HA terminado la guerra española, gracias a la poderosa ayuda ítalo-alemana prestada a nuestros enemigos, en hombres y en material bélico, y gracias también a la complacencia criminal de los llamados Gobiernos democráticos, autores de la farsa inicua de la no-intervención. Ha terminado la guerra española, pero el mundo, que nos aisló de toda posibilidad de lucha con pretextos fútiles y cálculos falsos, tiene ahora que pagar los platos rotos de la nueva hecatombe.
Burgueses y proletarios de todos los países
estuvieron unidos en la cómoda interpretación de que nuestra guerra sólo a
nosotros, beligerantes, nos incumbía. Cuando no cometieron el gravísimo delito
de ayudar a nuestros enemigos — el paraíso del proletariado, Rusia, enviaba a
Italia la nafta con que la aviación fascista nos bombardeaba, destruyendo
ciudades y masacrando poblaciones civiles —, bloqueándonos a nosotros hasta
hacernos sucumbir. Francia e Inglaterra se encuentran por eso ante la realidad
que les habíamos señalado tantas veces como inevitable. ¡No intervención o
intervención unilateral a favor de los facciosos! Tal ha sido la posición ante
la cual nos hemos estrellado.
El fracaso del
fascismo en España era el primer peldaño del derrumbe del fascismo en Europa y
en el mundo. Comprendemos la trágica situación de Inglaterra, que ha sostenido
al fascismo italiano desde que comenzó a despuntar como instrumento
liberticida, puesta ante la obligación, atendiendo al propio interés, de
ayudar al antifascismo español. Los acontecimientos que estamos viviendo nos
muestran que optó a favor de Italia y contra nuestra España, contra esa España
a la que en 1808 creyó de su deber auxiliar en su lucha contra Napoleón, y lo
hizo esta vez en propio daño.
Si en la
presente contienda bélica salen airosos los aliados franco-británicos, habrán
tenido que satisfacer, previamente, la deuda contraída con su actitud ante
nuestra guerra. ¡No hay plazo que no se cumpla!
Terminó
la lucha en España como no hubiéramos deseado que terminara, pero como habíamos
previsto que terminaría si no se operaban determinados cambios en la dirección
y en la política de la guerra: con una catástrofe militar — por
derrumbamiento de los frentes y de la retaguardia — y con una bacanal
sangrienta a costa de los vencidos. Dos libros informan sobre esa fase final:
uno del coronel Segismundo Casado, The last Days of Madrid, y el otro de
J. García Pradas: Cómo terminó la guerra en España. Confirman ambos,
punto por punto, desde su escenario de acción en la región del Centro, lo que
nosotros hemos querido reflejar a través de lo observado en Cataluña. La misma
intervención funesta de los emisarios rusos y de sus aliados españoles, tan
blandos y accesibles a la corrupción, los mismos crímenes contra el pueblo, la
misma conspiración contra España, la misma descomposición moral por obra de
una política que no tenía más alcances que el predominio de partido en el
aparato de Estado.
De las tres
causas que nosotros señalamos como causantes fundamentales de nuestra derrota:
a) la política franco-británica de la no intervención... unilateral; b) la
intervención rusa en nuestras cosas; c) la patología centralista del Gobierno
ambulante de Madrid-Valencia-Barcelona-Figueras, sólo en este tercer aspecto señala
nuestro relato una variante esencial.
Pero esos dos
volúmenes sobre el final de nuestra guerra, nos eximen de referirnos a
acontecimientos en los que no hemos tomado parte — y no por falta de deseo o
de identificación con ellos — y de describir ambientes en los que no hemos
vivido.
Nos consideramos ya fuera de combate por
la derrota y por haber descubierto más de lo que convenía el velo de la
clandestinidad en que se había desarrollado siempre nuestro movimiento. Por eso
podemos hablar del pasado y sostener que, en lo sucesivo, cada cual cargará con
la responsabilidad que le quepa en la tragedia de España. Nosotros hacemos
bastante con cargar con la propia.
Representábamos la más vieja organización de tipo
político-social de la España moderna. La Federación Anarquista Ibérica es la
misma Alianza de la Democracia Socialista fundada en 1868 en Madrid y en
Barcelona y extendida luego por toda la Península, incluso Portugal. Núcleo íntimo
de propaganda, de organización obrera y de lucha, todavía sigue preocupando a
los vencedores su liquidación, al comprobar por múltiples signos cotidianos
que ni el terror ni los fusilamientos han logrado hacerlo desaparecer. El desenlace de la guerra ha puesto a
muchos millares y millares de nosotros, vencidos, fuera de combate. Pero con
nuestra exclusión no está asegurado el desarraigo de nuestro movimiento. Otros
han ocupado ya el puesto de los caídos y de los supervivientes en el exilio,
supervivientes que equivalen igualmente a bajas definitivas, porque una
supervivencia fuera de nuestro clima geográfico, político y social equivale a
la muerte. Para reanudar la historia española no hay más que un terreno
propicio: ¡España!
A ese movimiento clandestino de recia
contextura combativa y moral se debe la orientación, el desarrollo y la defensa
de las organizaciones obreras revolucionarias de España, sus luchas heroicas,
su resistencia inigualada a todos los métodos de la inquisición política de
derechas y de izquierdas, sin interrupción desde la turbia época. de Sagasta.
¡Cuántos negros períodos de amargura desde entonces! ¡Cuántas generaciones
de militantes aplastadas en esa brega! Le tocó ahora a nuestra generación
caer. Y ha caído en su ley. Por eso resurgirá, y está resurgiendo ya, la
misma veta roja de nuestra historia y se continuará la batalla por la justicia.
¿Qué puede importar a nadie que no seamos ya soldados de esa cruzada?
La acción progresiva y justiciera de
casi tres cuartos de siglo ha pesado considerablemente en el desarrollo de la
moderna historia española. En más de una ocasión, frustrados los otros medios
posibles, los de la propaganda y la presión sindical, simple, fue preciso
recurrir a procedimientos más enérgicos y expeditivos. Torturadores y verdugos
del pueblo eran perseguidos siempre por la sombra de la acción vengadora anónima.
Algunos hechos individuales de represalia y algunas insurrecciones armadas, las
últimas, en diciembre y enero de 1933 y en octubre de 1934 contra la exótica
República misma, y el funcionamiento invisible, pero permanente, de nuestros
grupos dispersos en todos los ambientes, han hecho hablar mucho de nosotros,
tejiendo una leyenda y un mito. Ese mito y esa leyenda se vió en Julio de 1936
que correspondían en buena parte a la realidad en ciertos aspectos.
Fuera de la cooperación apasionada del
socialismo revolucionario, madrileño, con el que compartimos el triunfo sobre
la militarada en la capital de España, en el resto de las regiones donde los
militares fueron derrotados, el esfuerzo fue casi exclusivamente nuestro. Y no
se ha triunfado en toda España porque nuestra gente carecía de armamento y el
Gobierno de la República había prevenido el 18 de julio a los Gobernadores
civiles para que no entregasen armas al pueblo.
A fines de 1937 figuraban en nuestras
filas 154.000 inscritos. Eran menos, es verdad, antes de la guerra, pero su
influencia alcanzaba a millones de trabajadores industriales y de campesinos.
Muchas veces partidos y organizaciones de izquierda se creían directores de
acontecimientos de que no eran más que juguetes, dóciles a un ambiente que habíamos
preparado para dar un paso más en la senda del progreso económico, político y
social del país. Hemos mencionado, por ejemplo, cual ha sido la causa de que
hayamos arrojado en 1933 del poder a las izquierdas, y cuales fueron los motivos
que, en febrero de 1936, nos movieron a devolvérselo.
Podemos ahora hablar de muchas cosas que
nos atribuyen sin razón, y de las que no nos atribuyen, porque se ignora cuales
han sido sus fuentes y determinantes.
Ningún Partido de los que se disputaban
el Parlamento o el Gobierno tenía una organización tan sólida como la
nuestra, ni tanta fuerza numérica y tanto arraigo en el pueblo, a cuyos
intereses y aspiraciones hemos permanecido y permanecemos fieles. Por fidelidad
a ese pueblo, que no a su Gobierno, hemos pretendido hasta la última hora
entrar plenamente en juego, a nuestro modo, y no se nos ha consentido.
Nunca habíamos tenido contacto ni
vinculaciones con ninguna otra fuerza organizada, fuera de la Confederación
Nacional del Trabajo, nombre nuevo, que sólo data de 1911, de la vieja
organización obrera sostenida desde 1869 por nuestro movimiento. Cuando estalló
la guerra como resultado de nuestro triunfo sobre una serie de guarniciones del
ejército sublevado, creimos necesario dar públicamente la cara y coordinar el
máximo de voluntades en torno a la contienda que se iniciaba. Se nos acusa por
algunos de haber pensado más en la guerra que en la revolución. No teníamos
mas posibilidades de instaurar y asegurar una nueva organización económica y
social que triunfando en la guerra. ¿Dónde se quería que hiciésemos una
revolución si el territorio estaba en manos del enemigo en su mayor parte? ¿Es
que se hacen revoluciones sociales en las nubes? No hemos triunfado, hemos
perdido el terreno sobre el cual una gran transformación económica y social
era posible, porque obreros y burgueses de todos los países coincidieron en
sofocarnos, cruzándose de brazos o trabajando para nuestros enemigos. Y la
revolución que se esperaba en España, de acuerdo al clima y a la preparación
del pueblo llamado a realizarla, no según cartabones dogmáticos de partido,
fue liquidada por quién sabe cuantos años.
El balance de la contienda iniciada el 19
de julio de 1936 y terminada como verdadera guerra internacional de España
contra las potencias militaristas más agresivas de Europa, en abril de 1939, no
se puede olvidar ni menospreciar. Sólo pueden acusarnos y pedirnos cuentas y
aleccionarnos los que estén dispuestos a imitar aquella epopeya y a pagar por
sus ideales el mismo precio que han pagado los revolucionarios españoles por
los suyos. Hubo no menos de dos millones de muertos de ambos bandos, y hubo más
de cien mil fusilados y asesinados en España después del triunfo fascista. Y
se añaden a esas cifras un millón de prisioneros en los campos de concentración
españoles y medio millón de refugiados en los campos de concentración de
Francia y Norte de Africa, calculando en 60.000 la cifra de los que murieron en
el éxodo y en el exilio de hambre, de frío y de tristeza.
Esas cifras dicen algo de la epopeya
popular más grandiosa de los tiempos modernos. Ni siquiera la derrota disminuye
su gloria y su trascendencia histórica. Esos cadáveres abonan la vitalidad de
la España eterna, que resucitará de sus cenizas, más pujante e invencible que
nunca.
El
valeroso Gobierno de la victoria, hechura de Moscú, disponía en el extranjero
de ingentes recursos financieros como para atender a las víctimas del éxodo
gigantesco. Pero lo mismo que nosotros no hemos logrado en España, desde el
Frente popular, que se rindiese cuentas de la situación de nuestra hacienda,
tampoco se logró en el extranjero, en la entelequia de la Diputación
permanente de las Cortes, reunida en París, que los aprovechados atracadores
del tesoro nacional, diesen la menor explicación de sus dilapidaciones. Algo
vino a saberse más allá de los círculos íntimos, por la separación ruidosa
de Prieto y Negrín, cada uno de los cuales alegaba derechos a administrar el
botín de la guerra en provecho propio y de sus amigos y cómplices. Pero la luz
queda por hacer.
A la atribulación del fracaso, uno de
cuyos factores fue la política de la intervención rusa en España, quizás ya
en buen acuerdo con la Alemania hitleriana, se une para las grandes masas la
comprobación del engaño en que han vivido y luchado y el descubrimiento de la
catadura moral de los dirigentes y usufructuarios de nuestra guerra. El mito de
la resistencia con pan o sin pan, con armas o sin ellas, era sólo la ambición
de disfrutar después del desastre, solos, del botín logrado con nuestra
derrota, que era su victoria.
Y con esos millones de la España
despojada y escarnecida, se comprarán conciencias y plumas que, por encima de
tanta tragedia y de tanta suciedad, elevarán a los afortunados un pedestal de héroes.
También se quiere llegar a eso. Alguien ha escrito y nosotros esperamos que así
sea: “Quieren pasar a la historia en mármoles y bronces y han de contentarse
con un estercolero”.
Sólo queda un héroe
para hoy y para siempre, mártir y puro: el pueblo español. No podremos estar
en lo sucesivo a su lado más que con nuestra simpatía y nuestro cariño. Es la
única grandeza ante la cual nos descubrimos con respeto. Sólo nos avergüenza
y nos intriga el hecho de que hayan podido salir de ese gran pueblo tantos
traidores, en nombre de los más opuestos ideales.
Casi tres siglos
duró el aplastamiento del espíritu ibérico después de la derrota de los
comuneros de Castilla y de los agermanados de Valencia por el emperador Carlos
V, y de la liquidación de las libertades de Aragón por Felipe II. ¿Quién podía
figurarse que nuestro pueblo estuviese todavía vivo en 1808? En aquella gesta
gloriosa de seis años volvió España a entrar en la Historia. Pero en 1823, el
tirano abyecto Fernando VII, creador de escuelas de tauromaquia, logró imponer
de nuevo su despotismo sobre ríos de sangre y martirios infinitos. Desde
aquella época hasta julio de 1936, entre guerras civiles, rebeliones populares
y períodos de cansancio y de agotamiento, un intervalo de poco más de un
siglo, ¿cuántos profetas anunciaron la muerte de España? En 1936 se mostró
nuestro pueblo otra vez tal como es, heroico en la lucha y genial en la
reconstrucción económica y social, recuperando en pocos meses de libertad el
propio ritmo. La derrota de 1939 durará más o menos; pero sólo a costa del
exterminio total del pueblo español
podrá cambiar definitivamente el espíritu de ese gran pueblo y se logrará
sofocar la esperanza de la nueva vida, de la nueva aurora.
Buenos Aires, 5
abril 1940.