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REGRESE A LIBROS


 

VIII

 

La diplomacia internacional. ― Falsos cálculos británicos. ― Los sucesos de mayo de 1937. ― La guerra en peligro. – Situación política y desastres militares.

 

NO es nada nuevo la intervención extranjera en la política interna de España, principalmente desde Roma, desde París y desde Londres. Pero tampoco fue la primera vez, en 1936, cuando Alemania metió baza en el juego. Agentes diplomáticos secretos o intervenciones armadas han sido nuestra pesadilla desde hace siglos, desde que terminó la hegemonía del derecho y de las tradicionales españolas para quedar a merced de las concupiscencias, ambiciones y combinaciones de las potencias europeas. La misma no intervención franco-inglesa de 1996-39 fue una manera bien manifiesta de intervenir.

Roma con el Papado, después de las invasiones del Imperio Romano, luego en fecunda combinación Papado o Imperio; París con el Rey Sol o con la Santa Alianza, con Chateaubriand, con Thiers o con Guizot; Londres desde mil factores y vehículos ostensibles o invisibles ha tenido en los últimos tres o cuatro siglos la mano sobre los asuntos españoles, en asociación o aisladamente. Confesaba una vez Guizot: "Francia e Inglaterra han observado hasta hace poco una equivocada política en España, siendo aquél generoso país víctima de las rivalidades y querellas de las dos grandes potencias ... Pero el gabinete de Saint James y el de las Tullerías se han puesto al fin de acuerdo acerca de su conducta en España ..."

Sin embargo, el hecho de ponerse de acuerdo sobre el modo de intervenir, no significaba renuncia a la intervención. ¡Cuántos gobiernos, cuántos pronunciamientos, cuánta sangre ha corrido por iniciativa, o con el apoyo de París, de Londres o de Roma!

Lord Palmerston manifestó en plena Cámara de los Comunes, el 10 de marzo de 1939, el deseo de que hubiera una España española, en vez de una España austríaca o francesa. No sabemos hasta qué punto ha mantenido Inglaterra alguna vez, en su política hacia nuestra Península, esa actitud. El casamiento de Isabel II fue resultado de una larga y apasionada batalla de muchos años entre Nápoles, París, Roma y Londres. En esa ocasión no se quiso siquiera aludir a un posible enlace principesco con Portugal, por temor a una reconstrucción de la unidad ibérica, que podría hacer de la Península un foco de prosperidad y aguar muchas fiestas de expansión imperialista o de rapiña.

La Francia de Chateaubriand interviniendo en favor del absolutismo en España y la Francia de León Blum resolviendo  la no  intervención respecto del régimen legal menos absolutista, es la misma Francia interesada en el aplastamiento económico y político de España. Del ultramontanismo al socialismo, la línea de conducta es siempre idéntica en relación con el vecino del otro lado de los Pirineos.

Hemos asistido de cerca, en cierto grado, a los comienzos de  la intervención rusa en España. Se nos colmaba de elogios. En el Manchester Guardian apareció el 22 de diciembre de 1936 una entrevista con Antonov Ovsenko, una especie de homenaje a nuestro esfuerzo ante el mundo. Contra nosotros, personalmente, se inició una especie de persecución a fuerza de banquetes, de promesas, de halagos. ¿Qué se pretendía? Eramos un obstáculo para una intervención que fuese más allá de lo conveniente, de lo aconsejado por una legítima solidaridad. Había que tantear nuestra resistencia. Antonov Ovsenko y Stajevsky, con la plana mayor militar, aérea y naval, y con los técnicos industriales que nos había enviado Rusia para poner bien de relieve la superioridad de los militares y de los técnicos españoles, no nos dejaban un instante de sosiego. Por iniciativa suya iban a Barcelona, Negrín y Prieto, por su iniciativa  nos hacían mantener  relaciones. Por su iniciativa fue derribado Largo Caballero, divulgando en Cataluña que, mientras él estuviese en el Gobierno, no tendría armamento  el frente de Aragón, mientras que la negativa de armamento a nuestro frente era cosa exclusivamente rusa, como se vió claramente más tarde. Por su iniciativa hubimos de dejar nosotros las malicias, el último gran obstáculo que se presentaba a sus proyectos de intervención y de control de la guerra y de la política españolas. Para inspirarnos confianza se nos hizo llegar alguna pequeña cantidad de armas y municiones, advirtiéndonos que era por imposición suya y bajo nuestra garantía personal. Armamento pésimo, anticuado, inservible la mayoría de las veces. En cierta ocasión nos fueron entregados nueve mil rifles, pero por su intervención los hemos devuelto al frente de Madrid con nuestros hombres.

Interesan poco los pormenores de aquellas conversaciones. Nos alarmaba ver en qué poco tiempo disponían aquellos hombres recién llegados de las cosas de España, de los hombres del Gobierno, como si fuésemos una colonia bajo su tutela. Eran ellos los que resolvían quién había de detentar el Gobierno y cómo había que gobernar. Teníamos que negociar por fuerza con el Gobierno de Valencia, en demanda de divisas o de materias primas. Stajevsky, insinuante, nos había advertido que contásemos con él para conseguir que prieto y Negrín accediesen a lo que nosotros solicitásemos. Y así hubimos de hacer algunas veces para no encontrarnos con las puertas cerradas.

Se nos propuso la venta de los tejidos de Cataluña estando nosotros en el Gobierno autónomo y nos rehusamos porque la operación nos parecía ruinosa; se nos pidió la eliminación de Andrés Nín y su Partido y nos negamos a esos favores. Por lo visto no éramos pasta maleable, no podíamos figurar en el elenco de los instrumentos de Rusia, como habían consentido en serlo Prieto y Negrín, el primero por deshacerse de Largo Caballero, el segundo por simple irresponsabilidad de aventurero, a quien Prieto había forjado la escala de sus fantásticos ascensos y había dejado las manos libres para sus geniales innovaciones de hacendista, cuyo primer gesto fue entregar a los rusos la mayor parte del oro del Banco de España, y el segundo crear un astronómico ejército de carabineros para uso particular.

No hemos palpado directamente las formas de la intervención italiana y alemana en la España llamada nacionalista. Habrá sido tan manifiesta, pero no más que la intervención rusa en la España leal. Con la diferencia que del otro lado se tenía la justificación de la ayuda efectiva, y de nuestro lado no había tal ayuda, y el dominio ruso lo controlaba todo, desde las finanzas hasta los más insignificantes nombramientos.

Como argumento máximo para esa tolerancia de todos los partidos y organizaciones ante la ingerencia rusa irritante, se decía que era Rusia el único país que nos hacía entregas de armamento y municiones. No lo hacía gratis, claro está, sino a precios de usura enormes, y llegase o no llegase el material a nuestros puertos. El propio Prieto confiesa (1) que ha consentido en firmar recepción de materiales que no habían llegado a España y cuenta, entre otros, un curioso entredicho por la firma en blanco, sin saber para qué destino, de un cheque por 1.400.000 dólares. Pero las armas rusas, aparte de caras, eran de la peor calidad, y además escasas, y por sobre todo distribuídas con un partidismo desmoralizador, a trueque de rendir homenaje al genio de Stalin. No podían resolver las necesidades de la guerra y nos cerraban el camino para negociaciones con otros países, hostiles a Rusia, y que no querían saber nada de una España en manos de los emisarios o de los agentes soviéticos.

(1) Cómo y por qué salí del Ministerio de Defensa Nacional. Intrigas de los rusos en España. París, 1939.

El primer incidente con los rusos lo tuvimos en materia comercial, y desde entonces nuestros recelos, fueron en aumento. Nos querían comprar los tejidos, como hemos dicho, y ya por entonces habíamos hecho tentativas diversas de venta de potasas a Francia e Inglaterra, con el resultado, siempre, de ver embargados los pequeños cargamentos de prueba. Propusimos a los rusos que fuesen ellos los compradores de nuestra potasa, una gran riqueza que podía financiar una parte de la guerra. Los barcos que llegaban a España desde Odessa podían volver cargados de potasa. Rusia se negó a esa compra argumentando que pertenecía al trust de la potasa, en el cual Alemania tiene la parte principal. Se era más fiel al trust de la potasa que a los sentimientos tan cacareados de solidaridad con lo España republicana. Se prefería comprar la potasa necesaria al trust y no comprar la nuestra, de alta calidad. Francia e Inglaterra prestándose al juego del embargo de mercaderías y Rusia negándose a adquirir la potasa y a pagarla como quisiera, en otra materia prima cualquiera o en armamento, han procedido de igual manera.

Se equivocada, sin embargo, Rusia con España, si es que había llegado con el propósito de establecer un intervensionismo duradero y no obraba ya en connivencia con el Estado mayor alemán y con los intereses alemanes; terminada la guerra, se habría liquidado su predominio y su ingerencia, que rechazaba en absoluto el pueblo español, aunque haya habido suficientes traidores para comprar sus ascensos y su hegemonía de una hora a cambio de una profesión de fe staliniana no sentida. El día siguiente de la guerra habría sido el primero de la liquidación del moscovitismo en España, si triunfaba la República; lo fue, desgraciadamente, pero a través del triunfo de Franco, que fue más afortunado con sus aliados de lo que lo ha sido la República con los suyos.

Pero no sólo se equivocó Rusia; se equivocaron grandemente Francia e Inglaterra. Y la nueva gran guerra de 1939... es desgraciadamente el pago de esa equivocación funesta.

La trascendencia de la guerra civil española, a causa del carácter diametralmente opuesto a las aspiraciones de los combatientes, preocupó hondamente, desde la primera hora, a la diplomacia internacional.

La derrota del fascismo militar español podía tener una verdadera repercusión en la vida económica y política europea. La guerra que habíamos declarado al enemigo, dentro de las fronteras nacionales, era una guerra de espíritu y de realizaciones revolucionarias, era una guerra que destronaba a las viejas clases privilegiadas y anulaba el régimen de la economía capitalista, como régimen dominante.

Una España en manos de los trabajadores, de los campesinos, de los técnicos habría sido un factor poderoso, un estimulante incontenible para las clases proletarias de todos los países, y un motivo de desequilibrio en la economía del viejo mundo, porque España, sobre los cimientos de su materia prima abundante, habría podido convertirse en una potencia industrial, en un país feliz, en cuya órbita habría vuelto a caer, como una región histórico y geográfica más, Portugal, con lo cual la hegemonía de Francia e Inglaterra habrían podido sufrir serios quebrantos. Y el predomino que teníamos en esos acontecimientos aumentó la inquietud y la alarma en los guardianes y en los usufructuarios de absurdos privilegios.

Nos dábamos perfecta cuenta de lo que significaba nuestro triunfo, el triunfo de la causa antifascista; por eso, en oposición a quienes se entretenían en resolver pequeños conflictos de retaguardia, en satisfacer vindictas por pasados agravios, en llevar la corriente a los enemigos emboscados y simulados en las organizaciones que teníamos como aliadas, no nos cansábamos de repetir que lo primero, lo más importante, lo fundamental era ganar la guerra y que la revolución era una consecuencia natural de ese triunfo, sino un pueblo en armas, nosotros mismos.

Teníamos prisa por superar los obstáculos que se oponían a la victoria total, porque presentíamos que una guerra dilatada en el tiempo tenía que transformarse fatalmente en una guerra internacional, aunque su escenario por el momento quedase restringido a España.

En tanto que el capitalismo y el estatismo internacional, sin distinción de colorido político, concordaban en la aspiración de sofocar ante todo nuestra revolución en España, los trabajadores del mundo que simpatizaban con nosotros no supieron ponerse de acuerdo para una acción decisiva en defensa de nuestro derecho a disponer de los propios destinos. La diplomacia internacional pudo maniobrar con las manos enteramente libres, y las voces asiladas de protesta no significaron para ella coacción alguna que pudiera hacerle variar de opinión y de métodos.

Vimos a los pocos meses que se nos abandonaba como se había abandonado a Abisinia, como se abandonaba a China, a pesar de los múltiples intereses internacionales que encierra, y comprendimos que el deseo de impedir la guerra mundial era lo que justificaba esa pasividad, incluso la de nuestros propios amigos. Pero así como las viejas guerras balcánicas de 1912 gestaron de manera irremediable la catástrofe de 1914-18, la invasión italiana en Abisinia, por un lado, y la guerra de España contra el fascismo, por otra, con la guerra chino-japonesa, eran preludios que no podían desestimarse de la próxima hecatombe mundial.

Los proyectos de la diplomacia internacional de sofocarnos por todos los medios encontraron eco y calor en multitud de gentes a quienes habíamos lesionado en sus intereses materiales mal entendidos, o en sus viejos hábitos adquiridos de preponderancia política. No habíamos hecho nunca de la fuerza popular con que contábamos un trampolín para escalar posiciones de privilegio y de mando; repentinamente, frente al problema de la guerra, no vacilamos en asumir todas las responsabilidades, desplazando del aparato gubernamental la influencia que habían tenido hasta allí, en nombre de partidos muchas veces inexistentes, hombres que habían hecho de su intervención en las cosas del Gobierno una profesión lucrativa.

El miedo que habíamos inspirado con nuestro ascendiente popular indiscutible, miedo que otros hubieran transformado de inmediato en una dictadura férrea de partido o de organización, encontró una salid, tímida en su comienzo, pero de día en día más ostensible, en le viejo odio del stalinismo contra nosotros, sus verdaderos enemigos irreconciliables.

Mientras nosotros teníamos el pensamiento fijo en la guerra al enemigo de enfrente, sacrificándolo todo a la guerra, amparados por Rusia se movían, se organizaban y se complotaban los secuaces de una dictadura comunista, para los cuales, cualesquiera que fuesen las consignas públicas, no había más que un objetivo: desplazarnos por todos los medios de la posición dominante a que habíamos llegado por el amplio camino del más grande de los sacrificios.

Mientras por un lado de la barrera se veneraba a Hitler y a Mussolini como encarnación suprema de un ideal de esclavización humana, por el otro se rendía idéntico culto a Stalin. Entre esos dos extremos que se tocaban, estábamos nosotros, dispuestos a volver por los fueros del derecho español y de la tradición española, sin entregarnos a ninguna potencia extrajera.

Esa disidencia dentro de la República era inconciliable y estaba dando ya sus frutos de violencia todos los días. Desde febrero a mayo de 1937 cayeron asesinados en Madrid y sus alrededores por los métodos de las tchekas organizadas por los rusos más de ochenta miembros de la Confederación Nacional del Trabajo. El 7 de enero de 1937 denunciaba Solidaridad Obrera de Barcelona que en Mora de Toledo habían sido ya asesinadas sesenta personas, hombres y mujeres que pertenecían a la C. N. T. y no habían cometido más delito que el de condenar a los comunistas y sus métodos de terror y de sangre (1).

(1) Rudolf Rocker: Extranjeros en España (un vol. De 177 págs. Ediciones "Imán", 1938), comentó la intervención extranjera en España y sus propósitos manifiestos de sofocar la voluntad del pueblo español.

Mr. Chamberlain y Mr. Eden, las figuras supremas de la política visible de Gran Bretaña durante nuestra guerra, se equivocaron, sin embargo. Por peligrosa que pudiese aparecer ante el mundo una experiencia revolucionaria en nuestro suelo, España no era un país agresor, con pretensiones imperialistas, y aunque fortalecida en su industria y en su agricultura, habría tenido que depender de la economía internacional y por consiguiente de los mercados europeos y americanos. No tenía la solución de aislarse ni era de temer su expansión agresiva en busca de espacios vitales. En el orden nacional, las formas de la economía capitalista privada serían desplazadas, pero el fascismo tampoco respeta el capitalismo privado, pues, o bien lo suprime en aras del capitalismo de Estado, o bien reduce a los capitalistas a la categoría de funcionarios sin ninguna independencia, es decir, ataca la raíz misma de la economía capitalista. Y la diferencia de régimen político y de estructura económica en España, no habría significado ninguna ruptura en la economía europea, porque nosotros estábamos dispuestos a tolerar el régimen que se diesen otros países, siempre que también fuese tolerado el nuestro, y a mantener buenas relaciones de vecindad con todas las potencias. En cambio, la derrota del fascismo en España habría cortado definitivamente las alas al expansionismo italiano, al alemán y al ruso. Sin quererlo y sin proponérnoslo, luchábamos por la paz de Europa, por el predominio de las potencias llamadas democráticas contra sus adversarios, los totalitarismos fascistas y comunistas.

Se prefería el sacrificio de un millón de españoles a la pérdida de quince millones de europeos en una guerra que parecía inevitable. Era la tesis inglesa, seguida al pie de la letra en todos los países supuestamente democráticos. No era verdad que el sacrificio de un millón de españoles pudiera evitar el de 15 millones de europeos, y no era verdad que la venta de armas y municiones a la España leal significase la guerra. Los fascismos se mostraron agresivos mientras no tropezaron con ninguna resistencia, y luego, cuando esa resistencia fue efectiva, era ya demasiado tarde para retroceder. Los primeros triunfos fáciles sobre Checoeslovaquia, sobre Austria, sobre Albania, les dio  aliento para invadir a Polonia  y desencadenar la guerra. Si la España  leal hubiese triunfado, ni  Austria ni Checoeslovaquia, ni Albania habrían caído, ni habría sido invadida Polonia, y sin todo ello la guerra, donde morirán quince millones de europeos, no se habría dado. Los señores Chamberlain y Eden, Blum y Daladier, recogen para sus compatriotas la siembra que han hecho con su no-intervención en España, donde además se hicieron los más audaces experimentos de los métodos y las armas de la guerra moderna.

Se habla ahora del derecho de las pequeñas nacionalidades a darse el régimen que les plazca y se exhibe con orgullo el ejemplo de Finlandia en su primera resistencia contra los rusos invasores. Por no haber querido reconocer ese derecho a España, ha estallado la nueva guerra europea. Tenemos, pues, nuestros motivos de agravio y de resentimiento por la conducta seguida con nuestro pueblo, vilmente entregado a sus agresores italianos y alemanes, aun reconociendo como reconocían los técnicos  militares franceses, el peligro de nuestra derrota podría tener para las futuras relaciones de Francia con sus colonias.

El poderío financiero inglés calculaba que Franco, vencedor, tendría tarde o temprano que caer a sus pies. Y entonces sería la hora de las condiciones, como ha ocurrido en buena parte con Italia. Pero las finanzas inglesas juegan en eso con fuego y nada augura que acierten más que sus políticos y sus diplomáticos.

De origen inglés es la tendencia a restaurar la monarquía en España, y si la guerra actual no terminase con el desgaste franco-británico, lo mismo que con el germano-ruso, quizás saliese adelante con sus planes, como en Grecia. Eso no le impedirá volverse a adherir al principio de la autodeterminación de las nacionalidades, como en 1918, para desprestigiarlo como lo ha hecho con su Sociedad de Naciones.

Naturalmente, todo pudo ocurrir como ha ocurrido, también, por tener la República en sus puestos de comando, hombres inmensamente miopes o abiertamente traidores a la guerra. Con otros hombres y otro espíritu, ese juego habría podido ser frustrado.

Una vez comprobada la indiferencia y el abandono de que éramos objeto por parte de las potencias llamadas democráticas, desde que supimos que la mejor garantía de independencia la habíamos puesto en manos de Rusia, al entregarle más de 500 toneladas de oro del Banco de España; al ver agotados todos nuestros recursos y constatar la ayuda eficaz en hombres, armas y municiones a nuestros enemigos, no quedaba más que una política internacional a desarrollar: una especie de ultimátum a Inglaterra, Francia, Rusia, sobre la cuestión española. Si en un plazo determinado no se disponían a auxiliarnos eficazmente con víveres, armas y municiones, la guerra se perdía irremisiblemente. Quedaba entonces la salida de tratar directamente con Alemania y con Italia la liquidación de la contienda. En ciertos momentos hubo posibilidades de hacerlo, comprando el retiro de esas potencias aliadas contra nosotros, a un precio que quizás no habría convenido a Inglaterra y a Francia. Eso en política internacional, en cuanto a la política de guerra, nos quedaba el recurso de hablar claro a nuestro pueblo y de llevarlo voluntaria y espontáneamente a todos los sacrificios. Cifrar la resistencia en un ejército inexistente, desmoralizado, mal equipado, hambriento, era consagrar la propia derrota de un modo inevitable. El pueblo, fuera de toda formación regular, podía continuar la lucha y desgastar las fuerzas enemigas irresistibles en sus procedimientos ofensivos gracias a su elevada moral de reiteradas victorias, y a su armamento superior. Pero esos procedimientos sólo podían emplearse en la guerra regular; en la guerra de guerrillas, que era la nuestra, carecían de aplicación su aviación, su artillería, sus tanques, sus cuadros de mando italianos, sus técnicos alemanes. Y quedaba también el recurso de elegir algunas plazas estratégicas, fortificarlas de veras y encerrarse en ellas dispuestos para un asedio de larga duración y para la muerte. El gobierno de la resistencia, en cambio, no quería estar lejos de la frontera y de los aviones.

Con otros hombres, de otro temple, de otra moral, de cierto sentido de responsabilidad, el fin de la guerra, en todo caso, habría sido muy diverso, aun perdiendo la partida.

Pero volvamos a sucesos anteriores, preparados en buena parte también por la intervención extranjera en las cosas de España: los sucesos de mayo de 1937. Nos concretaremos a referir nuestra intervención en esos hechos, lo que hemos visto, observado, tocado de cerca, Sobre el desarrollo de esa tragedia y algunos de sus orígenes han escrito otros (1). Pero lo que nosotros hemos luchado para apaciguar aquella contienda furiosa es menos conocido.

(1) A. Souchy: La verdad sobre los sucesos de la retaguardia leal. Los acontecimientos de Cataluña. 64 pags. Buenos Aires, junio de 1937. Informe presentado por el Comité Nacional de la C. N. T. sobre lo ocurrido en Cataluña, Valencia, 13 de mayo de 1937. general Krivitzky: Stalin’s hand on Spain, en The Saturday Evening Post, Filadelfia, 15 de junio de 1938.

Se preparaba una gran operación militar de envergadura, que tendía el corte de la España de Franco en dos zonas. La mayoría de las tropas que habían de intervenir estaban ya en su puesto. Faltaban solo algunos detalles, la intervención de la aviación y de los tanques y el cambio de algunas unidades probadas en el frente de Madrid por otras más bisoñas, a fin de asegurar la operación. Al mismo tiempo debía producirse un levantamiento en Marruecos. Quizás, todo ello no definiría la guerra, pero tendría enormes consecuencias tácticas, estratégicas y de repercusión moral e internacional.

Negaron los rusos la aviación y hubo de postergarse la fecha. El éxito de lo proyectado habría significado un triunfo irresistible para Largo Caballero, y a Largo Caballero había que alejarle del poder. Repentinamente estalla una lucha intestina virulenta en Barcelona, con furor más concentrado aún que el 19 de julio. Esta vez luchaban fuerzas libertarias populares contra los comunistas y sus aliados. ¿Cómo se produjo aquella lucha sangrienta en retaguardia?

Nosotros, disgustados por diversas causas, estábamos un poco al margen; no interveníamos en las asambleas, ni teníamos contacto oficial con nadie, ni siquiera con las propias organizaciones, algunas de cuyas actitudes no compartíamos. Repentinamente nos encontramos al proletariado de Barcelona levantando barricadas, montando guardias, empuñando las armas y concentrando elementos bélicos. En la calle nadie supo darnos explicaciones de lo que acontecía, pero el hecho nos pareció algo monstruoso y nos marchamos de la ciudad a un pueblecito próximo donde residíamos. Con lo visto la víspera, era ya imposible quedar en calma. Volvimos a Barcelona al día siguiente. Un tiroteo infernal hacía difícil la circulación. Nos pusimos al habla con el consejero de Gobiernacion, Artemio Aiguadé, con la Generalidad. Todo eran disculpas, por un lado, y acusaciones para los que luchaban. No había motivos para tanto. Simplemente se trataba de que fuerzas de la Dirección General de Seguridad habían ido a ocupar el edificio de la Telefónica, para tenerlo en manos del Gobierno, no en manos de los obreros y empleados, que interceptaban conversaciones y mensajes comprometedores y hacían de oído alerta contra los que conspiraban para reducir los derechos del pueblo. En la Telefónica, las fuerzas policiales habían ocupado de improviso el piso inferior, pero en los superiores habían quedado los obreros y empleados dispuestos a la resistencia con bombas de mano y ametralladoras.

En nuestro paso por la ciudad habíamos comprobado que todos los partidos y organizaciones habían tomado las armas. ¡Había que impedir la matanza, a toda costa! Propusimos declarar el estado de guerra y sacar las milicias a la calle, a restablecer el orden. Contra las milicias no se habría atrevido a disparar ningún sector, por las consecuencias que habría tenido. Se nos replicó que el Consejero de defensa había abandonado su puesto y que, por lo demás, no inspiraba confianza a los diversos sectores políticos y sindicales. Volvimos a atravesar la ciudad, en medio de un tiroteo incesante, para llegar, primero a la Casa del Comité Regional de la C. N. T. y de la F. A. I. y enterarnos de los motivos reales de la lucha y de las condiciones de su paralización. En las reuniones habidas, se puso como condición para cesar el fuego la separación de sus cargos del Director General de Seguridad de Cataluña, el comunista Rodríguez Salas, y del consejero de Gobernación, Aiguadé, de Ezquerra republicana. Con esas condiciones nos dirigimos a la Generalidad, distante pocos centenares de metros. Nunca hemos sido tan intensamente tiroteados como ese día en ese breve trayecto. Pero llegamos al Palacio del Gobierno de Cataluña sanos y salvos. Con nosotros acudían también, en representación del Gobierno central, García Oliver, Ministro de Justicia, y en representación de la C. N. T. y de la U. G. T., mariano R. Vázquez y Hernández Zancajo, llegados en avión desde Valencia.

Presentamos las condiciones exigidas por las organizaciones libertarias de Cataluña para suspender el fuego. Companys replicó que estaban demás, puesto que el Gobierno había cesado de existir, que los representantes de la C. N. T., habían hecho abandono de sus puestos, y que la situación creada no tenía arreglo. No obstante se comprometieron los miembros del Gobierno allí presentes a cooperar con nosotros en la paralización de la espantosa lucha intestina. Junto a Companys estuvo en esos días Comorera, una de las personalidades dirigentes e inspiradoras de la acción contra los anarquistas en Cataluña. Propiamente hemos recibido la impresión de que no se creía en la posibilidad de dominar a las masas en la calle y por eso no se vaciló en seguir nuestras sugerencias. Las fuerzas populares libertarias dominaban las barriadas extremas, y los focos de resistencia comunistas y de Ezquerra estaban reducidos a un centro en la calle Claris y Diagonal, a diversos edificios del paseo de Gracia y de la Plaza de Cataluña, a la Puerta del Angel y a la sede del gobierno catalán.

Mientras unos hablaban por radio a la población clamando unánimemente ¡alto el fuego! Nosotros nos entendíamos con los Comités de barriada y con los elementos que sabíamos tenían influencia en las masas combatientes. En pocas horas se comenzó a sentir el efecto de nuestra intervención. Nos comprometimos a no abandonar ni de día ni de noche nuestro puesto hasta que todos hubieran depuesto las armas. Y en la Generalidad hemos estado, al pie de los teléfonos, dos días y dos noches consecutivas, hasta dejar constituido un nuevo Gobierno y el fuego en suspenso.

Nos acusamos de haber sido causa principal de la suspensión de la lucha. No con orgullo, sino con arrepentimiento, porque a medida que fuimos paralizando el fuego por parte de los nuestros, hemos visto redoblar las provocaciones de los escasos focos de resistencia comunistas y republicanos catalanes. ¿Quiénes tenían interés en proseguir la matanza? Puede ser efecto de la nerviosidad que a todos nos embargaba y de la vergüenza que todos sentíamos por los trágicos suceso, pero tuvimos la impresión, de hora en hora, que los sucesos habían sido hábilmente provocados, y que a ciertos sectores, y a ciertos hombres les disgustaba que hubiéramos dominado nuestras masas. ¿Es qué Companys obraba por nerviosidad o por complicidad con los comunistas? Tenía suficiente ascendiente en su gente, más tal vez que nosotros en la nuestra, para que también por parte de los que le respondían cesase el fuego y cesasen las provocaciones. Intentamos hacer reanudar el tráfico de tranvías en la ciudad y los coches tuvieron que volver a las cocheras o ser abandonados en la calle, tiroteados desde los centros comunista y desde los de Ezquerra y Estat Catalá.

En el curso de la contienda habían sido detenidos por unos y por otros, elementos diversos, algunos millares. La barriada de Sans había detenido y desarmado a 600 guardias de asalto y guardias civiles, y en todos los centros combatientes se habían acumulado los presos de los partidos beligerantes opuestos. Entre los presos, nuestra gente de la barriada del Centro, tenía ocho mozos de escuadra de la Generalidad. Pero en la misma Generalidad había centenares de detenidos, la mayoría de nuestras organizaciones, y se nos advertía telefónicamente que la vida de esos detenidos valía tanto como la vida de los detenidos comunistas o catalanistas que conservaban en los propios locales. Companys se nos presentó con un mensaje de los mozos de escuadra de la Generalidad; quería decir, en resumen, que no respondía de la disciplina de esos elementos y que nos hacían a nosotros responsables de lo que pudiese ocurrir a sus ocho compañeros detenidos por la gente de la barriada del Centro. ¡Era una amenaza! Habíamos observado ya bastantes cosas que nos iban disgustando. No éramos de talla como para sentirnos amenazados, y más con el comienzo de arrepentimiento que ya sentíamos. Con calma estudiada, respondíamos a una llamada telefónica de las baterías de costa:

—No disparéis; estamos aquí nosotros. Pero llamad cada diez minutos. Si en alguna de esas llamadas no respondemos, obrad como querráis.

Pedimos una reunión urgente de Comapanys, Comorera, Vidiella, Terradellas, Calvet, todos ex consejeros de la Generalidad, para tomar una decisión. Hemos debido reflejar por todos los poros una satisfacción diabólica. Era la respuesta a la amenaza que nos había transmitido Companys. Explicamos que las baterías de costa tenían el tiro regulado sobre la Generalidad, que uno solo de sus disparos bastaría para caer todos entre los escombros del edificio y que estábamos, todos, condenados a seguir la misma suerte. Nadie saldría de la casa, ni nosotros ni nadie, hasta terminar la lucha en las calles, seguida ya solo por comunistas y gentes afectas a la Ezquerra de Cataluña. En fin, estábamos cansados de hacer un papel que no nos correspondía, pues mientras todos eludían una actuación cualquiera, nosotros no habíamos dormido en dos días, poniendo todo el prestigio y jugándolo todo para paralizar el fuego. Había que nombrar un Gobierno que se hiciese cargo de la situación.

Lo del tiro regulado de las baterías de costa produjo un efecto sedante maravilloso. Mientras lo explicábamos, volvieron a llamar los artilleros y repetimos la orden. El que más y el que menos se figuraba ya entre los escombros del viejo edificio. Se formó un nuevo gobierno, con los secretarios de las dos regionales de la C. N. T. y de la U. G. T., con los campesinos y con la Ezquerra. Dejamos fuera a Comorera. No había más remedio que acatar nuestras proposiciones, porque de no acatar las nuestras habría que acatar el fallo decisivo de los artilleros de Montjuich.

Por desgracia, mientras el secretario de la U. G. T. catalana, Antonio Sesé, acudía a la Generalidad, a hacerse cargo de su puesto, fue muerto a tiros por el camino. Un contratiempo grave; pero no podíamos consentir que se deshiciesen por eso los acuerdos tomados. Señalamos a Rafael Vidiella para sustituir a Sesé. Y así se realizó. Así formamos el Gobierno; que obrase como tal si sabía y podía hacerlo y que asumiese en lo sucesivo la consiguiente responsabilidad.

Hicimos traer los ocho mozos de escuadra detenidos, para demostrar nuestra buena voluntad. No teníamos nada que hacer en el Palacio del Gobierno. Pero mientras tanto un decreto de Valencia se incautaba del orden público en Cataluña y nombraba al coronel Escobar para ese cargo. El coronel Escobar era un hombre que nos inspiraba confianza, pero era militar y no podía menos de obedecer. Al ir a ocupar su puesto fue mortalmente herido. Se nombró entonces un sustituto provisorio, el teniente coronel Arrando; con él seguimos tratando de sofocar los últimos restos de la rebelión callejera. Y en tanto hacíamos esto, avanzaban sobre Cataluña algunas columnas de guardias de asalto y de carabineros en tono de guerra; pero el feje de las mismas, coronel Emilio Torres, era amigo nuestro, Y no sólo se había hecho cargo el gobierno de Valencia del orden público en Cataluña, sino que decretó el paso de las milicias de Aragón a su control, nombrando para tal empresa al general Pozas. Cuando el subsecretario de la Consejería de Defensa, Juan Manuel Molina, el único de los altos funcionarios que había permanecido en su puesto, luchando a brazo partido contra las milicias que querían intervenir en la lucha, y deteniendo una gran columna motorizada que se había improvisado en el frente de Huesca para acudir a Barcelona, al mando de máximo Franco, nos pidió consejo sobre la conducta a seguir, tuvimos la intuición repentina de la pérdida total de la autonomía catalana y de la pérdida de la guerra como consecuencia. Era hora todavía de oponerse a ese desenlace y de dejar a las cosas mejor situadas. No nos faltaba la fuerza material. Estábamos en condiciones de devolver a Valencia al general Pozas y su escolta con nuestro rechazo de su nombramiento, y estábamos a tiempo para detener las columnas, de fuerza de asalto y de carabineros, que llegaban con el coronel Torres. Pero nos faltaba confianza en los que se habían erigido en representantes de nuestro movimiento; no teníamos un núcleo de hombres de solvencia y de prestigio a quien echar mano, para respaldar cualquier actitud de emergencia. Y aconsejamos a Juan Manuel Molina que diera posesión al general Pozas de Capitanía general y del mando de nuestras milicias.

¡Qué derrumbamiento! En un momento dado, después de convenir ya el cese de la lucha, se nos comunica que uno de los locales de las Juventudes libertarias, —sede de una exposición artística — había sido ocupado por comunistas y se negaban a de volverlo. Hablamos a la U. G. T. catalana. Nos enteramos de que había sido nombrado secretario general el jefe de la columna Carlos Marx, José del Barrio; en el momento que telefoneábamos se había retirado a descansar, pero en su puesto estaba el teniente coronel Sacanel, jefe de estado mayor de la misma columna. Así confirmamos la denuncia que se nos había hecho, de que la columna Carlos Marx, casi en pleno, había llegado antes de los sucesos a Barcelona con sus jefes y oficiales, y al saber esto, fue cuando Máximo Franco formó a su vez una fuerte columna que Molina logró detener, tras ímprobos esfuerzos, en Binefar.

Un escritor argentino, González Pacheco, llegado aquellos días a Barcelona, nos participó que estando en la Embajada española de Bruselas oyó una conversación del embajador Ossorio y Gallardo en la que se complacía en asegurar que el peligro del dominio de la F. A. I. en Madrid se había superado y que de un momento a otro se daría la batalla en la misma Barcelona. Esto, unido a la presencia de varias unidades de guerra francesas e inglesas en las afueras del puerto el mismo día en que comenzaba la lucha, el tres de mayo, nos hizo pensar en una provocación de origen internacional. Y que en esa provocación estaban los comunistas, nos lo atestiguaba la presencia de sus fuerzas de Aragón en Barcelona.

Había que reaccionar, había que volver por nuestros fueros. Todavía teníamos la fuerza para ello, y si en lugar de una salida espasmódica, desorganizada, intentásemos algo dando la cara y tomando la orientación de la lucha, como el 19 de julio, de poco valdrían las fuerzas que estaba situando en Cataluña el gobierno de Valencia, ni las maniobras de sus aliados.

Unos días más tarde se provocó la famosa crisis de mayo en el Gobierno central. Salieron del Gobierno los representantes de la C. N. T. y cayó Largo Caballero. Se formó el Gobierno Negrín-Prieto.

Por disgustados que estuviésemos al ver la conducta de los compañeros propios que hacían funciones de dirigentes, no era posible cruzarnos de brazos. Nos reunimos en un primero cambio de impresiones con el secretario general de la C. N. T., Mariano R. Vázquez, y con García Oliver. De esas primeras impresiones, después de lo acontecido, dependía la actuación a seguir. Expusimos nuestro juicio sobre los sucesos de mayo; habían sido una provocación de origen internacional y nuestra gente fue miserablemente llevada a la lucha; pero una vez en la calle, nuestro error ha consistido en paralizar el fuego sin haber resuelto los problemas pendientes. Por nuestra parte estábamos arrepentidos de lo hecho y creíamos que aun era hora de recuperar las posiciones perdidas. Fue imposible llegar a un acuerdo. Se replicó que habíamos hecho perfectamente al paralizar el fuego y que no había nada que hacer, sino esperar los acontecimientos y adaptarnos lo mejor posible a ellos.

Entonces nos retiramos, doblemente vencidos. No queríamos iniciar una oposición pública y nos concretamos a manifestar individualmente y en privado nuestro criterio divergente.

Se inició una represión policial y judicial contra un partido comunista no staliniano, el P. O. U. M., y contra millares de nuestros propios compañeros. Se cometieron villanos asesinatos, y nosotros mismos hemos ido a ver dieciséis cadáveres mutilados de las Juventudes Libertades de San Andrés y otros lugares, llevados una noche al cementerio de Sardañola por una ambulancia. Los signos de mutilaciones y de torturas eran bien evidentes. Llevaban en su cuerpos las marcas de fábrica de los asesinos. Los sucesos de mayo no costaron menos de un millar de muertos y varios millares de heridos en Barcelona. La situación que siguió era sencillamente intolerable. Se podía contar siempre con las masas de la F. A. I. y de la C. N. T., pero no ya con sus Comités llamados responsables.

Fuimos a visitar al Cónsul general ruso; no teníamos ninguna duda de que la cosa había sido fraguada en Moscú.

Nos felicitó por nuestros esfuerzos en las jornadas de mayo.  Justamente sobre ellas queríamos hablar. Se sabía que sin nuestra intervención los sucesos de mayo habrían dado resultados muy distintos a los esperados. Por nuestra parte, estábamos apenados por haber intervenido para apaciguar la lucha, al contemplar el espectáculo que siguió. No hacía falta que hiciéramos resaltar nuestra sinceridad. Antonov Ovsenko la conocía. Pues bien, quedaba treinta mil fusiles en manos de la población de tendencia libertaria, bombas de mano en cantidad ilimitada, ametralladoras y hasta artillería. Y los que habíamos expuesto la vida por suspender el fuego estábamos tentados a exponerla otra vez para reanudarlo, pero para reanudarlo y llegar al fin. Era imposible soportar más tiempo lo que acontecía. ¡No era todavía hora para la contrarrevolución!

Realmente estábamos indignados y no podíamos simular nuestro estado de ánimo. En otras condiciones habríamos planeado orgánicamente una acción de defensa y de ofensa. Dimos aquel paso, porque sabíamos que era allí y no ante las autoridades supuestas de la República, ante las que se debía protestar. Y lo dimos individualmente, sin respaldo alguno de organización. Antonov Ovsenko dió muestras de comprensión. Realmente no podían ser exterminados los anarquistas, por su número, por su acción en la guerra y por el peligro que aun representaban. Dos o tres días más tarde llegaron indicaciones de Moscú en el sentido de suspender la represión en la forma provocativa que se realizaba. ¿Fue resultado de nuestras amenazas o de otras indicaciones similares?

Según todas las noticias, Ovsenko ha sido fusilado en Rusia por sus relaciones con los anarquistas y los catalanistas. En el fondo Ovsenko nos ha parecido que tenía simpatías por nosotros, que nos quería, aun cuando, por otro lado, fuese fanático de las consignas de Stalin. Le acusaron los comunistas españoles por su informes al Kremlin.

Públicamente no se notó nada todavía de la disconformidad interna. Y para no dar armas eventuales al enemigo, nos retiramos de toda actividad, en silencio. La C. N. T. mantuvo en la crisis de Gobierno de mayo de 1937 una actitud digna y valerosa, al menos hacia fuera, en las declaraciones. Sostenía entonces que no podía quedar en pie de igualdad con el partido comunista en un Gobierno, porque:

a) el Partido comunista había provocado la crisis;

b) el Partido comunista no ha colaborado en la obra de Gobierno con la lealtad de la C. N. T.;

c) el Partido comunista no representa ni mucho menos lo que la C. N. T. para el pueblo ni para el proletariado español.

En un informe presentado por el Comité nacional de la C. N. T. a la propia organización sobre la tramitación de la crisis de mayo se transcriben las cláusulas de la consulta evacuada con el Presidente de la República, que dicen así:

"1° la C. N. T. patentiza claramente que no es responsable de la situación planteada, considerándola de todo punto improcedente e inadecuada en relación a los intereses de la guerra y del frente antifascista, y declina la responsabilidad de los derivados que la misma pudiese producir.

"2° Que no prestará su colaboración a ningún Gobierno en el que no figure como Presidente y Ministro de Guerra el camarada Francisco Largo Caballero.

"3° Que este Gobierno ha de tener como base las representaciones obreras manteniendo la colaboración de los sectores antifascistas".

En la nota referente a la gestión hecha por el Dr. Negrín para que la C. N. T. le secundase en el Gobierno, se leen actitudes claras y contundentes como éstas:

"La C. N. T. no presta colaboración, directa ni indirecta, al Gobierno que pueda constituirse por el camarada Negrín. No se trata de oposición al Ministro dimisionario de Hacienda. Es la línea de conducta trazada. No provocamos la crisis, desacertada, inoportuna y lesiva para la guerra y el bloque antifascista. Conformes con la actuación leal del presidente y Ministro de la guerra en el gabinete Largo Caballero, no podemos sumarnos a posiciones partidistas que prueban escasa nobleza y falta de colaboración. La C. N. T., ponente y disciplinada, confía en que la reflexión impida se sigan cometiendo desaciertos que agraven aun más la situación difícil provocada por la insensatez".

Y la posición pública es fijada en el manifiesto: Frente a la contrarrevolución. La C. N. T. a la conciencia de España.

Los militantes de la F. A. I. no tuvieron nada que objetar a esa posición altiva y clara. La que correspondía. Solamente los que estábamos más interiorizados le dábamos una significación diferente, y dudábamos de que esas palabras, que para la gran masa confederal eran la única línea aceptable, fuesen para los improvisados dirigentes de la gran organización de idéntico valor. Esos dirigentes, en pugna con el espíritu, los intereses y las aspiraciones de la masa obrera y combatiente, después de haber hecho pública adhesión a la política de Largo Caballero, fueron a comunicar a Prieto que estaban con él y cuando, a pesar de ese apoyo, cayó también Prieto del Gobierno, se ligaron con Negrín hasta más allá de la derrota.

La guerra entraba en su fase de descenso y de derrota. No era posible cerrar los ojos. Cuando cayó Bilbao en manos del enemigo, Juventud Libre, órgano de las Juventudes libertarias, publicó un artículo con este título: "La caída de Bilbao significa el fracaso del Gobierno Negrín". Ese artículo se reprodujo en muchos millares de ejemplares y se distribuyó por toda la España leal. En uno de sus párrafos, valientes de sinceridad y de verdad, leemos:

"Por toda la España leal un solo clamor, un solo grito cruza campos y ciudades: ¡Fuera el Gobierno Negrín! ¡Fuera el Partido comunista, causante de todas las derrotas! ¡Exigimos un Gobierno con representación de todas las fuerzas antifascistas que imponga una auténtica política de guerra!

"Pero el Gobierno Negrín, a pesar de la crisis latente en que se halla, intenta mantenerse en el poder. Los mismos métodos de la República del 14 de abril se están poniendo en práctica. Se censura la prensa, se clausuran las emisoras, se impide por todos los medios que se manifiesten libremente las organizaciones obreras, se suspenden los mitines, no se hace caso de la voz del pueblo que pide una cambio radical de política que nos lleve al triunfo guerrero y revolucionario".

Las comunicaciones del 10 de agosto de 1937 del Comité Nacional de la C. N. T. al Presidente del Consejo de Ministros, continúan la trayectoria digna de mayo. Quizás se haya pecado por demasía de prudencia, de tolerancia, de evitación sistemática de la respuesta que merecían los provocadores que buscaban el exterminio de nuestra obra y de nuestros hombres. Pero los documentos aquellos son todavía, en la letra, exponentes de dignidad.

Se protestaba contra la censura al servicio del Partido comunista, censura que consentía la injuria y la difamación contra nosotros, pero no la respuesta a los calumniadores. Se protestaba contra aquella racha de procesos por la acción popular contra los fascistas en los sucesos de julio. Cualquier familiar que había perdido alguno de sus miembros prestaba denuncia y era admitida, sin pararse a averiguar si el muerto pertenecía o no al bando de la rebelión. Se comprendió, sin embargo, que hacer el proceso a los actores de aquellas jornadas era hacer el proceso a la revolución, cosa que correspondía a Franco en caso de triunfo, y después de algunas bestialidades jurídicas se dió marcha atrás, pues entre otras comprobaciones se hizo ésta: la sanción contra los asesinatos irresponsables habría tenido que caer en primero lugar contra los que propiciaban las persecuciones mucho más que contra los miembros de cualquier otro sector.

En otra carta de la misma fecha se habla de la guerra y se acompaña un documento de crítica serena y bien intencionada. Recordemos algunos párrafos:

"Desde que el actual Gobierno se constituyó, cuantas operaciones militares han tenido lugar, se han visto acompañadas de continuos desaciertos. Ni una sola posición hemos conquistado; en cambio millares y millares de milicianos han caído; cantidades enormes de material se han perdido y todo de una forma estéril por incompetencia en la dirección de la guerra..."

Refiriéndose a la operación de Brunete se observa esto:

"Esta operación no era militar, sino política, y en la guerra no es posible realizar operaciones políticas, ya que todas tiene que atenerse a una técnica y a una realidad de fusiles y posiciones que están por encima del interés político ..."

Se denuncia el partidismo exacerbado, la persecución contra los individuos de unidades no comunistas. Se mencionan atentados como el realizado contra Cipriano Mera, se habla de fusilamientos ilegales, se condena la labor partidista del comisariado. En una palabra, se resumen allí las críticas que nosotros habíamos hecho antes y que hemos seguido haciendo después, porque ninguno de los males allí denunciados ha sido superado más que en su proporcionalidad.

Tan grave era la situación que el Comité Nacional de la C. N. T. se preguntaba con razón sobrada:

"Todo esto que sucede nos obliga a hacernos algunas preguntas. ¿Adónde vamos? ¿Es que se lucha y se persigue sólo y exclusivamente perder la guerra? ¿Es que se pretende sembrar de recelos la vanguardia y la retaguardia, producir inquietud al pueblo y situar las cosas de tal forma que llegue un momento en que sólo piensen todos en terminar la guerra, facilitando de esta manera los propósitos de mediación que persiguen algunas potencias extranjeras? ... ¿No ha llegado ya el momento de que cese la línea de actuación partidista, de una etapa desacertada, y de que nos dispongamos inmediatamente a examinar todos, con honradez y lealtad, la situación, llegando a la conclusión de trazar una línea, en lo que a la guerra se refiere, cuyos resultados no puedan ser los desastres que hasta la fecha se repiten, e impida que prosperen ciertas actuaciones absorbentes que llegará un momento en que habrán de ser cortadas, con la violencia, por quienes no pueden seguir tolerando que a España se le quiera convertir en un país de autómatas sumisos a la dictadura? ..."

Aun cuando no con la misma prosa, aquellas inquietudes las compartíamos nosotros entonces y las hemos seguido compartiendo con mayor razón, después de la pérdida de todo el norte de España, después de la ruptura de la España leal en dos zonas, después de los derrumbes de los frentes del este, Levante y Extremadura, viendo cómo se han multiplicado todos los defectos y todos los males que se denunciaban poco después de los sucesos de Mayo.

En le orden militar, el Comité nacional de la C. N. T.,  en acuerdo con la F. A. I., presentó al Gobierno un balance sobre la gestión de los sucesores del Gabinete Largo Caballero en materia de guerra. Se hace crítica en ese informe de la operación hacia Segovia, que nos costó tres mil bajas en un total de 10.000 combatientes. Se detallan las operaciones que siguieron en la frente del Este, desastrosas en mayor grado. Se hace la debida crítica a la operación de Brunete, operación política, no militar, que nos costó 23.000 bajas y en la cual hubo brigadas que perdieron el 70 por ciento de sus efectivos. El mismo juicio severo y acertado merecen en ese documento las operaciones del frente de Teruel con las consiguientes fallas de orden técnico y político. He aquí algunas conclusiones de ese informe:

1° La entrada del Gobierno de Negrín halló encuadrados 550 mil hombres en el ejército regular, debidamente estructurados, con una masa de maniobra dispuesta para actuar sobre los puntos por todos reconocidos como los más sensibles del enemigo, estratégicamente hablando.

La operación de Extremadura "fue malograda negando la aviación los elementos rusos que la mandan para derrumbar al anterior Gobierno, y en esto pueden hallarse las responsabilidades de la caída de Bilbao".

3° Fallado el objetivo internacional con vistas al cual se provocó la crisis, todos los esfuerzos de la orientación de la guerra se han encaminado a dar la impresión falsa de triunfos que, por su envergadura, debían de ser fáciles, pero que, por su dirección, fueron otros tantos fracasos. De ese género fueron las acciones sobre Segovia y Aragón.

4° La operación recientemente fracasada en el Centro era ya un disparate estratégicamente considerada.

8° Ausencia de toda coordinación entre las actividades de las fuerzas de tierra y de aire.

9° Indisciplina en los mandos.

10. La operación de Brunete ha sido una operación exclusivamente política que no servía los intereses de la victoria sobre el fascismo, pretendiéndose que sirviera los intereses del Partido comunista en detrimento de las otras organizaciones.

17. Se impone el cambio fulminante de la política de guerra que nos evite el desastre a que iríamos de perseverar en ese camino.

En vano buscaremos una rectificación cualquiera en la política de guerra, mientras fue Prieto ministro de Defensa Nacional o cuando le sucedió Negrín, como para justificar el apaciguamiento de todas las reservas, observaciones y juicios críticos de la burocracia dirigente de la C. N. T.

Pero lo cierto es que fue cesando toda critica, se proporcionó a Negrín, después de muchos esfuerzos y humillaciones, un Ministro, elegido por él, y no quedó frente al derrumbe casi en todo el año 1938 más que nuestra voz, individual, y el Comité peninsular de la F. A. I.

Habiendo cometido el grave error de paralizar el fuego en Mayo de 1937, sin conseguir más que fortificar la posición de los rusos y de sus aliados en España, se imponía una rectificación, una acción defensiva enérgica, que fue rechazada como un crimen en el circulo intimo de los militantes más conocidos; habiendo cometido nuevamente el error de no haber replicado a las provocaciones que siguieron a la pacificación de Mayo, habría que haber derribado al Gobierno cuando se perdió el Norte de España o cuando se hizo la fantástica operación de Brunete y cuando se puso de manifiesto el método de los asesinatos en el frente y en la retaguardia de los que no seguían la línea moscovita (1). No faltaron motivos diarios para una rebelión de la dignidad española contra un Gobierno que nos llevaba al desastre. Pero la entrega total de la burocracia de la C. N. T. al Gobierno Negrín y a las consignas comunistas hizo que la rebelión que habría debido estallar cuando era hora de obtener algún resultado, se produjese en el Centro y en Levante cuando la guerra estaba totalmente liquidada. Por entender que lo hecho en Marzo de 1939 en Madrid y en Levante nos correspondía haberlo hecho en Cataluña por lo menos en marzo de 1938, si no en mayo o junio de 1937, nos hemos desligado de toda responsabilidad en la dirección de las cosas confedérales; pero la F. A. I. sola, sin llevar a la calle su disidencia fundamental, no podía ya encauzar la rebelión contra el Gobierno, que habría sido facilísima en acuerdo con la C. N. T.

(1) "Negrín pretende restar importancia a la cosa. Pero entonces el compañero Zugazagoitía exclama, en un alarde de sinceridad: Don Juan, vamos a quitarnos las caretas. En los frentes se está asesinando a compañeros nuestros porque no quieren admitir el carnet comunista". (I. Prieto: Cómo y  por qué salí del Ministerio de Defensa nacional, pag. 31).

Ante la historia tendremos que responder de la pasividad y de la complicidad en la pérdida de la guerra, y por eso dejamos sentados antecedentes tan pocos gratos como esos, que nos duelen, pero que es preciso destacar, porque las masas de la C. N. T. no tienen ninguna culpa del engaño de que fueron victimas.


 

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