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REGRESE A LIBROS


 

VI

 

La industria, el transporte, la tierra en manos de los trabajadores. — La revolución en la economía. — Las colectividades agrarias. — La revolución en la cultura. — Guerra y revolución.

 

SOBRE algunos aspectos, que nosotros mismos no callamos, podrán los vencedores de la contienda española injuriar al pueblo del 19-20 de Julio, pero la historia y el recuerdo vivo harán perdurar, como una adquisición definitiva, la gran capacidad constructiva de la España eterna, capacidad única en el mundo y sobre todo en países de la tristísima trayectoria del nuestro. Hasta para los más creyentes en las virtudes de nuestro pueblo ha sido una revelación inolvidable. ¿De qué fuentes misteriosas de inspiración surgían espontáneamente tantas maravillas de buen acuerdo, de construcción económica eficiente, en la industria, en la tierra, en las minas, en los transportes, en todas partes? Indudablemente en esa España eterna, aplastada siglos y siglos por extrañas dominaciones políticas y religiosas, se había hecho una siembra intensa de semillas de resurrección, pero el motor central ha sido el espíritu popular mismo, ennoblecido por el dolor de una mortífera servidumbre. Y se había hecho esa siembra a ras de tierra, de corazón a corazón, de hermano a hermano y de padres a hijos. Los oropeles de las llamadas generaciones literarias han arraigado muy poco en el alma del pueblo; en cambio, habría pocos campesinos andaluces, aún analfabetos, que no tuviesen, aun que fuera de oidas, algo de la memoria, del anhelo, del apostolado de un Fermín Salvochea. Esa España que no brillaba en la bibliografía, que no tenía destellos parnasianos en el parlamento, que no tenía representantes más que en apóstoles anónimos víctimas de las más atroces persecuciones y de los más inhumanos martirios, era desconocida. Muy pocos extranjeros llagaban a esas fuentes, y muy pocos también de los representantes conscientes e inconscientes de la anti-España europeizante, de derecha o de izquierda, sabían algo de lo que germinaba a costa de ingentes sacrificios en el alma española. Todas las regiones, todas las localidades importantes, todos los oficios e industrias han tenido su Fermín Salvochea, héroe y mártir de una resurrección presentida del genio de la raza.

Que injurien y que maldigan todos los enemigos la epopeya de Julio de 1936 a marzo de 1939; pero aunque lo quieran, no podrán desconocer que se entró por intuición y por convicción en el verdadero camino de la reconstrucción económica y social, que la capacidad de organización y la eficiencia del trabajo organizado en la industria y en la agricultura no habían sido superadas antes y no serán superadas jamás si no es volviendo a la ruta marcada, la ruta de Julio, que encontró tanta incomprensión y tanto encono en la República del 14 de abril de 1931 como en la rebelión militar.

Nuestra victoria tuvo por consecuencia obligada el desalojo de la dirección de la economía y de la vida pública, de esta al menos en los primero tiempos, de los hombres que representaban los intereses del capitalismo ligado a la rebelión militar. La mayoría de los representantes de la alta industria, los terrateniente, los grandes financieros habían huido al extranjero, encontrándose en las cuentas corrientes de los Bancos una fuga de más de 90.000.000 de pesetas en las dos semanas que precedieron al levantamiento militar, prueba de su connivencia y de su conocimiento de lo que se preparaba. A las seis de la mañana el 19 de Julio ocupamos nosotros la casa de Cambó y el Fomento del Trabajo, verdadera fortaleza, cuando vimos el peligro de un avance de los facciosos desde el Paseo de Gracia, para enlazar con los cuarteles de Avenida Icaria y Capitanía General. Todas las dependencias habían sido totalmente desalojadas, hasta de la servidumbre. Los grandes capitalistas habían huído con anticipación, unos por su significación y su pasado, otros porque temían los estragos de la guerra civil que habían subvencionado.

Los trabajadores se posesionaron de toda la riqueza social, de las fábricas, de las minas, de los medios de transporte terrestre y marítimo, de las tierras de los latifundistas, de los servicios públicos y de los comercios más importantes. Se improvisaron en todas las empresas Comités de control obrero en los que colaboraban manuales y técnicos, y en muchas ocasiones, los antiguos dueños que reconocían la nueva situación y querían ser, dentro de la nueva economía revolucionaria por darle un nombre que la distinguiese de la anterior, empleados, obreros o técnicos como los demás.

Es difícil imaginar la complejidad de problemas que esa convulsión significaba con la ruptura de todas las viejas relaciones y la creación de una nueva forma de convivencia. Y eso simultáneamente con el mantenimiento de una guerra que nos había hecho enviar al frente de Aragón treinta mil hombres, sin contar con las fuerzas auxiliares de retaguardia. La presencia de treinta mil hombres en el frente implicaba el esfuerzo, en la industria y en la agricultura, de doscientos mil. todo ese mecanismo hubo de ser creado y organizado de la nada, careciendo de lo más indispensable, en las condiciones peores que uno puede tener presentes.

Algunas industrias se pusieron más rápidamente que otras en estado de eficiencia. Por ejemplo, cabe destacar la organización magnífica del transporte urbano, del transporte ferroviario y del marítimo. Con la vieja administración no hubiésemos contado con esos servicios en la forma tan perfecta, exacta, que se llevaban a cabo. Aparte de la buena organización existía la buena voluntad, la adhesión consciente a la causa que defendíamos y una emulación general que no podía lograr el viejo sistema a base sólo de mejores salarios. Es preciso notar, además, que de todos los trabajadores, los obreros ferroviarios, los tranviarios y los marinos, por ejemplo, eran los peor pagados de España, y que conservaron sus salarios de miseria, a pesar del trabajo infinitamente más intenso que se habían impuesto voluntariamente, hasta muchos meses después de haber tomado la gestión de sus industrias en las propias manos. Y aun al llegar al fin de la guerra, cuando la desvalorización de la peseta había elevado los precios en proporciones enormes, las tarifas de transporte, por ejemplo en los tranvías, siguieron siendo las mismas de antes de la guerra.

Si la industria total de los transportes no funcionó al día siguiente del triunfo con la misma intensidad que la víspera o con ritmo más perfecto, bajo la nueva dirección obrera y revolucionaria, no fue porque hubiese faltado la capacidad para ello, sino por la necesidad en que nos veíamos de ahorrar el carbón para los transportes de guerra.

Y toda la flota, mercante y la de guerra, en manos de los marinos y de los técnicos, ha demostrado una capacidad de rendimiento ilimitada. No había obstáculos para ella; mientras los marinos de nuestra flota de guerra tuvieron el control de los barcos, el mar fue nuestro, la ofensiva y la iniciativa estaban en nuestros manos. Cuando, por obra de los rusos y de sus agentes en el gobierno central, se quiso poner "orden" en la marina, perdimos el dominio del mar. En la marina mercante no sólo el heroísmo ha rayado a las mayores alturas, sino también la precisión con que podían ser utilizadas todas las naves al servicio de la nueva España.

Y mientras los transportes daban pruebas suficientes de capacidad y de responsabilidad al pasar de la dirección de los antiguos empresarios a la dirección de los trabajadores y técnicos mismos, se estructuraba, con una velocidad pasmosa, la transformación de las industrias de paz en industrias de guerra. Es sabido que una guerra moderna tiene por condición imprescindible el respaldo de una gran industria en funcionamiento permanente.

El mecanismo de la nueva economía era sencillo: cada fábrica creaba su nuevo organismo de administración a base de su personal obrero, administrativo y técnico. Las fábricas de la misma industria se asociaban en el orden local y formaban la Federación local de la industria. La agrupación de Federaciones de todas las industrias constituía algo así como el Consejo local de economía, donde estaban representados todos los centros de producción, de relaciones, de intercambio, de sanidad, de cultura, de transportes. Se unían esos Consejos locales de economía en el orden regional y se unían las Federaciones locales de cada industria también regionalmente; luego se establecía una vinculación de las regiones, por industria y por sus Consejos regionales de economía (1).

(1) Sobre las líneas generales de la nueva economía regida por los obreros, empleados y técnicos de cada industria, habíamos escrito en 1935 el libro El organismo económico de la revolución. Como vivimos y como podríamos vivir en España. (Barcelona, 1936; tercera edición, 1938). El Pleno ampliado de carácter económico celebrado en Valencia por los organismos de la C. N. T., en enero de 1938 ha llevado al detalle las líneas generales de organización que habíamos previsto.

El espíritu capitalista más atrevido y su organización más perfecta no han podido llegar nunca, en los países adelantados, a un grado tal de eficacia, aprovechando al cien por cien todas las posibilidades de cada industria, en el orden local, en el regional y en el nacional.

Para un gran número de gente la revolución es el acontecimiento de la calle, la lucha de las barricadas, la vindicta popular y todo lo que significa un trastorno grave en la rutina de los siglos.

Nosotros no hemos confundido nunca la escenografía revolucionaria de los primeros pasos con la esencia de la revolución y creemos haber señalado, sin vacilaciones, la orientación precisa para hacer realmente la revolución que estaba en los labios de las grandes masas y en sus anhelos más hondos y que contaba, también, con amplias simpatías en sectores de la población no proletarios.

Para nosotros la revolución era, ante todo, creación de riqueza y distribución equitativa a toda la población, aumento del bienestar general por el aporte y la estructuración armoniosa y eficaz del esfuerzo común, obra de justicia. No queríamos una  transformación social para seguir en la miseria, sino para disfrutar, todos, de un nivel de vida superior; y ese nivel de vida a que aspirábamos tenía que ser conquistado, no con las armas de guerra, sino con las herramientas de trabajo en las fábricas, en las minas, en la tierra, en las escuelas. La guerra era una fatalidad funesta, una dificultad en el camino, una necesidad impuesta por la defensa de los privilegios en peligro, no un elemento creador de la verdadera revolución.

Nos encontramos desde el primer día, ante la penuria alarmante de materias primas y en una región que escaseaba en minerales, fibras textiles, carbones. Carecíamos de carbón para la industria y el transporte. El consumo normal de Cataluña era de cinco a seis mil toneladas diarias, y las únicas minas que se explotaban, de carbones pobres, apenas nos daban, intensificando el trabajo, trescientas toneladas. En pocos meses hemos hecho llegar esta cifra a un millar; pero, con todo, la escasez de carbón era una tragedía constante, en particular de los carbones para la metalurgia. Asturias podía haber cooperado grandemente, pero uno de sus dirigentes, Amador Fernández, ha respondido a nuestras propuestas que prefería que el carbón de Asturias quedase en bocamina o en el Musel a que fuese a parar a manos de los catalanes; y en cambio, carecía Asturias de tejidos que a nosotros nos sobraban y de otros elementos de que nos ofrecíamos a proveerla.

Propusimos y dimos los primeros pasos para la electrificación de ferrocarriles, sin ignorar todas las dificultades que se presentarían, pero conscientes de la gran riqueza de energía eléctrica y de la rápida amortización de todos los gastos que esa electrificación entrañaba. Si un día España, bajo cualquier régimen, quiere dar un paso decisivo en el sentido del progreso y de la civilización, la electrificación de sus ferrocarriles, que supone un alivio enorme, una baratura del transporte, y la creación de numerosas centrales eléctricas nuevas, y por consiguiente obras de riego, fábricas, etc., etc., será uno de los primeros pasos.

Iniciamos la transformación de fibras textiles no aprovechadas hasta entonces para sustituir con ellas una parte del algodón que nos faltaba; algunas de esas iniciativas quedarán ya permanentes en España, cualquiera que sea su régimen político. Instalamos grandes establecimientos para algodonizar el lino, para utilizar el cáñamo y el esparto, la paja de arroz, la retama. Instalamos grandes fábricas de celulosa a base de materia prima nacional, y en cuento a la industria metalúrgica y a la industria química, lo hecho en plena revolución y en plena guerra, ha tenido que producir asombro incluso a nuestros enemigos, que se han encontrado con un instrumental industrial considerablemente acrecido, sino duplicado en muchos aspectos. Se ha fabricado por primera vez en España sodio metálico, dinotronaftalina, ácido pícrico, dibromuro de etilo, oftanol, bromo...; se han sustituído numerosos medicamentos específicos de origen extranjero. Fábricas de nueva planta y ampliación de las fábricas existentes se encontraran en buen número en Levante y especialmente en Cataluña, por obra de los sindicatos de industria o por iniciativa de las instituciones creadas para regularizar la producción de guerra.

Aparte de lo nuevo, se verá en casi todas las ramas de actividad un perfeccionamiento insospechado de todo el aparato industrial. ¿Qué es lo que no ha logrado con su concentración y especialización, por ejemplo, el ramo de la madera, que comenzaba con el corte de los árboles en los bosques y terminaba en los depósitos de venta, estableciendo el trabajo racionalizado, la cadena, y aprovechando así no menos de un cincuenta por ciento más el esfuerzo humano?

¿Es que no ha de reconocerse lealmente, para no citar mil otras más, la organización de la industria láctea en Barcelona, que no dejaba nada que envidiar a los establecimientos más modernos del mundo, obra toda de la revolución? Y el día que por  iniciativa del estado o del capitalismo, privado se logre algo equivalente en organización y eficiencia a la Federación Regional de Campesinos de Levante, con el trabajo de tierra en todas sus especialidades, con la elaboración de los productos, con su distribución en los mercados con sus laboratorios de ensayos, con sus granjas experimentales, con sus escuelas de administradores de colectividades agrarias, etc. etc. podremos reconocer que al mismo resultado se puede llegar pon otros caminos que el propiciado por nosotros. Y hay que llegar a ese objetivo, por obra de quien pueda, para que España se ponga en condiciones de volver a ser el emporio de riqueza, de bienestar y de cultura que ha sido en tiempos pasados.

En ciertas industrias hemos tardado más tiempo en llevar el aliento de la organización moderna del trabajo, pero al fin había ya bases poderosas. Por ejemplo, en la confección. Tuvimos al principio dificultades para responder a los encargos hechos para el ejército, no faltándonos la tela ni el personal; pero los tropiezos no fueron sino escuela y también esa rama, tradicionalmente representada por los pequeños establecimientos y por el trabajo a domicilio, había logrado ponerse en condiciones de responder a todas las exigencias.

Echamos las bases del aprovechamiento de las riquezas naturales del país y de las riquezas del subsuelo, que no son grandes en Cataluña, pero que pueden permitir un rendimiento respetable. Grandes yacimientos de plomo fueron puestos en explotación, organizando toda la industria del plomo y vendiendo mineral aun en plena guerra. Se extrajo mineral de cobre, se fundió e inició su electrolisis; se explotaron minas de manganeso en las que nadie había pensado. Hasta se inició alguna perforación con trenes de sondeo anticuados e inapropiados en busca de petróleo.

No se han removido nunca, en tan breve período tantas iniciativas. La elaboración sistemática de todas ellas nos iba poniendo en camino de una economía coordinada, dándonos al mismo tiempo a conocer lo realizado en todos los aspectos y lo que era posible realizar. Pocos han intervenido en la vida política, como profesionales de la función de gobierno, con pleno conocimiento de las posibilidades económicas del país. Incluso en nuestras filas revolucionarias se ha trabajado mucho más intensamente y con más preferencia en el sentido de la preparación insurreccional que en el sentido de una verdadera preparación constructiva. De ahí las dificultades y sinsabores de todos los primeros pasos. Entendimos que nuestra misión no era de la política al uso, la del afianzamiento del propio partido y la ubicación en las oficinas gubernativas de los propios partidarios; hemos creído que habíamos de consagrarnos, sobre todo, al aumento de la riqueza y a la movilización de todas las fuerzas y de todas las inteligencias en torno a la obra de la revolución.

Por sobre toda preconcepción particular, se iba formando poco a poco una magnífica unidad de hombres de todas clases y de todos los partidos que comprendían, como nosotros, que la revolución es algo distinto de la lucha en la calle y que, en una revolución verdadera, no tienen nada que perder los que se sienten en disposición de ánimo y con voluntad para aportar su concurso manual, intelectual, administrativo o técnico a la obra común.

El movimiento espontáneamente generalizado de incautación de la riqueza social por sus gestores manuales, administrativos y técnicos, para ponerla al servicio exclusivo de la sociedad, tuvo una expresión legal, el 24 de octubre de 1936, en el decreto elaborado por el Consejo de economía de Cataluña sobre la colectivización. Ese decreto tuvo luego otros complementarios que ofrecen un cuadro aproximado de la nueva economía en Cataluña.

Así como el Comité de Milicias, al principio obligado a tratarlo y a resolverlo todo, se fue convirtiendo cada vez más en un Ministerio de la guerra en tiempos de guerra, para descargarle de funciones que no podrían menos de estorbar su preocupación fundamental, creamos un Consejo de economía de Cataluña, cuyos acuerdos no podían ser rechazados por el Consejero titular del Departamento de Economía. Funcionaba bajo la presidencia del Consejero del ramo en el Gobierno de la Generalidad, y se constituyo también por representaciones de todos los partidos y organizaciones. De allí surgió toda la legislación de carácter Económico durante la guerra y la revolución en la región autónoma. Dividimos el trabajo, abarcando los siguientes aspectos: Combustibles y fuerzas motrices, industrias textiles, industrias metalúrgicas, industrias de la construcción, artes gráficas y papel, finanzas, banca y bolsa, redistribuciones del trabajo, industrias químicas, sanidad, etc.

La obra de ese Consejo de economía fue vasta y meritoria, aunque nosotros no pertenecíamos a los que se imaginaban que la legislación de Estado pudiese crear nada duradero. Mientras nos fue posible, por nuestra intervención, hemos procurado que su labor se concretara a dar fuerza de ley a lo que la práctica económica iba elaborando diariamente, propiciando el máximo respeto al legislador supremo, que era el pueblo mismo. En ese Consejo figurábamos al comienzo nosotros en la sección de combustibles y fuerzas motrices, y en esa función presentamos, ya en agosto o septiembre de 1936, la proposición de crear una reserva eléctrica imbombardeable para Cataluña, cuyas centrales principales estaban siempre en peligro de perderse; a pesar de haberse aprobado, y de haberse votado los créditos para ello, nuestros sucesores habrán creído que nuestra preocupación era excesiva y dejaron muerto el asunto, siendo esa falta de energía eléctrica uno de los factores de la pérdida de la guerra. Allí figuraba Andres Nin en la sección de industrias textiles, en la mejor armonía con nosotros y siempre a nuestro lado en todas las actitudes.

Pero con ser importante, más que lo estudiado y legislado por el Consejo de economía, lo fue la obra creadora de los trabajadores y los campesinos mismos. Se comenzó por cultivar el primer año de la revolución un cuarenta por ciento más que en años anteriores de la superficie cultivable. No quedó un trozo de tierra sin roturar, por ínfima que fuese su calidad.

Lo más inesperado en materia de construcción económica fueron las colectividades agrarias. Se formaron espontáneamente en toda la España republicana, en Cataluña como en Aragón, en Levante como en Andalucía o en Castilla. Nadie, ningún partido, ninguna organización dio la consigna de proceder en ese sentido; pero el campesinado avanzó resueltamente por esa vía con una seguridad y una decisión que ha llenado de asombro y de admiración incluso a los que esperábamos mucho del espíritu popular español. Y hay que advertir que en esa práctica del trabajo colectivo, de la asociación de esfuerzos, de animales, de tierras, de máquinas, no hubo socialistas y anarquistas; todos han procedido de igual manera y han competido en emulación y en comprensión. Los laboratorios de ensayos y de experimentación de la Federación de Campesinos de la Región Centro eran superiores a los del Ministerio de agricultura, y el mismo Gobierno tenía que recurrir a nuestros agrónomos y a su consejo. La famosa Reforma agraria de la República quedó arrumbada como una antigualla y solamente prosperaron las colectividades formadas por los campesinos mismos, uniendo tierras o incautándose de los latifundios cuyos dueños se habían fugado, o pertenecían al bando rebelde. Las mejoras en la tierra, las obras de riego, las nuevas plantas de edificios para vivienda y depósitos y fábricas, todo eso habrá quedado testimoniando la obra de los campesinos, su sorprendente salto progresivo, su capacidad de organización y de esfuerzo.

Tuvimos a un sólo enemigo tenaz de las colectividades agrarias: los rusos y sus agentes del Partido comunista español. Llegaron, incluso a crear organizaciones de campesinos disidentes para deshacer en Levante la obra de las colectividades, dándoles todo el apoyo del Ministerio de agricultura. Fracasaron rotundamente, porque los campesinos de la Unión General de Trabajadores y los de la Confederación Nacional del Trabajo tenían los mismos intereses y las mismas aspiraciones; su alianza hizo frustrar los planes comunistas. Se calumnió sin tasa ni medida, arguyendo que se había empleado la violencia para obligar a los pequeños campesinos a organizarse en las colectividades. Oficial y oficiosamente hemos intervenido en casos de denuncias de esa especie y hemos visto de cerca la verdad y hemos tenido que defender a los campesinos contra los calumniadores de su obra. No obstante se dió orden de facilitar la salida de las colectividades, con su parte de tierras y de implementos, agrícolas, semillas y ganados, a quienes así, lo deseasen. Nadie ha salido, muy al contrario. Y como fruto del esfuerzo de disgregación del campesinado, este dato: la colectividad campesina de Hospitalet de Llobregat, con unas 1.500 cabezas de familia, propuso la separación de los descontentos, con las tierras y los instrumentos de trabajo, puesto que las colectividades no podían constituirse más que con voluntarios. De 1.500 se separaron cinco, y esos cinco no habían sido campesinos, sino jornaleros del campo; los antiguos dueños de tierras no quisieron separarse de la colectividad. Y los cinco que se separaron hubieron de asociarse a su vez para trabajar en común la tierra que se les había proporcionado (1).

(1) Agustín Souchy ha escrito algunas obras resumiendo sus visitas a las colectividades agrarias: Colectivizaciones. La obra colectiva de la revolución española, Barcelona, 1937;  Entre los campesinos de Aragón, el comunismo libertario en las comarcas liberadas, Valencia, 1937.

El colectivismo agrario, a cuya historia en la teoría y en los hechos dedicó Joaquín Costa un gran volumen, se evidenció consubstancial con el espíritu popular español. Las colectividades aragonesas, que abarcaban la casi totalidad de la población campesina del Aragón Libertado, aplastadas a sangre y fuego por las divisiones comunistas en una provocación irritante, pero a la cual, sin embargo, no se ha replicado en el tono merecido, se rehicieron de inmediato, demostrando que la auténtica voluntad del campesinado era eso. En Aragón, todas las colectividades se habían, formado por afiliados y simpatizantes de la C. N. T. y, como en ellas era imposible intervenir como partido político, y como un día la organización económica había de absorber y liquidar la existencia misma de los partidos, e incluso liquidaría también la diferencia entre la C. N. T. y la U. G. T. para dar vida a un sólo partido y a una  sola organización: España dueña de sus destinos y de su voluntad, el odio de los aspirantes a dictaduras partidarias contra la creación del pueblo español que las excluía para siempre, se manifestaba con una virulencia terriblemente dañina.

Sosteníamos desde muchos años antes del movimiento de julio que una revolución, para ser provechosa y asentar sólidamente en el terreno de las realizaciones positivas, debe acercar la ciudad al campo, el obrero industrial al campesino. Considerábamos después del 19 de julio que no debían escatimarse esfuerzo ni sacrificios para resolver en una unidad armónica ese largo divorcio histórico.

En muy pocos momentos, y para encontrar algún vestigio hay que remontar muchos siglos de historia, han tenido los campesinos una posición dominante en la dirección de la vida económica, política y social de los pueblos. Generalmente los trabajadores de la tierra — como siervos, como gleba, como medieros, como rabasaires, como esclavos propiamente dichos — han constituido una subclase una casta de parias con múltiples deberes, con muy escasos derechos.

Se puede interpretar la historia de muchas maneras, y hay en boga interpretaciones para todos los gustos. Una de ellas podría ser la que nos explicase el pasado en función de la esclavitud campesina y de los esfuerzos espasmódicos realizados para sacudir el pesado yugo.

El campesino fue, y lo sigue siendo en gran parte, una bestia de trabajo desde el punto de vista económico, un contribuyente sumiso para el erario del Estado, un proveedor de carne de cañón para los ejércitos de los reyes y de los capitalistas. ¿Es que ha de seguir siendo eso? ¿Es que el 19 de julio no había de significar la superación del divorcio tradicional entre la ciudad y el campo, entre la industria y la agricultura?

Por solidaridad humana, por justicia, por la comprensión de la trascendencia de esta cuestión, los anarquistas estábamos en la obligación de hacer todo lo que nuestras fuerzas consintiesen para que la ciudad y el campo se hermanasen en una sola aspiración de libertad y de trabajo, fecundo y digno. Sabíamos muy bien que sin llegar a ese resultado no habría revolución justiciera posible y que el barómetro del progreso social estaba en la adhesión y en la simpatía con que los campesinos se situasen ante las nuevas realidades y ante las nuevas ideas.

Podemos conquistar ministerios, tener puestos públicos de relieve, contar con el cien por cien de los obreros industriales. Si nos olvidamos de la conquista de la voluntad y del corazón del campesino, todo ello resultará inútil, y el progreso económico, social y político será solamente una fachada, una ilusión, un engaño.

A los campesinos, se les ha tenido sistemáticamente olvidados en su terruño. Ni siquiera el socialismo moderno ha irradiado, hacia ellos algo de luz, a excepción de la España meridional, como la irradió en los focos de la gran industria. Los balbuceos de definiciones e interpretaciones del problema del campo en las doctrinas socialistas, son inseguros. No vale la pena mencionar el comportamiento del régimen capitalista y del Estado capitalista, monárquico o republicano. Y cuando no se ha olvidado a los campesinos, se ha pensado en ellos para explotar su ignorancia y su buena fe, para exprimirles más y mejor en beneficio de las castas dirigentes. Se ha pensado en los campesinos para envenenarles desde la cuna a la tumba con el opio de la religión y de la vida ultraterrena; se ha pensado en ellos como manantial dócil de impuestos y tributos, de diezmos y primicias; se ha pensado en ellos para quitarles los hijos mozos y llevárselos a servir al rey o a otras abstraciones estatales; se ha pensado en ellos para arrancarles, a bajo precio, el fruto de su trabajo sin límites ni condiciones.

Eso es lo que ha visto el campesino de toda la civilización, de todo el progreso, de toda la cultura que nos enorgullece: el cura que le embrutecía y le engañaba; el recaudador de contribuciones que le llevaba todos los ahorros; la guardia civil que le aterrorizaba. Y todavía hay quien se queja de que el campesino sea desconfiado y de que haya heredado esa desconfianza ante todo lo que llega de las ciudades. ¡Aun cuando de las ciudades les llegue la libertad y la justicia, los que se han visto tantas veces traicionados y engañados tienen razón para mirar con recelo a la justicia y a la libertad mismas! No son ellos los culpables de ese recelo, de ese instinto heredado de desconfianza. La culpa es de los que hemos huído del campo para disfrutar en las grandes urbes de los placeres banales o de los goces superiores de la cultura, o para elevar el propio nivel de vida; la culpa es de los que, pudiendo y debiendo hacerlo, no hemos hecho entre los obreros de la tierra, la obra de propaganda y de persuación que se hizo entre los obreros de la industria; la culpa es de todos los que hemos tolerado la expoliación permanente de los campesinos en nombre de Dios, del Rey, de la República, sin habernos interpuesto, como lo hacíamos cuando se trataba de la explotación y de la represión contra los obreros industriales.

Teníamos que cosechar los frutos del olvido en que hemos dejado al campesino. Es decir, no habiendo sembrado cuando era la hora propicia, no podíamos tener la esperanza de ricas cosechas. La revolución tendría que sufrir las consecuencias del dualismo que hemos señalado.

Múltiples pueden ser las causas del fracaso o del éxito de una revolución. Una de las más importantes es la política agraria que realice. Si no se obra de modo que los campesinos presten su adhesión activa, entusiasta, a la nueva situación, la revolución se pierde irremediablemente. Y para que presten su adhesión no se ha de olvidar en ningún momento que hay desnivel entre la preparación del obrero de la industria y la del campesino; que las mismas palabras tienen distinto significado o son interpretadas diversamente en la ciudad y en el campo, que los hechos que de un lado son favorables pueden ser nocivos en el otro.

En general, frente al campesino receloso y desconfiado, por que tiene sus justos motivos, hay que emplear un instrumento de propaganda que no falla nunca en su eficacia, aunque sea aparentemente más lento: el ejemplo, la persuación por la práctica de cada día. Por los caminos de la violencia perderemos siempre la partida, aun logrando el aplastamiento de toda resistencia ostensible de los campesinos.

Sin la simpatía y el apoyo activo de la población agraria, toda revolución económica, política y social se estrellará en la impotencia. ¡Aunque se crea más fuerte con sus cuerpos armados, aunque se envalentone por la facilidad relativa con que puede suprimir cualquier foco de descontento! La historia de todos los tiempos y de todas las revoluciones nos enseña que, en el camino del progreso, no se llega efectivamente más que hasta allí donde los campesinos son capaces de llegar por propia voluntad.

De una manera casi espontánea, por todas partes, sin esperar consignas, acuerdos, recomendaciones, hemos visto surgir colectividades agrarias compuestas, en su gran mayoría, por hombres del campo a quienes habían llegado de algún modo las ideas revolucionarias o que conservaban latentes en la memoria y en la tradición antiguos recuerdos de prácticas de trabajo común. Fueron tomadas las tierras de los propietarios facciosos, se puso en cultivo toda el área cultivable yerma, pero en lugar de repartir todo eso más o menos equitativamente, esas tierras fueron puestas en común con los respectivos implementos de trabajo, máquinas y ganados. Era el verdadero comienzo de la revolución en la agricultura. Se produjeron casos aislados de disgusto; conatos de coacción. No lo hemos comprobado de cerca, muy al contrario, pero no tenemos ningún inconveniente en darlos por acontecidos. Eran incidentes inevitables la mayor parte de las veces. Se han dado siempre, y siempre se darán en los primeros pasos de una gran transformación social.

Los campesinos, de quienes menos esperábamos, fueron mucho más allá de todas las previsiones. Hay que destacar que de todas las regiones de la España llamada republicana. Cataluña fue la que vió en menor escala esa agrupación de campesinos, con ser muchas y muy importantes y bien administradas las colectividades agrarias en su territorio. ¿Que temor podíamos tener al porvenir, a la contrarrevolución republicana o comunista, cuando el campesino, de formación socialista o de formación libertaria, se había constituído en fuerza irrompible en el camino de la verdadera revolución?

Las colectividades querían demostrar una cosa; que el trabajo en comunidad era más descansado y que, cuando las circunstancias permitiesen aplicar el maquinismo en gran escala a la agricultura y poner en práctica los resultados adquiridos por la ciencia moderna  con su selección de semillas, con sus abonos adecuados, con los riegos correspondientes, no solamente las tareas del campo, hechas en común, serían más sanas y holgadas, sino infinitamente más renditivas y provechosas (1).

(1) Uno de los grandes talleres metalúrgicos de Barcelona, montado por el esfuerzo del Sindicato Unico de la metalurgia, dedicado a la fabricación de fusiles ametralladoras y de bombas de aviación y de obuses de todos los calibres, había preparado ya los planos y buena parte de las matrices para iniciar al día siguiente de la terminación de la guerra la fabricación de tractores para la agricultura. Y de estas iniciativas, las había a millares en todas las industrias para lograr, después de la guerra, en pocos años, un resurgimiento económico e industrial de España capaz de situarla entre las grandes potencias europeas. La pérdida de la guerra ha frustrado todas esas esperanzas. Franco ha ganado la Partida, pero ha perdido al pueblo español y ha quebrado su magnífico despertar. 

Necesitábamos un instrumento para predicar con el ejemplo en el campo: ese instrumento lo formaron espontáneamente las colectividades agrarias. Hacía muchos años que habíamos llegado a una conclusión parecida. Preocupados por este problema, comprendiendo perfectamente la psicología del obrero de la tierra, constatando la ineficacia de la mera propaganda doctrinaria, proponíamos la instauración o el establecimiento de focos de trabajo agrícola comunitarios, aún a costa de comprar la tierra, aún dentro de la economía capitalista. De esta manera, con el ejemplo, tal era nuestra posición, llegaríamos a conquistar la población campesina, convirtiéndonos simultáneamente en factores progreso, de bienestar y de cultura. El instrumento propiciado lo teníamos allí, fecundo y promisor. No había porque acelerar el paso más de lo debido. Las colectividades harían de la subclase de los campesinos en pocos años, el puntal más firme y más sugestivo de la nueva edificación económica y social.

¡Había que ver esas colectividades en Cataluña, en el Aragón libertado, en Levante, en la parte de Castilla emancipada del fascismo! Se encontraban en ellas hombres entusiastas, llenos de fe, que no aspiraban a ocupar altos cargos públicos, que no intrigaban para vivir a costa del Estado; que se preocupaban de la siembra y de la cosecha; que lo esperaban todo de su trabajo y de su dedicación; que amaban la tierra como se ama a la madre o a la novia. En contacto con esos precursores de la nueva era, se olvidaban muchas miserias, se refrescaba el ánimo abatido y se abordaba con más confianza y más seguridad el trabajo para el porvenir.

Para dar una idea de la amplitud de ese movimiento de colectivización en la tierra, daremos algunos datos del congreso colectividades campesinas de Aragón, celebrado en Caspe a mediados de febrero de 1937. He aquí el resumen de la lista de organizaciones comarcales representadas:

Comarcal de Alcañiz (colectividades de seis pueblos, Alcañiz, Castelserau, Belmonte, La Cordoñera, Torrecilla de Alcañiz, Valdeagorda) con 596 afiliados.

Comarcal de Alcoriza: 13 colectividades, algunas como las de Andorra y Cañizar del Olivar con 3.200 campesinos cada una, la de Alcoriza con mil. En total 10.000 afiliados.

Comarcal de Albalate de Cinca: 16 colectividades, la mayor de ellas, la de Ontiñena, con 800, la menor, la de Almidafa, con 30 afiliados. Total 4.068 miembros.

Comarcal de Angües: 36 colectividades con 6.201 afiliados; la mayor era la de Casdás, con 406 miembros, la menor la de Sietamo, con 45.

Comarcal de Caspe: 5 colectividades, la más nutrida la de Maella con 757 miembros. En total 2.197 afiliados.

Comarcal de Ejulve: 8 colectividades, la mayor la de Villarluengo con 1.300 miembros, otra en Ejulve con 1.200; la menor en Mezquita de Jarque, con 27 afiliados. Total 3.807 miembros.

Comarcal de Escucha: 6 colectividades, la mayor en Utrilla, con 400 afiliados.

Comarcal de Grañen: I2 colectividades (no constan las cifras de los miembros).

Comarcal de Lecera: 9 colectividades con 2.045 afiliados; la mayor, Lecera con 650 miembros, la menor, Moneva con 77.

Comarcal de Monzón 35 colectividades, algunas, como la de Binefar, con 3.400 miembros, la de Binacet con 1.800.

Comarcal de Sastago: 4 colectividades, con un total de 478 afiliados.

Comarcal de Puebla de Hijar: 9 colectividades con un total de 7.146 afiliados.

Comarcal de Pina de Ebro: 6 colectividades con 2.924 afiliados.

Comarcal de Torrente: 3 colectividades.

Comarcal de Valderrobres: 18 colectividades con 11.449 afiliados; algunas de ellas muy importantes, como la de Fresneda, con 2.000 miembros, la de Calaceite con 1.740, la de Valderrobres, con 1.600, la de Mazaleón, con 1.560.

Comarcal de Mas de las Matas: 14 colectividades, con 7.930 afiliados; tres de ellas, con más de mil afiliados cada una.

Comarcal de Muniesa: 11 colectividades con 2.254 afiliados.

Comarcal de Mora de Rubielos: 21 colectividades con 3.782 afiliados.

Comarcal de Ainsa: número de afiliados faltan.

Comarcal de Alfambra: 6 colectividades con 502 afiliados.

Comarcal de Benabarre: 6 colectividades con 470 afiliados.

Comarcal de Barbastro: 31 colectividades con 7.983 afiliados; la más nutrida la de Peralta de Alcolea, con mil miembros.

Comarcal de Pancrudo: 4 colectividades con 2I5 afiliados.

Estuvieron representadas en el congreso de Caspe 275 colectividades agrarias, correspondientes a 23 comarcas de Aragón,  con un total de 141.430 afiliados. Pero hay que hacer notar que se trata, por lo general, sólo de cabezas de familia. Más de un 70 por ciento de la población campesina de Aragón se había asociado en las colectividades agrarias. El congreso de Caspe, tenía por objeto constituir una federación. regional de colectividades y marcar algunas líneas generales de conducta y fijar sus aspiraciones. La federación debía, según los acuerdos adoptados, "coordinar la potencialidad económica de la  región y dar cauce solidario a las colectividades en las normas autonómicas y federativas que nos orientan". Las colectividades debían realizar una estadística veraz de la producción y del consumo, remitirlas al comité comarcal respectivo, el cual la transmitiría al Comité regional, constituyendo esa estadística la "única forma de establecer la verdadera y humana solidaridad".

He aquí de qué manera proyectaban los campesinos de Aragón orientar sus esfuerzos:

"1º Procede ir con toda urgencia a la creación de campos experimentales en todas las colectividades de Aragón para, con ellos, poder efectuar los estudios que se crean necesarios para intentar nuevos cultivos y obtener así mejores rendimientos e intensificar la agricultura en toda la región. Al propio tiempo debe destinarse una parcela, aunque sea pequeña, para el estudio de los árboles que más pueden producir y mejor se aclimaten al suelo de cada localidad.

"2º Debe irse igualmente a la creación de campos de producción de semillas; para ello puede dividirse Aragón en tres grandes zonas y en cada una de ellas instalar grandes campos para producir las semillas que son necesarias en cada zona, y al propio tiempo, producir para otras colectividades, aunque no pertenezcan a la misma zona. Tomemos, por ejemplo, el cultivo de la patata: debe producirse la semilla de esta planta en la zona de más altitud de Aragón, para luego ser explotada por las colectividades de las otras zonas, ya que esta planta, en la parte alta no es atacada por las enfermedades que le son características si la producimos y cultivamos siempre en la parte de poca altura, o sea en terreno Húmedo y cálido.

"Esas tres zonas procederán al intercambio de las semillas que las necesidades aconsejen en cada caso, según los resultados de los estudios que se realicen en los campos experimentales, pues estos deben estar en armonía unos con otros e intervenidos al propio tiempo por técnicos agrónomos para estudiar y hacer todas las pruebas que se crean de provecho y necesidad. . . "

Como misión de la federación de colectividades, fundada en el mencionado congreso, se señalan puntos como los siguientes:

Propagar intensamente las ventajas del colectivismo, basándolo en el apoyo mutuo.

Controlar las granjas de experimentación que puedan crearse en aquellas localidades donde las condiciones del terreno sean favorables para la obtención de toda clase de semillas.

Atender a los jóvenes que tengan disposiciones para la preparación técnica mediante la creación de escuelas técnicas que se cuiden de esa especialidad.

Organizar un equipo de técnicos que estudie en Aragón la forma de conseguir mayor rendimiento en las diversas labores del campo.

Procurar a las colectividades todos los elementos de expansión que, a la vez que de distracción, sirvan para elevar la cultura de los individuos en el sentido general.

Organizar conferencias para perfeccionar y amoldar a la nueva situación la mentalidad del campesino.

Fomentar por todos los medios la arboricultura.

Construcción en cada colectividad de granjas pecuarias para estudiar y seleccionar las diversas razas y variedades del ganado existentes y conservar las que hayan mostrado mayor rendimiento.

Construir, donde las posibilidades lo permitan, grandes granjas modelos, con todos los adelantos de la ciencia moderna, para lograr mejores rendimientos y hacer partícipes a todas las Colectividades de los resultados obtenidos.

Las explotaciones agropecuarias deben ser dirigidas por elementos técnicos a fin de que sean aprovechadas las adquisiciones de la ciencia.

La misma preocupación, el mismo anhelo, la misma comprensión de las necesidades se observan en los acuerdos de todos los congresos campesinos, comarcales, regionales y nacionales, realizados durante los años de la revolución y de la guerra.

Véase qué línea de conducta se fijaba en aquel congreso de Caspe para con los reacios o los adversarios que se apartaban de las colectividades:

1º Al apartarse por propia voluntad los pequeños propietarios de las colectividades, por considerarse capacitados para realizar sin ayuda de los demás su trabajo, perderán el derecho a percibir nada de los beneficios que obtengan las colectividades. No obstante esto, su conducta será respetada siempre que no perjudique los intereses colectivos.

2º Las fincas rústicas y urbanas, y demás bienes de los elementos facciosos que hayan sido incautadas, serán usufructuados por las organizaciones obreras que existían en el momento de la incautación, siempre que esas organizaciones acepten las colectividades.

3º Todas las tierras de un propietario que eran trabajadas por arrendatarios o medieros, pasarán a manos de las colectividades.

4º Ningún propietario podrá trabajar más fincas que aquéllas que le permitan sus fuerzas físicas, prohibiéndoles en absoluto el empleo de asalariados.

Las federaciones campesinas regionales, de Aragón, Cataluña, Levante, Centro, Andalucía, formaron una Federación Nacional Campesina, que coordinaba, en el orden nacional, todas las iniciativas, conocimientos, informes e intereses de todos los campesinos afiliados, más de un millón y medio al perderse la guerra, en los primeros meses de 1939.

Las colectividades de Aragón fueron arrasadas por las tropas comunistas con una odiosidad repulsiva. Pero su arraigo había sido tal en tan poco tiempo de existencia, que hubo forzosamente que consentir luego que revivieran exactamente en la misma forma y con las mismas aspiraciones que antes. Y cuando España quiera abordar decididamente la solución de su problema agrario, tendrá que volver a la línea marcada por los campesinos mismos desde julio de 1936 a comienzos de 1939.

El socialismo internacional, nacido al calor de la concentración de la industria, no ha comprendido el alma del campesino. El obrero industrial no siente cariño ni a su herramienta ni a su fábrica. Cambia de fábrica y de oficio sin dolor ni pena. No se siente unido íntimamente en su obra. La mayoría de las veces ni siquiera advierte la finalidad de su trabajo, aunque ese sentimiento no era ya el que primaba en las fábricas colectivizadas, en las empresas fundadas por nuestros sindicatos, donde se advertía el sentido de la propiedad colectiva. El campesino ama la tierra que cultiva; y porque la ama, la quiere suya. La suprema ilusión del campesino que trabaja tierras ajenas, como arrendatario, rabasaire, mediero, etc., es la posesión de esas tierras, no por especulación capitalista, no por el ansia de enriquecerse, sino porque esas tierras forman parte de su personalidad y las quiere como a sí mismo, como a su mujer y a sus hijos.

Es deseable que el concepto de la propiedad varíe sustancialmente, porque la propiedad privada de la tierra es un obstáculo al progreso y a la justicia y no beneficia, como tal, ni a los propietarios mismos que las trabajan a costa de sacrificios inmensos. Esa transformación no puede ser obra de veinticuatro. horas; requiere su período de gestación y de plasmación. El proceso no podía menos de ser acelerado con el ejemplo viviente de las colectividades agrarias. Sería un error atravesar arbitrariamente esa etapa de transformación de los conceptos de la propiedad, a fuerza de decretos o a fuerza de terror.

No tiene la culpa el campesino, olvidado en su terruño, de la fuerza que en él poseen los sentimientos de propiedad de la tierra que cultiva. Además de ser algo natural, es también fruto de una herencia que no hemos hecho nada por combatir a la luz de la cultura.

Personalmente opinábamos que, con las colectividades agrarias, habíamos llegado al buen camino para actuar en el campo. Por eso no nos impacientábamos, pues cuando se está en el buen camino y se trabaja con fe se llega seguramente a la meta.

Nuestras colectividades no eran lo que habían sido los viejos conventos medioevales de las órdenes religiosas. No se aislaban, sino que entrelazaban su existencia, sus intereses, sus aspiraciones, con los de la masa campesina entera, al mismo tiempo que con la industria de las ciudades. Eran el vehículo por el cual se unirían eficazmente la ciudad y el campo.

Aunque partidarios del trabajo colectivo de la tierra, sin violencia alguna para forzar la inclinación de los reacios o de los incomprensivos, no hemos de olvidar una cosa: la experiencia de todos los países, en particular de los más intensamente agrícolas, demuestra que la productividad de la tierra cultivada familiarmente no es inferior a la de la que se trabaja en colectividad. Desde el punto de vista del rendimiento, la existencia del cultivo familiar, tan arraigado en los campesinos, es perfectamente tolerable. Lo que importa aquí más es la especialización. No es recomendable que un campesino o que una colectividad agraria, se dediquen a toda suerte de cultivos. Deben especializarse en determinada producción y llegar en la rama elegida, al mayor perfeccionamiento.

La desventaja mayor del trabajo familiar, que absorbe a todos los miembros de la familia, al padre, a la madre, a los niños, a los abuelos, es el esfuerzo excesivo. El campesino en esas condiciones, no tiene otra preocupación que la tierra, el cuidado de la siembra, el crecimiento de los frutos, la cosecha, etc. No hay horarios, no hay límite al desgaste físico. Proporcionalmente puede obtener de su tierra, al menos en los primeros tiempos, más provecho incluso que el que correspondería al cultivador de las colectividades. Pero es que el campesino no debe llevar hasta el extremo su sacrificio y el de sus hijos. Es preciso que le quede tiempo, reserva de energía para instruirse, para que se instruyan los suyos, para que la luz de la civilización pueda irradiar también en sus hogares.

El trabajo de las colectividades es más aliviado y permite a sus miembros leer periódicos, revistas y libros, cultivar también su espíritu y abrirlo a los vientos de todas las innovaciones progresivas.

Por ese derecho y ese deber de reposar, de no gastarse enteramente encorvados sobre la tierra de sol a sol, y más todavía, el régimen de trabajo colectivo es superior y debe ser estimulado, sobre todo después de la grandiosa experiencia española. Pero mientras los campesinos no lo entiendan así voluntariamente, mientras no se dejen convencer por el ejemplo, el cultivo familiar, la pequeña explotación agrícola que no requiere fuerzas extrañas de trabajo, debe persistir y ser respetada.

Pero la revolución, si es verdadera, no es nunca unilateral. Es un proceso totalitario que lo abarca todo y que lo conmueve todo.

Inspirados por la tradición de renovación espiritual y educacional que tenía un pasado tan brillante en la obra de Francisco Ferrer y de sus continuadores directos e indirectos, se formó, en los primeros días del movimiento, por decreto del 27 de julio de 1936, el Consejo de la Escuela Nueva Unificada (C. E. N. U.), en donde colaboraron también todas las tendencias políticas y sociales que coincidían en la apreciación de los problemas de la escuela y del niño.

El esfuerzo del C. E. N. U. ha dado frutos preciosos, realizando en pocos meses una obra que no había podido realizar la república en cinco años completos de existencia.

Los niños que concurrían a las escuelas oficiales de Barcelona antes del 19 de julio, eran 34.000; a los cinco meses del movimiento revolucionario asistían a las escuelas 54.758. La creación de escuelas ha continuado en una progresión jamás igualada. La población escolar de Cataluña casi se ha triplicado, sin contar los perfeccionamientos del material y de la orientación pedagógica.

En medio de esa fiebre de creación en el terreno militar, en el económico, en el cultural, no eran todas satisfacciones y alegrías, sino que también abundaban los sinsabores y las amarguras. La política de partido y de organización fue escindiendo poco a poco al pueblo de Cataluña y transformándolo en facciones enemigas.

Nosotros queríamos unificarlo todo en la guerra y hacer del triunfo la base de toda construcción futura, sin que eso implicase ninguna detención arbitraria, pues, por ejemplo, la reorganización de la dirección económica y su estructuración para obtener el máximo rendimiento de ella, era también condición para la victoria. Todos los apetitos y concupiscencias salieron a flote. Apareció una empleomanía morbosa. Hemos regenteado un departamento del gobierno de la Generalidad, con 250 funcionarios; de esa cifra, honestamente, sobraba la mitad. Nuestros sucesores, que seguramente no tuvieron ninguna preocupación de carácter constructivo, y que no pugnaron por llevar a la práctica ninguna iniciativa nueva, elevaron la cantidad de funcionarios a más de 900. Las líneas de fuego quedaban demasiado lejos, gracias a nuestra premura en contener cualquier embate faccioso, y el tronar de los cañones y el dolor y las penurias de las trincheras no perturbaba las digestiones de la retaguardia feliz. Se hizo política desde todos los sectores, y el divorcio entre las necesidades del frente y las apetencias de la retaguardia fue cada día más palpable y la distancia cada vez mayor. Cuando la política y el ejemplo corruptor y desmoralizador del gobierno central hizo su aparición en Cataluña, los defectos que nosotros señalábamos en los primeros tiempos en la retaguardia, se multiplicaron y se intensificaron de una manera espeluznante.


 

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