerzas enemigas. Pero una gran ciudad como Barcelona
alberga siempre elementos que no son capaces de fundirse en la gran comunión
popular. La ruptura de tantas barreras y la subversión de tantos valores había
producido un desborde de las grandes masas, desborde con el que comenzaban ya a
hacer su agosto los demagogos irresponsables, pero eso no podía inquietarnos
mientras esas grandes masas pertenecían al pueblo laborioso, de un sentido
moral y de una conciencia de su responsabilidad siempre alerta. Desde 1808-1814
el pueblo español no había vuelto a tener en sus manos la iniciativa, reducida
entonces a la lucha contra las huestes de Napoleón. Era justo que vibrase de júbilo,
que se sintiera feliz en la aurora gloriosa de la tierra de promisión. Pero no
todo era población laboriosa que escucharía el primer llamado que se hiciese a
su razón y a su sentimiento; había estratos que no comprendían la grandeza de
la hora y temíamos que la victoria que nos había costado tanto fuera
mancillada por inconscientes o por malvados.
Se constituyó el Comité de Milicias Antifascistas
cuando todavía no se había disipado el humo de la pólvora, expresión auténtica
del triunfo popular. Por voluntad nuestra, sobre todo, entraron en ese Comité
representaciones de todas las fuerzas políticas y sindicales antifascistas, más
con el propósito de que se fusionaran en una sola voluntad que para que, al
calor de la representación, se dedicasen a reivindicar intereses partidistas.
Quedó sin representación directa el "Estat Catalá", considerando que la
Esquerra de Cataluña y el Gobierno de la Generalidad tenían calidad suficiente
para representar a la región autónoma, como tal.
Dimos a la U. G. T. catalana, no obstante la exigüidad
de sus fuerzas, la misma representación que a la C. N. T., mayoritaria, lo que
produjo asombro incluso entre los delegados de la organización obrera rival,
que no esperaban ese gesto. Hemos puesto así de manifiesto que queríamos
colaborar como hermanos y que deseábamos que en el resto de España, y en las
regiones donde fuésemos minoría eventual, se nos tratase con la misma
consideración y respeto que nosotros tratábamos a todos los que habían
cooperado más o menos a la victoria.
En la primera reunión despachamos algunas delegaciones a
cerciorarse del estado de la región en dirección a Zaragoza y a buscar
informes sobre las posiciones del enemigo, y como circulase con insistencia el
rumor de una columna organizada al otro lado del Ebro para atacar a Barcelona,
dimos la orden de minar todos los puentes de carreteras y ferrocarriles para
impedir el avance de columnas motorizadas. Las delegaciones, que podían caer de
improviso en focos enemigos, no llevaban ninguna documentación, lo cual puede
haberles salvado la vida no obstante fue muerto uno de los emisarios, pero se
les retuvo prisioneros por sospechosos.
Sin esperar los informes, resolvimos perder el menor
tiempo posible. El Comité de Milicias fue reconocido como el único poder
efectivo de Cataluña. El gobierno de la Generalidad siguió existiendo y
mereciendo nuestro respeto, pero el pueblo no obedecía mas que al poder que se
había constituído por virtud de la victoria y de la revolución, porque la
victoria del pueblo era la revolución económica y social. Iniciamos allí una
colaboración de tendencias y sectores que se desconocían la víspera y que,
luego, en el contacto cotidiano y en el esfuerzo común, han podido revelarse en
su verdadero caracter. Aun cuando las aristas eran bastante disimuladas, si algún
momento pudimos dudar de la bondad del camino emprendido, fue por la conducta,
nunca leal, que manifestaban poco a poco y con timidez en los primeros meses,
los representantes del comunismo moscovita. Con las fuerzas republicanas y
liberales hemos podido mantener siempre una vinculación cordial y amistosa que
no nos ha hecho arrepentir del contacto establecido.
Nuestra primera declaración publicada fue un Bando a la
población, con indicaciones sobre la conducta a seguir. Decía así:
"Constituído el Comité de Milicias Antifascistas de
Cataluña de acuerdo con el decreto publicado por el Gobierno de la Generalidad
en el "Boletín oficial" de hoy, ha tomado los siguientes acuerdos, cuyo
cumplimiento es obligatorio para todos los ciudadanos:
1° Se establece un orden revolucionario para el
mantenimiento del cual se comprometen todas las organizaciones integrantes del
Comité.
2° Para el control y la vigilancia, el Comité ha
nombrado los equipos necesarios para hacer cumplir rigurosamente todas las órdenes
que de éste emanen. Con tal motivo los equipos llevarán la credencial
correspondiente, que atestiguará su personalidad.
3° Estos equipos serán los únicos acreditados por el
Comité. Todo aquél que actúe al margen será considerado faccioso y sufrirá
las sanciones que el Comité determine.
4° Los equipos nocturnos serán rigurosos contra los que
alteren el orden revolucionario.
5° Desde la una a las cinco de la madrugada la circulación
quedará limitada a los siguientes elementos:
a) A todos los que acrediten pertenecer a cualquiera de
las organizaciones que constituyen el Comité de Milicias.
b) A las personas que vayan acompañadas por alguno de
estos elementos y que acrediten su solvencia moral.
c) A los que justifiquen el caso de fuerza mayor que les
obliga a salir.
6° A fin de reclutar elementos para las Milicias
Antifascistas, las organizaciones que constituyen el Comité quedan autorizadas
para abrir los correspondientes centros de alistamiento y de adiestramiento.
Las condiciones de este reclutamiento serán detalladas
en un Reglamento interior.
7° El Comité espera que, dada la necesidad de
constituir un orden revolucionario para hacer frente a los núcleos fascistas,
no tendrá necesidad, para hacerse obedecer, de recurrir a medidas
disciplinarias".
Y firmaban, en nombre de la Esquerra, de los Partidos de
Acción republicana y de Izquierda republicana, de la Unión de Rabasaires, de
los partidos marxistas —, el staliniano y el más o menos trotzkista —, de
la C. N. T. (Durruti, García Oliver y Asens), de la F. A. I. (Santillán y
Aurelio Fernández), los delegados titurales.
Se hizo una primera división del trabajo: una secretaría
general de carácter administrativo, a cargo de Jaime Miravitlles, una sección
de organización de milicias, subdividida en milicias de Barcelona (a nuestro
cargo) y en milicias de comarcas — subdivisión que luego se evidenció
impracticable quedando unificada esa labor en nuestro departamento; una sección
de operaciones (a cargo de García Oliver), un departamento de investigación y
de vigilancia (a cargo de Aurelio Fernández, José Asens, Rafael Vidiella y Tomás
Fábregas), un departamento de abastecimientos (a cargo de José Torrents), y
otro de transportes.
Dependientes de cada jefatura general se crearon otras
secciones, por ejemplo una de estadística, que dependía de la secretaría
general; acuartelamiento y municionamiento, dependientes de la jefatura de
milicias; censura y radiodifusión, cartografía, escuela de guerra y escuela de
transmisiones y señales, dependientes del departamento de guerra y operaciones,
etc.
La tarea principal y más abrumadora recayó,
naturalmente, sobre nosotros como representantes de la parte más numerosa y
activa del proletariado de Cataluña. Asumimos los cargos de mayor
responsabilidad, pero también aquellos en que el agotamiento físico por el
esfuerzo enorme tenía que amenazarnos más pronto. Más de veinte horas diarias
de tensión nerviosa incesante, resolviendo millares de problemas cada día,
atendiendo a multitudes que se agolpaban con las exigencias más variadas en
torno a nuestras oficinas eran ambiente poco propicio a una meditación serena.
Procuramos normalizar la vida de la gran ciudad en un
plazo extraordinariamente breve y hacer comprender que no se podía aprovechar
para fines particulares la situación creada después del aplastamiento de la
rebelión ni tomar venganzas privadas, por justificadas que fueran, ni derrochar
las existencias de víveres sin atender urgentemente a reponer los depósitos.
Indudablemente algunos excesos fueron inevitables; explosión de tantas iras
concentradas y la ruptura de cadenas que parecían irrompibles no podían
ocurrir sin consecuencias. Para atender a los combatientes se habían
improvisado algunos comedores el 19 y 20 de Julio, requisando los alimentos;
después de la lucha seguían en pie esos comedores, bajo los auspicios de todos
los partidos y organizaciones. Los cuarteles mismos se habían convertido en
hoteles populares donde se daba comida gratuita a los milicianos improvisados
que hacían guardia en controles, barricadas, etc. Con no pocos esfuerzos
logramos cerrar los comedores populares gratuitos, desalojar los cuarteles,
levantar las barricadas y reanudar el trabajo en las fábricas y en los
transportes. Ocho días después del levantamiento, Barcelona no ofrecía más
espectáculo nuevo que el de los uniformes de milicianos y el de las patrullas y
controles armados de fusil. Fue por iniciativa nuestra que se comenzó a
cultivar toda la tierra disponible, aun en plena ciudad. Y los grupos que salían
los primeros días a buscar víveres por los pueblos campesinos, hubieron de
establecer un sistema de intercambio, llevando los productos industriales de que
disponían en pago de lo que recibían de los trabajadores de la tierra.
Hicimos advertencias serias con vistas a reprimir, todo
exceso, y por si llegaba a creerse que esas advertencias no alcanzaban a todos,
fusilamos a algunos compañeros y amigos nuestro que se habían extralimitado..
Así cayó J. Gardeñes, al cual no salvó el arrepentimiento de los hechos de
que se confesó lealmente autor, sabiendo que habíamos declarado que no los
consentiríamos; así cayó también el presidente de uno de los más grandes
Sindicatos de Barcelona, el de la Alimentación, a quien se acusaba de haber
incitado a una venganza particular y al que no valió de nada su condición de
antiguo y probado militante
(1).
(1)
Quizás hubo exceso de
rigor en la Federación local de Barcelona. La verdad es esta: ese camarada, de
Velilla del Ebro, había sido denunciado años antes por sus ideas y sus
actividades, por un matrimonio de su pueblo y había sufrido torturas,
persecuciones y prisiones sin fin. Cuando estalló el movimiento del 19 de julio
encontró a ese matrimonio en Barcelona y juzgó que no podía menos de
vengarse. Ese matrimonio llevaba ya el carnet de la C. N. T.
La F. A. I. y la C. N. T. obraban así hasta con los
propios afiliados y compañeros y con eso advertían que la revolución no podía
ser deshonrada y daban fuerza al Comité de Milicias para obrar con el mismo
criterio de rigor en defensa del orden revolucionario. Hemos intervenido en
millares de casos delicados y solamente nos bastaba aludir a la justicia pronta
contra los que atentaban al orden revolucionario establecido para calmar las
impaciencias y dominar los instintos ancestrales que pugnaban por salir a flote.
Y hemos de dejar constancia que raramente nos encontrábamos con miembros de
nuestras organizaciones incursos en los hechos punibles en cuya represión habíamos
de intervenir. Se recibían millares de denuncias y los organismos coactivos que
habíamos creado tenían que comprobarlas, y así fueron detenidas y puestas a
disposición de los tribunales populares muchas personas de antecedentes
dudosos. Pero bastaba la más mínima defensa, la menor garantía para recuperar
la libertad. Y en los casos de persecución y de abusos contra gentes del
antiguo régimen, muy raramente hemos encontrado en los promotores a compañeros
nuestros.
Desde el veinte de Julio tuvimos guardias improvisadas en
Bancos, cajas de socorros, casas de empeño, etc. y evitamos muchísimos hechos
de represalia o de venganza. Pero una convulsión de tal hondura lo había
removido todo y había puesto en libertad fuerzas primarias que carecían del
autodominio que tienen los revolucionarios conscientes, de cierto nivel de
cultura, de una sólida moral y de una conciencia clara de los objetivos
perseguidos y de los medios conducentes a esos objetivos.
No conocíamos la verdadera situación del enemigo, pero
era posible que intentase atacarnos, ya que se había hecho fuerte en Aragón y
en Navarra. Los republicanos antipopulares como Martínez Barrios se esforzaban
por crear un Gobierno en Valencia y en mantener la guarnición de aquella ciudad
en sus cuarteles sosteniendo que era leal. Nosotros no teníamos ninguna garantía
de ello y un ataque de improviso sobre Cataluña y una adhesión activa a la
rebelión por parte de las tropas de Valencia podía significar una catástrofe.
Tuvimos que amenazar con el envío de columnas de milicianos a Valencia si la
antigua guarnición no era desarmada, y en cuanto a la amenaza por parte de Mola
y de Cabanellas, resolvimos adelantarnos y declarar la guerra a los facciosos en
sus reductos para vengarnos de la matanza de obreros revolucionarios y de
hombres de izquierda, republicanos y socialistas, que habían hecho en Zaragoza
y en todas las comarcas de la Rioja.
Fijamos una fecha y una hora, el
24 de Julio a las diez de la mañana. El punto de concentración era el Paseo de
Gracia. Durruti y Pérez Farraz, como jefe político uno y jefe militar el otro,
saldrían al frente de la primera expedición. Habíamos calculado necesarios
para entrar en Zaragoza unos doce mil hombres.
Unas horas antes no hubiéramos sabido asegurar de donde iban a salir los milicianos, ni las armas,
ni los medios de transporte; pero la columna salió en dirección a Zaragoza el
día y a la hora fijados. Mientras comenzaban a concentrarse los milicianos
llamamos a algunos oficiales y sub-oficiales que se habían distinguido el 19 de
Julio, a nuestro lado o que eran conocidos por su conducta antes de esa fecha.
Encontramos restos del Regimiento de Alcantara en los cuarteles del Parque y a
nuestro requirimiento, se ofrecieron voluntarios, con el comandante Salavera a
la cabeza, para integrar la expedición con algunas ametralladoras y morteros.
Fue la única fuerza organizada que desfiló aquél día entre aclamaciones
entusiastas por las calles de Barcelona.
No obstante la fiebre general, la columna Durruti y Pérez
Farraz no llegó ni con mucho a la cifra proyectada. Fue ya un principio de
incomprensión. La guerra debía absorberlo todo hombres, armas, trabajo,
pensamiento, vida, todo. Se creyó que la primera columna expedicionaria tenía
exceso de combatientes y que su tarea no encontraría obstáculos. Los tres mil
milicianos voluntarios que salieron lo hicieron con una alegría, un orgullo y
un espíritu inenarrables.
Alguien que no puede figurar entre los vencedores de
Julio ha calificado de tribus que
asaltaban camiones a esos primeros guerrilleros alegres que lo iban a sacrificar
todo para asegurar a España y al mundo un porvenir mejor, el porvenir que otros
de los suyos habían comenzado a perfilar en las fabricas, en las tierras, en
las minas, en las escuelas. Felizmente para Cataluña y para Castilla, esas
tribus asaltantes de camiones se multiplicaron y, en lugar de esperar que el
fascismo atacase al pueblo libre, buscando las mejores posiciones estratégicas,
le obligaron a parapetarse al otro lado del Ebro.
En pocos días se inscribieron más de ciento cincuenta
mil voluntarios para luchar donde fuera preciso contra la rebelión militar. Y
para organizar medianamente esa masa ingente no contábamos con ningun vestigio
del viejo ejército. Nosotros mismos habíamos sido antimilitaristas
consecuentes toda la vida y enemigos irreductibles de la guerra. Entramos por
primera vez en un cuartel cuando se rindieron sus defensores, símbolos de un
pasado que deseabamos muerto para siempre. Pero la fuerza de voluntad y la buena
disposición de la gente del pueblo fueron tales que movilizamos tantos hombres
como fusiles pudimos encontrar para
darles y los envíamos al frente estructurados por centurias, una especie de
compañía ágil a cuyo frente procurábamos poner hombres de cierta autoridad
moral. Después de la primera columna que estableció su cuartel general en
Bujaraloz, envíamos otra al Sur Ebro, estableciendo su cuartel general en
Caspe; salió otra para Tardienta, otras dos para Huesca, etc. A los dos meses
teníamos formado en tierras de Aragón un frente de más de trescientos kilómetros,
con treinta mil milicianos armados, dependientes de varias columnas, que
realizaron operaciones con buen éxito, capturaron material y prisioneros al
enemigo y no dieron un paso atrás. Los únicos triunfos de consideración antes
de Guadalajara fueron los del frente aragonés, formado y sostenido por
nosotros. Simultáneamente sosteníamos las expediciones a Mallorca, las que
salieron con el capitán Bayo y las que fueron con Juan Yague, el obrero marítimo,
organizador de la columna Roja y Negra. Esas operaciones de Mallorca
desembarcando en las islas y presionando al enemigo en dirección a Palma, impedían
la consolidación del triunfo en las Baleares y evitaban que la ayuda italiana
hiciese de ellas una base naval y aérea contra la Península.
Llegó a Barcelona en los primeros días que siguieron a
la victoria de Julio, el coronel navarro Jiménez de la Beraza, que había
logrado pasar la frontera hacia Francia a tiempo para no caer en manos de los
raquetés y de las fuerzas de Mola. Se le preguntó qué opinión le merecía
todo lo que se hacía y respondió con una perspicacia única:
—Militarmente esto es el caos, pero es un caos que
funciona.
Y se puso a nuestro lado, junto a los escasos militares
profesionales que nos ayudaban, con su consejo y su apoyo, organizando las baterías
disponibles para el frente, buscando oficiales leales para ellas. No todos los
militares han tenido la misma intuición. Los estatólatras de los diversos
partidos y los deslumbrados por las fantasías cinematográficas sobre el ejército
rojo ruso, trabajando por todos los medios contra la obra del pueblo y el "caos"
se convirtió, gracias a los rusos que llegaron a los tres o cuatro meses, en "orden",
al menos desde la "Gaceta", y el orden en derrota. Desde que las milicias se
transformaron en "ejército", en ejército sin cuadros de mando y sin el espíritu
que se había quebrantado en las jornadas de Julio, no hemos vuelto a tener más
que desastres. Los nuevos dirigentes de la guerra no estaban en condiciones, o
lo estaban demasiado, de comprender que no se podía luchar simultáneamente
contra la rebelión militar y contra el pueblo. Emprendieron la lucha simultáneamente
y perdieron primero al pueblo y luego la causa que querían defender.
Aunque
no contase con nuestra aprobación, se fueron constituyendo dentro de las
milicias, que debían ser una sola y única manifestación del pueblo en armas,
las secciones de partido y organización. Y fueron las tendencias marxistas, —stalinistas
y llamadas trotzkistas,— las que primero escindieron al pueblo antifascista
para ponerlo bajo sus consignas de partido. Una columna apareció en el frente
con el nombre de Carlos Marx. ¿Que tenía que ver Marx con nuestra epopeya?
Nosotros bautizamos una columna que salió hacia Huesca con el nombre de
Francisco Ascaso, el héroe de las jornadas de Barcelona, muerto ante el cuartel
de Atarazanas, pero no con un propósito partidista, sino simplemente para
honrar el heroismo y la revolución. Los catalanes tuvieron su columna Macías-Companys,
los federales hicieron sus secciones dentro de las columnas organizadas por el
Comité de Milicias, los trotzkistas tuvieron sus milicias propias. En el frente
no todo era armonía entre todas esas fuerzas de partido. Indudablemente había
que evitar ese exceso de partidismo. La única columna organizada por la C. N.
T. y la F. A. I. fue una que propuso y llevó al frente García Oliver, Los
Aguiluchos. Todas las demás se debían a la organización del Comité de
Milicias y respondían a su autoridad, a la que, por lo demás, también se
sometieron Los Aguiluchos.
Se habló mucho de los anarquistas en el frente como de
modelos de indisciplina, de desorden. Hemos de hacer constar que las fuerzas
mejor organizadas y más disciplinadas fueron siempre las libertarias y, en el
período que nosotros estuvimos al frente de las milicias, las únicas
regularmente constituídas, abastecidas y dirigidas. Y hasta después de
constituido el ejército y de ser derrotados por las huestes de Franco, se ha
visto entrar en Francia, vencidas, en perfecta formación militar, a las
divisiones más caracterizadas como
compuestas de anarquistas, con mandos anarquistas, hecho que hasta la prensa
enemiga supo destacar entonces.
Se resolvió proporcionar a cada tendencia representada
en el Comité de Milicias un cuartel para su reclutamiento y adiestramiento. Los
cuarteles habían sido asaltados y tomados por militantes de la F. A. I. y
de la C. N. T., que los conservaban hasta que dispusiésemos lo más
conveniente. En cumplimiento de ese acuerdo del Comité de Milicias entregamos
Montjuich a la Esquerra, el cuartel de Lepanto al Partido Obrero de Unificación
Marxista, el del Parque al Partido Socialista Unificado de Cataluña, un antiguo
convento al Partido federal ibérico, a condición de que en todos ellos seguiría
siendo la autoridad suprema el comité de Milicias. Quedaron para la C. N. T. y
la F. A. I. los cuarteles de Pedralbes, los de San Andrés, el de caballería de
Santiago, el de la Avenida Icaria, el de Ingenieros. Los cuarteles de
Intendencia y el Parque de artillería eran considerados como sin ingerencia
partidista alguna, a causa de la función que desempeñaban. Los marxistas
comenzaron a poner nombres de su predilección a los cuarteles de que habían
sido provistos, llamándole a uno Carlos Marx y a otro Lenin. Entonces no
quisieron ser menos los hombres de la F. A. I. y de la C. N. T. y bautizaron a
uno de los cuarteles con el nombre de Miguel Bakunin, a otro con el de Salvochea,
a otro con el de Espartaco, etc.
Nombrados un jefe político de cada cuartel, atendiendo a
las sugerencias del respectivo partido que lo regenteaba, y un jefe militar, éste
sin ninguna distinción partidista, aun cuando, sobre todo los marxistas, se las
componían para que el nombramiento lo hiciésemos en personas de su confianza y
de su partido. Por lo demás, hemos logrado buena armonía en esas funciones y
teníamos una inspección de cuarteles que diariamente los recorría para
subsanar cualquier deficiencia y poner coto a cualquier abuso.
Para atender al abastecimiento de la población
constituímos como núcleo de trabajo autónomo un Comité de abastos,
independiente del propio Comité de milicias, que había de consagrarse
exclusivamente al abastecimiento y vestuario de los milicianos del frente y de
la retaguardia.
Seguimos organizando columnas expedicionarias y
atendiendo en lo posible a las exigencias de todos los frentes. En setiembre
enviamos refuerzos a Madrid, una columna de guardias civiles al mando del
coronel Escobar, y una de milicianos, cerca de 3.000 hombres, provistos de
fusilería, de ametralladoras y de algunas baterías. Ya al partir la segunda
columna para Aragón chocamos con la interpretación de algunos militares más
destacados de las propias organizaciones libertarias. Mientras nosotros sosteníamos
que los compañeros de más capacidad y popularidad debían partir para el
frente al mando de centurias, batallones y columnas, se impuso el criterio de
que había que conservar para la postguerra a los militantes más destacados;
que habíamos tenido sensibles pérdidas en las jornadas de julio, lo que era
verdad, y que si las luchas del frente nos privaban de los que quedaban, nos
encontraríamos en situación de inferioridad con respecto a los otros partidos
y organizaciones. Veíamos que primaba el propósito del reparto de la piel del
oso, antes de darle caza. Quizás porque teníamos mejor información, quizás
porque hemos visto más exactamente la situación, ese criterio nos produjo una
pena tan honda que se nos saltaron las lágrimas, de rabia o de tristeza. La caída
de los compañeros más populares no nos debilitaría para el porvenir, sino al
contrario. Y después de todo, no era cuestión de cálculos, primero había que
vencer al enemigo, luego discutiríamos, los que quedásemos vivos, o los que
quedasen en condiciones de hacerlo. ¡No se había advertido el peligro ni la
magnitud de las posibilidades que tenía a su favor el enemigo! Teníamos prisa
por llevar la guerra a todos los rincones de España, antes de que los militares
rebeldes pudiesen montar la ofensiva. ¿Es que en las recientes jornadas, cuando
se trataba de vencer o morir, habíamos hecho cálculos sobre el futuro y sobre
nuestra actuación en él? Las jornadas de Barcelona no habían decidido la
situación; todavía era preciso luchar con la misma entereza y la misma
resolución tranquila y heroica de vencer o morir. ¿Por qué ahorrar elementos
que hacían tanta falta en los puestos de combate? ¿Por qué dejar partir las
columnas sin jefes a la altura de su misión, teniendo que dar los mandos un
poco al azar, con lo cual decrecía tanto su eficacia? Eran pocos los militares
de que disponíamos y éstos llenaban sobre todo las funciones de estado mayor y
de asesores técnicos. Además los milicianos no querían a los militares
profesionales, y desconfiaban de ellos, desconfianza natural después de lo que
acababa de pasar.
Pero la preocupación de casi la totalidad de la plana
mayor de los dirigentes de nuestras organizaciones, era la preocupación de los
dirigentes de todos los partidos, ninguno de los cuales ha querido enviar al
frente a sus figuras mas representativas, juzgando con el mismo mal entendido
que había que estar alerta para el reparto de la piel de oso. Surgió así en
retaguardia una politiquería de predominio capaz de asquear a los profesionales
de la vieja política.
Lamentamos tener que presentar la visión de esas
minucias en un momento histórico tan trágico y ante el ejemplo de un pueblo
tan digno y tan noble; pero no podemos silenciar actitudes de propios y extraños
que nos imposibilitaron lo que era aconsejable y lo que prometía victorias
definitivas en los primero meses de la guerra; el envío al frente de fuertes
contingentes de maniobra y de operaciones, ya que lo que teníamos en Aragón,
por ejemplo, no era más que una débil línea de observación. Treinta mil
fusiles, veinte o veinticinco baterías, muy escasas ametralladoras, no era
material para una línea tan extensa. No podemos callar el hecho que mientras en
el frente de Aragón sólo teníamos 30.000 fusiles, en retaguardia, en poder de
los partidos y organizaciones, había alrededor de 60.000, más munición que en
el frente, donde estaba el enemigo.
No una, decenas de veces planteamos al movimiento
libertario la necesidad de entregar el armamento de guerra de que disponía. Si
no se quería entregar el armamento, que acudiesen los hombres que lo manejaban.
Para asegurar el orden en la retaguardia bastaban ya las mujeres, los niños,
las piedras. Se argumentaba que no podíamos desarmar a los propios, mientras
los otros partidos y organizaciones se preparaban para atacarnos por la espalda.
Discutíamos esa actitud. El día que los propios compañeros, poseedores de la
mayor cantidad de armamento, resolviesen entregarlo o ir el frente, ese día
comenzaríamos el desarme de todos los demás partidos y prometíamos utilizar
para esa misión a los que mostraban más desconfianza sobre el cumplimiento de
esa promesa. También desarmaríamos o encuadraríamos para el frente a los
diversos institutos de orden público y fiscal, guardia civil, guardia de
asalto, carabineros. Pero no podíamos tener base moral para proceder contra los
demás mientras no comenzásemos por adoptar un acuerdo en ese sentido nosotros
mismos. El peligro de la contrarrevolución a que se aludía, para nosotros
estaba representado principalmente por esos 60.000 fusiles en la retaguardia de
un frente que sólo tenía 30.000 y que había de paralizar sus actividades por
falta de lo más indispensable para combatir, pues la mayor parte del tiempo los
fusiles carecían de munición.
Las quejas de los combatientes eran contínuas, ruidosas
y justificadas. Durruti, cada vez que llegaba a Barcelona y veía tantas armas
por la calle, rugía como un león. Un día supo que en Sabadell había ocho o
diez máquinas ametralladoras. Las pidió de buen grado y se las negaron.
Entonces organizó una centuria y la envió a Sabadell a buscar por la fuerza lo
que no se quería entregar a la guerra voluntariamente. Como al mismo tiempo nos
comunicaba su resolución, pudimos adelantarnos y evitar una lucha sangrienta,
haciendo ceder, ante la amenaza de sumarnos a las fuerzas de Durruti que iban a
llegar, algunas máquinas. Esas ametralladoras estaban en manos de elementos
comunistas, pero en Barcelona había quizás cuarenta máquinas en manos de los
propios compañeros. En todo el frente de Aragón no teníamos tantas. Y no contábamos
las que había en poder de los otros partidos y organizaciones.
No tenemos compromisos más que con la verdad, y faltaríamos
a ella si no relatásemos los sentimientos que nos embargaban y las fallas que a
nuestro juicio habían de ser fatales.
Se gritaba por los partidos que habían comenzado a
conspirar ya desde el veinte de julio, que las armas largas habían de ir al
frente, pero escondían las propias y compraban en el extranjero las que podían,
privadamente. Sólo que esa actitud les hubiese valido poco si las
organizaciones libertarias, es decir los dirigentes de esas organizaciones,
hubiesen resuelto seriamente la entrega de todo el armamento de guerra y el envío
de sus mejores hombres al frente. Veinticuatro horas más tarde, habrían
procedido lo mismo, de grado o por fuerza, todos los demás. Y la guerra habría
sido ganada en pocos meses.
La obra del Comité de Milicias no puede ser descrita en
breves notas fugaces. Establecimiento del orden revolucionario en retaguardia,
organización de fuerzas más o menos encuadradas para la guerra, formación de
oficiales, escuela de trasmisiones y señales, avituallamiento y vestuario,
organización económica, acción legislativa y judicial; el Comité de Milicias
lo era todo, lo atendía todo, la transformación de las industrias de paz en
industrias de guerra, la propaganda, las relaciones con el gobierno de Madrid,
la ayuda a todos los centro de lucha, las vinculaciones con Marruecos, el
cultivo de las tierras disponibles, la sanidad, la vigilancia de costas y
fronteras, mil asuntos de los más dispares. Pagábamos a los milicianos, a sus
familiares, a las viudas de lo combatientes, en una palabra, atendíamos unas
cuantas decenas de individuos a las tareas que a un gobierno le exigían una
costosísima burocracia. El Comité de Milicias era un Ministerio de guerra en
tiempos de guerra, un Ministerio del interior y un Ministerio de relaciones
exteriores al mismo tiempo, inspirando organismos similares en el aspecto económico
y en el aspecto cultural. No había expresión más legítima del poder del
pueblo. Había que fortificarle, apoyarle para que llenase más cumplidamente su
misión, pues la salvación estaba en su fuerza, que era la de todos, la que podía
sumarse, mucho más en el fortalecimiento de la fuerza de los partidos y
organizaciones, que debía restarse la una de las otras. En esa doble
interpretación, nosotros quedamos aislados frente a los propios amigos y compañeros.
Sostenía el gran Dorado Montero que el legislador o el
ministro que suprimiese los abogados prestaría un gran servicio al país.
Consideraba que la abolición de esta institución parasitaria y corruptora es
indispensable a una sana administración de justicia.
Nosotros hemos impuesto la reanudación de la vida
productiva con una premura indiscutible; hemos puesto en marcha todas las
instituciones, iniciativas, elementos que podían sernos de utilidad para la
guerra y para la reorganización de la nueva vida económica y social. Cuando se
nos presentaba algún caso grave, nos reuníamos en consejo y fallábamos. Un día,
media hora después de un pequeño accidente en el puerto a una de nuestras
unidades de guerra, formamos consejo sumarísimo al capitán y lo destituímos
del mando, dándoselo a los propuestos por la propia marinería. No se nos había
ocurrido que para esas cosas hacían falta abogados y jueces. Los escritos de
Joaquín Costa y de Dorado nos habían aleccionado muchos años atrás sobre la
esterilidad de esa profesión.
¿Por qué se nos ocurrió poner en funciones el Palacio
de Justicia, que estaba clausurado desde los días de la revuelta y nadie
intentaba abrirlo? ¿Qué tenía que hacer un poder judicial en la nueva vida
que se organizaba? Angel Samblancat apareció un día en nuestro cuartel general
para que le facilitásemos la ocupación del Palacio de Justicia, que había de
pasar a depender del Comité de Milicias. No teníamos tiempo para reflexionar
sobre lo qué podíamos hacer con ese instrumento de toda opresión, pero
Samblancat, aunque abogado, nos merecía toda la confianza y extendimos una
orden de allanamiento de sus dependencias, custodiadas por retenes de la guardia
civil, con el pretexto de hacer un registro en busca de armas. Franqueada la
entrada por la guardia, los milicianos que acompañarían a Samblancat se quedarían
allí.
Así se abrió el Palacio de Justicia y así comenzó a
organizarse la llamada justicia revolucionaria. Se formaron tribunales populares
que entendían en los delitos de rebelión y de conspiración contra la República
y contra el nuevo derecho. Una vez reconocida la función, en la primera
circunstancia favorable se sustituiría a los jueces populares por los antiguos
jueces profesionales, más expertos en el oficio y se pondría al servicio de la
contrarrevolución estatal un instrumento revalorizado inconscientemente por
nosotros mismos.
Ni por el aparato judicial, ni por el aparato policial
hemos tenido jamás gran simpatía. ¡Qué mala ocurrencia hemos tenido al
permitir el funcionamiento de los llamados tribunales revolucionarios, cuando el
mismo Comité de Milicias podía cumplir esa tarea de juzgar los delitos de la
contrarrevolución con mejor criterio y más garantías! Habíamos asumido con
el Comité de Milicias una función de poder popular total; ¿por qué dividir
ese poder y entregar funciones tan esenciales y privativas de la labor que teníamos
encomendada?
Los jueces, aunque fuesen de la F. A. I., los policías,
aunque perteneciesen a la C. N. T., nos eran poco gratos; eran funciones esas
que nos causaban un poco de repugnancia. Por eso no vimos con simpatía tampoco
la formación del cuerpo denominado Patrullas de control. Deseábamos liquidar
todos los institutos coactivos de retaguardia y enviarlos al frente. Sobre las
Patrullas se tejió en seguida una leyenda terrorífica. La mayoría de los
milicianos eran compañeros nuestros y constituían un peligro, en tanto que
tales, para posibles proyectos de predominio político. Se aspiraba a la supresión
de esas fuerzas y lo primero que había que hacer era desprestigiarlas. Es
posible que entre los 1.500 hombres con que contaba en Barcelona, alguno se haya
excedido en su función y se hubiese hecho reo de delitos condenables; pero aún
en ese caso, no en mayor proporción de lo que era habitual en las otras
instituciones represivas. No defendemos la institución de las Patrullas, como
no hemos defendido a la guardia civil ni a la guardia de asalto. Pero tenían
aquellas un sentido de humanidad y de responsabilidad que las mantenían fieles
al sostenimiento del nuevo orden revolucionario. Con el tiempo quizás habrían
sido solamente un cuerpo policial más, pero las difamaciones de que eran objeto
carecían de justificación. Partían principalmente esas difamaciones de los
comunistas, y su actuación posterior con las tchekas, los asesinatos de los
presos, las prisiones clandestinas, han descubierto que el móvil de sus críticas
no eran ningún deseo de superación de eventuales deficiencias. Libres de todo
pasionismo, un tanto hostil a las patrullas cuando las propias organizaciones
las acataban sin críticas, hemos sido sus defensores cuando las mismas
organizaciones las abandonaron los dictados represivos del poder central, y por
muchos que fueran sus errores y sus excesos, propios de la función policial, no
queremos que se compare su actuación con la de los que ocuparon su puesto,
antiguos guardias de asalto y policías o nuevos agentes de investigación al
dictado de Moscú.
En numerosas ocasiones hemos tenido que intervenir para
que fuesen puestas en libertad personas de cuya neutralidad política nos daban
garantías, y hemos podido observar que a los detenidos se les trataba como no
habíamos sido tratados nosotros nunca: como seres humanos. Había conspiradores
en nuestra retaguardia y es natural que no se les dejasen las manos libres para
dañarnos. Pero la población que ha vivido los primeros diez meses de la
revolución en Cataluña podrá testimoniar la diferencia desde el punto de
vista de los métodos represivos con lo que vino después, al amparo del "orden"
establecido por Prieto, por Negrín, por Zugazagoitia, con los antros de tortura
del Partido Comunista o de la Dirección General de Seguridad, que eran la misma
cosa, con los horrores del S. I. M., donde se perpetraron bestialidades que ni
la guardia civil de la monarquía habría podido imaginar.
Y la calumnia que se difundía contra las Patrullas de
control se iba extendiendo contra los hombres de la F. A. I. Tampoco queremos
afirmar que no haya habido algún exceso y algún abuso. Aún tratándose de la
propia organización, estamos lejos de aplaudir todo su comportamiento. Ni
siquiera la F. A. I. nos ayudó en nuestra insistencia para que las armas fuesen
al frente; hay que decirlo; pero en cuanto a las calumnias y difamaciones de que
se llenó al mundo contra nuestra gente, hemos de decir con orgullo que de todos
los partidos y organizaciones, la que tiene en su haber un comportamiento más
generoso y humano a partir de la cesación de la lucha violenta el veinte de
julio, es la F. A. I. En pleno Comité de Milicias, que lo recuerden los
republicanos, los socialistas, los comunistas, se nos presentaban con irritación
salvoconductos firmados por la F. A. I. y por las Juventudes libertarias a favor
de monjas, frailes y curas para que pudieran salir al extranjero, sin dejar de
hacer constar la condición de los titulares. No es nada extraño. Justamente el
sector más avanzado del movimiento revolucionario español era el más
indiferente en materia religiosa y el odio al clericalismo, que en España tiene
siempre toda la razón de su parte, apenas era conocido entre nosotros. Revísese
toda la literatura nuestra editada en el último cuarto de siglo; revísese
nuestra prensa y se advertirá lo escasamente que se encuentra el tono
anticlerical. En otros países, en Francia misma, los anarquistas han tenido
publicaciones contra la mentira religiosa. En España no hemos encontrado nunca
ambiente para ellos. Tal vez esa indiferencia religiosa haya sido un error
mientras la potencia del clero era tan grande y su espíritu político regresivo
tan marcado; pero es un hecho y hay que constatarlo.
Se privó a la Iglesia por el triunfo de Julio de sus
riquezas y de sus funciones ¿para qué perseguir a sus servidores? Manifestaban
deseos de salir al extranjero las monjas y los frailes y no veíamos motivos
para retenerlos contra su voluntad; así solían caer en manos de controles de
otros partidos salvoconductos para emigrar en manos de religiosas y religiosos
que no querían sumarse espontáneamente a la obra del pueblo. ¿No era mejor
que se fuesen y no que se quedasen en permanente conspiración? ¡Cuanta gente
se nos ha presentado para decirnos que tenían a sus parientes, curas, frailes o
monjas, en casa y a pedirnos consejo! ¿Es que en un sólo caso habrán oído de
nosotros una palabra o un gesto de contrariedad? ¿No hemos dado a todos las máximas
garantías de respeto siempre que no se inmiscuyeran en las cosas del nuevo
orden revolucionario?
En cierta ocasión nos comunica un grupo de ferroviarios
que había detenido a ocho curas jóvenes, perfectamente armados y que al
preguntárseles para qué llevaban las armas, respondieron altaneramente que al
servicio de Cristo-rey y del fascio. Acudimos de inmediato con la intención de
hacernos cargo de los detenidos antes de que les sucediera algo inevitable. Al
llegar, uno de ellos nos preguntó si le dejaríamos rezar un padrenuestro. ¿Por
qué no? Después de la oración, se encaró con nosotros diciendo: "Sois
mejores que nosotros, porque nosotros ni eso os hubiésemos permitido".
Habiendo ido con la intención de salvarles, el gesto
airado y odioso de que hacían gala, nos hizo dar media vuelta y volver a
nuestro trabajo. No sabemos qué fue de ellos.
En el ataque al cuartel de Simancas, en Gijón, ocurrió
un caso parecido. Desde algún escondite seguro partían disparos certeros hacia
los milicianos. Se registraron algunas casas sospechosas y fue hallado un cura
con el arma humeante en la mano. Comprendió que había llegado su última hora
y dijo serenamente a los que le capturaron:
—¡Voy tranquilo, he matado a nueve de los vuestros!
Una iglesia que combate así por las peores causas no
tiene nada que ver con la religión y no puede ser defendida contra las iras del
pueblo. Pero una organización revolucionaria como la F. A. I. no ha
considerado, ni antes ni después del 19 de Julio, que debía intervenir contra
ella, una vez privada de sus instrumentos de opresión espiritual y material.
Respetaba las creencias de todos y exigía un régimen de tolerancia y de
convivencia pacífica de religiones y credos políticos y sociales.
Entre los jefes militares que hemos tenido, el general
Escobar, antiguo coronel, jefe del 19 tercio de la guardia civil, héroe de las
jornadas de Julio, era profundamente religioso. Ante cualquier decisión el "Si
Dios quiere" no se le caía de los labios. Le oían los milicianos de la F. A.
I. con asombro, primero, y luego se encariñaban con aquél hombre que luchaba a
su lado y sentía sinceramente sus creencias religiosas.
En cuanto a la comodidad de atribuir a gente de la F. A.
I. hechos repudiables, queremos recordar dos asuntos que descubren un poco el
velo. Aparte de la seguridad de que cualquiera de los nuestros que se hubiese
hecho culpable de crímenes vulgares no habría conservado mucho tiempo la
cabeza sobre los hombros.
Un control de milicianos nuestros de Casa Antunez, en la
falda de Montjuich, había observado que pasó dos o tres veces un coche con
milicianos, según las apariencias, y un individuo de porte aburguesado entre
ellos. Sus papeles estaban en orden y se les dejaba libre el paso. Alguna vez
volvía el individuo aburguesado que iba con ellos y otras, no. Al segundo o
tercer viaje les hicieron bajar del coche para conocer su verdadera identidad.
Resultaron delincuentes comunes que habían salido aquellos primeros días de la
cárcel. Aprovechando la bandera rojo y negra y la pose de milicianos y algunos
papeles que pudieron agenciarse para sacar dinero a comerciantes mediante la
amenaza de muerte, e incluso matándoles después de haberles sacado el dinero,
para evitar denuncias. Al ser reconocidos como delincuentes vulgares, los
miembros de aquél control les fusilaron allí mismo y acompañaron a su casa a
la víctima propiciatoria que llevaban.
En otra ocasión, meses después de las jornadas de
Julio, en Pueblo Nuevo, zona enteramente controlada por gente de la C. N. T. y
de la F. A. I., un gran coche en donde flameaba la bandera libertaria, se detuvo
ante una casa de buen aspecto. Los ocupantes
penetraron en ella; no llamó la atención de nadie y la gente ha podido suponer
que se trataba de alguna misión oficial. Al pasar por un puesto de
Patrullas, fue detenido el coche para comprobar la documentación. Todo en
regla.
—"Somos de la F. A. I."— dijeron los que iban dentro.
Precisamente eran de nuestros grupos los patrulleros en
cuestión y esa declaración espontánea les hizo concebir inmediatamente
sospechas. Encañonaron sin más vacilación a los ocupantes del coche y les
hicieron bajar, les desarmaron, encontrándoles objetos de valor al parecer
recientemente robados. Investigaron su personalidad y comprobaron que eran
afiliados al Partido Socialista Unificado de Cataluña, el principal agente de
la difamación nacional e internacional contra nosotros. Averiguaron de dónde
procedían los objetos que les habían hallado encima y a la madrugada siguiente
los asaltantes aparecieron en la cuneta de la carretera de Moncada. Mucho tiempo
después de hecha esa justicia sumaria, supimos los detalles del hecho. Nuestra
indignación no tuvo límites. Nuestra gente se había enfurecido al oír
encubrirse con la F. A. I. sin pertenecer a ella, luego por lo hecho en una casa
de Pueblo Nuevo, por fin al saber que pertenecían a un Partido declaradamente
inconciliable con nosotros. No quisieron privarse del placer de hacer la
justicia por su propia mano. Y como al dar cuenta del hecho, habrían tenido que
entregar los detenidos, lo silenciaron. Entraba en juego también el hábito de
las luchas revolucionarias y de la moral de todo movimiento clandestino y
conspirativo, que impide denunciar aun a los enemigos. Pero en este caso, había
que comprenderlo, si nosotros hubiésemos tenido a disposición los
delincuentes, habríamos podido dar una merecida lección al Partido a que
pertenecían y que se complacía en acusarnos de cuanto desmán se llevaba a
cabo. Y tampoco habrían escapado a la pena que les correspondía, pero impuesta
con toda la publicidad del caso por los órganos responsables. En la forma en
que procedieron las patrullas de Pueblo Nuevo, tuvimos que callar y tragar
saliva.
¿Qué es lo que no se ha dicho de Antonio Martín, jefe
de la vigilancia de frontera en Puigcerdá? Martín había sido contrabandista y
había logrado pasar algún armamento de Francia ya desde el período de Primo
de Rivera. Conocía la frontera como pocos y juzgó que en ninguna parte como
allí podían sernos útiles sus servicios. Su permanencia en aquel puesto hacía
imposible la vida a los traficantes. No pasaba nadie por su zona más que con
una misión responsable, o debidamente autorizados. ¡Cuantas historias de sumo
interés ha descubierto Martín en la frontera, algunas que alcanzaban a
encumbrados personajes! Se comenzó a difundir una leyenda terrorífica contra
él. Además ha cumplido nuestra orden de impedir la entrada en España de
voluntarios para las llamadas brigadas internacionales, orden dada por nosotros,
que no necesitábamos hombres para la lucha, sino armamento. Hizo un viaje a
Barcelona para informarnos, para informar a los amigos y a los compañeros, no a
las autoridades. Se puede mentir ante las autoridades, pero no a los compañeros,
cara a cara. Nos explicó la verdad de todo lo que ocurría; se trataba
simplemente de negociar con la frontera por parte de determinados sectores; de
ahí la oposición que se le hacía. En cuanto a la fama de "asesino" que le habían
adjudicado, nos confesó a nosotros que no había sacado la pistola del cinto
desde el 20 de Julio. Era la verdad, pero la calumnia siguió su curso y un día
que acudía a aplacar los ánimos de un pueblo de la Cerdaña, al que había
reducido sus tradicionales negocios de contrabando, fue asesinado con toda la
alevosía propia de los cobardes. Hemos hecho algunas visitas oficiales, en
nombre del Gobierno de Cataluña, a la Cerdaña, alguna vez en compañía de J.
Tarradellas. Del comportamiento rectilíneo de Martín tuvimos siempre amplios
testimonios.
Otras veces intervenían elementos extraños que sabían
tirar la piedra y esconder la mano. Hemos tropezado, por ejemplo, con los
efectos de los acuerdos de las Logias masónicas. De sus rivalidades y pugnas
internas ha resultado la prisión de Barriobero y su abandono en manos de
Franco, sin contar otras desapariciones misteriosas. Habían quedado también
algunos militares o jefes de los cuerpos de orden público sobre cuya lealtad no
teníamos ninguna constancia, pero que se nos hacían sospechosos por su
repentina demagogia. Esos elementos, hicieron asesinar una noche a uno de
nuestros colaboradores íntimos, el comandante Escobar, y a su capitán ayudante
Martínez. Nos informaba Escobar sobre la personalidad de los jefes y oficiales
del antiguo ejército y de la guardia civil que nos proponíamos utilizar para
las milicias. Dos años más tarde hemos conocido a los autores materiales de
esos asesinatos: se les había hecho creer que Escobar Martínez eran traidores
y desempeñaban un doble papel. Tuvimos enseguida la intuición del origen
verdadero y no nos habíamos equivocado. Cuando nos disponíamos a proceder y a
castigar a los culpables, dejamos las milicias y el asunto quedó muerto, con el
consiguiente disgusto nuestro, que sabíamos que alrededor de muchos organismos
antifascistas aparecían demagogos de una peligrosidad mayor que la de los
eventuales partidarios de Franco, y que no vacilaban en azuzar
irresponsablemente a elementos que no se daban cuenta de la doblez.
Ninguna dictadura ha sido jamás creadora ni podrá serlo
tampoco, sobre todo en países como España, aunque fuese ejercida por nosotros.
Una revolución debe suscitar energías y dejar campo libre a todas las
iniciativas fecundas; no debe ser una fuerza de regimentación y de tiranía si
quiere afirmarse en la senda del progreso social.
Los hombres que detentan un poder cualquiera tienen
propensión natural a abusar de la fuerza de que disponen; y el abuso de esa
fuerza se emplea siempre en la supresión de los que no piensan ni sienten como
los que mandan, o contra los que tienen intereses divergentes.
Nosotros hemos quedado dueños de la situación en Cataluña
después de Julio; lo podíamos todo y no hemos utilizado las posibilidades
incontrastables que teníamos más que para hacer obra efectiva en la guerra y
en la construcción revolucionaria. No hicimos del poder un instrumento de
opresión más que contra el enemigo a quien habíamos declarado la guerra.
Nadie podrá acusarnos de haber sido colaboradores desleales ni de haber
utilizado nuestra influencia para oprimir o exterminar a ninguna de las
tendencias que hacían promesas de fe antifascista.
Habremos cometido más de un error y más de una equivocación; no hemos tenido empacho en denunciar nosotros mismos los que hemos reconocido. Pero el mayor error de que se nos acusará ha de ser el de haber sido leales y sinceros en toda nuestra actuación pública, incluso mientras se afilaba en las sombras el puñal de la traición de los que se sentaba a nuestro lado. Solamente que en ese error volveríamos a incurrir mañana.