TIENE el mes de Julio en la historia política moderna de
España un puesto de honor. En la noche del 6 al 7 de Julio de 1822 intentó
Fernando VII un golpe de mano sangriento contra la Constitución que había
aceptado y contra la milicia popular a la que debía la recuperación del trono.
No tuvo entonces éxito debido al comportamiento heroico de los milicianos que
batieron a la Guardia real; pero al año siguiente pudo ejecutar su programa
enlutando y martirizando a España hasta su muerte.
Fue en Julio de 1854 cuando el pueblo de Madrid vivió
las jornadas imborrables de su lucha contra la dictadura del general Fernández
de Córdoba, episodios que nada desmerecen de otros que también pasarán a la
inmortalidad, las escenas del asalto al cuartel de la Montaña, en Julio de
1936.
A mediados de Julio de 1856 tuvo lugar el golpe de Estado
de O'Donnell, traidor desde antes de la cuna, nuevo Narváez por su ferocidad,
que impuso al país de varios años de terror y de absolutismo bajo el amparo de
Isabel II, logrando el desarme de la milicia, armada dos años antes para que
defendiera la libertad de España.
En Julio de 1909 se rebeló el pueblo de Barcelona contra
el matadero de Marruecos, luchas heroicas y sangrientas que terminaron con la
victoria de la reacción, pero que dejaron hondas huellas en el recuerdo de la
gran ciudad industrial y prepararon las jornadas de 1936.
La sublevación militar que se venía fraguando en los
cuarteles, en la solidaridad más perfecta con el poder eclesiástico, tan
importante en España, y con las fuerzas dirigentes del capitalismo industrial y
de las finanzas, aparte de los apoyos buscados más allá de las fronteras, se
hizo de día en día más eminente y más incontenible. Hasta los más
indiferentes en materia política comentaban en público los preparativos que se
llevaban a cabo en las filas del ejército, de ese ejército que había
originado tantos desastres y que se había convertido en un instrumento de
opresión de todas las libertades.
Se dá como hecho probado que los generales complotados y
figuras representativas de la restauración monárquica y del espíritu de la
reacción, habían negociado de antemano con Italia y Alemania a fin de
conseguir apoyos materiales y diplomáticos. Se mencionan alijos de armas que
tienen ese origen y que llegaron con bastante anticipación para los primeros
choques. Nos atenemos a lo que han divulgado escritores favorables y adversarios
al movimiento militar. Se han dado a la publicidad los acuerdos convenidos, por
ejemplo, con Mussolini. Y los documentos encontrados por nosotros y publicados
bajo el título de El nazismo al desnudo, revelan el hábil espionaje
hitleriano. La red italiana y sus ambiciones relativas a nuestro país no eran
menos peligrosas
(1) .
(1)
C. Berneri: Mussolini
a la conquista de las Baleares (1937).
Los generales que se levantaron contra España en
maridaje indisoluble con los obispos no hicieron más que seguir la tradición
de todos los que, a través del siglo XIX, merodeaban en torno a los gobiernos
de Francia e Inglaterra, implorando su ayuda militar y financiera para
restablecer el absolutismo en España
(2)
.
(2)
Detalles sobre esos
antecedentes de la conspiración militar, pueden encontrarse en Robert
Brasillach y Maurice Bardéche, Histoire de la guerre d'Espagne. (París, Plon). —
Duchess of Atholl: Searchlight on Spain (Harmondsworth, Penguin). —
Genevieve Tabouis: Blackmail or War (id. id.). J. Toryho: La independencia nacional,
Barcelona, 1938.
Y no debe olvidarse tampoco que la primera República,
para aplastar la comuna de Cartagena en 1873, tuvo la ayuda de la escuadra
inglesa y de la alemana. En el hecho del levantamiento militar contra el régimen
republicano no tendríamos nada que objetar si no concurriesen factores de una
inmoralidad que asquean. No negamos a nadie el derecho a la rebelión contra lo
que se juzga inapropiado para asegurar una convivencia más justiciera y más
digna. Nosotros mismos nos hemos rebelado contra la República en varias
ocasiones, y desde antes de su proclamación habíamos manifestado nuestra
entera independencia, sabiendo por anticipado que no sabría ni podría dar
solución a los eternos problemas del país. Pero los militares no estaban, sin
embargo, en nuestro caso. Nosotros no habíamos jurado ni empeñado nuestra
palabra de honor, ni adquirido ningún compromiso de fidelidad al régimen
republicano. Los militares, que se rebelaron habían jurado esa fidelidad,
estaban en cargos de la máxima responsabilidad a sueldo de la República. La
conspiración tenía su primer peldaño en la traición a los propios
compromisos; y tenía su segundo peldaño en la admisión de tropas de potencias
extranjeras. Para obtener esa ayuda extranjera tenían que vender la
independencia del país o comprometer territorios o enajenar las riquezas
minerales y demás. Su triunfo del momento no podía lograrse más que a cambio
de esclavizar y de empobrecer a las generaciones españolas del porvenir. No
puede siquiera establecerse un paralelo entre las brigadas internacionales que
lucharon del lado de la República con las tropas organizadas, equipadas y
armadas por potencias extranjeras; aquéllas se componían de voluntarios que se
sentían en buena parte solidarios con la lucha de los combatientes de un lado
de las trincheras; las otras eran agentes de penetración de países con
intereses especiales y en pugna con los intereses de España.
En la tradición española, la palabra de honor empeñada
es inviolable. Los militares sublevados han faltado a esa palabra, y por ese
solo hecho no lograrán borrar, a pesar de su victoria, el calificativo que se
aplica a todos los que rompen arteramente los compromisos contraídos libre y
espontáneamente. Hubo excepciones, una pequeña cantidad de hombres de la
monarquía que se negaron a reconocer la República y se manifestaron siempre
sus adversarios. Para ellos, en resistencia pasiva o en rebelión, todo nuestro
respeto de enemigos.
Mucho puede obtener el triunfo, pero lo que no podrá
obtener es la subversión de valores morales fundamentales de nuestra historia,
de nuestro temperamento y de nuestra educación de españoles.
Volvamos al pronunciamiento de Julio.
Nosotros, sabedores de lo que nos amenazaba, éramos los
más vivamente afectados y los que más interés teníamos en oponernos al golpe
militar en preparación. Esta vez no era una militarada como la de Primo de
Rivera, ante la cual se podía uno cruzar filosóficamente de brazos, en espera
del fin natural de esas aventuras. Teníamos por delante la experiencia viva de
otros países y el recuerdo de heridas abiertas en el corazón del mundo progresivo por la era en boga de los
dictadores.
Unos días antes del 19 de julio de 1936, cuando habría
sido ya torpeza imperdonable o suicidio la duda sobre la inminencia de la
sublevación, precipitada por la muerte de Calvo Sotelo, el Gobierno de la
Generalidad de Cataluña — sintiéndose en absoluto impotente para afrontar
los acontecimientos próximos, y no existiendo en la región autónoma ninguna
fuerza organizada capaz de oponerse a la rebelión militar fuera de la que
representábamos nosotros, — optó por la única solución honrosa que le
quedaba: la de plantearnos con toda su crudeza la verdad de la situación, que
conocíamos, y sus posibles alcances.
Habíamos sido hasta allí la víctima propiciatoria del
espíritu inquisitorial que se ha transmitido en la política gubernamental,
central y regional, desde hace siglos. Hacía pocos meses que había caído en
las calles de Barcelona uno de los últimos verdugos del proletariado catalán,
Miguel Badía, digno sucesor del general Arlegui o del barón de Meer, y su
muerte se atribuía a camaradas nuestros. Las prisiones de Cataluña estaban
otra vez repletas de obreros revolucionarios, a pesar de la amnistía que habíamos
logrado a consecuencia de las elecciones del 16 de febrero.
Ante la amenaza, esta vez común, olvidamos todos los
agravios y dejamos en suspenso todas las cuentas pendientes, sosteniendo el
criterio de que era imprescindible, o por lo menos aconsejable, una colaboración
estrecha de todas las fuerzas liberales, progresivas y proletarias que
estuviesen dispuestas a enfrentar al enemigo. Para la lucha efectiva de la
calle, para empuñar las armas y vencer o morir, claro está, era nuestro,
movimiento el que entraba en consideración casi solo. Se constituyó un Comité
de enlace con el Gobierno de la Generalidad, del que formamos parte con otros
amigos bien conocidos por su espíritu de lucha y su heroismo.
Además de propiciar la colaboración posible, pensábamos
que, dado nuestro estado de ánimo y dada nuestra actitud, no se nos rehusarían
algunas armas y municiones, puesto que la mejor parte de nuestras reservas y
algunos pequeños depósitos habían desaparecido después de diciembre de 1933
y en el bienio negro de la dictadura Lerroux-Gil Robles había desaparecido
mucho de lo obtenido en octubre de 1934, cuando los "escamots" abandonaron las
armas de que habían sido provistos. Con ese propósito hicimos todos los
esfuerzos imaginables.
Largas y laboriosas fueron las negociaciones y, en todo
momento, se nos respondió que se carecía
de armas.
Sabíamos que la mayoría de la población combativa era
la que respondía a nuestra organizaciones; no pedíamos veinte mil fusiles para
los hombres que esperaban en nuestros sindicatos y en lo puntos de concentración
convenidos, sino un mínimo de ayuda para comenzar la lucha. Pedíamos solamente
armas para mil hombres y nos comprometíamos a impedir con ellas que saliese de
los cuarteles la guarnición de Barcelona, y a forzar su rendición. Nada. Pero
con armas o sin ellas nuestra gente estaba dispuesta a combatir y a dar el
pecho.
La acción directa logró
lo que no hemos logrado nosotros en las negociaciones con la Generalidad.
El 17 de julio por la noche, tuvo lugar el asalto organizado por Juan Yague a
las armerías de los barcos surtos en el puerto de Barcelona, y el 18 el desarme
de los serenos y vigilantes de la ciudad. Así pasaron algunas pistolas y revólveres,
con escasísima munición a nuestro poder.
La iniciativa de Juan Yague merece ser recordada. Se
trata de un hombre del pueblo, pasta de héroe, todo abnegación y espíritu de
sacrificio. Su campo de acción y de propaganda era la zona del puerto, donde
había logrado suscitar grandes simpatías y merecer la confianza de los marinos
y portuarios. Sabía que todos los barcos de ultramar llevan a bordo algunos
fusiles Mauser con una pequeña dotación para eventualidades, y cuando se enteró
del poco éxito de nuestras gestiones, resolvió tomar otro camino y al poco
rato las armas de los barcos estaban en nuestro poder, en el Sindicato del
Transporte. El Gobierno de Cataluña tenía un rescoldo de esperanza en que los
militares desistirían de sus propósitos y dio orden de recoger las armas
requisadas. Fue rodeado por las fuerzas de orden público el Sindicato del Transporte.
Para no provocar una carnicería que hubiese malogrado la
unidad de acción que creíamos indispensable, una parte de los fusiles tomados
en los barcos fue devuelta a las autoridades policiales gracias a la intervención
personal de Durruti y García Oliver, que corrieron en ese momento el mayor de
los riesgos entre la actitud de la guardia de asalto y la de los obreros del
transporte que se aferraban a los fusiles, con una pasión conmovedora. Se zanjó
la cuestión con la entrega de algunas de las armas, quedando las otras en
nuestras manos para la lucha contra la sublevación militar.
Recordamos que en las noches pasadas en vela en el
Departamento de Gobernación eran continuas las llamadas de las diferentes
Comisarías comunicándonos la detención de camaradas a quienes se pretendía
quitar la pistola e incluso procesar por portación ilícita de armas. Hemos
intervenido en centenares de casos y, aunque hemos llegado siempre a acuerdos
amigables, no por eso es menos doloroso el hecho que, en vísperas del 19 de
Julio, hayamos tenido que dedicar tantas energías a lograr que fuesen
respetadas las pocas armas que teníamos para luchar contra el fascismo.
Si esa era la actitud del Gobierno de Cataluña, que sabía
que sin nuestra intervención toda resistencia a las tropas de cinco cuarteles
era imposible, el comportamiento de los gobernadores del Frente popular en casi
toda España, aleccionados por el Gobierno de Madrid, que negaba los hechos y la
verdad de la sublevación, es de imaginar. Con días suficientes de antelación
fue el aviador Díaz Sandino a Madrid con amplia documentación probatoria de lo
que iba a acontecer y no fue escuchado. Las informaciones que tenemos, por
ejemplo, de León, Vigo y Coruña, cuyos gobernadores civiles han sido fusilados
después, nos demuestran la enorme ceguera de las gentes de la República, más
temerosas del pueblo que de los enemigos del pueblo y que, por eso, se negaron
terminantemente a entregar a los combatientes populares las armas de que se
disponía para vencer a los sublevados.
El 18 de Julio por la noche se respiraba ya el aire de la
tragedía próxima por todos los poros. Insinuamos en el local que se había
convertido en cuartel general, el Sindicato de la Construcción, a un grupo de
compañeros la conveniencia de asegurar vehículos de transporte. Una hora más
tarde circulaban ya por las Ramblas coches particulares requisados, con las
iniciales "C. N. T. - F. A. I." escritas con yeso en las partes más visibles.
El paso de esos primeros vehículos, significando que se jugaba el todo por el
todo, hizo prorrumpir al público en aclamaciones a los anarquistas.
Eran las cuatro o cinco de la madrugada del 19 de Julio
cuando se dió, en los centros oficiales, la primera noticia de la salida a la
calle de las tropas rebeldes de la guarnición de Barcelona.
La proclamación del estado de guerra por los militares
había llegado a nuestro poder. No dejaba lugar a muchas ilusiones. Lo
comprendieron así todos los partidos y organizaciones, satisfechos de constatar
que estábamos allí nosotros para sacar las castañas del fuego. El plan
trazado por los rebeldes era una especie de paseo militar para ocupar los puntos
estratégicos, los centros de comunicaciones y los edificios gubernativos.
No se podía dudar, por parte de los que hasta allí habían
abrigado algunas dudas, de la verdad de la rebelión. Parecía que hasta la
respiración había quedado interrumpida. Solo nuestra gente se agitaba
febrilmente entre las sombras y corría al encuentro de las columnas rebeldes.
No despuntaban aun los primeros rayos del sol cuando
vimos aglomerarse en torno al Palacio de Gobernación a muchedumbres del pueblo
que clamaban insistentemente por armas. Hubieron de ser calmadas a medias desde
un balcón. Vimos allí los primeros gestos de fraternización entre los
guardias de asalto y los trabajadores revolucionarios. El guardia que tenía
arma larga y pistola se desprendía de la pistola para entregarla a un
voluntario del pueblo.
Con un centenar escaso de pistolas corrimos al Sindicato
de la Construcción. En pocos segundos fueron repartidas a hombres nuestros que
alargaban las manos ansiosas y que desaparecían veloces para lanzarse con ellas
en la mano contra las tropas.
Fueron asaltadas algunas armerías, en las que no había
ya más que escopetas de caza, pero incluso estas fueron utilizadas en los
primeros momentos.
Los fusiles de los barcos, las pistolas y revólveres de
los serenos y vigilantes de Barcelona, los restos de nuestros
pequeños depósitos y el centenar de armas cortas proporcionadas por la
Generalidad, era todo lo que teníamos contra el embate de 35.000 hombres de la
guarnición. No teníamos seguridad alguna en la fidelidad de las fuerzas de
orden público, sobre todo de la guardia civil, muchos de cuyos oficiales y
tropa habían firmado la adhesión a la rebelión, adhesiones que habían
llegado en parte a las autoridades de Cataluña. El armamento era enormemente
desigual y la perspectiva de triunfo insignificante o nula. Puede ser
interesante destacar que mientras unos acudíamos con un sentimiento del deber,
pero sin optimismo ni esperanza, otros estaban plenamente convencidos de que la
victoria sería nuestra. Aún estamos viendo el gesto de rabia y de desesperación
de Francisco Ascaso en la noche del 18 de Julio, cuando se hablaba de que los
militares desistirían de salir a la calle. Por nuestra parte habríamos
preferido no tener que entablar la lucha desigual a que nos veíamos obligados,
y de la cual no podíamos esperar otro fin que el de la muerte en la lucha o el
fusilamiento subsiguiente a la derrota. Pero cualquiera que fuese el estado de
ánimo, tenemos la satisfacción de constatar que no hemos visto una sola
deserción. Los combatientes de la F. A. I. ocupaban todos su puesto. Los que no
tenían armas, iban detrás de los que las tenían, esperando que cayesen para
tomarlas a su vez. Aparecieron dos o tres fusiles ametralladoras ligeros. Detrás
de los que les manejaban se formaban colas de envidiosos que quizás deseaban
todos en su fuero interno la muerte del camarada privilegiado que podía luchar
con una arma de esa especie. Era conmovedor el espectáculo.
Las fuerzas armadas leales se vieron de tal manera
alentadas por el ejemplo de nuestros militantes que cumplieron realmente con su
obligación y lucharon de veras.
El enemigo se proponía cortar las comunicaciones de los
diversos barrios de la ciudad, enlazar sus fuerzas y aislar los diversos focos
de peligro, conforme a un plan bien meditado.
Las tropas de Pedralbes, las más nutridas, llegaron a la
Plaza de la Universidad, a la plaza de Cataluña, a las Rondas, ocupando los
edificios más sólidos, la Universidad, el Hotel Colón, el edificio de la
Telefónica. Durante el trayecto habían sido vivamente tiroteadas, pero no se
detuvieron. Al llegar por la Diagonal al Paseo de Gracia, tuvieron el choque más
violento con fuerzas de asalto. En la Plaza de la Universidad un contingente de
soldados, fingiéndose amigos, entraron en contacto con los grupos allí
estacionados y repentinamente se descubrieron y tomaron numerosos prisioneros,
entre ellos a Angel Pestaña, a Molina y a muchos otros. La lucha se volvió de
minuto en minuto más terrible. Se atacaba por todas partes y cada paso de las
columnas rebeldes era contrarrestado con rápidas maniobras de nuestra gente,
que aparecía por todas partes y no daba la cara en masa en ninguna. En uno de
esos tiroteos furiosos, los soldados que bajaban por la calle Claris dejaron en
medio de la calle varias piezas de artillería para resguardarse en los
portales. En un abrir y cerrar de ojos, algunos elementos populares se lanzaron
sobre las piezas, apuntaron a la columna que avanzaba, sin afirmar los cañones,
y dejaron la calle sembrada de anímales
muertos y de destrozos. Rendidos los soldados de los alrededores y desarmados,
con varias piezas de artillería en nuestras manos, el efecto moral no podía
tardar en manifestarse.
Salió el regimiento de caballería de Santiago y la
barriada de Gracia le obligó a replegarse y a refugiarse otra vez en sus
cuarteles. Los de Sans se encargaron de inutilizar el de Lepanto.
Se disparaba desde iglesias y conventos intensamente y
alrededor de ellas se fue estableciendo un cerco de hierro y de fuego.
El cuartel de artillería ligera de montaña tenía la
misión de llegar a Capitanía general y enlazar con las tropas de Pedralbes,
ocupando la zona portuaria, las estaciones ferroviarias y los edificios del
gobierno de Cataluña. Las tropas de los cuarteles de San Andrés no lograron
salir a muchos pasos de sus bases y fueron prontamente cercadas por gestos
indescriptibles de heroísmo anónimo.
Nuestros camaradas de la Barceloneta, con ayuda de
algunas compañías de asalto fueron los primeros en saborear las alegrías del
triunfo. A las nueve de la mañana el cuartel de su circunscripción tuvo que
rendirse, vencido en los primeros encuentros. Los fardos de pasta de papel que
había en los depósitos del puerto se transformaron instantáneamente en
barricadas seguras y móviles. Con ese pilar del plan rebelde en nuestras manos,
se derrumbó una gran esperanza de la conspiración. Pronto comenzaron a verse
combatientes populares con cascos de acero de los soldados, con fusiles Mauser y
correajes, con ametralladoras a cuestas para que se les enseñara el manejo. A
pesar de la violencia del ataque, los primeros encuentros, si no habían
aclarado la situación, dieron ánimo a los que combatían y a los que
presenciaban la lucha. En las primeras horas estábamos solos, con las fuerzas
de asalto que había distribuído hábilmente el comandante Vicente Guarner. De
nueve a diez de la mañana vimos engrosar considerablemente las filas de los
luchadores del pueblo. Oleadas de obreros de los sindicatos se unían a los
grupos de la F. A. I. que llevaban la iniciativa en toda la ciudad.
Quedaba el enigma de la posición que adoptaría la
guardia civil. El general Aranguren se había establecido en el Palacio de
Gobernación con el jefe del tercer tercio, coronel Brotons. El comandante
Guarner logró reunir la tropa de los dos tercios existentes en Barcelona
delante de balcones del Palacio de Gobernación y pudo entonces respirar
tranquilo. Se dió orden al 19 tercio de atacar la plaza Cataluña, donde se habían
hecho fuertes los militares. Sin duda alguna, la guardia civil era un cuerpo férreamente
disciplinado. En oposición a la acción popular irregular e impetuosa, y a la
guardia de asalto, mezclada ya con el pueblo en perfecta fraternidad, avanzaron
las fuerzas del 19 tercio con el coronel Escobar a la cabeza a cumplir el
cometido que se le había asignado. Desfilaron desplegadas, con ritmo lento, sin
que el tiroteo hubiese hecho perder el paso a un solo hombre.
Nuestra gente flanqueaba esa columna entre desconfiada y
recelosa. ¿Sería verdad que iba a enfrentarse con los militares? La plaza
Cataluña hormigueaba ya desde las bocas del subterráneo, desde las calles
adyacentes. Se iba a dar el asalto al hotel Colón, a la Telefónica, y a los
otros refugios de los rebeldes. Tomó serenamente posiciones la guardia civil,
inició un recio tiroteo y se comenzó a oir el tronar de las piezas de artillería
tomadas poco antes en la calle Claris. Segaban las ametralladoras de los
rebeldes avalanchas de gente del pueblo, pero al cabo de media hora de lucha,
con la plaza cubierta de cadáveres, se vieron aparecer banderas blancas de
rendición en aquellos focos de resistencia. Casi simultáneamente se rindió
también el Hotel Ritz, otro de los baluartes improvisados de la rebelión.
Alentados por esa gran victoria, que proporcionó un
regular armamento, con la fiebre del olor de la polvora, fue tarea fácil la
limpieza de la plaza de la Universidad, liberando a los presos que esperaban allí
el peor destino.
Para algo valían todos los preparativos orgánicos
anteriores, la idea de la lucha moderna. Mientras unos luchaban en la calle,
otros se consagraban a instalar hospitales de sangre para los heridos y otros
corrieron a las fábricas metalúrgicas a preparar material de guerra, sobre
todo bombas de mano. A medio día la fiebre popular era ya incontenible; se
luchaba en las Rondas y habían quedado cercados todos los cuarteles. El cuerpo
de Intendencia se había pasado integramente con su jefe, el comandante Sanz
Neira, a las fuerzas leales al gobierno. En el aeródromo del Prat estaba Díaz
Sandino, que logró también imponerse después de no pocas alternativas.
Mucho se había adelantado hacia el mediodía; pero no se
había obtenido ni mucho menos la victoria. En previsión del contrataque y sin
grandes recursos para defender nuestro cuartel general en el Sindicato de la
Construcción, almacenamos explosivos en abundancia sacados de las canteras de
Moncada, para volar el edificio antes de caer prisioneros.
Cada barriada o cada núcleo popular importante atendía
a un objetivo concreto. Aunque habían sido desbaratados algunos cuadros, todavía
quedaba la mayor parte de la guarnición disponible. El Sindicato del
Transporte, en las Ramblas, con Ascaso, Durruti y muchos otros compañeros,
estableció el cerco al cuartel de Atarazanas, uno de los centros más tenaces
de la resistencia. Inmovilizados los otros cuarteles por cercos análogos,
quedaba la posibilidad de operar seguramente. En las primeras horas de la tarde
se dio la consigna de atacar a la misma capitanía general, donde se encontraba
el general Goded, jefe militar de la rebelión, que había llegado en hidroavión
desde Mallorca. No era tarea sencilla. La oficialidad se defendía bravamente;
pero el pueblo que se había concentrado no quería reconocer obstáculos. Se
había entablado la lucha y las balas enemigas no eran capaces ya de contener la
combatividad de Barcelona. Hacia Capitanía se dirigieron las piezas de la calle
Claris, al mando del obrero portuario Manuel Lecha, antiguo artillero. Cuando el
general Goded se dió cuenta de los preparativos, habló por teléfono al
Palacio de Gobernación para pedir nada menos al general Aranguren nuestra
rendición.
El general Aranguren, el coronel Escobar y el coronel
Brotons han sido fusilados por Franco. Sobre el primero se lanzaron algunas
injurias respecto de su actitud con Goded. El comportamiento de Aranguren ha
sido de una cortesía quizás fuera de lugar. Cuando Goded habló a eso de las
cuatro de la tarde a Gobernación para intimar la rendición, pues, de acuerdo a
sus informes, la jornada le había sido, favorable, Aranguren respondió sin una
sola palabra subida de tono, respetuosamente.
— Mi general, lo siento mucho, pero mis informes son
opuestos a los suyos y me dicen que la rebelión está dominada. Le ruego que
haga cesar el fuego, donde aún se mantiene, para evitar más derramamientos de
sangre. Además pongo en su conocimiento que hemos resuelto darle a Vd. Media hora para rendirse; al expirar ese plazo nuestra
artillería comenzará a bombardearle.
Goded ha debido responder de mala manera, pero Aranguren,
con su vocecita de anciano, sencillo, sin inmutarse, sin el más leve asomo de
irritación, comunicó nuevamente la orden de rendimiento con garantías para la
vida de los sitiados.
Comenzó el ataque al expirar el plazo fijado. Más de
cuarenta disparos de artillería sobre el sólido edificio hacían saber a los
sitiados que el pueblo disponía ya de armamento. El fuego nutrido de fusilería
cada vez más próximo no podía dejar lugar a dudas. Capitanía estaba
totalmente aislada y en peligro de ser asaltada por los sitiadores. Aparece una
bandera blanca. Desde Gobernación se comunica al general Goded que irá a
hacerse cargo de los prisioneros un oficial leal del ejército, el comandante
Sanz Neira. Al acercarse este, habiéndose suspendido el fuego por nuestra
parte, las ametralladoras emplazadas en Capitanía volvieron a tronar
furiosamente. No hubo más remedio que reiniciar la lucha y disponerse al
asalto. Estaban a punto de caer las puertas de acceso cuando nuevamente apareció
la bandera blanca. Traicionados una vez, los sitiadores, entre los cuales se veía
al comandante de artillería Pérez Farraz, entraron a viva fuerza en el Palacio
y tomaron prisioneros a sus ocupantes. Hubo que realizar verdaderos esfuerzos
para defender al general Goded contra la muchedumbre. No habrían sido
necesarios de haber atendido la invitación del general Aranguren y a no haber
disparado después de haber sacado bandera de rendición. El general rebelde fue
llevado a la Generalidad en calidad de prisionero, los otros oficiales que le
acompañaban, fueron internados en otras prisiones, especialmente a bordo de
barcos surtos en el Puerto. El general Llano de la Encomienda, que se encontraba
prisionero en Capitanía, resultó herido por equivocación y quedó en los
departamentos privados del Palacio hasta que se repuso y luego ocupamos nosotros
el edificio en nombre del ejército del pueblo, las milicias.
Se ha acusado a Goded de cobardía por haber comprobado
desde la emisora de la Generalidad que la partida estaba perdida y que quedaban
libres de todo compromiso los que se habían complotado para acatar sus órdenes.
No era Goded hombre para comportarse cobardemente. Lo hemos visto siempre sereno
y consciente de su destino y le hemos visto avanzar a la muerte con una entereza
viril que imponía respeto. Ha disfrutado el general vencido por nosotros de
todas las consideraciones que merecía; ¿por qué no habría de merecerlas
también el general Aranguren, que trató al compañero derrotado con una cortesía
y una caballerosidad intachables?
La rendición de Goded produjo su efecto, naturalmente.
En unos por desmoralización, en otros por el doble aliento recibido. Continuó
el tiroteo a los focos de resistencia todo el día y el cerco se hizo más
sofocante durante la noche. Los cuarteles de San Andres fueron tomados por
asalto y lo mismo ocurrió con el Parque de Artillería, a la madrugada del 20.
A la entrada en los cuarteles de San Andres se tropezaba con abundantes botellas
de vinos finos con los cuales se había procurado infundir valor a los soldados
engañados. Un espectáculo singular lo dio el convento de los carmelitas, desde
donde se hizo largo tiempo fuego de ametralladoras por oficiales y monjes. Se
rindieron al fin y se vió a uno de los religiosos arrojar a la muchedumbre que
rodeaba el convento monedas de oro para aplacarla y ver si de esa manera era
posible una fuga. ¡Pero no se compraba al pueblo del 19 de Julio con monedas de
oro!
La entrada en la mayoría de los cuarteles proporcionó
abundantisimo armamento, en especial fusilería, aunque los militares habían
tenido la precaución de esconder los cerrojos de más de veinte mil fusiles que
había en el Parque.
Fueron licenciados, como primera providencia, los
soldados vencidos y hechos prisioneros los oficiales.
El día 20 de Julio solamente nos quedaba en Barcelona el
cuartel de Atarazanas, pero no podía quedar sin decisión la lucha por mucho
tiempo. Defendían los sitiados su vida y su posición con bravura, pero los
combatientes del pueblo aumentaban su decisión de vencer. Díaz Sandino hizo
intervenir algunos de sus aviones disponibles para bombardear el cuartel. Teníamos
ya las baterías de costa y las piezas de artillería de la guarnición de la
ciudad. La fortaleza sería arrasada de prolongarse la resistencia. Pero no se
advertía ninguna señal de rendición. En esto, Francisco Ascaso, que disparaba
un fusil certeramente detrás de un obstáculo, recibió un tiro en la cabeza y
quedó muerto instantáneamente. Corrió la noticia como un reguero de polvora y
enardeció a los sitiadores para el asalto final. Se dió éste con empuje
incontenible y nuestra gente entró en el cuartel como una tromba. Uno de los
primeros, si no el primero, fué Durruti.
Barcelona quedó totalmente en manos de los combatientes
de la F. A. I. y particularmente los cuarteles, que conservamos hasta que se
resolvió después entregar algunos de ellos a los partidos y organizaciones que
deseaban organizar milicias para la guerra iniciada contra las fuerzas
fascistas.
Tuvimos pérdidas sensibles, naturalmente, y algunas de
ellas han tenido gran influencia en el desarrollo ulterior de los sucesos.
Muchos de los hombres que habían probado su temple en años y años de lucha y
de sacrificios, contribuyeron con su sangre y su vida a la gran victoria. Y
aparecieron en nuestras filas, en cambio, gentes que no siempre podían
compararse a los caídos, aunque dijesen enarbolar la misma bandera.
No obstante los rudos golpes sufridos, no podíamos
sustraernos a la honda satisfacción por el triunfo obtenido, aunque comprendíamos
la grave responsabilidad que caería en lo sucesivo sobre nosotros.
La cárcel de Barcelona, repleta de compañeros nuestros,
fue abierta y los presos pasaron a engrosar las huestes combatientes.
Barcelona celebró con júbilo nunca visto el magno
acontecimiento. Espectáculos como el del 20 de julio, después de la caída de
Atarazanas, se ven pocas veces en la vida de una generación, y los registra
raramente la historia.
¡Con qué sinceridad se fraternizaba! No había
partidos, no había organizaciones, aun cuando se circulaba bajo la insignia
roja y negra de los vencedores. ¡Había solamente un pueblo en la calle! Un
pueblo con un sólo pensamiento, con una sola voluntad, con un sólo brazo.
Cuando se ha llegado a ese ideal, se siente como una caída vertical, como una
catástrofe irreparable todo lo que tiende, por el mecanismo de los partidos, de
los programas, a hacer de un pueblo otra vez un conglomerado de núcleos
hostiles.
¡No hay programa de organización, no hay declaración
de principios y de partido, no hay teoría superior a la del 20 de Julio!
Barcelona se convirtió en un pueblo armado orgulloso de
su victoria y consciente del poder adquirido.
Los focos aparentemente neutrales de la región, aunque
en el fondo enemigos, como la guarnición de Tarragona, el regimiento de
ametralladoras de Mataró, etc. etc., se rindieron sin resistencia. Cataluña
había sido libertada. ¿Qué ocurría en el resto de España?
Luchó bravamente el pueblo de Madrid también, como en
1808, como en muchas otras ocasiones en el siglo XIX, habiéndose centralizado
la resistencia enemiga en el Cuartel de la Montaña. En Levante apareció un
intento de Martínez Barrios para constituir nuevo Gobierno ofreciendo alguna
carteras a los generales facciosos. La guarnición quería aparecer neutral,
hasta ver el desenlace de la lucha.
La rebelión dominaba Marruecos, las islas Canarias, las
Beleares, Andalucia, Navarra, Castilla la Vieja, Galicia, León y Oviedo, esta
última ciudad gracias a la estúpida creencia de los socialistas asturianos en
la lealtad de Aranda. Vizcaya, Cataluña, el Centro, Levante y parte de
Extremadura, casi toda Asturias, parte de León, estaban en manos nuestras. ¿Habíamos
triunfado? El mapa de la península nos decía que todavía faltaba mucho para
ello. Nos alarmó sobre todo la rápida comprobación de que las principales
factorías de armas y municiones estaban en manos del enemigo. Y nos alarmó la
euforia excesiva de muchos llamados dirigentes, que no querían darse cuenta de
que las primeras jornadas, por brillantes que fuesen, todavía no significaban
la victoria. Habría podido quedar asegurada en casi toda España y haber
debilitado las posibilidades de reorganización de los militares rebeldes si los
hombres de la República hubiesen tenido un poco mas de capacidad y un poco mas
de ligazón espiritual con el pueblo.
La mayor parte de la flota estaba con nosotros; la aviación
propiamente no contaba por la exigüidad de los aparatos de que disponíamos.
Liquidada la revuelta en Cataluña, el presidente de la
Generalidad, Luis Companys, nos llamó a conferencia para saber cuáles eran
nuestros propósitos. Llegamos a la sede del gobierno catalán con las armas en
la mano, sin dormir hacía varios días, sin afeitar, dando por la apariencia
realidad a la leyenda que se había tejido sobre nosotros. Algunos de los
miembros del gobierno de la región autónoma temblaban pálidos mientras se
celebraba la entrevista, a la que faltaba Ascaso. El palacio de Gobierno fue
invadido por la escolta de combatientes que nos había acompañado. Nos felicitó
Companys por la victoria. Podíamos ser únicos, imponer nuestra voluntad
absoluta, declarar caduca la Generalidad e instituir en su lugar el verdadero
poder del pueblo; pero nosotros no creíamos en la dictadura cuando se ejercía
contra nosotros y no la deseabamos cuando la podíamos ejercer nosotros en daño
de los demás. La Generalidad quedaría en su puesto con el presidente Companys
a la cabeza y las fuerzas populares se organizarían en milicias para continuar
la lucha por la liberación de España. Así surgió el Comité Central de
Milicias Antifascistas de Cataluña, donde dimos entrada a todos los sectores
políticos liberales y obreros
(l).
(1)
En el primer aniversario
de las jornadas de julio apareció un volumen recopilando trabajos que dan una
impresión de la lucha en diversas ciudades y regiones de España: De Julio a
Julio. Ediciones Tierra y Libertad, Barcelona, 1937. De esa recopilación
hecha a iniciativa de "Fragua Social" de Valencia, fue extraído el folleto Como
se enfrentó al fascismo en toda España, Buenos Aires, julio de 1938.
Se ha hecho excesivo escándalo por la quema de iglesias
y conventos. La duquesa de Atholl informa aristocráticamente que ha sido obra
nuestra o de agentes enemigos infiltrados en nuestras filas. Y pone de
manifiesto que, en cambio, los comunistas no han hecho nada de eso y han
propiciado el respeto a los templos. ¿De dónde ha sacado semejantes patrañas?
Nosotros teníamos algo más importante que hacer y que
pensar que en la quema de iglesias y conventos. Mientras Gil Robles denunciaba
en el Parlamento incendios de iglesias en el período que media entre el 16 de
febrero y el mes de julio, ¿ha señalado, un solo caso de Cataluña, donde
nuestro predominio era bien conocido de todos? No hemos impedido que las
iglesias y conventos fuesen atacados como represalia por la resistencia hecha
desde ellos por el ejército y los siervos de Dios. En todos encontramos
armamento o hemos forzado la rendición de las fuerzas parapetadas en ellos. El
pueblo, por propia iniciativa, tomó sus venganzas bien comprensibles. Pero lo
hizo tratando de salvaguardar las obras de arte, las bibliotecas, los tesoros y
ornamentos de valor. Ni la C. N. T. ni la F. A. I. dieron aliento a esa acción
estéril, de mera revancha. Lo decimos porque esta es la verdad, y si no hubiésemos
procedido así, tampoco habría sido un delito como para arrepentirnos.
Recordamos unas palabras de Mariano de Larra en su folleto "De 1830 a 1836",
publicado en París, refiriéndose precisamente a excesos populares semejantes: "Tales
escenas de incendio y carnicería podrán ser terribles, pero su explicación es
justa y sencilla. Es fuerza no olvidar que los conventos no podían menos de ser
mirados en España como otros tantos focos naturales de la guerra civil, y los
frailes como sus tesoreros. La guerra civil es la llaga más dolorosa de la península,
y la que está al alcance de todo el mundo; de aquí el desencadenamiento
general del país contra los conventos y sus habitantes: herirles es herir a la
facción y a don Carlos, y por ahí se empieza, porque ahí esta el peligro, y
la sociedad acude siempre a lo más urgente. Las consecuencias podrán ser
sangrientas, pero confesemos al menos que siempre es consolador pensar que si se
examinan las cosas a fondo, esas escenas mortíferas no son, como se quiere
suponer, efectos de feroces caprichos y de un instinto ciego y desordenado, sino
la consecuencia llevada al extremo solamente del derecho de defensa que tiene
toda sociedad al verse acometida, y la exageración indispensable en tales
momentos del sentimiento de conservación de cada individuo que la compone" ...
Sobre la significación de la iglesia en España y su
alianza permanente con la tiranía, nada más definitivo que los juicos del
conde de Montalambert, católico militante francés, cuyo libro sobre nuestro país
merecería ser reeditado.
Bástennos estas cifras del poder eclesiástico de España
y sus dominios en 1580 (reinado de Felipe II):
Arzobispos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . |
58 |
Obispados . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . |
684 |
Abadías . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . |
11.400 |
Capítulos eclesiásticos . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . |
936 |
Parroquias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . |
127.000 |
Conventos de frailes . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . |
46.000 |
Conventos de monjas . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . |
13.000 |
Hermandades y cofradías . . . . . . . . . . . . . . . . . . |
23.000 |
Clérigos seculares . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . |
312.000 |
Diáconos y subdiáconos . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . |
200.000 |
Clero regular . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . |
400.000 |
Pasaba el personal eclesiástico, con sus servidores,
sacristanes, santero, etc. de 1.500.000 personas, es decir un individuo por cada
45 habitantes.
El aumento o disminución de las personas consagradas a
la Iglesia católica en España ha tenido el siguiente movimiento:
Población |
|
Clero secular |
|
Frailes |
|
Monjas |
|
Año |
7.500.000 |
|
168.000 |
|
90.000 |
|
38.000 |
|
1700 |
9.300.000 |
|
143.800 |
|
62.000 |
|
36.000 |
|
1768 |
10.300.000 |
|
134.500 |
|
56.000 |
|
34.000 |
|
1797 |
13.300.000 |
|
75.784 |
|
37.363 |
|
23.552 |
|
1826 |
13.500.000 |
|
65.000 |
|
31.000 |
|
22.000 |
|
1835 |
Las rentas eclesiásticas han consumido la parte de león
del producto del trabajo del pueblo. Sus propiedades y empresas y privilegios
eran causa principal del atraso de España. Su alianza permanente con todas las
causas del absolutismo señalaron a la iglesia como un enemigo público número
I. Era cuestión de vida o muerte para el país el cercenamiento del poder y de
la riqueza de la iglesia.
Olozaga y Cortina destruyeron por decisión gubernativa
en 1834, gran cantidad de conventos de Madrid. Todavía quedaba, sin embargo, en
1835, setenta y dos. Se hablaba de un pueblo fanáticamente católico, y sin
embargo acudieron a los derribos de conventos muchos más brazos de los
necesarios y los responsables ministeriales de esas medidas, como Olozaga, podían
presenciar entre el público, aplaudidos, la obra de saneamiento emprendida.
Pocas veces se tomó desde el gobierno, como en tiempos
de Mendizabal, la iniciativa de una restricción del poder y de la riqueza
eclesiásticos. Generalmente ha sido el pueblo mismo el que tuvo que acudir a la
acción directa para librarse del peso aplastante de la explotación inhumana en
nombre de la religión. En ningún país del mundo se han quemado tantas
iglesias y conventos como en España, y eso en todas las épocas. La resurrección
de España ha tropezado siempre con la negra barrera del clericalismo. Los
incendios de Julio de 1936 entran perfectamente en la tradicción del pueblo que
busca la destrucción de los símbolos de su miseria y de su esclavitud. No hace
falta que una organización o un partido asuman la responsabilidad de esos
hechos; el único autor e inspirador es el instinto del pueblo mismo.
Respondemos de que ni oficial ni oficiosamente ha salido
de las organizaciones libertarias de Cataluña la idea de la quema de iglesias y
conventos; pero estaríamos por asegurar que tampoco ha partido la iniciativa de
los otros movimientos y partidos.