SOBRE algunos aspectos, que nosotros mismos no callamos,
podrán los vencedores de la contienda española injuriar al pueblo del 19-20 de
Julio, pero la historia y el recuerdo vivo harán perdurar, como una adquisición
definitiva, la gran capacidad constructiva de la España eterna, capacidad única
en el mundo y sobre todo en países de la tristísima trayectoria del nuestro.
Hasta para los más creyentes en las virtudes de nuestro pueblo ha sido una
revelación inolvidable. ¿De qué fuentes misteriosas de inspiración surgían
espontáneamente tantas maravillas de buen acuerdo, de construcción económica
eficiente, en la industria, en la tierra, en las minas, en los transportes, en
todas partes? Indudablemente en esa España eterna, aplastada siglos y siglos
por extrañas dominaciones políticas y religiosas, se había hecho una siembra
intensa de semillas de resurrección, pero el motor central ha sido el espíritu
popular mismo, ennoblecido por el dolor de una mortífera servidumbre. Y se había
hecho esa siembra a ras de tierra, de corazón a corazón, de hermano a hermano
y de padres a hijos. Los oropeles de las llamadas generaciones literarias han
arraigado muy poco en el alma del pueblo; en cambio, habría pocos campesinos
andaluces, aún analfabetos, que no tuviesen, aun que fuera de oidas, algo de la
memoria, del anhelo, del apostolado de un Fermín Salvochea. Esa España que no
brillaba en la bibliografía, que no tenía destellos parnasianos en el
parlamento, que no tenía representantes más que en apóstoles anónimos víctimas
de las más atroces persecuciones y de los más inhumanos martirios, era
desconocida. Muy pocos extranjeros llagaban a esas fuentes, y muy pocos también
de los representantes conscientes e inconscientes de la anti-España
europeizante, de derecha o de izquierda, sabían algo de lo que germinaba a
costa de ingentes sacrificios en el alma española. Todas las regiones, todas
las localidades importantes, todos los oficios e industrias han tenido su Fermín
Salvochea, héroe y mártir de una resurrección presentida del genio de la
raza.
Que injurien y que maldigan todos los enemigos la epopeya
de Julio de 1936 a marzo de 1939; pero aunque lo quieran, no podrán desconocer
que se entró por intuición y por convicción en el verdadero camino de la
reconstrucción económica y social, que la capacidad de organización y la
eficiencia del trabajo organizado en la industria y en la agricultura no habían
sido superadas antes y no serán superadas jamás si no es volviendo a la ruta
marcada, la ruta de Julio, que encontró tanta incomprensión y tanto encono en
la República del 14 de abril de 1931 como en la rebelión militar.
Nuestra victoria tuvo por consecuencia obligada el
desalojo de la dirección de la economía y de la vida pública, de esta al
menos en los primero tiempos, de los hombres que representaban los intereses del
capitalismo ligado a la rebelión militar. La mayoría de los representantes de
la alta industria, los terrateniente, los grandes financieros habían huido al
extranjero, encontrándose en las cuentas corrientes de los Bancos una fuga de más
de 90.000.000 de pesetas en las dos semanas que precedieron al levantamiento
militar, prueba de su connivencia y de su conocimiento de lo que se preparaba. A
las seis de la mañana el 19 de Julio ocupamos nosotros la casa de Cambó y el
Fomento del Trabajo, verdadera fortaleza, cuando vimos el peligro de un avance
de los facciosos desde el Paseo de Gracia, para enlazar con los cuarteles de
Avenida Icaria y Capitanía General. Todas las dependencias habían sido
totalmente desalojadas, hasta de la servidumbre. Los grandes capitalistas habían
huído con anticipación, unos por su significación y su pasado, otros porque
temían los estragos de la guerra civil que habían subvencionado.
Los trabajadores se posesionaron de toda la riqueza
social, de las fábricas, de las minas, de los medios de transporte terrestre y
marítimo, de las tierras de los latifundistas, de los servicios públicos y de
los comercios más importantes. Se improvisaron en todas las empresas Comités
de control obrero en los que colaboraban manuales y técnicos, y en muchas
ocasiones, los antiguos dueños que reconocían la nueva situación y querían
ser, dentro de la nueva economía revolucionaria por darle un nombre que la
distinguiese de la anterior, empleados, obreros o técnicos como los demás.
Es difícil imaginar la complejidad de problemas que esa
convulsión significaba con la ruptura de todas las viejas relaciones y la
creación de una nueva forma de convivencia. Y eso simultáneamente con el
mantenimiento de una guerra que nos había hecho enviar al frente de Aragón
treinta mil hombres, sin contar con las fuerzas auxiliares de retaguardia. La
presencia de treinta mil hombres en el frente implicaba el esfuerzo, en la
industria y en la agricultura, de doscientos mil. todo ese mecanismo hubo de ser
creado y organizado de la nada, careciendo de lo más indispensable, en las
condiciones peores que uno puede tener presentes.
Algunas industrias se pusieron más rápidamente que
otras en estado de eficiencia. Por ejemplo, cabe destacar la organización magnífica
del transporte urbano, del transporte ferroviario y del marítimo. Con la vieja
administración no hubiésemos contado con esos servicios en la forma tan
perfecta, exacta, que se llevaban a cabo. Aparte de la buena organización existía
la buena voluntad, la adhesión consciente a la causa que defendíamos y una
emulación general que no podía lograr el viejo sistema a base sólo de mejores
salarios. Es preciso notar, además, que de todos los trabajadores, los obreros
ferroviarios, los tranviarios y los marinos, por ejemplo, eran los peor pagados
de España, y que conservaron sus salarios de miseria, a pesar del trabajo
infinitamente más intenso que se habían impuesto voluntariamente, hasta muchos
meses después de haber tomado la gestión de sus industrias en las propias
manos. Y aun al llegar al fin de la guerra, cuando la desvalorización de la
peseta había elevado los precios en proporciones enormes, las tarifas de
transporte, por ejemplo en los tranvías, siguieron siendo las mismas de antes
de la guerra.
Si la industria total de los transportes no funcionó al
día siguiente del triunfo con la misma intensidad que la víspera o con ritmo más
perfecto, bajo la nueva dirección obrera y revolucionaria, no fue porque
hubiese faltado la capacidad para ello, sino por la necesidad en que nos veíamos
de ahorrar el carbón para los transportes de guerra.
Y toda la flota, mercante y la de guerra, en manos de los
marinos y de los técnicos, ha demostrado una capacidad de rendimiento
ilimitada. No había obstáculos para ella; mientras los marinos de nuestra
flota de guerra tuvieron el control de los barcos, el mar fue nuestro, la
ofensiva y la iniciativa estaban en nuestros manos. Cuando, por obra de los
rusos y de sus agentes en el gobierno central, se quiso poner "orden" en la
marina, perdimos el dominio del mar. En la marina mercante no sólo el heroísmo
ha rayado a las mayores alturas, sino también la precisión con que podían ser
utilizadas todas las naves al servicio de la nueva España.
Y mientras los transportes daban pruebas suficientes de
capacidad y de responsabilidad al pasar de la dirección de los antiguos
empresarios a la dirección de los trabajadores y técnicos mismos, se
estructuraba, con una velocidad pasmosa, la transformación de las industrias de
paz en industrias de guerra. Es sabido que una guerra moderna tiene por condición
imprescindible el respaldo de una gran industria en funcionamiento permanente.
El mecanismo de la nueva economía era sencillo: cada fábrica
creaba su nuevo organismo de administración a base de su personal obrero,
administrativo y técnico. Las fábricas de la misma industria se asociaban en
el orden local y formaban la Federación local de la industria. La agrupación
de Federaciones de todas las industrias constituía algo así como el Consejo
local de economía, donde estaban representados todos los centros de producción,
de relaciones, de intercambio, de sanidad, de cultura, de transportes. Se unían
esos Consejos locales de economía en el orden regional y se unían las
Federaciones locales de cada industria también regionalmente; luego se establecía
una vinculación de las regiones, por industria y por sus Consejos regionales de
economía
(1).
(1) Sobre las líneas
generales de la nueva economía regida por los obreros, empleados y técnicos de
cada industria, habíamos escrito en 1935 el libro El organismo económico de
la revolución. Como vivimos y como podríamos vivir en España. (Barcelona,
1936; tercera edición, 1938). El Pleno ampliado de carácter económico
celebrado en Valencia por los organismos de la C. N. T., en enero de 1938 ha
llevado al detalle las líneas generales de organización que habíamos
previsto.
El espíritu capitalista más atrevido y su organización
más perfecta no han podido llegar nunca, en los países adelantados, a un grado
tal de eficacia, aprovechando al cien por cien todas las posibilidades de cada
industria, en el orden local, en el regional y en el nacional.
Para un gran número de gente la revolución es el
acontecimiento de la calle, la lucha de las barricadas, la vindicta popular y
todo lo que significa un trastorno grave en la rutina de los siglos.
Nosotros no hemos confundido nunca la escenografía
revolucionaria de los primeros pasos con la esencia de la revolución y creemos
haber señalado, sin vacilaciones, la orientación precisa para hacer realmente
la revolución que estaba en los labios de las grandes masas y en sus anhelos más
hondos y que contaba, también, con amplias simpatías en sectores de la población
no proletarios.
Para nosotros la revolución era, ante todo,
creación de riqueza y distribución equitativa a toda la población, aumento
del bienestar general por el aporte y la estructuración armoniosa y eficaz del
esfuerzo común, obra de justicia. No queríamos una
transformación social para seguir en la miseria, sino para disfrutar,
todos, de un nivel de vida superior; y ese nivel de vida a que aspirábamos tenía
que ser conquistado, no con las armas de guerra, sino con las herramientas de
trabajo en las fábricas, en las minas, en la tierra, en las escuelas. La guerra
era una fatalidad funesta, una dificultad en el camino, una necesidad impuesta
por la defensa de los privilegios en peligro, no un elemento creador de la
verdadera revolución.
Nos encontramos desde el primer día, ante la penuria
alarmante de materias primas y en una región que escaseaba en minerales, fibras
textiles, carbones. Carecíamos de carbón para la industria y el transporte. El
consumo normal de Cataluña era de cinco a seis mil toneladas diarias, y las únicas
minas que se explotaban, de carbones pobres, apenas nos daban, intensificando el
trabajo, trescientas toneladas. En pocos meses hemos hecho llegar esta cifra a
un millar; pero, con todo, la escasez de carbón era una tragedía constante, en
particular de los carbones para la metalurgia. Asturias podía haber cooperado
grandemente, pero uno de sus dirigentes, Amador Fernández, ha respondido a
nuestras propuestas que prefería que el carbón de Asturias quedase en bocamina
o en el Musel a que fuese a parar a manos de los catalanes; y en cambio, carecía
Asturias de tejidos que a nosotros nos sobraban y de otros elementos de que nos
ofrecíamos a proveerla.
Propusimos y dimos los primeros pasos para la
electrificación de ferrocarriles, sin ignorar todas las dificultades que se
presentarían, pero conscientes de la gran riqueza de energía eléctrica y de
la rápida amortización de todos los gastos que esa electrificación entrañaba.
Si un día España, bajo cualquier régimen, quiere dar un paso decisivo en el
sentido del progreso y de la civilización, la electrificación de sus
ferrocarriles, que supone un alivio enorme, una baratura del transporte, y la
creación de numerosas centrales eléctricas nuevas, y por consiguiente obras de
riego, fábricas, etc., etc., será uno de los primeros pasos.
Iniciamos la transformación de fibras textiles no
aprovechadas hasta entonces para sustituir con ellas una parte del algodón que
nos faltaba; algunas de esas iniciativas quedarán ya permanentes en España,
cualquiera que sea su régimen político. Instalamos grandes establecimientos
para algodonizar el lino, para utilizar el cáñamo y el esparto, la paja de
arroz, la retama. Instalamos grandes fábricas de celulosa a base de materia
prima nacional, y en cuento a la industria metalúrgica y a la industria química,
lo hecho en plena revolución y en plena guerra, ha tenido que producir asombro
incluso a nuestros enemigos, que se han encontrado con un instrumental
industrial considerablemente acrecido, sino duplicado en muchos aspectos. Se ha
fabricado por primera vez en España sodio metálico, dinotronaftalina, ácido pícrico,
dibromuro de etilo, oftanol, bromo...; se han sustituído numerosos medicamentos
específicos de origen extranjero. Fábricas de nueva planta y ampliación de
las fábricas existentes se encontraran en buen número en Levante y
especialmente en Cataluña, por obra de los sindicatos de industria o por
iniciativa de las instituciones creadas para regularizar la producción de
guerra.
Aparte de lo nuevo, se verá en casi todas las ramas de
actividad un perfeccionamiento insospechado de todo el aparato industrial. ¿Qué
es lo que no ha logrado con su concentración y especialización, por ejemplo,
el ramo de la madera, que comenzaba con el corte de los árboles en los bosques
y terminaba en los depósitos de venta, estableciendo el trabajo racionalizado,
la cadena, y aprovechando así no menos de un cincuenta por ciento más el
esfuerzo humano?
¿Es que no ha de reconocerse lealmente, para no citar
mil otras más, la organización de la industria láctea en Barcelona, que no
dejaba nada que envidiar a los establecimientos más modernos del mundo, obra
toda de la revolución? Y el día que por iniciativa
del estado o del capitalismo, privado se logre algo equivalente en organización
y eficiencia a la Federación Regional de Campesinos de Levante, con el trabajo
de tierra en todas sus especialidades, con la elaboración de los productos, con
su distribución en los mercados con sus laboratorios de ensayos, con sus
granjas experimentales, con sus escuelas de administradores de colectividades
agrarias, etc. etc. podremos reconocer que al mismo resultado se puede llegar
pon otros caminos que el propiciado por nosotros. Y hay que llegar a ese
objetivo, por obra de quien pueda, para que España se ponga en condiciones de
volver a ser el emporio de riqueza, de bienestar y de cultura que ha sido en
tiempos pasados.
En ciertas industrias hemos tardado más tiempo en llevar
el aliento de la organización moderna del trabajo, pero al fin había ya bases
poderosas. Por ejemplo, en la confección. Tuvimos al principio dificultades
para responder a los encargos hechos para el ejército, no faltándonos la tela
ni el personal; pero los tropiezos no fueron sino escuela y también esa rama,
tradicionalmente representada por los pequeños establecimientos y por el
trabajo a domicilio, había logrado ponerse en condiciones de responder a todas
las exigencias.
Echamos las bases del aprovechamiento de las riquezas
naturales del país y de las riquezas del subsuelo, que no son grandes en Cataluña,
pero que pueden permitir un rendimiento respetable. Grandes yacimientos de plomo
fueron puestos en explotación, organizando toda la industria del plomo y
vendiendo mineral aun en plena guerra. Se extrajo mineral de cobre, se fundió e
inició su electrolisis; se explotaron minas de manganeso en las que nadie había
pensado. Hasta se inició alguna perforación con trenes de sondeo anticuados e
inapropiados en busca de petróleo.
No se han removido nunca, en tan breve período tantas
iniciativas. La elaboración sistemática de todas ellas nos iba poniendo en
camino de una economía coordinada, dándonos al mismo tiempo a conocer lo
realizado en todos los aspectos y lo que era posible realizar. Pocos han
intervenido en la vida política, como profesionales de la función de gobierno,
con pleno conocimiento de las posibilidades económicas del país. Incluso en
nuestras filas revolucionarias se ha trabajado mucho más intensamente y con más
preferencia en el sentido de la preparación insurreccional que en el sentido de
una verdadera preparación constructiva. De ahí las dificultades y sinsabores
de todos los primeros pasos. Entendimos que nuestra misión no era de la política
al uso, la del afianzamiento del propio partido y la ubicación en las oficinas
gubernativas de los propios partidarios; hemos creído que habíamos de
consagrarnos, sobre todo, al aumento de la riqueza y a la movilización de todas
las fuerzas y de todas las inteligencias en torno a la obra de la revolución.
Por sobre toda preconcepción particular, se iba formando
poco a poco una magnífica unidad de hombres de todas clases y de todos los
partidos que comprendían, como nosotros, que la revolución es algo distinto de
la lucha en la calle y que, en una revolución verdadera, no tienen nada que
perder los que se sienten en disposición de ánimo y con voluntad para aportar
su concurso manual, intelectual, administrativo o técnico a la obra común.
El movimiento espontáneamente generalizado de incautación
de la riqueza social por sus gestores manuales, administrativos y técnicos,
para ponerla al servicio exclusivo de la sociedad, tuvo una expresión legal, el
24 de octubre de 1936, en el decreto elaborado por el Consejo de economía de
Cataluña sobre la colectivización. Ese decreto tuvo luego otros
complementarios que ofrecen un cuadro aproximado de la nueva economía en Cataluña.
Así como el Comité de Milicias, al principio obligado a
tratarlo y a resolverlo todo, se fue convirtiendo cada vez más en un Ministerio
de la guerra en tiempos de guerra, para descargarle de funciones que no podrían
menos de estorbar su preocupación fundamental, creamos un Consejo de economía
de Cataluña, cuyos acuerdos no podían ser rechazados por el Consejero titular
del Departamento de Economía. Funcionaba bajo la presidencia del Consejero del
ramo en el Gobierno de la Generalidad, y se constituyo también por
representaciones de todos los partidos y organizaciones. De allí surgió toda
la legislación de carácter Económico durante la guerra y la revolución en la
región autónoma. Dividimos el trabajo, abarcando los siguientes aspectos:
Combustibles y fuerzas motrices, industrias textiles, industrias metalúrgicas,
industrias de la construcción, artes gráficas y papel, finanzas, banca y
bolsa, redistribuciones del trabajo, industrias químicas, sanidad, etc.
La obra de ese Consejo de economía fue vasta y
meritoria, aunque nosotros no pertenecíamos a los que se imaginaban que la
legislación de Estado pudiese crear nada duradero. Mientras nos fue posible,
por nuestra intervención, hemos procurado que su labor se concretara a dar
fuerza de ley a lo que la práctica económica iba elaborando diariamente,
propiciando el máximo respeto al legislador supremo, que era el pueblo mismo.
En ese Consejo figurábamos al comienzo nosotros en la sección de combustibles
y fuerzas motrices, y en esa función presentamos, ya en agosto o septiembre de
1936, la proposición de crear una reserva eléctrica imbombardeable para Cataluña,
cuyas centrales principales estaban siempre en peligro de perderse; a pesar de
haberse aprobado, y de haberse votado los créditos para ello, nuestros
sucesores habrán creído que nuestra preocupación era excesiva y dejaron
muerto el asunto, siendo esa falta de energía eléctrica uno de los factores de
la pérdida de la guerra. Allí figuraba Andres Nin en la sección de industrias
textiles, en la mejor armonía con nosotros y siempre a nuestro lado en todas
las actitudes.
Pero con ser importante, más que lo estudiado y
legislado por el Consejo de economía, lo fue la obra creadora de los
trabajadores y los campesinos mismos. Se comenzó por cultivar el primer año de
la revolución un cuarenta por ciento más que en años anteriores de la
superficie cultivable. No quedó un trozo de tierra sin roturar, por ínfima que
fuese su calidad.
Lo más inesperado en materia de construcción económica
fueron las colectividades agrarias. Se formaron espontáneamente en toda la España
republicana, en Cataluña como en Aragón, en Levante como en Andalucía o en
Castilla. Nadie, ningún partido, ninguna organización dio la consigna de
proceder en ese sentido; pero el campesinado avanzó resueltamente por esa vía
con una seguridad y una decisión que ha llenado de asombro y de admiración
incluso a los que esperábamos mucho del espíritu popular español. Y hay que
advertir que en esa práctica del trabajo colectivo, de la asociación de
esfuerzos, de animales, de tierras, de máquinas, no hubo socialistas y
anarquistas; todos han procedido de igual manera y han competido en emulación y
en comprensión. Los laboratorios de ensayos y de experimentación de la
Federación de Campesinos de la Región Centro eran superiores a los del
Ministerio de agricultura, y el mismo Gobierno tenía que recurrir a nuestros
agrónomos y a su consejo. La famosa Reforma agraria de la República quedó
arrumbada como una antigualla y solamente prosperaron las colectividades
formadas por los campesinos mismos, uniendo tierras o incautándose de los
latifundios cuyos dueños se habían fugado, o pertenecían al bando rebelde.
Las mejoras en la tierra, las obras de riego, las nuevas plantas de edificios
para vivienda y depósitos y fábricas, todo eso habrá quedado testimoniando la
obra de los campesinos, su sorprendente salto progresivo, su capacidad de
organización y de esfuerzo.
Tuvimos a un sólo enemigo tenaz de las colectividades
agrarias: los rusos y sus agentes del Partido comunista español. Llegaron,
incluso a crear organizaciones de campesinos disidentes para deshacer en Levante
la obra de las colectividades, dándoles todo el apoyo del Ministerio de
agricultura. Fracasaron rotundamente, porque los campesinos de la Unión General
de Trabajadores y los de la Confederación Nacional del Trabajo tenían los
mismos intereses y las mismas aspiraciones; su alianza hizo frustrar los planes
comunistas. Se calumnió sin tasa ni medida, arguyendo que se había empleado la
violencia para obligar a los pequeños campesinos a organizarse en las
colectividades. Oficial y oficiosamente hemos intervenido en casos de denuncias
de esa especie y hemos visto de cerca la verdad y hemos tenido que defender a
los campesinos contra los calumniadores de su obra. No obstante se dió orden de
facilitar la salida de las colectividades, con su parte de tierras y de
implementos, agrícolas, semillas y ganados, a quienes así, lo deseasen. Nadie
ha salido, muy al contrario. Y como fruto del esfuerzo de disgregación del
campesinado, este dato: la colectividad campesina de Hospitalet de Llobregat,
con unas 1.500 cabezas de familia, propuso la separación de los descontentos,
con las tierras y los instrumentos de trabajo, puesto que las colectividades no
podían constituirse más que con voluntarios. De 1.500 se separaron cinco, y
esos cinco no habían sido campesinos, sino jornaleros del campo; los antiguos
dueños de tierras no quisieron separarse de la colectividad. Y los cinco que se
separaron hubieron de asociarse a su vez para trabajar en común la tierra que
se les había proporcionado
(1).
(1) Agustín Souchy ha
escrito algunas obras resumiendo sus visitas a las colectividades agrarias: Colectivizaciones.
La obra colectiva de la revolución española, Barcelona, 1937; Entre los campesinos de Aragón, el comunismo libertario en
las comarcas liberadas, Valencia, 1937.
El colectivismo agrario, a cuya historia en la teoría y
en los hechos dedicó Joaquín Costa un gran volumen, se evidenció
consubstancial con el espíritu popular español. Las colectividades aragonesas,
que abarcaban la casi totalidad de la población campesina del Aragón
Libertado, aplastadas a sangre y fuego por las divisiones comunistas en una
provocación irritante, pero a la cual, sin embargo, no se ha replicado en el
tono merecido, se rehicieron de inmediato, demostrando que la auténtica
voluntad del campesinado era eso. En Aragón, todas las colectividades se habían,
formado por afiliados y simpatizantes de la C. N. T. y, como en ellas era
imposible intervenir como partido político, y como un día la organización
económica había de absorber y liquidar la existencia misma de los partidos, e
incluso liquidaría también la diferencia entre la C. N. T. y la U. G. T. para
dar vida a un sólo partido y a una sola
organización: España dueña de sus destinos y de su voluntad, el odio de los
aspirantes a dictaduras partidarias contra la creación del pueblo español que
las excluía para siempre, se manifestaba con una virulencia terriblemente dañina.
Sosteníamos desde muchos años antes del movimiento de
julio que una revolución, para ser provechosa y asentar sólidamente en el
terreno de las realizaciones positivas, debe acercar la ciudad al campo, el
obrero industrial al campesino. Considerábamos después del 19 de julio que no
debían escatimarse esfuerzo ni sacrificios para resolver en una unidad armónica
ese largo divorcio histórico.
En muy pocos momentos, y para encontrar algún vestigio
hay que remontar muchos siglos de historia, han tenido los campesinos una posición
dominante en la dirección de la vida económica, política y social de los
pueblos. Generalmente los trabajadores de la tierra — como siervos, como
gleba, como medieros, como rabasaires, como esclavos propiamente dichos — han
constituido una subclase una casta de parias con múltiples deberes, con muy
escasos derechos.
Se puede interpretar la historia de muchas maneras, y hay
en boga interpretaciones para todos los gustos. Una de ellas podría ser la que
nos explicase el pasado en función de la esclavitud campesina y de los
esfuerzos espasmódicos realizados para sacudir el pesado yugo.
El campesino fue, y lo sigue siendo en gran parte, una
bestia de trabajo desde el punto de vista económico, un contribuyente sumiso
para el erario del Estado, un proveedor de carne de cañón para los ejércitos
de los reyes y de los capitalistas. ¿Es que ha de seguir siendo eso? ¿Es que
el 19 de julio no había de significar la superación del divorcio tradicional
entre la ciudad y el campo, entre la industria y la agricultura?
Por solidaridad humana, por justicia, por la comprensión
de la trascendencia de esta cuestión, los anarquistas estábamos en la obligación
de hacer todo lo que nuestras fuerzas consintiesen para que la ciudad y el campo
se hermanasen en una sola aspiración de libertad y de trabajo, fecundo y digno.
Sabíamos muy bien que sin llegar a ese resultado no habría revolución
justiciera posible y que el barómetro del progreso social estaba en la adhesión
y en la simpatía con que los campesinos se situasen ante las nuevas realidades
y ante las nuevas ideas.
Podemos conquistar ministerios, tener puestos públicos
de relieve, contar con el cien por cien de los obreros industriales. Si nos
olvidamos de la conquista de la voluntad y del corazón del campesino, todo ello
resultará inútil, y el progreso económico, social y político será solamente
una fachada, una ilusión, un engaño.
A los campesinos, se les ha tenido sistemáticamente
olvidados en su terruño. Ni siquiera el socialismo moderno ha irradiado, hacia
ellos algo de luz, a excepción de la España meridional, como la irradió en
los focos de la gran industria. Los balbuceos de definiciones e interpretaciones
del problema del campo en las doctrinas socialistas, son inseguros. No vale la
pena mencionar el comportamiento del régimen capitalista y del Estado
capitalista, monárquico o republicano. Y cuando no se ha olvidado a los
campesinos, se ha pensado en ellos para explotar su ignorancia y su buena fe,
para exprimirles más y mejor en beneficio de las castas dirigentes. Se ha
pensado en los campesinos para envenenarles desde la cuna a la tumba con el opio
de la religión y de la vida ultraterrena; se ha pensado en ellos como manantial
dócil de impuestos y tributos, de diezmos y primicias; se ha pensado en ellos
para quitarles los hijos mozos y llevárselos a servir al rey o a otras
abstraciones estatales; se ha pensado en ellos para arrancarles, a bajo precio,
el fruto de su trabajo sin límites ni condiciones.
Eso es lo que ha visto el campesino de toda la civilización, de
todo el progreso, de toda la cultura que nos enorgullece: el cura que le
embrutecía y le engañaba; el recaudador de contribuciones que le llevaba todos
los ahorros; la guardia civil que le aterrorizaba. Y todavía hay quien se queja
de que el campesino sea desconfiado y de que haya heredado esa desconfianza ante
todo lo que llega de las ciudades. ¡Aun cuando de las ciudades les llegue la
libertad y la justicia, los que se han visto tantas veces traicionados y engañados
tienen razón para mirar con recelo a la justicia y a la libertad mismas! No son
ellos los culpables de ese recelo, de ese instinto heredado de desconfianza. La
culpa es de los que hemos huído del campo para disfrutar en las grandes urbes
de los placeres banales o de los goces superiores de la cultura, o para elevar
el propio nivel de vida; la culpa es de los que, pudiendo y debiendo hacerlo, no
hemos hecho entre los obreros de la tierra, la obra de propaganda y de persuación
que se hizo entre los obreros de la industria; la culpa es de todos los que
hemos tolerado la expoliación permanente de los campesinos en nombre de Dios,
del Rey, de la República, sin habernos interpuesto, como lo hacíamos cuando se
trataba de la explotación y de la represión contra los obreros industriales.
Teníamos que cosechar los frutos del olvido en que hemos
dejado al campesino. Es decir, no habiendo sembrado cuando era la hora propicia,
no podíamos tener la esperanza de ricas cosechas. La revolución tendría que
sufrir las consecuencias del dualismo que hemos señalado.
Múltiples pueden ser las causas del fracaso o del éxito
de una revolución. Una de las más importantes es la política agraria que
realice. Si no se obra de modo que los campesinos presten su adhesión activa,
entusiasta, a la nueva situación, la revolución se pierde irremediablemente. Y
para que presten su adhesión no se ha de olvidar en ningún momento que hay
desnivel entre la preparación del obrero de la industria y la del campesino;
que las mismas palabras tienen distinto significado o son interpretadas
diversamente en la ciudad y en el campo, que los hechos que de un lado son
favorables pueden ser nocivos en el otro.
En general, frente al campesino receloso y desconfiado,
por que tiene sus justos motivos, hay que emplear un instrumento de propaganda
que no falla nunca en su eficacia, aunque sea aparentemente más lento: el
ejemplo, la persuación por la práctica de cada día. Por los caminos de la
violencia perderemos siempre la partida, aun logrando el aplastamiento de toda
resistencia ostensible de los campesinos.
Sin la simpatía y el apoyo activo de la población
agraria, toda revolución económica, política y social se estrellará en la
impotencia. ¡Aunque se crea más fuerte con sus cuerpos armados, aunque se
envalentone por la facilidad relativa con que puede suprimir cualquier foco de
descontento! La historia de todos los tiempos y de todas las revoluciones nos
enseña que, en el camino del progreso, no se llega efectivamente más que hasta
allí donde los campesinos son capaces de llegar por propia voluntad.
De una manera casi espontánea, por todas partes, sin
esperar consignas, acuerdos, recomendaciones, hemos visto surgir colectividades
agrarias compuestas, en su gran mayoría, por hombres del campo a quienes habían
llegado de algún modo las ideas revolucionarias o que conservaban latentes en
la memoria y en la tradición antiguos recuerdos de prácticas de trabajo común.
Fueron tomadas las tierras de los propietarios facciosos, se puso en cultivo
toda el área cultivable yerma, pero en lugar de repartir todo eso más o menos
equitativamente, esas tierras fueron puestas en común con los respectivos
implementos de trabajo, máquinas y ganados. Era el verdadero comienzo de la
revolución en la agricultura. Se produjeron casos aislados de disgusto; conatos
de coacción. No lo hemos comprobado de cerca, muy al contrario, pero no tenemos
ningún inconveniente en darlos por acontecidos. Eran incidentes inevitables la
mayor parte de las veces. Se han dado siempre, y siempre se darán en los
primeros pasos de una gran transformación social.
Los campesinos, de quienes menos esperábamos, fueron
mucho más allá de todas las previsiones. Hay que destacar que de todas las
regiones de la España llamada republicana. Cataluña fue la que vió en menor
escala esa agrupación de campesinos, con ser muchas y muy importantes y bien
administradas las colectividades agrarias en su territorio. ¿Que temor podíamos
tener al porvenir, a la contrarrevolución republicana o comunista, cuando el
campesino, de formación socialista o de formación libertaria, se había
constituído en fuerza irrompible en el camino de la verdadera revolución?
Las colectividades querían demostrar una cosa; que el
trabajo en comunidad era más descansado y que, cuando las circunstancias
permitiesen aplicar el maquinismo en gran escala a la agricultura y poner en práctica
los resultados adquiridos por la ciencia moderna
con su selección de semillas, con sus abonos adecuados, con los riegos
correspondientes, no solamente las tareas del campo, hechas en común, serían más
sanas y holgadas, sino infinitamente más renditivas y provechosas
(1).
(1)
Uno de los grandes
talleres metalúrgicos de Barcelona, montado por el esfuerzo del Sindicato Unico
de la metalurgia, dedicado a la fabricación de fusiles ametralladoras y de
bombas de aviación y de obuses de todos los calibres, había preparado ya los
planos y buena parte de las matrices para iniciar al día siguiente de la
terminación de la guerra la fabricación de tractores para la agricultura. Y de
estas iniciativas, las había a millares en todas las industrias para lograr,
después de la guerra, en pocos años, un resurgimiento económico e industrial
de España capaz de situarla entre las grandes potencias europeas. La pérdida
de la guerra ha frustrado todas esas esperanzas. Franco ha ganado la Partida,
pero ha perdido al pueblo español y ha quebrado su magnífico despertar.
Necesitábamos un instrumento para predicar con el
ejemplo en el campo: ese instrumento lo formaron espontáneamente las
colectividades agrarias. Hacía muchos años que habíamos llegado a una
conclusión parecida. Preocupados por este problema, comprendiendo perfectamente
la psicología del obrero de la tierra, constatando la ineficacia de la mera
propaganda doctrinaria, proponíamos la instauración o el establecimiento de
focos de trabajo agrícola comunitarios, aún a costa de comprar la tierra, aún
dentro de la economía capitalista. De esta manera, con el ejemplo, tal era
nuestra posición, llegaríamos a conquistar la población campesina, convirtiéndonos
simultáneamente en factores progreso, de bienestar y de cultura. El instrumento
propiciado lo teníamos allí, fecundo y promisor. No había porque acelerar el
paso más de lo debido. Las colectividades harían de la subclase de los
campesinos en pocos años, el puntal más firme y más sugestivo de la nueva
edificación económica y social.
¡Había que ver esas colectividades en Cataluña, en el
Aragón libertado, en Levante, en la parte de Castilla emancipada del fascismo!
Se encontraban en ellas hombres entusiastas, llenos de fe, que no aspiraban a
ocupar altos cargos públicos, que no intrigaban para vivir a costa del Estado;
que se preocupaban de la siembra y de la cosecha; que lo esperaban todo de su
trabajo y de su dedicación; que amaban la tierra como se ama a la madre o a la
novia. En contacto con esos precursores de la nueva era, se olvidaban muchas
miserias, se refrescaba el ánimo abatido y se abordaba con más confianza y más
seguridad el trabajo para el porvenir.
Para dar una idea de la amplitud de ese movimiento de
colectivización en la tierra, daremos algunos datos del congreso colectividades
campesinas de Aragón, celebrado en Caspe a mediados de febrero de 1937. He aquí
el resumen de la lista de organizaciones comarcales representadas:
Comarcal de Alcañiz (colectividades de seis pueblos,
Alcañiz, Castelserau, Belmonte, La Cordoñera, Torrecilla de Alcañiz,
Valdeagorda) con 596 afiliados.
Comarcal de Alcoriza: 13 colectividades, algunas como las
de Andorra y Cañizar del Olivar con 3.200 campesinos cada una, la de Alcoriza
con mil. En total 10.000 afiliados.
Comarcal de Albalate de Cinca: 16 colectividades, la
mayor de ellas, la de Ontiñena, con 800, la menor, la de Almidafa, con 30
afiliados. Total 4.068 miembros.
Comarcal de Angües: 36 colectividades con 6.201
afiliados; la mayor era la de Casdás, con 406 miembros, la menor la de Sietamo,
con 45.
Comarcal de Caspe: 5 colectividades, la más nutrida la
de Maella con 757 miembros. En total 2.197 afiliados.
Comarcal de Ejulve: 8 colectividades, la mayor la de
Villarluengo con 1.300 miembros, otra en Ejulve con 1.200; la menor en Mezquita
de Jarque, con 27 afiliados. Total 3.807 miembros.
Comarcal de Escucha: 6 colectividades, la mayor en
Utrilla, con 400 afiliados.
Comarcal de Grañen: I2 colectividades (no constan las
cifras de los miembros).
Comarcal de Lecera: 9 colectividades con 2.045 afiliados;
la mayor, Lecera con 650 miembros, la menor, Moneva con 77.
Comarcal de Monzón 35 colectividades, algunas, como la
de Binefar, con 3.400 miembros, la de Binacet con 1.800.
Comarcal de Sastago: 4 colectividades, con un total de
478 afiliados.
Comarcal de Puebla de Hijar: 9 colectividades con un
total de 7.146 afiliados.
Comarcal de Pina de Ebro: 6 colectividades con 2.924
afiliados.
Comarcal de Torrente: 3 colectividades.
Comarcal de Valderrobres: 18 colectividades con 11.449
afiliados; algunas de ellas muy importantes, como la de Fresneda, con 2.000
miembros, la de Calaceite con 1.740, la de Valderrobres, con 1.600, la de Mazaleón,
con 1.560.
Comarcal de Mas de las Matas: 14 colectividades, con
7.930 afiliados; tres de ellas, con más de mil afiliados cada una.
Comarcal de Muniesa: 11 colectividades con 2.254
afiliados.
Comarcal de Mora de Rubielos: 21 colectividades con 3.782
afiliados.
Comarcal de Ainsa: número de afiliados faltan.
Comarcal de Alfambra: 6 colectividades con 502 afiliados.
Comarcal de Benabarre: 6 colectividades con 470
afiliados.
Comarcal de Barbastro: 31 colectividades con 7.983
afiliados; la más nutrida la de Peralta de Alcolea, con mil miembros.
Comarcal de Pancrudo: 4 colectividades con 2I5 afiliados.
Estuvieron representadas en el congreso de Caspe 275
colectividades agrarias, correspondientes a 23 comarcas de Aragón,
con un total de 141.430 afiliados. Pero hay que hacer notar que se trata,
por lo general, sólo de cabezas de familia. Más de un 70 por ciento de la
población campesina de Aragón se había asociado en las colectividades
agrarias. El congreso de Caspe, tenía por objeto constituir una federación.
regional de colectividades y marcar algunas líneas generales de conducta y
fijar sus aspiraciones. La federación debía, según los acuerdos adoptados, "coordinar la potencialidad económica de la
región y dar cauce solidario a las colectividades en las normas autonómicas
y federativas que nos orientan". Las colectividades debían realizar una estadística
veraz de la producción y del consumo, remitirlas al comité comarcal
respectivo, el cual la transmitiría al Comité regional, constituyendo esa
estadística la "única forma de establecer la verdadera y humana
solidaridad".
He aquí de qué manera proyectaban los campesinos de
Aragón orientar sus esfuerzos:
"1º Procede ir con toda urgencia a la creación de
campos experimentales en todas las colectividades de Aragón para, con ellos,
poder efectuar los estudios que se crean necesarios para intentar nuevos
cultivos y obtener así mejores rendimientos e intensificar la agricultura en
toda la región. Al propio tiempo debe destinarse una parcela, aunque sea pequeña,
para el estudio de los árboles que más pueden producir y mejor se aclimaten al
suelo de cada localidad.
"2º
Debe irse igualmente a la creación de campos de producción de semillas; para
ello puede dividirse Aragón en tres grandes zonas y en cada una de ellas
instalar grandes campos para producir las semillas que son necesarias en cada
zona, y al propio tiempo, producir para otras colectividades, aunque no
pertenezcan a la misma zona. Tomemos, por ejemplo, el cultivo de la patata: debe
producirse la semilla de esta planta en la zona de más altitud de Aragón, para
luego ser explotada por las colectividades de las otras zonas, ya que esta
planta, en la parte alta no es atacada por las enfermedades que le son características
si la producimos y cultivamos siempre en la parte de poca altura, o sea en
terreno Húmedo y cálido.
"Esas tres zonas procederán al intercambio de las
semillas que las necesidades aconsejen en cada caso, según los resultados de
los estudios que se realicen en los campos experimentales, pues estos deben
estar en armonía unos con otros e intervenidos al propio tiempo por técnicos
agrónomos para estudiar y hacer todas las pruebas que se crean de provecho y
necesidad. . . "
Como misión de la federación de colectividades, fundada
en el mencionado congreso, se señalan puntos como los siguientes:
Propagar intensamente las ventajas del colectivismo, basándolo
en el apoyo mutuo.
Controlar las granjas de experimentación que puedan
crearse en aquellas localidades donde las condiciones del terreno sean
favorables para la obtención de toda clase de semillas.
Atender a los jóvenes que tengan disposiciones para la
preparación técnica mediante la creación de escuelas técnicas que se cuiden
de esa especialidad.
Organizar un equipo de técnicos que estudie en Aragón
la forma de conseguir mayor rendimiento en las diversas labores del campo.
Procurar a las colectividades todos los elementos de
expansión que, a la vez que de distracción, sirvan para elevar la cultura de
los individuos en el sentido general.
Organizar conferencias para perfeccionar y amoldar a la
nueva situación la mentalidad del campesino.
Fomentar por todos los medios la arboricultura.
Construcción en cada colectividad de granjas pecuarias
para estudiar y seleccionar las diversas razas y variedades del ganado
existentes y conservar las que hayan mostrado mayor rendimiento.
Construir, donde las posibilidades lo permitan, grandes
granjas modelos, con todos los adelantos de la ciencia moderna, para lograr
mejores rendimientos y hacer partícipes a todas las Colectividades de los
resultados obtenidos.
Las explotaciones agropecuarias deben ser dirigidas por
elementos técnicos a fin de que sean aprovechadas las adquisiciones de la
ciencia.
La misma preocupación, el mismo anhelo, la misma
comprensión de las necesidades se observan en los acuerdos de todos los
congresos campesinos, comarcales, regionales y nacionales, realizados durante
los años de la revolución y de la guerra.
Véase qué línea de conducta se fijaba en aquel
congreso de Caspe para con los reacios o los adversarios que se apartaban de las
colectividades:
1º Al apartarse por propia voluntad los pequeños
propietarios de las colectividades, por considerarse capacitados para realizar
sin ayuda de los demás su trabajo, perderán el derecho a percibir nada de los
beneficios que obtengan las colectividades. No obstante esto, su conducta será
respetada siempre que no perjudique los intereses colectivos.
2º Las fincas rústicas y urbanas, y demás bienes de
los elementos facciosos que hayan sido incautadas, serán usufructuados por las
organizaciones obreras que existían en el momento de la incautación, siempre
que esas organizaciones acepten las colectividades.
3º Todas las tierras de un propietario que eran
trabajadas por arrendatarios o medieros, pasarán a manos de las colectividades.
4º Ningún propietario podrá trabajar más fincas que
aquéllas que le permitan sus fuerzas físicas, prohibiéndoles en absoluto el
empleo de asalariados.
Las federaciones campesinas regionales, de Aragón,
Cataluña, Levante, Centro, Andalucía, formaron una Federación Nacional
Campesina, que coordinaba, en el orden nacional, todas las iniciativas,
conocimientos, informes e intereses de todos los campesinos afiliados, más de
un millón y medio al perderse la guerra, en los primeros meses de 1939.
Las colectividades de Aragón fueron arrasadas por las
tropas comunistas con una odiosidad repulsiva. Pero su arraigo había sido tal
en tan poco tiempo de existencia, que hubo forzosamente que consentir luego que
revivieran exactamente en la misma forma y con las mismas aspiraciones que
antes. Y cuando España quiera abordar decididamente la solución de su problema
agrario, tendrá que volver a la línea marcada por los campesinos mismos desde
julio de 1936 a comienzos de 1939.
El socialismo internacional, nacido al calor de la
concentración de la industria, no ha comprendido el alma del campesino. El
obrero industrial no siente cariño ni a su herramienta ni a su fábrica. Cambia
de fábrica y de oficio sin dolor ni pena. No se siente unido íntimamente en su
obra. La mayoría de las veces ni siquiera advierte la finalidad de su trabajo,
aunque ese sentimiento no era ya el que primaba en las fábricas colectivizadas,
en las empresas fundadas por nuestros sindicatos, donde se advertía el sentido
de la propiedad colectiva. El campesino ama la tierra que cultiva; y porque la
ama, la quiere suya. La suprema ilusión del campesino que trabaja tierras
ajenas, como arrendatario, rabasaire, mediero, etc., es la posesión de esas
tierras, no por especulación capitalista, no por el ansia de enriquecerse, sino
porque esas tierras forman parte de su personalidad y las quiere como a sí
mismo, como a su mujer y a sus hijos.
Es deseable que el concepto de la propiedad varíe
sustancialmente, porque la propiedad privada de la tierra es un obstáculo al
progreso y a la justicia y no beneficia, como tal, ni a los propietarios mismos
que las trabajan a costa de sacrificios inmensos. Esa transformación no puede
ser obra de veinticuatro. horas; requiere su período de gestación y de
plasmación. El proceso no podía menos de ser acelerado con el ejemplo viviente
de las colectividades agrarias. Sería un error atravesar arbitrariamente esa
etapa de transformación de los conceptos de la propiedad, a fuerza de decretos
o a fuerza de terror.
No tiene la culpa el campesino, olvidado en su terruño,
de la fuerza que en él poseen los sentimientos de propiedad de la tierra que
cultiva. Además de ser algo natural, es también fruto de una herencia que no
hemos hecho nada por combatir a la luz de la cultura.
Personalmente opinábamos que, con las colectividades
agrarias, habíamos llegado al buen camino para actuar en el campo. Por eso no
nos impacientábamos, pues cuando se está en el buen camino y se trabaja con fe
se llega seguramente a la meta.
Nuestras colectividades no eran lo que habían sido los
viejos conventos medioevales de las órdenes religiosas. No se aislaban, sino
que entrelazaban su existencia, sus intereses, sus aspiraciones, con los de la
masa campesina entera, al mismo tiempo que con la industria de las ciudades.
Eran el vehículo por el cual se unirían eficazmente la ciudad y el campo.
Aunque partidarios del trabajo colectivo de la tierra,
sin violencia alguna para forzar la inclinación de los reacios o de los
incomprensivos, no hemos de olvidar una cosa: la experiencia de todos los países,
en particular de los más intensamente agrícolas, demuestra que la
productividad de la tierra cultivada familiarmente no es inferior a la de la que
se trabaja en colectividad. Desde el punto de vista del rendimiento, la
existencia del cultivo familiar, tan arraigado en los campesinos, es
perfectamente tolerable. Lo que importa aquí más es la especialización. No es
recomendable que un campesino o que una colectividad agraria, se dediquen a toda
suerte de cultivos. Deben especializarse en determinada producción y llegar en
la rama elegida, al mayor perfeccionamiento.
La desventaja mayor del trabajo familiar, que absorbe a
todos los miembros de la familia, al padre, a la madre, a los niños, a los
abuelos, es el esfuerzo excesivo. El campesino en esas condiciones, no tiene
otra preocupación que la tierra, el cuidado de la siembra, el crecimiento de
los frutos, la cosecha, etc. No hay horarios, no hay límite al desgaste físico.
Proporcionalmente puede obtener de su tierra, al menos en los primeros tiempos,
más provecho incluso que el que correspondería al cultivador de las
colectividades. Pero es que el campesino no debe llevar hasta el extremo su
sacrificio y el de sus hijos. Es preciso que le quede tiempo, reserva de energía
para instruirse, para que se instruyan los suyos, para que la luz de la
civilización pueda irradiar también en sus hogares.
El trabajo de las colectividades es más aliviado y
permite a sus miembros leer periódicos, revistas y libros, cultivar también su
espíritu y abrirlo a los vientos de todas las innovaciones progresivas.
Por ese derecho y ese deber de reposar, de no gastarse
enteramente encorvados sobre la tierra de sol a sol, y más todavía, el régimen
de trabajo colectivo es superior y debe ser estimulado, sobre todo después de
la grandiosa experiencia española. Pero mientras los campesinos no lo entiendan
así voluntariamente, mientras no se dejen convencer por el ejemplo, el cultivo
familiar, la pequeña explotación agrícola que no requiere fuerzas extrañas
de trabajo, debe persistir y ser respetada.
Pero la revolución, si es verdadera, no es nunca
unilateral. Es un proceso totalitario que lo abarca todo y que lo conmueve todo.
Inspirados por la tradición de renovación espiritual y
educacional que tenía un pasado tan brillante en la obra de Francisco Ferrer y
de sus continuadores directos e indirectos, se formó, en los primeros días del
movimiento, por decreto del 27 de julio de 1936, el Consejo de la Escuela Nueva
Unificada (C. E. N. U.), en donde colaboraron también todas las tendencias políticas
y sociales que coincidían en la apreciación de los problemas de la escuela y
del niño.
El esfuerzo del C. E. N. U. ha dado frutos preciosos,
realizando en pocos meses una obra que no había podido realizar la república
en cinco años completos de existencia.
Los niños que concurrían a las escuelas oficiales de
Barcelona antes del 19 de julio, eran 34.000; a los cinco meses del movimiento
revolucionario asistían a las escuelas 54.758. La creación de escuelas ha
continuado en una progresión jamás igualada. La población escolar de Cataluña
casi se ha triplicado, sin contar los perfeccionamientos del material y de la
orientación pedagógica.
En medio de esa fiebre de creación en el terreno
militar, en el económico, en el cultural, no eran todas satisfacciones y alegrías,
sino que también abundaban los sinsabores y las amarguras. La política de
partido y de organización fue escindiendo poco a poco al pueblo de Cataluña y
transformándolo en facciones enemigas.
Nosotros queríamos unificarlo todo en la guerra y hacer
del triunfo la base de toda construcción futura, sin que eso implicase ninguna
detención arbitraria, pues, por ejemplo, la reorganización de la dirección
económica y su estructuración para obtener el máximo rendimiento de ella, era
también condición para la victoria. Todos los apetitos y concupiscencias
salieron a flote. Apareció una empleomanía morbosa. Hemos regenteado un
departamento del gobierno de la Generalidad, con 250 funcionarios; de esa cifra,
honestamente, sobraba la mitad. Nuestros sucesores, que seguramente no tuvieron
ninguna preocupación de carácter constructivo, y que no pugnaron por llevar a
la práctica ninguna iniciativa nueva, elevaron la cantidad de funcionarios a más
de 900. Las líneas de fuego quedaban demasiado lejos, gracias a nuestra premura
en contener cualquier embate faccioso, y el tronar de los cañones y el dolor y
las penurias de las trincheras no perturbaba las digestiones de la retaguardia
feliz. Se hizo política desde todos los sectores, y el divorcio entre las
necesidades del frente y las apetencias de la retaguardia fue cada día más
palpable y la distancia cada vez mayor. Cuando la política y el ejemplo
corruptor y desmoralizador del gobierno central hizo su aparición en Cataluña,
los defectos que nosotros señalábamos en los primeros tiempos en la
retaguardia, se multiplicaron y se intensificaron de una manera espeluznante.