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XVII

LA NUEVA INQUISICION IBERICA

 

Resuelta en principio la crisis de Cataluña el Partido Comunista persistió en su campaña de calumnias e incitación a la represión. Su secretario general, José Díaz, vociferaba: «Todos los partidos y organizaciones del Frente Popular tienen que condenar públicamente el criminal levantamiento de Cataluña. Los que no lo hagan no pueden estar dignamente representados en el gobierno» .

El diario CNT, de Madrid, contestando a alusiones, replicaba: «¿Qué quiere el Partido Comunista? ¿Que se produzca una crisis para que la C. N. T. deje de estar en el gobierno?»

El 15 de mayo, en un Consejo de Ministros, los dos representantes comunistas provocaron la crisis de gobierno. En su libro Mis memorias, Largo Caballero, refiriéndose a aquel Consejo y a la actitud de los comunistas, escribe:

«Entonces propusieron la disolución de la C. N. T. y el P. O. U. M... Manifesté que eso no se podía hacer legalmente; que mientras yo fuese presidente del gobierno no se haría...; que si los tribunales comprobaban que se había cometido algún delito ( ... ) lo harían, pero no el gobierno.»

Según versión dada al autor por Federica Montseny, ante la actitud del presidente del Consejo los dos ministros comunistas abandonaron la reunión. Caballero, sin inmutarse, dijo estas palabras: «El Consejo de Ministros continúa». Fue entonces cuando ocurrió lo inaudito. Prieto, Negrín, Alvarez del Vayo (socialistas prietistas), Giral, Irujo (republicanos), abandonaron a su vez el salón. Caballero dijo entonces: «Ante esta situación queda planteada la crisis».

Hasta muchos años después de terminada la guerra civil no ha tratado Prieto de justificar su conducta de entonces. En 1946, en un discurso pronunciado en México, dijo que él no había hecho más que aconsejar a Caballero sobre la conveniencia de plantear el problema político al presidente de la República. La verdad es que prietistas y comunistas obraron de común acuerdo. Durante la tramitación de la crisis, para lo cual obtuvo un voto de confianza del presidente de la República, Caballero intentó formar un nuevo gobierno, pero comunistas y prietistas lo impidieron. Caballero desistió y Negrín formó el nuevo gabinete, en el que quedo excluida la C. N. T. Indalecio Prieto ocupó el codiciado Ministerio de la Guerra, que pasaría a llamarse ahora Ministerio de Defensa Nacional, englobando los ejércitos de tierra, aire y mar. En el nuevo ministerio continuaron los dos ministros comunistas.

La C. N. T., fiel a la política de Largo Caballero, declaraba el 18 de mayo: «Constituido el gobierno de Negrín sin nuestra participación, consecuentes con nuestra posición, no prestaremos ninguna colaboración al mismo».

Realmente la C. N. T. había sido expulsada del gobierno, y asimismo la U. G. T. representada por Caballero. La coyuntura no podía ser más favorable para dar un nuevo impulso a la alianza entre las dos centrales sindicales. La actitud comunista ofrecía esta ventaja.

La posición revolucionaria de la C. N. T. había producido el abandono del Frente Popular electoral a favor del Frente Antifascista. El Frente Popular englobaba solamente a los partidos políticos; el Frente Antifascista agrupaba a los partidos políticos y a las organizaciones sindicales. Los comunistas, deseosos de apartar a la C. N. T. de la circulación campañeaban de larga fecha por el retorno al Frente Popular. El pretexto esgrimido era dar un mayor viso de legalidad al gobierno de cara al exterior. La legalidad republicana se apoyaba en las elecciones del 16 de febrero de 1936 y en el triunfo en ellas del Frente Popular.

El 23 de mayo se celebró en Valencia un Pleno Nacional de Regionales de la C. N. T., en el que fueron adoptados acuerdos en consonancia con la crisis política producida. En aquella reunión se ratificó «no colaborar directa ni indirectamente con el nuevo gobierno», al que se acusaba de perseguir un vergonzoso armisticio con el enemigo. Estas consignas debían divulgarse entre los combatientes de los frentes y en los cuerpos armados de la retaguardia. Se procuraría un entendimiento más efectivo con la U. G. T. para organizar la oposición. Por otra parte había que evitar las provocaciones que tratarían de llevar a la C. N. T. a una lucha desesperada en la calle. Finalmente se recomendaba tener dispuestas y en buen lugar «todas las disponibilidades bélicas» de la Organización.

Pero esta posición anticolaboracionista fue rectificada muy pronto (en el mismo mes de mayo) posiblemente por no estar dispuesta la U. G. T. a afrontar aquella situación violentamente. En el Pleno del 23 de mayo se había dispuesto que si la U. G. T. «hacía marcha atrás» el Comité Nacional de la C. N. T. convocaría inmediatamente otro Pleno Nacional de Regionales «para fijar la posición de nuestro Movimiento». El Pleno a que nos referimos últimamente acordó, pues, aceptar la colaboración política «en un plano digno y de justa proporcionalidad». En este mismo Pleno se elaboró un programa mínimo de gobierno a someter al gobierno mismo y a los partidos y organizaciones. Este programa proponía una amplia reorganización de las actividades políticas, económicas y militares en base a una mayor intervención en ellas de las organizaciones sindicales y una mayor proporcionalidad en la distribución de los cargos públicos. La C. N. T. emprendió seguidamente una intensa campaña de mitines en la que pedía abiertamente su participación en el poder.

Pero los acontecimientos seguían discurriendo por otros cauces. Con motivo de la reorganización del gobierno de la Generalidad, que venia funcionando interinamente desde los sangrientos sucesos de mayo último, catalanistas y comunistas complotaron con éxito para expulsar de aquel gobierno a la C. N. T.

La represión policíaca se intensificaba contra los sindicatos, contra los municipios y colectividades. La C. N. T. y la F. A. I. protestaban enérgicamente en una circular del 11 de junio: «En estos días se han acentuado las persecuciones, asaltos a las colectividades y expulsión de nuestros representantes en los Consejos Municipales».

A partir del 27 de mayo tuvieron lugar en Valencia cuatro conferencias públicas en las que tomaron la palabra respectivamente los cuatro ex ministros de la C. N. T. Se trataba de exponer al pueblo cuál había sido su gestión y los obstáculos que habían encontrado en el seno del gobierno para llevarla a la práctica. Lo más importante de estas conferencias es la confesión de que desde el gobierno no se puede hacer obra revolucionaria de ninguna clase. « [En el seno del gobierno] los que representábamos una tendencia revolucionaria y unitaria en la economía ( ... ) éramos dos y ( ... ) quienes defienden y defendían el statu quo económico del capitalismo ( ... ) estaban en mayoría y, además de estar en mayoría, estaban en plan de no resolver nada ...», manifestaba Juan López, ex ministro de Comercio.

Juan Peiró, ministro de Industria, al hacerse cargo del ministerio, intenta elaborar un decreto de colectivización de todas las industrias. Largo Caballero le hace desistir advirtiéndole que Inglaterra, Francia y Bélgica, retirarían al gobierno republicano su reconocimiento diplomático. Peiró cambia de programa y prepara un decreto sobre incautación e intervención de las industrias por el gobierno. El Consejo de Ministros lo combate y le hace objeto de retoques. Del Consejo, el decreto pasa a una comisión ministerial que lo deja convertido en un esqueleto. Pero el calvario no ha terminado. Para poder ponerlo en práctica se precisa dinero, o sea, un crédito que debe conceder el ministro de Hacienda. Este regatea como un usurero y finalmente concede una suma insignificante. Para que la suma sea efectiva ambos ministros tienen que ponerse de acuerdo para fijar ciertas normas. Pero no hay manera de que puedan celebrar una reunión. El ministro de Hacienda está siempre ocupado. Por fin interviene el Banco Industrial, quien rebaja aún más la suma acordada y encima se hace pagar fuertes intereses, lo que disminuye todavía más el crédito. En suma: que se produce la crisis del 15 de mayo sin que el ministro de Industria haya podido poner en práctica un decreto eminentemente conservador. El primer acto del nuevo gobierno consistió en anular lisa y llanamente el decreto.

Arrojadas las dos grandes sindicales del gobierno, unidas podían hacer imposible la vida a cualquier gobierno. Pero si la C. N. T. conservaba intactas sus fuerzas de antaño, en el seno da le U. G. T. se producían los mismos desgarros que tenían dividido al Partido Socialista. Largo Caballero ya no podía contar con las Juventudes Socialistas, que habían sido engullidas por los comunistas de la J. S. U. Su dominio de la Ejecutiva de la U. G. T. no implicaba el dominio completo de esta organización. Todo miembro del Partido Socialista es a la vez miembro de la U. G. T. Y sabemos al Partido Socialista dividido en tres facciones. Además, en las filas de la U. G. T. se habían introducido en masa los elementos comunistas munidos de la táctica proselitista aprendida en las escuelas de cuadros. Largo Caballero y su circulo de incondicionales quedaban confinados en la Comisión Ejecutiva y en el esqueleto de las secciones provinciales. Pero estas secciones se hallaban minadas por minorías resueltas que recibían el apoyo incondicional de los ministros socialistas. Las masas de trabajadores que incuestionablemente simpatizaban con Largo Caballero hallábanse desorientadas por la propaganda proselitista y expuestas a tomar distinto rumbo.

Hasta el 29 de julio no se decidió la Comisión Ejecutiva de la U. G. T. a firmar unas nuevas bases de alianza con el Comité Nacional de la C. N. T. La cláusula más importante era la formación de un Comité de Enlace encargado de «estudiar cuantos problemas la realidad nos plantea». Los encargados de la ejecución de los acuerdos que se tomaren seria cada organización por separado. Este tímido paso hacia la unidad sindical sobre ser tardío parecía encaminado a producir más miedo que daño. El impacto de este miedo entre los comunistas y los socialistas prietistas no podía ser más funesto para Largo Caballero. Aquéllos, sobresaltados ante la amenaza de un frente único C. N. T. - U. G. T., resolvieron tomar por asalto el último baluarte del cabecilla rebelde. En el mes de octubre comunistas y prietistas ayudados por el gobierno y con la colaboración de la policía, consiguieron apoderarse de todos los periódicos caballeristas y aislar completamente a la Ejecutiva Oficial. Largo Caballero quedó desposeído de todos sus cargos en el Partido Socialista y en la U. G. T. a principios de 1938. Las Comisiones Ejecutivas del Partido Socialista y de la U. G. T. quedaron en manos de los elementos procomunistas.

Al instalarse el gobierno de Negrín, el nuevo ministro de justicia, señor Irujo (católico vasco), había declarado que la causa popular estaba manchada con sangre. «La retaguardia republicana —dijo— ha presenciado numerosos asesinatos. Los bordes de las carreteras, las tapias de los cementerios, las prisiones y otros lugares se han llenado de cadáveres. Hombres representativos de la opresión y caballeros del ideal sucumbieron juntos y están mezclados en monstruoso montón. Mujeres, sacerdotes, obreros, comerciantes, intelectuales, profesionales liberales y parias de la sociedad han caído víctimas del "paseo", nombre con que el argot popular encubre el más apropiado y castizo de "asesinato"... Levanto mi voz para oponerme al sistema y afirmar que se han acabado los "paseos". La defensa y el enjuiciamiento de los ciudadanos está confiada al Estado, y éste no cumpliría su deber sin reaccionar con toda la fuerza de su poder contra quien intente tomarse la justicia por su mano, cualquiera que sea su nombre y color. Hubo días en que el gobierno no fue dueño de los resortes del poder. Se encontraba impotente para oponerse a los desmanes sociales. Aquellos momentos han sido superados...»

A pesar de esta última afirmación del señor Irujo, nunca llegó el crimen a extremos de tanto refinamiento como a partir del 15 de mayo de 1937. Es decir, a partir de cuando el gobierno empezó «a ser dueño de los resortes del poder». A partir de entonces se cometieron los crímenes más horrendos de nuestra historia política. Las mazmorras de la G. P. U. se multiplicaron como infiernos del Dante. El solo asesinato de Andrés. Nin, por las circunstancias bochornosas en que se produjo, era suficiente para motivar la dimisión fulminante del católico ministro de la justicia. Y sin embargo, el señor Irujo no dimitió. Tardaría todavía más de un año en dimitir, y si lo hizo no fue por escrúpulos humanitarios ni por rubores religiosos, sino por una discrepancia de tipo político con sus compañeros de gobierno.

Veamos a continuación lo que fue la «defensa y enjuiciamiento de los ciudadanos» confiada al señor Irujo. Llevó a cabo la reforma de los Tribunales Populares, purgándolos de toda influencia revolucionaria. Como consecuencia las cárceles se llenaron de presos antifascistas. Del ministro de justicia partió la consigna de desenterrar los cadáveres de los ejecutados durante las jornadas revolucionarias de julio y agosto de 1936, y las autoridades comunistas se dedicaron a organizar macabros desfiles con damas enlutadas, las viudas de quienes habían sido víctimas de sus propias convicciones reaccionarias, de la pasión revolucionaria o del error. Los organizadores de tales festejos macabros se habían distinguido como el que más en aquellas «orgías incontroladas».

El 2 de julio se celebró en Tarragona el Consejo de Guerra contra los supervivientes de las masacres cometidas por los comunistas en aquella misma ciudad en ocasión de los hechos de mayo. En mayo 36 militantes de la C. N. T. habían sido asesinados en Tarragona por los comunistas del P. S. U. C. Pero ante el Consejo de Guerra no estaban presentes los asesinos, sino los compañeros de los asesinados que habían escapado a la muerte milagrosamente. Estos procesados eran acusados de «crímenes revolucionarios» para colmo de las paradojas. El contrasentido era tan evidente que los acusados no pudieron ser condenados. Uno de los mejores abogados del foro español de todos los tiempos, Eduardo Barriobero, consiguió convertir en polvo los capciosos argumentos de la acusación.

La represión contra el P. O. U. M., que no quiso consentir Largo Caballero, fue autorizada por el señor Negrín, siendo sometidos los presos al Tribunal de Espionaje y Alta. Traición fundado para juzgar a los detenidos fascistas. Para justificar estas detenciones se fabricó por los expertos de la G. P. U. soviética una maquinación infame. En poder de la policía española figuraba un plano de Madrid que había sido ocupado a una red de la Quinta Columna madrileña. En el dorso de este plano milimetrado, figuraba una inscripción dedicada a Franco que se pretendía haber sido escrita por Nin.

La orden de detención contra los militantes del P. O. U. M. partió del Comité Central del Partido Comunista, quien obedecía órdenes de Orlov, Geroe y otros temibles personajes de la G. P. U. El director general de Seguridad, Ortega, comunista rabioso, transmitió la orden por teletipo al delegado de Orden Público de Cataluña, Burillo, también comunista, quien efectuó el arresto. Algunos de los presos fueron conducidos a Valencia. Pero Nin desapareció sin dejar rastro.

La orden de procesamiento de los prisioneros no se produjo hasta que la desaparición de Nin empezó a inquietar a entidades y personalidades nacionales y extranjeras. Fue el ministro de justicia, señor Irujo, quien informó oficialmente del procesamiento de los dirigentes del P. O. U. M. junto con el grupo de falangistas.

El 28 de junio de 1937 el Comité Nacional de la C. N. T., en un extenso documento dirigido al presidente de la República, al presidente del Parlamento, al presidente del Consejo de Ministros, a los ministros de Justicia y Gobernación y a los comités centrales de todos los partidos y organizaciones, decía entre otras cosas:

«El decreto del Ministerio de justicia, estableciendo los Tribunales Especiales ( ... ) a puerta cerrada y con terrible aparato ( ... ) parece una concesión más a las necesidades o a los propósitos de eliminación del partido llamado de Unificación Marxista, sentidos y puestos en práctica por el Partido Comunista en España y en Rusia. Y estimamos que esto no puede consentirlo la opinión liberal española. Que en la U. R. S. S. resuelvan sus problemas como puedan o como las circunstancias les aconsejen. No es posible trasplantar a España la misma lucha, persiguiendo a sangre y fuego ( ... ) a un partido de oposición o sector disidente de una ideología o de una política.»

El 21 de julio, en un discurso pronunciado por Federica Montseny en Barcelona fueron lanzadas las siguientes acusaciones:

«Acaban de decirnos que han sido hallados en Madrid los cadáveres de Nin y de dos compañeros más. Esta noticia no ha sido confirmada, pero hasta tanto el gobierno no la desmienta, diciéndonos dónde está Nin, hemos de creer que es cierta. No se puede impunemente, pasando por encima de la voluntad, de la dignidad de un pueblo, coger a un puñado de hombres, acusarles de algo que no se ha demostrado, meterles en una casa particular ( ... ), sacarles por la noche y asesinarles... La C. N. T. y la F. A. I. tienen derecho a plantear al pueblo español este dilema: España es un pueblo que ha demostrado saber morir por la libertad. ¡Ni Roma, ni Berlín, ni Moscú!»

Hasta el 4 de agosto no hubo explicaciones oficiales a la desaparición de Nin. Se limitaba a declarar el ministro de Justicia que Nin había sido detenido junto con otros dirigentes del P. O. U. M., los cuales habían sido puestos a disposición del Tribunal de Espionaje y Alta Traición. Nin había desaparecido del preventorio en que había sido recluido, «habiendo resultado hasta la fecha infructuosas cuantas gestiones se han llevado a cabo por la policía para rescatar al detenido y a su guardia».

Los agentes soviéticos habían secuestrado a Nin para arrancar una confesión comprometedora relacionada con el plano milimetrado encontrado a los agentes falangistas. Eran expertos en la técnica de quebrar voluntades. Orlov se encargó de la operación. Empezó con el procedimiento llamado «seco» en la jerga policíaca soviética. Se trata de aniquilar las energías mentales del detenido. Nin resistió heroicamente a esta terrible prueba. Los inquisidores, sobreexcitados, resolvieron cambiar de táctica. Fue entonces el tormento físico. Nin resistió también hasta el fin, pero quedó convertido en un guiñapo sanguinolento. Los verdugos tuvieron que declararse impotentes. Ahora no podían hacer hablar a Nin ni podían entregarle a la justicia ordinaria. El estado calamitoso en que se hallaba el preso lo hubiera revelado todo. De continuar viviendo Nin la monstruosa trama hubiera quedado al descubierto. No había más remedio que hacerlo desaparecer. Pero había que justificar esta desaparición de acuerdo con la tesis de la acusación. La explicación dada fue la siguiente: Nin había sido liberado de su prisión por un comando de la Gestapo alemana, después de desarmar y amarrar a sus guardianes. En el suelo de la celda fue encontrada una cartera con documentación hitleriana.

El cadáver no fue hallado jamás. Durante el proceso, celebrado en octubre de 1938, la acusación de espionaje tuvo que ser abandonada. La inscripción al dorso del plano milimetrado de Madrid fue declarada falsa. Los peritos calígrafos negaron que la escritura perteneciese a Nin. No obstante, había que condenar, y condenaron al resto de los acusados a fuertes penas de separación de la comunidad social.

A raíz de estas descocadas fechorías se produjo una viva indignación en los círculos intelectuales del extranjero. Una comisión se entrevistó con el gobierno y con los representantes de ciertos partidos y organizaciones. Pero los periódicos comunistas emprendieron contra los comisionados una grosera campaña. Mundo Obrero, órgano oficial del Partido Comunista de España, el 27 de agosto, se expresaba con lo mejor de su repertorio:

«Los trotskistas del extranjero que, como los de España, trabajan a las órdenes de la Gestapo, han formado un titulado Comité de Defensa de los revolucionarios antifascistas, que funciona en París y que ha tenido la audacia de dirigirse a los periódicos y a las organizaciones antifascistas de España en demanda de apoyo a sus oscuros propósitos de entorpecer la acción de la justicia popular española.»

El 15 de agosto, después de la escandalosa desaparición de Nin, se hizo público un decreto creando el Servicio de Investigación Militar (S. I. M.). Los alcances de este decreto pasaron inadvertidos a la mayoría de los españoles, y posiblemente al propio ministro de Defensa Nacional que lo había promulgado. En tiempo de guerra es natural y corriente la puesta en práctica de un aparato de contraespionaje.

Se estaba lejos de sospechar que un aparato destinado a desbaratar las actividades de espionaje del enemigo pudiese convertirse en el poderoso instrumento de un partido contra los partidos adversarios. Este fue el caso del S. I. M., que de servicio secreto del Estado Mayor quedó convertido muy pronto en sucursal de la G. P. U. soviética.

El nuevo servicio fue creado por inspiración de los agentes rusos. Las cárceles particulares que se habían ido utilizando habían dado lugar a ruidosos escándalos. Con la creación del S. I. M. estos mismos procedimientos pasaban a la categoría de oficiales. La naturaleza secreta de este servicio, la amplia autonomía de procedimiento de que gozaba, los fondos abundantes de que disponía, se prestaban maravillosamente para las ambiciones de los chekistas.

Creado el S. I. M. los comunistas lo tomaron muy pronto por asalto, como habían tomado por asalto el Consejo Nacional de Seguridad y después, disuelto éste, la Dirección Nacional de Seguridad, donde habían colocado al comunista Ortega, quien a espaldas del gobierno, aunque después encubierto por este, había hecho secuestrar a Nin.

Por la dirección del servicio pasaron Díaz Baza, Uribarri y Garcés. El servicio contaba con una dotación de 22 millones de pesetas anuales. Sólo en Madrid, el S. I. M. contaba con 6.000 agentes. Estos agentes tenían asegurada una prima de un 30% sobre el producto de los servicios de incautación de joyas que realizaban. Ello dio lugar a evasiones de capitales espectaculares. En abril de 1938 escapó al extranjero Uribarri con varios millones de pesetas en alhajas robadas en los registros que se efectuaban.

Poco después de la creación del S. I. M. éste era una red policíaca que se extendía por las pequeñas y grandes unidades del ejército (compañías, batallones, brigadas, cuerpos de ejercito, etc.), y por el interior de los partidos y organizaciones vigilando estrechamente las actividades de sus militantes. Los propios departamentos oficiales estaban minados por el S. I. M.

En el frente de guerra los agentes del S. I. M., situados en todos los escalones de la jerarquía militar, tenían tanta y hasta más autoridad que los comisarios y jefes. Los nombramientos de estos agentes se hacían por procedimientos misteriosos. Un soldado del último reemplazo movilizado podía convertirse de la noche a la mañana en agente del S. I. M. de un batallón o de una brigada, igual o superior en mando al capitán y al comandante.

En la retaguardia los agentes del S. I. M. se hacían temer de la misma policía. Un agente visible del S. I. M. tenía detrás de él, vigilándole, a otro agente invisible. Primeramente el ministro de Defensa Nacional era el único facultado para nombrar y destituir a los agentes; pero un reglamento puesto en vigor posteriormente (septiembre de 1938) facultaba para ello al jefe superior del S. I. M.

El S. I. M. efectuó algunos buenos servicios contra las actividades de los falangistas emboscados (Quinta Columna), pero con demasiada frecuencia algunos servicios divulgados pomposamente por la prensa como de actualidad, correspondían a servicios ya realizados anteriormente y también explotados.

La táctica terrorista más inhumana era todo el secreto de sus éxitos. Pero este mismo sistema de tortura era aplicado a los elementos antifascistas no comunistas. Agentes dobles infiltrados en el S. I. M. consiguieron hacer abortar importantes servicios.

Los acuerdos íntimos tomados por los partidos y organizaciones eran acechados por dichos agentes. En el frente de guerra, los soldados u oficiales que se había destacado por su heroísmo o por su capacidad militar pagaban caro el haber rechazado el carnet del Partido Comunista. Los agentes del S. I. M. se dedicaban a esta clase de proselitismo  violento. Utilizaban también el chantaje como arma política. Dichos agentes averiguaban la vida privada del adversario político. Si lograban descubrir alguna tara moral obligaban al pecador a comprarles el silencio. El precio de la discreción era la reciprocidad de servicios.

Las mazmorras del S. I . M. eran cárceles disimuladas en el interior, a veces, de mansiones palaciegas rodeadas de verjas y pobladas de jardines. El pueblo español llamaba «chekas» a toda clase de prisiones secretas. En los primeros tiempos las chekas del S. I. M. eran tenebrosas, instaladas en antiguas casas y en conventos. El régimen de tortura que en ellas se aplicaba era el clásico procedimiento brutal: palizas con vergajos de caucho seguidas de duchas muy frías, simulacros de fusilamientos y otros tormentos. dolorosos y sangrientos. Los «consejeros rusos» modernizaron esta vieja técnica. Las nuevas celdas eran más reducidas, pintadas con colores muy vivos y pavimentadas con aristas de ladrillos muy salientes. Los detenidos tenían que permanecer de pie continuamente bajo una potente iluminación roja o verde. Otras celdas eran estrechos sepulcros de suelo desnivelado, en declive. Tenerse de pie implicaba una tensión completa de nervios y músculos. En otras reinaba una oscuridad absoluta y oíanse en ellas sonidos metálicos que hacían vibrar el cerebro.

Los interrogatorios tenían lugar en salones decorados casi artísticamente. Los esbirros preguntaban pausada o atropelladamente, con mansedumbre, con autoridad o con sarcasmo, alternativamente, durante la misma sesión, según el efecto que deseaban. Contrastes tan estudiados desplomaban moral y materialmente a la víctima. Los recalcitrantes eran encerrados en la «cámara frigorífica» o en la «caja de los ruidos», o atados a la «silla eléctrica». La primera era una celda de dos metros de altura en forma redondeada. Al preso se le sumergía allí en agua helada horas y horas, hasta que tuviese a bien declarar lo que se deseaba. La «caja de los ruidos» era una especie de armario, dentro del cual se oía una batahola aterradora de timbres y campanas. La «silla eléctrica» variaba de la empleada en las penitenciarías norteamericanas en que no mataba físicamente.

Estos suplicios nada tienen de originales una vez conocidos los empleados. por la Gestapo alemana, la N. K. V. D. en la U. R. S. S. y en el campo contrario en todos los tiempos. Pero entonces, hay que confesarlo, representaban una novedad poco corriente en las técnicas de la represión policíaca.

Digamos para terminar con este penoso y vergonzoso relato, que el S. I. M. tenía sus propios campos de concentración. Mejor diríamos que los campos de trabajo creados por García Oliver, el ministro anarquista de Justicia, para la redención de presos fascistas y comunes (no se había previsto entonces otra clase de población penal) cayeron fatalmente en poder del S. I. M. En estos campos el régimen penitenciario era de lo más brutal. Comida escasa y deficiente. Trabajo, más que forzado, agotador. Los internados no podían recibir visitantes del exterior. Contra posibles evasiones, o en previsión de las que se habían producido, se agrupaba a los presos en número de cinco. Si uno se fugaba, la responsabilidad recaía en los cuatro restantes. El castigo era el fusilamiento. De esta manera el preso era el mejor guardián del preso. Estas represalias se aplicaban a todos los presos sin distinción de su calidad política. Lo mismo a los fascistas que a los presos del P. O. U. M. o de la C. N. T. Fascistas y antifascistas se hallaban confundidos en dichos campos. Para el S. I. M. todos sus presos eran fascistas.


 

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