ESPAÑA vive todavía, hemos sido testigos de
una de sus
epopeyas de vitalidad, y por eso solo tenemos
fe en su porvenir. Durante cerca de cuatro siglos se ha probado todo lo
imaginable para destruir las fuentes de su existencia, y nuestra historia, a
partir de la unificación nacional con los Reyes Católicos, es un martirologio
de la libertad raramente interrumpido por breves períodos de resurrección, de
acción popular, de reconstrucción del viejo hogar ibérico tolerante y
generoso. Ninguna otra nación, ningún otro pueblo habría podido soportar, sin
sucumbir, lo que ha soportado España en la lucha secular entre las dos
mentalidades, las dos direcciones cardinales inconciliables de su desarrollo: la
revolución y la reacción, el progreso y el obscurantismo. ¿Hay dos Españas
dos razas de españoles que no caben en la Península?
Esas dos Españas no se identifican por los términos corrientes y en boga de izquierdas y derechas, liberales y conservadores; muy a menudo vemos en unas y en otras las mismas contradicciones, la misma repulsión interna, las aspiraciones más contrarias. La guerra civil española tiene raíces más hondas, y muchas veces quizás pueda señalarse más afinidad entre lo que parece a primera vista inconciliables que entre lo que se manifiesta ostensiblemente en campos antagónicos. ¿No estaremos sufriendo todavía la incompatibilidad de la sangre y de la mentalidad que ha entrado en España por los Pirineos, con lo que tenemos de africanos, en sangre y en alma? ¿No estaremos sirviendo todavía de actores inconscientes de una contienda histórica, geográfica, política y cultural de dos mundos que no se han podido fundir en una síntesis nacional? ¿No hará falta un crisol que nos funda y nos aune o un análisis que nos separe y nos defina, para llegar algún día, una vez perfectamente
Cuando la masonería se organizó en Europa, entró por
los Pirineos en España y tuvo en nuestro territorio sus adeptos, su organización
y hasta el reflejo de sus rivalidades internas, con su rito escocés y su rito
reformado. En oposición a esas ideologías y formas importadas de organización
secreta, se constituyó la Confederación de los comuneros, hijos de Padilla,
organismo nacional, influenciado por la época, pero en reacción contra los
exotismos de los ritos importados. Masones y comuneros pugnaban por una nueva
España de justicia y de libertad, pero la incompatibilidad era insuperable. ¿Cuestión
de rivalidad o fruto de esas dos Españas a que aludimos?
De las grandes corrientes del pensamiento social moderno,
representadas en nuestro país, una ha permanecido ideológicamente ligada a
Europa ― el marxismo, el comunismo ―, y la otra, la tendencia
libertaria, se ha desarrollado como entidad profundamente nacional, mucho más
de lo que ella misma habría querido confesarse antes del 19 de julio de 1936.
La contradicción entre esas dos manifestaciones del socialismo es completa, y
la fusión es tan difícilmente accesible como la de las fuerzas de la reacción
y las de la revolución en tanto que tales. Si nosotros hemos propiciado un
pacto de no agresión entre esas dos ramas antagónicas del socialismo, siempre
hemos puesto por premisa que cada una habría de conservar sus características
y su autonomía. Buen acuerdo, pero nunca una fusión.
Lo mismo que hay incompatibilidad entre las fuerzas que
se declaran progresivas, las hay entre las que se declaran regresivas y claman,
como 1823, después de la invasión de los cien mil hijos de San Luis al mando
de Angulema: ¡Vivan las cadenas y muera la nación! También en esa otra clase
de españoles, que combaten por nacimiento, por educación, por el ambiente en
que se han desarrollado, etc. al otro lado de las barricadas, hay reminiscencias
temperamentales de la tradición ibérica que, en determinados momentos se
vuelve por sus fueros y hace aparecer en nuestra historia tipos contradictorios
en su conducta y en sus ideas ¡Trágico destino el nuestro en esa lucha de dos
mundos, de dos herencias que luchan por sobrevivir en nuestro suelo: Europa y África,
tomando por instrumentos y por banderines a liberales y a ultramontanos, a
constitucionalistas y a
absolutistas, a republicanos y a monárquicos, a falangistas y a faístas!
El exterminio de los vencidos temporalmente no se ha
podido llevar nunca al extremo, porque entre los
vencedores, más tarde o más temprano, ha vuelto a resurgir el iberismo,
como un caballo de Troya, y
ha debilitado lo europeo, ahora el fascismo totalitario, que no escapará
tampoco a esa ley. En el mismo seno del fascismo vencedor de esta hora resurgirá
lo español del bando vencido y, mientras por un lado los europeistas de la
derecha y los de la izquierda se reconocerán hermanos, los que llevan otra
sangre y otro espíritu, desde los polos más opuestos, sabrán identificarse
para defender la causa eterna de la libertad española.
De la beligerancia de esas dos Españas, de esas dos
herencias históricas han brotado algunos intelectuales que han pretendido
situarse equidistantes de los dos extremos, un Martínez de la Rosa, por
ejemplo, con su Estatuto real, o un Manuel Azaña con la Constitución de 1931,
condenados de antemano a no satisfacer ni a los unos ni a los otros y a fomentar
la guerra civil que pretendían evitar con sus elucubraciones.
El arraigado interés de potencias extranjeras en no
consentir una verdadera y amplia resurrección de España, por el temor a su
potencia económica posible y a su posición estratégica, ha contribuido
siempre a mantener nuestra decadencia, en unos casos interviniendo militarmente
— la Francia de Chateaubriand —, en otros propiciando la no-intervención
— la Francia de León Blum. Quizás esta guerra europea acabe con la primacía
de todas esas potencias, democráticas o totalitarias, enemigas de una España
dueña de sus destinos, y, sin su intromisión en nuestras cosas internas, la
influencia europeizante cese de dividirnos, volviendo a ser, si no el comienzo
de Africa, por lo menos el puente natural de la europeo y lo africano, más
ligados a lo africano que a lo europeo, como nos lo indica la historia, la
etnografía y la geografía.
No tenemos ningún punto de contacto con los
nacionalismos, pero somos patriotas del pueblo español, y sentimos como una
herida mortal toda invasión extranjera, en tanto que fuerzas militares o en
tanto que ideas no digeridas por nuestro pueblo. Se llaman tradicionalistas
justamente los que menos se apoyan en la tradición española, los partidarios
de las monarquías importadas, Austrias o Borbones, los partidarios del
catolicismo romano, y nos presentan como antiespañoles a los que reivindicamos
lo más puro y más glorioso de la tradición ibérica. Si hay tradicionalistas
en España, los que van a la cabeza de la tradición somos nosotros, que no
vemos para nuestros viejos problemas mas que soluciones españolas, tan lejos
del comunismo ruso, como del fascismo ítalo-germánico o del fofo liberalismo
francés. De ahí nuestro aislamiento y nuestra hostilidad frente a partidos y
organizaciones llamados de izquierda que reciben sus consignas o sus ideologías
de malos plagios europeos; tan aislados y tan hostiles hemos estado ante ellos,
en el fondo, como si se tratase de aquellos a quienes habíamos declarado la
guerra. Unos y otros nos parecían, en tanto que partidos, tendencias,
extranjeros en España
(1).
(1)
Hemos tropezado, en
cambio entre los vencidos por nosotros, ejemplares de españoles auténticos,
que sabían morir con la misma entereza que han muerto en manos de Carlos V, los
Padilla o los Maldonado, o los Riego, Mariana Pineda o Torrijos en manos de
Fernando VII, o los Fermín Galán y García Hernández en manos de Alfonso
XIII. Hombres que luchaban y morían por una causa que creían salvadora para
España. Reconocíamos en tantos enemigos condenados por nuestros Tribunales
verdaderos hermanos nuestros, y en cambio veíamos con desconfianza y con
repulsión a muchos que estaban con nosotros, que decían sostener nuestras
ideas. Espectáculos de esos fueron los que nos han hecho clamar, a los pocos
meses del 19 de julio, contra las penas de muerte, quizás la única voz que se
ha hecho sentir en aquel torbellino, en toda España; pero estamos seguros de
que no hemos sido los únicos en pensar y en sentir lo mismo. ¿Qué ganaba España
con matar de un lado y de otro a los mejores de sus hijos, convencidos de un
lado y de otro de las barricadas de sostener la mejor bandera para el bienestar
y la prosperidad del país? Véase un testimonio de esas manifestaciones contra
las penas de muerte y las cárceles en el apéndice a la traducción inglesa del
libro nuestro Aíter the Revolution, (Green Publisher, New York, 1937).
En
todas las guerras civiles españolas se han formado arbitrariamente los bandos
beligerantes, y se han combatido a muerte muchos que habrían debido ponerse de
acuerdo sobre su calidad de españoles, sobre su moral inatacable, sobre sus
aspiraciones finales idénticas. Es conmovedor el respeto y el cariño de un
Zumalacarregui, carlista, hacia su adversario Mina, y se conservan en la
historia testimonios de admiración hacia un general Diego León, absolutista
fusilado después de un proyecto descalabrado, de parte de sus mismos
adversarios, los que hubieron de condenarle. Se han mezclado, y generalmente,
han dirigido las contiendas, a un lado y otro de los beligerantes, los que menos
tenían que ver con la verdadera España espiritual y que habrían podido,
dejando a un lado pequeños intereses particulares, marchar en perfecta armonía.
A
pesar de la diferencia que nos separaba, veíamos algo de ese parentesco
espiritual con José Antonio Primo de Rivera, hombre combativo, patriota, en
busca de soluciones para el porvenir del país. Hizo antes de julio de 1936
diversas tentativas para entrevistarse con nosotros. Mientras toda la policía
de la República no había, descubierto cuál era nuestra función en la F. A. I.,
lo supo Primo de Rivera, jefe de otra organización clandestina, la Falange española.
No hemos querido entonces, por razones de táctica consagrada entre nosotros,
ninguna clase de relaciones. Ni siquiera tuvimos la cortesía de acusar recibo a
la documentación que nos hizo llegar para que conociésemos una parte de su
pensamiento, asegurándonos que podía constituir base para una acción conjunta
en favor de España. Estallada la guerra, cayó prisionero y fué condenado a
muerte y ejecutado. Anarquistas argentinos nos pidieron que intercediésemos
para que ese hombre no fuese fusilado. No estaba en manos nuestras impedirlo, a
causa de las relaciones tirantes que manteníamos con el gobierno central, pero
hemos pensado entonces y seguimos pensando que fué un error de parte de la República
el fusilamiento de José Antonio Primo de Rivera; españoles de esa talla,
patriotas como él no son peligrosos, ni siquiera en las filas enemigas.
Pertenecen a los que reinvindican a España y sostienen lo español aun desde
campos opuestos, elegidos equivocadamente como los más adecuados a sus
aspiraciones generosas. ¡Cuánto hubiera cambiado el destino de España si un
acuerdo entre nosotros hubiera sido tácticamente posible, según los deseos de
Primo de Rivera!
Había un sólo medio de convivencia de esas dos razas
eventuales que pueblan nuestro territorio: la tolerancia: pero la tolerancia
es, desde hace varios siglos, desde la introducción de la iglesia católica
romana y la invasión de las monarquías extranjeras, un fenómeno desconocido e
inaccesible al partido europeizante, de la Santa Alianza ayer, del fascismo y el
comunismo hoy. La tolerancia, y la generosidad han estado mucho más en el
temperamento español auténtico. Un historiador de nuestro siglo XIX han
escrito: "En la reacción está vinculado entre nosotros el terror, que en otros
países se ha repartido con la revolución; a la tiranía corresponde el
privilegio de reacciones degradantes y atroces, indignas de toda nación que no
esté sumida en la más repugnante barbarie: en España el triunfo de la
libertad ha sido siempre una amnistía harto generosa"
(1).
(1)
A. Fernández de los Ríos:
Estudio histórico de las luchas políticas en la España del siglo XIX,
tomo I, Pág. 153. Madrid 1880.
Cuando la historia deje de ser crónica clásica de los
reyes y de los tiranos, es decir, de las clases privilegiadas, y se convierta en
la historia del pueblo en todas sus manifestaciones y sentimientos, pocos países
ofrecerán la riqueza de heroísmo y de tenacidad que ofrece el pueblo español,
desde sus orígenes más remotos, en su pugna permanente por librarse de la
esclavitud religiosa, de la esclavitud política y de la esclavitud social. Se
podría interpretar la historia de España como una rebelión que ha comenzado
con la resistencia a la invasión romana por rebeldes que iban más allá de la
lucha política, como Viriato, y que no ha terminado todavía, porque las causas
que la motivaban subsisten aun
(2).
(2)
Jacinto Toryho: La
independencia de España, Barcelona, 1938.
Han cambiado los nombres de los partidos, los colores de
las banderas, las denominaciones ideológicas; pero el parentesco racial y la
esencia del esfuerzo de un Viriato, luchando contra los nobles romanos e indígenas,
y un Durruti acaudillando una masa entusiasta de combatientes para libertar a
Zaragoza de la opresión militar, es innegable.
Los historiadores oficiales han tenido siempre la
preocupación de enmascarar la historia y de hacerla girar, como una noria, en
torno a los representantes máximos del poder político, ennegreciendo y
envileciendo la memoria de los que enarbolaron, contra ese poder, el pendón de
la libertad. Sin embargo, la verdad se sabe abrir paso, y aunque a distancia en
el tiempo, los vencidos de Villalar, por ejemplo, brillan mucho más y conmueven
mas hondamente a las generaciones que les sucedieron que el recuerdo de sus
vencedores. Simbolizaban la lucha de lo nativo, de lo africano, contra la invasión,
entonces invasión del absolutismo monárquico, concepción desconocida en la práctica
política de un pueblo que trataba de tú a sus reyes y los nombraba para que lo
fueran en justicia, y si no, nó, sosteniendo a través de todas las doctrinas
el derecho de insurrección y el regicidio contra los tiranos.
Los heroes de la libertad, en todos los tiempos, no
tuvieron escribas agradecidos y sumisos que transmitieran su memoria al porvenir
y, hasta llegar al socialismo moderno — pasando por alto el hecho que algunas
de sus fracciones ha odiado la revolución tanto como a la peste, según la
frase del socialdemócrata Ebert — toda rebelión contra la tiranía eclesiástica,
principesca, era anatematizada como crimen que solo se purgaba en la horca.
Si un día fuese posible hacer revivir el pasado real de
nuestro pueblo, lo haríamos más comprendido y más admirado en el mundo. Lo
que se puede relatar de nuestra generación o de las inmediatamente anteriores,
no es más que una pequeña muestra de lo que puede decirse de todas las
generaciones que han transcurrido desde los tiempos más lejanos.
Nada, nuevo hemos creado los españoles contemporáneos,
ni los de la derecha ni los de la izquierda, ni los revolucionarios ni los
reaccionarios: no hemos hecho más que seguir una trayectoria que nos habían
marcado ya nuestros antepasados y que nosotros reafirmamos para que la continúen
nuestros hijos.
Aunque la dominación centralista, siempre liberticida, en las luchas de los últimos cuatro siglos acabó por imponerse en España, la lucha por la libertad no ha cesado un solo momento. No hubo tregua entre las fuerzas del progreso, descentralizadoras, y las fuerzas de conservación y regresión, partidarias del centralismo. Cuando nuestro pueblo ha logrado, por cualquier circunstancia, salir a flote, llevar a los hechos sus aspiraciones y sus instintos, hemos visto restablecer la esencia del viejo iberismo africano, al cual la invasión árabe no
Se constituyen espontáneamente Juntas locales y provinciales con los elementos populares de más prestigio; esas juntas se federan entre sí y ofrecen en seguida la trama de una federación de repúblicas libres, que marcan luego en las Cortes comunes sus directivas generales. Una confederación de repúblicas fue, en realidad, la que hizo la guerra a Napoleón, y una confederación de repúblicas fue la que, a través de todo el siglo XIX, luchó por la libertad contra el absolutismo. Por la misma senda queríamos sostener en 1936 la bandera del progreso, y de la libertad, pero en esta ocasión las fuerzas centralizadoras — republicanas, socialistas y comunistas — llevaron la escisión al pueblo y lo desviaron en lo que les fue posible, del juego natural de sus
Con la centralización política — importada del
extranjero por reyes de otra raza y por la iglesia romana impuesta por esos
reyes — tuvimos la miseria, el hundimiento, la ignorancia; con la libertad
creadora, con la federación de las regiones diversas hemos sido la luz del
mundo.
Todo centralismo lleva en su seno el germen del fascismo,
cualquiera que sea el nombre y las apariencias que le circunden. Lo comprendió
así Pi y Margall, discípulo de Proudhon, y eso es lo que hizo de ese hombre
extraordinario una figura tan respetable de la vida política española. La
decadencia de España en todos los sentidos comenzó con su centralización política
y administrativa. De ahí provienen las desdichas y miserias que vamos
arrastrando, como grilletes a los pies, a través de los siglos que siguieron.
España había sido, antes de los Reyes Católicos, el foco más brillante de la
civilización europea, el emporio de la industria mundial. La centralización lo
desecó todo. Los campos de cultivo quedaron yermos; más de cuarenta
Universidades famosas en el mundo de la cultura quedaron convertidas en antros
de penuria mental; los centros fabriles desaparecieron y la indigencia ocupó el
lugar de las antiguas prosperidades y de las antiguas grandezas. Llegó a
reducirse nuestra población a poco más de 7 millones de habitantes donde habían
vivido más de cuarenta.
La llamada dominación árabe no había sido nunca una
dominación centralizadora; se hizo de su liquidación una cuestión religiosa
ante la posteridad, olvidando que su arraigo y su éxito en España se debían a
la circunstancia de no significar sino una fortificación del propio espíritu
ibérico, bereber. Se dejó la máxima autonomía a cada región e incluso una
admirable tolerancia religiosa en que cristianos, árabes y judios convivían
sin molestias y sin celos, practicando cada cual sus ritos, a veces en el mismo
templo, pero trabajando todos por el engrandecimiento y el bienestar en el suelo
común. España era espejo y vanguardia de todos los países, que envidiaban sus
adelantos, sus letras, su ciencia, su industria, su agricultura. Todo ello quedó
agostado en los regímenes monárquicos unitarios. Tal nos prueba perfectamente
la historia y de ahí nuestra desconfianza ante toda centralización política y
nuestro apoyo a toda reivindicación autonómica y foral.
El centralismo fue causa principal de la muerte del
impulso que había derrotado a los militares en gran parte de España, y sin la
acción y la inspiración de ese genio del pueblo, cuando el terror y la
violencia impusieron la centralización, militar, administrativa, política, de
propaganda, etc., el coloso del 19 de Julio se redujo a la medida de un
Indalecio Prieto o de un Negrín, y con esa medida no cabía esperar otros
resultados que los que hemos obtenido, de derrota vergonzante e infamante. No
brilla justamente España por la categoría de sus dirigentes; si hay algo
permanentemente grande y digno de admiración es su pueblo. Pero ese pueblo, por
instinto racial, si podemos usar la palabra, está en oposición irreductible a
todo centralismo, y para que ocupe el puesto que le corresponde, hace falta otro
aparato que el de una burocracia central incomprensiva e incapaz; hace falta la
federación tradicional de las regiones y provincias y la libertad de su
iniciativa fecunda y de su decisión valerosa.
En ningún país se ha perseguido con tanto ensañamiento
como en España a las organizaciones gremiales de los trabajadores; pero en
ninguna parte han echado tanto arraigo como allí. En ninguna parte, tampoco, se
combatió con tanta tenacidad la instrucción del pueblo como se hizo en España
por la Iglesia y por el Estado, y a esa condición de ignorancia celosamente
custodiada se deben muchos absurdos y también muchos excesos en nuestro pasado,
donde encontramos a un pueblo amante apasionado de la libertad y haciendo simultáneamente
ídolos de los mas repugnantes tiranos.
Uno de los hombres de la primera República, Fernando
Garrido, ha referido en 1869 en las Cortes Constituyentes, un episodio típico
de los tiempos de Isabel II, pero común, a fuerza de repetirse, en todas las épocas:
se trataba de una especie de catacumba en la ciudad de Reus, donde se reunían,
con todo misterio, para aprender a leer y a escribir, aritmética y otros
conocimientos, los jóvenes obreros de aquella localidad. Para asistir a las
lecciones tenían que burlar la vigilancia policial y mantener en secreto el
centro instructivo, considerado un gravísimo delito. Estaba la enseñanza en
manos de la Iglesia y bajo su censura rigurosa. ¿Y qué podía esperarse de
gentes que proclamaban con el P. Alvarado: ¡Más queremos errar con San
Basilio y San Agustín que acertar con Descartes y Newton!, y que
declaraban a la filosofía "la ciencia del mal", como un vicario de Burgos en
1825, García Morante?
Se ha hecho popular la frase del ministro Bravo Murillo,
cuando le pidieron que legalizase la escuela fundada por Cervera, un maestro
popular admirable, en Madrid, para enseñar a los obreros a leer y escribir: "Aquí
no necesitamos hombres que piensen, sino bueyes que trabajen".
Los que han historiado los gremios medioevales, de los
cuales el moderno sindicalismo español es una fiel continuación, aunque la
resurrección de ideologías fundadas en ese sentido natural de asociación de
los explotados en Francia y en otros lugares haya puesto en circulación esa
palabra para caracterizarlos, no han podido menos de admirar el tesón y la
habilidad con que se ha manifestado, en todas las épocas, el espíritu
solidario y combativo del obrero y del campesino español en defensa de sus
derechos. No obstante la esclavización moral y material por la iglesia y por
las clases dirigentes del Estado, los trabajadores y los campesinos supieron
organizarse y mantener sus relaciones a la luz pública o en la clandestinidad,
arrostrando todas las consecuencias. Signos de ese espíritu son las rebeliones
de los payeses de remensa en el siglo XV, las germanias
(hermandades) de Valencia y Mallorca en 1519-22, de los comuneros en
1521, de los nyeros catalanes del siglo XVI, uno de cuyos últimos jefes,
Pero Roca Guirnarda, aparece en las andanzas de Don Quijote. Y la misma obra de
Cervantes, escrita en un período de prosperidad de las fuerzas antipopulares,
¿no está sembrada de referencias a otros tiempos mejores, que situaba en el
pasado, en la edad de oro de libertad y de justicia?
En todo el siglo XIX se cuentan por decenas las
rebeliones armadas de los obreros y los campesinos para reconquistar la libertad
perdida y por la implantación de un régimen social justiciero. Lo que han
visto nuestros contemporáneos en las gestas del movimiento libertario, lo
vieron las generaciones anteriores en los hombres de la Internacional, nombre
adoptado desde 1868 hasta pocos años antes de fin del siglo, y en numerosas y
variadas manifestaciones anteriores de un anhelo sofocado, pero no exterminado
nunca de nueva vida, de renovación espiritual y de transformación económica
en sentido progresivo. Y la combatividad fue siempre la misma. El general Pavía,
un López Ochoa de otra época, dijo, refiriéndose a las luchas que hubo de
sostener en Sevilla contra nuestros precursores, que los internacionales se batían
como leones.
La rebelión proletaria fue un fenómeno constante en
España, tan constante como la reacción, de las fuerzas que se oponen al
progreso y a la luz. Ha pasado a la historia la huelga general de Barcelona en
1855 para reivindicar el derecho a la asociación contra la dictadura del
general Zapatero. Recuérdense los movimientos insurrecionales de 1902, que
llenaron de asombro al proletariado mundial por la sensación de disciplina, de
organización y de combatividad de que dieron muestras los obreros de Cataluña,
citados como modelos en toda la literatura social moderna. Recuérdese la rebelión
de Julio de 1909 contra el matadero infame de Marruecos, que no servía para
colonizar y conquistar aquella zona africana, sino para justificar ascensos
inmerecidos en las filas de un ejercito pretoriano, formado por la monarquía
para uso y abuso de la monarquía misma. Esos acontecimientos dieron ocasión a
la Iglesia católica para deshacerse de las escuelas Ferrer, un Cervera del
siglo XX, que amenazaban convertirse en un gran movimiento de liberación
espiritual. Recuérdense los movimientos insurreccionales de agosto de 1917, en
los cuales la clase obrera hizo saber a la monarquía borbónica su decidida
voluntad de luchar por su emancipación. Recuérdense las conspiraciones
continuas en el período de Primo de Rivera, y los golpes de audacia de los
anarquistas en Barcelona, en Zaragoza y en otros lugares, golpes de audacia que
si no llegaban al triunfo, al menos mantenían la llama sagrada de la rebelión.
La primera república, "más en el nombre que en la
realidad", según Salmerón, uno de sus presidentes, se estrelló en su lucha
contra el avance social, y no queriendo dar satisfacción a las exigencias del
pueblo y entrar abiertamente por el camino de las reformas, de la vuelta a la
soberanía de la auténtica España, se entregó a la tarea de buscar por esos,
mundos un rey dispuesto a la tarea de cargar con la corona vacante. En 1868 como
en 1931, los centralistas, aunque se dijesen republicanos, se hicieron dueños
de la situación, y los centralistas estaban más cerca, entonces y ahora, de la
monarquía o de cualquier otro sistema de reacción que de un régimen
francamente republicano y social, federativo. Mientras en la primera República
se conspiraba abiertamente, incluso desde el Gobierno, por la monarquía, se
combatía a muerte a la Internacional, se prohibía la organización obrera y se
perseguía a sus afiliados con procedimientos que recuerdan la fórmula que se
hizo valer muchos años más tarde, para llegar a resultados parecidos: "¡Tiros
a la barriga!" y "Ni heridos ni prisioneros".
Nuestras guerras civiles han estado casi siempre matizadas por preocupaciones sociales dominantes. No han sido, como las de otras naciones, guerras de carácter esencialmente político en el sentido de mero, predominio de individuos, de dinastías o de clases. Fueron luchas entre la reacción y la revolución. Vence, la reacción y se proclama brutalmente, como en el decreto del 17 de octubre de 1824, que se persigue la finalidad de hacer desaparecer "para siempre del suelo español hasta la más remota idea de que la soberanía reside en otro que en mi real persona" (Fernando VII). Si vence la revolución crea de inmediato los instrumentos para afirmar la libertad, las juntas, la federación de las provincias y regiones, restableciendo la soberanía popular.
La primera República no surgió solamente de la
descomposición de una dinastía caduca, degenerada y nefasta, sino, sobre todo,
de las exigencias de las fuerzas liberales, revolucionarias que querían dar un
paso hacia adelante en todos los terrenos.
El advenimiento de la segunda República impidió el
estallido de una revolución popular profunda que se consideraba incontenible.
Pero no dió solución a ninguno de los problemas planteados y se desprestigió
desde los primeros meses por los vicios de origen de su esterilidad y de su carácter
antiproletario. El pueblo, que la aclamó un día en las urnas, había querido
dar un paso efectivo hacia su bienestar y hacia ese mínimo de liberación y de
reconquista de su soberanía que los filósofos y estadistas republicanos no
supieron, no quisieron o no fueron capaces de restaurar. Ha querido montar la
República, con escasísimo acierto, el andamiaje de una tercera España,
equidistante de las dos Españas que tradicionalmente, desde hace muchos siglos,
vienen pugnando por orientar la vida y el pensamiento en la Península Ibérica.
Fracasó totalmente. Nada peor que los términos medios, los pasteleos, las
ambigüedades en las grandes crisis históricas.