UNO de los tantos focos de la guerra civil a mediados del
siglo XIX, el constituido por la Junta de Zaragoza en 1854, decía en un
interesante manifiesto a la nación, abogando por amplias reformas en las ideas,
en las instituciones y en las costumbres: "El imperio militar no es elemento de
libertad ni la ignorancia germen de prosperidad". Los republicanos de la segunda
República se olvidaron — como se habían olvidado los de la primera — de
esos postulados, y continuaron la obra que hubo de interrumpir, para evitar
males mayores, la monarquía desprestigiada y descompuesta.
Se fue el rey y quedaron sus generales, pues si algo supo
crear la monarquía borbónica fue un ejército propio, para su defensa, lo que
no supo hacer la República. Con los generales de la monarquía, servidores del
altar y del trono, quedó intacto el poder de la Iglesia, y la ignorancia
popular fue tan esmeradamente cultivada como lo había sido en todos los
tiempos. En abril de 1931 había más de un 60 por ciento de analfabetos en España;
las escasas escuelas estaban infectadas por las supersticiones religiosas y por
el odio milenario de la iglesia a toda cultura.
La guerra de Marruecos, después de los desastres
coloniales, ha consumido millares y millares de vidas y millares de millones de
pesetas, no habiendo servido más que para incubar una casta militar en la que
tuvo su hogar favorito la doctrina del despotismo.
La casta militar, educada en la monarquía y para la
monarquía, no podía sobrellevar resignadamente el cambio de regimen, y, en
cuantas ocasiones se presentaron después del 14 de abril de 1931, manifestó
ostensiblemente su disconformidad, enseñando sus garras. La conspiración de
Sanjurjo, el 10 de agosto de 1932, y otras tentativas abortadas ulteriormente,
fueron tratadas por los republicanos en el poder con manos enguantadas, en
contraste con lo que ocurría cuando la rebelión y la protesta eran de los de
abajo, de las masas obreras y campesinas cansadas de sufrir humillaciones, engaños
y miserias.
Pocas semanas antes del levantamiento militar se produjo
la tragedia de Yeste, en Extremadura, donde fueron asesinados 23 campesinos y
heridos más de un centenar por haber cortado algunos árboles de uno de los
grandes feudos territoriales extremeños. El ministro de Gobernación, se
apresuró a felicitar a la guardia civil, autora de aquella bravísima defensa
de los privilegios anti-republicanos y antiespañoles.
Los hombres de la segunda República son caracterizados
por la anécdota siguiente:
Había un reducido núcleo de militares jóvenes y
valerosos que se habían dispuesto a luchar por un nuevo régimen social, para
lo cual el primer paso tenía que ser el derrocamiento de la monarquía.
Trabajaban con calor y con audacia, entrando en contacto con las figuras
representativas de los partidos de izquierda y con las organizaciones obreras y
mintiendo a unos y a otros para comprometerlos. Comunicaban confidencialmente,
por ejemplo, al partido A que los del partido B estaban ya listos y que el ejército
estaba disponible. Nadie quería quedar totalmente desligado de una conspiración
que aún no existía y entraron en ella elementos del más variado origen e
incluso monárquicos hechos y derechos. Los compromisos se fueron adquiriendo
poco a poco y los conspiradores contra la monarquía se encontraron contra su
voluntad en un terreno al que íntimamente no habrían querido ir.
Tuvieron los militares aludidos una idea para precipitar
los acontecimientos. Se trataba de apoderarse del gobierno en pleno, desde el
Presidente de ministros, liquidarlo en pocos minutos y llevar luego la rebelión
a la calle. El procedimiento adoptado era el siguiente: Se disfrazarían de
ordenanzas de la presidencia unos cuantos de los conjurados y se presentarían a
los domicilios de los ministros a citarles de parte del rey a una reunión
extraordinaria urgente. El uniforme de los ordenanzas hacía eludir toda posible
sospecha. Por lo demás ese era el procedimiento de la citación extraordinaria
y urgente a los miembros del gabinete. Cuando el ministro bajase a tomar el
coche, los complotados lo ultimarían a balazos y tratarían de desaparecer y
ocupar su puesto en la agitación de la calle que habría de seguir.
Se comunica la idea a Azaña, cuyo prestigio intelectual
imponía respeto a los jóvenes militares. Este se mostró casi indignado,
diciendo que esos hombres estaban cumpliendo con su deber y que no aprobaba de
ninguna manera su muerte.
Reflexionó un poco y propuso otro ardid. Cuando bajase
el ministro respectivo, a tomar el coche, para dirigirse a la presidencia, los
conjurados matarían al chófer y se llevarían al ministro en rehén,
amordazado, a donde no pudiera ser descubierto.
El método propuesto era más complicado, pero además,
preguntaron los complotados: — ¿Es que el chófer no está cumpliendo también
con su deber?
Esa mentalidad, que revela vivos resabios de herencia
aristocrática, que mide a los hombres por la posición social o de privilegio
que ocupan, es la que explica la política suicida de la segunda República.
Para unos: "Tiros a la barriga", para los otros el máximo respeto, aunque el
delito de la rebelión contra el régimen del 14 de abril de 1931 fuese el
mismo.
Gran parte de la burocracia de la República, la inmensa
mayoría, tanto en el orden civil como en el militar, era la burocracia que había
servido fielmente a la monarquía borbónica. El cambio político de 1931 no rozó
en lo más mínimo su epidermis. En los altos puestos y en los puestos
subalternos siguió primando el mismo criterio, la misma rutina, la misma
repugnancia a todo lo que fuese vida real, dinamismo, comprensión de las nuevas
realidades. Y la burocracia nueva que añadió la República no hizo otra cosa más
que adquirir los vicios de la vieja administración monárquica. En esas
condiciones, las intenciones y propósitos de los ministros de matiz republicano
tenían que estrellarse ante la resistencia pasiva y el sabotaje consciente del
funcionario.
Cualquiera que haya tenido algún contacto con las
dependencias diversas del Gobierno central habrá comprobado, lo mismo que
nosotros, que los gabinetes de gobierno tenían que fracasar en la impotencia,
cualesquiera que fuesen sus intenciones, ante el muro macizo de una burocracia
que simpatizaba con el enemigo mucho más que con la llamada República leal.
Lo mismo que se pagó cara la tolerancia de la República
con el militarismo y el clericalismo reaccionarios, tenía que pagarse cara la
acogida, en los cuadros burocráticos del llamado nuevo régimen, de los
funcionarios nacidos y educados en la monarquía y para la monarquía. Vino
nuevo, si es que la República era vino nuevo, en odres viejos.
Este capítulo de la conspiración fascista, monárquica,
ultra-montana permanente desde las oficinas públicas y desde los puestos de
comando y de administración de las fuerzas armadas, no podía llevarnos a otra
parte que al precipicio en que nos hemos despeñado.
Nos vienen a la memoria las palabras de un militante
obrero que escribía en El eco de la clase obrera, un periódico que se
publicó en Madrid en 1855: "Toda revolución social, para ser posible, ha de
empezar por una revolución política, así como toda revolución política será
estéril si no es seguida de una revolución social".
Estas ideas eran corrientes en los medios obreros y entre
las filas liberales de la España del siglo XIX. Pero los hombres que tomaron
las riendas de la segunda República se habían olvidado completamente de ellas.
Ocuparon algunos de los puestos de relieve, que no quiere decir que sean los
puestos de mando efectivo, y dejaron las cosas tal como estaban. En recompensa
por esa conducta traidora a las esperanzas populares, la casta militar, unida
estrechamente al clericalismo, se volvió cada vez más agresiva y exigente,
haciendo de la República la tapadera de todas las inmoralidades y vicios del
viejo régimen. Hasta nos atreveríamos a reconocer que, en los políticos de la
República, la incomprensión o la mala fe ante los verdaderos problemas económicos
y sociales de España eran, en mucho, superiores a los del viejo conservatismo
social.
La política antiobrera o de reconocimiento y apoyo a un
solo sector de la clase obrera, fue agudizada despiadadamente, y el puntal más
firme del nuevo régimen, es decir, los trabajadores, poblaron las cárceles en
masa y acabaron por considerar que no valía la pena ningún sacrificio en
defensa de unas instituciones que no habían cambiado de esencia con el cambio
de bandera nacional.
Especialmente contra nosotros el ensañamiento no tuvo limites. Hemos llegado a tener cerca de 30.000 compañeros presos en cárceles y presidios. Los viejos políticos de la monarquía tuvieron la habilidad de hacer ejecutar la represión por los partidos y los hombres que se llamaban izquierdistas y hasta obreristas. La pugna tradicional entre marxistas y anarquistas fue cultivada con esmero, tanto por los marxistas mismos como por sus adversarios. Los llamados serenos de Orobón Fernández y los nuestros mismos fueron totalmente desoidos y mal interpretados, hasta llegar a mayo de 1936, cuando al fin se acepta la idea de un pacto entre las dos grandes centrales sindicales, pacto que en sus desarrollos ulteriores hubiese rechazado Orobón Fernández como lo hemos rechazado nosotros, sus primeros propulsores (1).
(1)
El pacto C. N. T. -
U. G. T. Prólogo de D. A. de Santillán, ETYL, Barcelona 1938, 160 págs.
Colección de antecedentes, recuerdos y documentos.
Las deportaciones a Bata y las condenas monstruosas por
delitos de huelga y de prensa superaron a lo que se había conocido en los
tiempos del pasado inmediato. Los trabajadores revolucionarios que pesan
seriamente en la población española desde hace por lo menos tres cuartos de
siglo, al llegar las elecciones de noviembre de 1933, después de dos años de
persecuciones, de deportaciones, de episodios inolvidables como el de Casas
Viejas, no quisieron acudir a las urnas para fortificar, desde ellas, a los
hombres y a los partidos responsables del primer bienio republicano de sangre y
de luto proletarios. Una violenta campaña antielectoral se desarrolló en todo
el país, por parte de nuestras organizaciones, que habían intentado en Figols
a fines de 1931 y en diversos lugares de España en enero de 1933, fijar su
posición frente a la República, señalando el camino de históricas
reivindicaciones sociales. Naturalmente, aquella abstención dió el poder a los
conservadores de orientación monárquica, al militarismo y a la iglesia,
enemigos también de la España legítima, cuya base principal estaba constituída
por los obreros y campesinos españoles, única continuidad histórica de la
raza y del espíritu ibéricos. Los republicanos no quisieron aprovechar la
lección ni comprender que los trabajadores revolucionarios, que la España del
trabajo, eran un poder de progreso auténtico y que, sin ellos, no podía
establecerse ningún régimen más o menos liberal o social y, contra ellos, no
se podía gobernar más que en nombre de la reacción.
"Poco a poco se había afianzado, dentro de la República,
la tendencia francamente restauradora que encabezaba Gil Robles con el apoyo del
Vaticano y del capitalismo internacional. En diciembre de 1933, después del
triunfo de las derechas en las recientes elecciones, se produjo el levantamiento
anarco-sindicalista que tuvo bastante intensidad en Aragón, Rioja, Extremadura
y Andalucía. Significaba ese levantamiento que lo mismo que los trabajadores
rechazaban a los republicanos del bienio rojo de 1931-33, rechazaban a sus
sucesores, igualmente nefastos para el progreso y la justicia en España
(2).
(2)
Quedaron traspapelados y perdidos los
originales de una memoria sobre esos sucesos, redactada por nosotros en
colaboración con Juanel y M. Villar, y con el apoyo de elementos magníficos
que actuaron bravamente entonces, entre otros Máximo Franco y Angel Santamaría,
dos héroes cuyo nombre no habría de desaparecer.
Los partidos de izquierda sabían perfectamente lo que
significaba la tendencia de Gil Robles y no querían consentir que esa corriente
restauradora entrase abiertamente en el poder, aunque consentían en ver
mediatizado ese poder por su influencia y sus grandes recursos. Amenazaron. De
esa amenaza surgió el movimiento de octubre de 1934, cuando el jefe de la C. E.
D. A., Gil Robles, entró en el gabinete presidido por Alejandro Lerroux, de
antecedentes bien dudosos en tanto que republicano de la República.
La insurrección de octubre pudo haber sido un movimiento
triunfante si los republicanos llamados de izquierda hubiesen sido tales y no se
hubieran rehusado a dar satisfacción a las clases productoras, que no habían
recibido de la República ningún motivo para sentirse solidaria con ella. Pero
tampoco se quiso ver la situación real de España y se fue a un movimiento
insurreccional prescindiendo de nosotros, y en algunas regiones, como en Cataluña,
mucho mas contra nosotros que contra las huestes de Gil Robles
(1)
.
(1) Los anarquistas y la
insurrección de octubre, por D. A. de Santillán; en diversos idiomas,
diciembre de 1934. Las memorias de Diego Hidalgo, ministro entonces de la
guerra, transmiten interesantes detalles al respecto.
La preparación famosa de los nacionalistas catalanes
Dencas y Badia tenía por objetivo primordial la guerra de exterminio contra
nosotros. Las consignas dadas a sus "escamots", que salieron a las calles de
Barcelona en la tarde del 5 de octubre, eran las de hacer fuego contra la F. A.
I., "producto de España". El consejero Dencas y su lugarteniente en la jefatura
de los servicios de orden público, Badia, habían, reeditado, con la
complicidad y el silencio de la Generalidad en pleno, los horrores de Martínez
Anido y de Arlegui y no podían, por consiguiente, ser factores de unidad y de
colaboración en la lucha contra el fascismo que se adueñaba legalmente del
poder. Posición singular. Nos acusaban los separatistas de ser productos de
España; nos acusaban los centralistas de estar al servicio de los separatistas;
propalaban los monárquicos que éramos un cuerpo y un alma con los
republicanos, y divulgaban los republicanos que obrábamos al dictado de los monárquicos.
No podíamos hacer otra cosa que eludir los zarpazos de
las derechas y de las izquierdas y, sin nosotros, el seis de octubre no fue en
Cataluña más que un propósito que cayó en el ridículo, dominado a las pocas
horas por un par de compañías escasas de soldados del general Batet, fusilado
por los militares facciosos en julio de 1936 en Burgos, en pagos quizás a su
lealtad a la abstracción republicana en octubre de 1934.
La seguridad de que la F. A. I. no intervenía en la
lucha dió aliento a las fuerzas represivas para imponer una hegemonía que
nadie les disputaba seriamente. Recordamos a un capitán de la guardia civil en
la plaza de la Universidad de Barcelona, desesperado por unos paqueos que
no lograba localizar.
— ¡Cobardes! — decía — si fuesen hombres de la F.
A. I. lucharían frente a frente, dando la cara.
Si en Asturias adquirió aquel movimiento la aureola que
tuvo, resistiendo algunas semanas al ejército leal, al Gobierno Lerroux-Gil
Robles, desleal entonces al pueblo, como lo fue en julio de 1936, fue porque allí
los trabajadores han sido más fuertes en su deseo de acuerdo que los políticos
que pretendían desunirlos y lanzarlos a unos contra otros. Cayó Asturias, al
fin, derrotada y pagó con millares de víctimas y con torturas indescriptibles
su resolución de oponerse con las armas en la mano al advenimiento del fascismo
(1).
(1) Hemos descrito los
horrores que siguieron al triunfo del poder central en el libro: La represión
de Octubre. Documentos sobre la barbarie de nuestra civilización,
Barcelona, 1935; varias ediciones.
Al bienio memorable republicano-socialista sucedió otro
bienio no menos sangriento de Lerroux-Gil Robles. La casta militar y la casta
eclesiástica se afirmaron poderosamente en España. Cada iglesia y cada
convento lo mismo que cada cuartel y cada Capitanía general, se convirtieron en
focos activos de conspiración. La República estaba en manos de sus enemigos
declarados. Y había de tocarnos a nosotros, por simple razón de autodefensa,
prolongar su vida...
El imperio de las frases hechas, de los ritos
consagrados, no es una realidad sólo en los ambientes de la rutina cotidiana,
perezosa y conservadora. Incluso en los movimientos revolucionarios aparece más
a menudo de lo que uno se imagina, dirigiendo de una manera tiránica a los
individuos y a las colectividades. Generalmente no se reflexiona, no se medita
cuando se habla y cuando se obra. El peso del ambiente, los hábitos mentales,
los automatismos adquiridos realizan la función que debería corresponder en
todo instante al pensamiento libre y alerta.
Cuando se preparaban las elecciones de febrero de 1936
nos encontramos ante un dilema que la rutina habría solucionado sin
estremecimiento alguno, pero que, con un poco de cordura, ofrecía un panorama
preñado de consecuencias gravísimas. Se había celebrado un pleno de
regionales de la C. N. T. en Zaragoza y nos habíamos sentido alarmados por
algunos de sus acuerdos en el sentido de propiciar una intensa campaña
antielectoral y abstencionista.
Sí reafirmábamos nuestros abstencionismo dábamos, sin
duda alguna, el triunfo a la dictadura propiciada por Gil Robles, en torno al
cual se había divulgado ya la frase consagrada: ¡Los jefes no se equivocan
nunca! Y dar el triunfo a Gil Robles equivalía a sancionar la prosecución de
las torturas de octubre y el mantenimiento de treinta mil hombres en las cárceles.
Teníamos, según la actitud que adóptásemos, las llaves de las prisiones y el
porvenir inmediato de España en las manos. Con el triunfo de Gil Robles entrábamos
en un período de fascismo con apariencia legal, volveríamos a las delicias del
Angel Exterminador de la primera mitad del siglo XIX y a otros espectáculos
semejantes. Si nos declarábamos partidarios de acudir a las urnas para aumentar
las perspectivas del triunfo de las izquierdas, se nos habría podido acusar,
por los incapaces de comprender, de hacer dejación de nuestros principios. Las
izquierdas, en su ceguera permanente, no habían advertido que éramos nosotros
la clave de la situación. Lo comprendieron perfectamente las derechas, que
intentaron por todos los medios alentarnos en el abstencionismo, llegando el
caso, como en Cádiz, según hizo público luego Ballester, uno de nuestros
mejores militantes andaluces, asesinado por la facción militar, en que las
derechas se acercaron con medio millón de pesetas para que realizásemos la
propaganda antielectoral de siempre.
En noviembre de 1933 habíamos arrancado el poder,
utilizado en la República para reafirmar los privilegios de clase existentes en
la monarquía, a los responsables de Casas Viejas; para ello empleamos el arma
política de la abstención, abstención que era una verdadera intervención en
la contienda electoral en forma negativa. No es que tengamos que deplorar la
lección dada a los presuntos republicanos del 14 de abril; pero en las
circunstancias que se nos presentaban, la abstención era el triunfo de Gil
Robles, y el triunfo de Gil robles era el triunfo de la restauración de los
viejos poderes monárquicos y clericales.
Tuvimos la feliz coincidencia del buen acuerdo entre
algunos militantes cuya opinión
pesaba en nuestros medios, en los grupos de la F. A. I., en los sindicatos de la
C. N. T., en la prensa. Por primera vez, después de muchos años, nos atrevimos
todos a saltar por sobre todas las barreras infranqueables de las frases hechas.
Se tuvo la valentía de exponer la preocupación que a todos nos embargaba,
coincidiendo en no oponernos al triunfo electoral de las izquierdas políticas,
porque al hundirlas a ellas nos hundíamos esta vez también nosotros mismos.
Una opinión parecida a la nuestra había surgido independientemente en otras regiones, y la voz de los presos se hizo sentir elocuente y decisiva. Algunos de nosotros, como Durruti, que no entendía de sutilezas, comenzó a aconsejar abiertamente la concurrencia a las urnas.
Evitamos la repetición de la campaña antielectoral de
noviembre de 1933, y con eso hicimos bastante; el buen instinto de las masas
populares, en España siempre genial, acudió a depositar la papeleta del
sufragio en las urnas, sin otro objetivo que el de contribuir, de este modo, a
desalojar del Gobierno a las fuerzas políticas de la reacción fascista y el de
libertar a los presos. En otras ocasiones se habría podido obtener el mismo
resultado con la abstención, en esta ocasión era aconsejable la participación
electoral.
Ha pasado bastante tiempo ya y sin embargo no vacilamos
en reivindicar aquella línea de conducta, y en afirmar como exactos nuestros
puntos de vista de entonces. Sin la victoria electoral del 16 de febrero no hubiéramos
tenido el 19 de julio. Los esfuerzos de algunos pseudo-puritanos para
contrarrestar nuestra manera de ver, fueron frustrados facilmente. Dimos el
poder a las izquierdas, convencidos de que en aquellas circunstancias, eran un
mal menor. Por eso pudo continuar existiendo la República, de la que sabíamos
bien lo que podíamos esperar.
Teníamos también el peso de las frases hechas en la
lucha contra el fascismo. Nosotros conocíamos ese morbo de cerca y nos parecía
pequeña toda ponderación del peligro que representaba. En las reuniones,
plenos y congresos era uno de nuestros temas favoritos, sin hallar en los demás
camaradas el eco deseable. Incluso habíamos tropezado con militantes de relieve
que proclamaban en sus conferencias que el fascismo era una creación caprichosa
de los antifascistas. Habíamos visto esos movimientos de revalorización de
toda barbarie en varios países y sosteníamos que no era una cuestión racial,
sino de clase, de defensa de los privilegiados, una contrarrevolución
preventiva, y que si el proletariado no se defendía a tiempo, también en España
sería una realidad.
No se nos escuchaba de buena gana, y esto nos alarmaba,
porque podía darse el caso de que el fascismo asumiese cierta pose demagógica
y fuese implantado sin darnos cuenta. De ahí nuestra alegría enorme cuando, un
par de semanas antes del 19 de julio, vimos a los compañeros en su puesto,
esperando la hora de las jornadas que se presumían inminentes.
Vueltas las izquierdas al poder, gracias a nosotros, las
hemos visto persistir en la misma incomprensión y en la misma ceguera. Ni los
obreros de la industria ni los campesinos tenían motivos para sentirse más
satisfechos que antes. El verdadero poder quedó en manos del capitalismo
faccioso, de la Iglesia y de la casta militar. Y así como las izquierdas
prepararon el 6 de octubre, con muy poca capacidad, los militares se pusieron
febrilmente a preparar un golpe de mano que quitase por la fuerza, a los
republicanos y a los socialistas parlamentarios, lo que estos habían
conquistado legalmente en las elecciones del 16 de febrero.