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REGRESE A LIBROS


 

VII

 

Cataluña y el resto de España. — El gobierno central contra Cataluña. — La política contra la geografía.

 

SIN el triunfo de julio en las calles de Barcelona, la rebelión militar se habría  impuesto en casi toda España con escaso derroche de municiones, porque el triunfo de Madrid habría quedado excesivamente circunscrito, y Madrid no contaba con las posibilidades de defensa de Cataluña. Las guarniciones que no salieron a la calle, aunque se encontraban complicadas en el movimiento, fue por esperar en un ambiente hostil el curso que tomasen los acontecimientos en el resto del país. Esa pausa fue aprovechada para forzar la rendición de la de Levante, que estaba a la expectativa, alentada quizás por los ensayos de Martínez Barrio para constituir un gobierno que sirviese de enlace entre la República y la rebelión. En otras partes se combatió enérgicamente, pero con éxito variable. Los gobernadores del Frente Popular azañista, se negaron a facilitar las armas de que disponían a las organizaciones obreras y dieron a los enemigos oportunidades suficientes para concentrarse y tomar la ofensiva, en la cual no respetaron ni siquiera a esos gobernadores republicanos a quienes debían el triunfo. Una absurda confianza de los dirigentes socialistas asturianos en la lealtad del coronel Aranda, motivó la pérdida de Oviedo, y con Oviedo, fue inmovilizada Asturias en sus posibilidades de expansión y de ofensiva. Y si no cayó toda la región en manos de la pequeña guarnición de Oviedo, fue porque nuestros compañeros tomaron por asalto los cuarteles de Gijón y la iniciativa popular directa logró limpiar de enemigos la mayor parte de la heroica zona minera. La lucha en las calles de Sevilla duró varios días, pero el pueblo fue vencido. Encarnizadamente se combatió en Madrid, donde el socialismo madrileño arrancó al ministro de la guerra una orden para que fuesen entregados mil fusiles, orden que luego fue rectificada, pero cuya rectificación fue desobedecida. La toma del cuartel de la Montaña es uno de los episodio gloriosos del pueblo madrileño, como el 2 de mayo de 1808, o como el derrocamiento de la dictadura del general Fernández Córdoba.

Pero no nos proponemos describir el 19 de julio en toda España. Lo que nos interesa destacar es que, sin el ejemplo de Barcelona y de Cataluña entera, los militares se habrían apoderado de todo y habrían impuesto la dictadura que ambicionaban en toda España, pues habían quedado con las guarniciones mejor nutridas, con casi todas las fábricas de pólvoras y cartuchos, y con los depósitos de Marruecos, que no debían tener menos de 60 millones de cartuchos al estallar la rebelión.

No solamente hemos dado el tono desde le punto de vista de la lucha armada, sino también en lo relativo al contenido económico y social del movimiento antifascista. Aunque con resistencias y obstáculos múltiples, los trabajadores y campesinos del resto de la España leal, hicieron lo que habíamos hecho en Cataluña: tomar posesión de los latifundios, de las fábricas, de los medios de transporte, de los hospitales, de las escuelas, etc., etc.

Comprendimos desde los primeros momentos que no era antifascismo todo lo que relucía como tal y que una buena parte de los que tenían que manifestarse a la luz pública satisfechos de nuestro triunfo, en su fuero interno tenían más preocupaciones, y estaban más alarmados por el peligro revolucionario que implicaba la guerra popular al fascismo, que por el peligro que representaba, para todas las libertades, la sublevación militar. Si en el pueblo la satisfacción era indescriptible, en los políticos profesionales la satisfacción era sólo de labios afuera, a regañadientes, y el triunfo de las masas populares era considerado como un mal necesario e inevitable en la quiebra total de todos los resortes defensivos del Estado.

En la conducta del Gobierno de Madrid, hemos confirmado incesantemente esa impresión. Se sucedieron varios gabinetes de diverso colorido político, pero la actitud de todos ellos fue la misma: la de hostilidad no disimulada a todo lo procedente de Cataluña, que representaba tanto la guerra sin cuartel al fascismo, como un trasformación profunda de las condiciones económicas y sociales.

En respuesta a la incomprensión y al sabotaje sistemático de nuestro esfuerzo, como a la intención bien evidente, desde la primera hora, de oponerse con más energía a un avance social justiciero de las masas productoras que al enemigo del otro lado de las trincheras, pudo haberse declarado la independencia de Cataluña, para avanzar con el ritmo propio que se había dado a partir de los acontecimientos de julio.

La idea fue mas o menos alentada por ciertos sectores y, en algunas ocasiones, no se disimuló como amenaza, pero el hecho de tener el oro del país a disposición del gobierno de Madrid y la circunstancia de ser Cataluña una zona industrial que había de ser abastecida de materia prima extranjera, unido todo esto a las dificultades crecientes de los intercambios internacionales, hizo que se viese con claridad que una independencia política en aquellas condiciones no podía ser, de hecho, más que una solución estéril o bien una entrega de la región autónoma al protectorado francés, sin cuyo soporte no habría podido sostenerse la economía catalana y, por tanto, la guerra.

A pesar de todo lo que habíamos sacrificado en iniciativa y en posición de predominio, faltaba una cantidad importante de materias primas, como por ejemplo, el algodón, el carbón, metales, aceites pesados y esencias. No podíamos desarrollar las industrias de guerra, sin depender de los aceros extranjeros, que habían de ser pagados en divisas; sin la importación de cobre, de cinc, etc., etc., y para todo ello el gobierno central, era el único que disponía del oro del Banco de España.

Los aceros vascos exigían también divisas, y lo mismo en Euzkadi que en Asturias, no hemos encontrado más que dificultades y obstáculos para proveernos de las materias primas que a esas regiones sobraban. Recurríamos a operaciones comerciales raras. Por ejemplo, negociamos con una poderosa firma inglesa, proveedora de aluminio y de cinc, la adquisición de esos metales a cambio de naranjas, y con ese objeto contratamos toda la naranja de Almería y de Murcia y cargarnos un primer barco. Pagábamos la naranja a los agricultores levantinos, y, en cambio, recibiríamos aluminio de Inglaterra. Intervino el gobierno central, y como la naranja había de ser cargada en puertos sometidos a su control, impidió la operación, retuvo el barco semanas y semanas y, cuando quiso resolverse a vender directamente el cargamento, ya estaba echado a perder. Otras veces recogíamos aceite de oliva, se vendía en Francia y se importaban máquinas a cambio; pero estas operaciones se podían hacer porque disponíamos de la frontera y de los puertos catalanes, donde teníamos que desconocer las medidas decretadas por el gobierno central para impedirnos ese mínimo de abastecimiento para nuestras fábricas. Sin embargo, no eran esos los procedimientos capaces de atender a las necesidades de la economía catalana en tiempos de guerra. Hacían falta divisas, hacía falta tocar el oro del Banco de España.

Una política financiera audaz consiguió vencer los obstáculos de los primeros meses mediante incautaciones en los establecimientos bancarios de Cataluña; pero esas incautacions tenían un limite en las existencias precarias, y llegó el instante en que, para hacer frente a necesidades urgentísimas, hubo que recurrir a emisiones propias de las que no respondía el tesoro nacional. Así llegamos a este dilema: o gestionábamos, por un lado, una entente con el Gobierno central para que sufragase los gastos de guerra, o bien habíamos de decidirnos a establecer un régimen de independencia política que, probablemente, habría sido poco viable durante la contienda y, después de ella, habría sido un mal para España y para Cataluña.

Existía la solución del buen acuerdo federativo, como aconsejó, siempre la historia y la geografía de la Península, pero también la España republicana era continuación de la España de los Austrias y de los Borbones y, en lugar de federación, solo quiso hablar de sumisión, de entrega a la burocracia centralista de toda iniciativa, de entrega al Estado Mayor central de los destinos de la guerra que habíamos declarado cuando ese Estado Mayor mismo no existía. "Un rey y una ley" — decía Felipe V, y una ley proclamó la segunda república, que había sido forzada a dar una apariencia de autonomía a Cataluña y a Euzkadi, pero que, no obstante, siguió apegada a la tradición centralista de la historia antiespañola.

¿Hicimos bien o hicimos mal? En holocausto a la guerra hemos cedido, nosotros que teníamos más razón y que teníamos un arma de que el Gobierno central carecía: la adhesión activa del pueblo. ¿Pero era posible ganar la guerra sin contar con el pueblo? ¿Y cedería el pueblo con la amargura y la resignación con que habíamos cedido nosotros?

En los últimos días del gabinete Giral, que sucedió el funesto Casares Quiroga, a cuya miopía se debía el levantamiento militar, fuimos con Díaz Sandino, no por primera vez, a exponer al Gobierno de Madrid la situación de Cataluña, sus necesidades y sus posibilidades. Desde la primera hora el Gobierno central había rehusado categóricamente toda ayuda a nuestra empresa en Aragón y en las Baleares. Pero no podíamos menos de tocar todos los resortes para hacer comprender a los políticos de Madrid que Cataluña tenía en sus manos el triunfo en la guerra y que era un crimen contra España y contra la cultura amenazada por la bota militar, no poner a su disposición los elementos que le faltaban para terminar la contienda en muy pocos meses.

Mas de ciento cincuenta mil hombres se habían inscrito voluntariamente en nuestras milicias para salir al frente y luchar contra el enemigo que no había organizado todavía la resistencia. Carecíamos de armas, carecíamos de municiones y carecíamos de materias primas para dar vida a una industria de guerra naciente, que había de ser la garantía más sólida de las futuras posibilidades antifascistas en la Península.

Pasamos toda una tarde discutiendo con el Presidente de Consejo de Ministros, un hombre que estaba muy mal informado y muy mal asesorado, pero que nos pareció sincero.

Hablamos con el corazón en la mano, expusimos el instrumento poderoso de que disponía Cataluña, la capacidad de heroísmo de su población, haciendo resaltar que, en una guerra moderna, no se puede triunfar si no se está respaldado por una fuerte industria y, en este caso, no había en España más que la industria catalana en condiciones de rendimiento, con un equipo técnico de primer orden.

Expusimos nuestras posibilidades militares, destacamos la importancia del frente de Aragón para ligar económicamente a la región catalana con la industria pesada de Euzkadi y con la zona carbonífera de Asturias. Recordamos haberle dicho que nuestra guerra estaría ganada el día que las fuerzas del frente aragonés enlazasen con las regiones metalúrgicas y mineras del norte de España. Le explicamos que nos bastábamos, si se nos ayudaba con los recursos financieros de que carecíamos, para aplastar al enemigo, deplorando que el Gobierno central, por un odio insensato a Cataluña y por miedo a la revolución del pueblo, que era el representante de la verdadera España, pusiera obstáculos a nuestra obra, que entrañaba la victoria y la salvación para todos.

Pedimos un pequeño anticipo de divisas para implementos de aviación y para adquirir algún armamento que se nos ofrecía. Giral pareció persuadirse de que nos asistía la razón y dio orden de que nos fuera facilitado el dinero requerido. Pero las órdenes del gobierno central tenían una efectividad muy limitada. Se cumplían las que no contradecían los planes de quienes se habían puesto la República por montera y no consideraban republicano más que lo que a ellos o a su política beneficiaba.

Hablamos largamente también sobre el oro del Banco de España, que estaba en peligro, y cuyo traslado inmediato aconsejábamos. Le mencionamos antecedentes de otros países durante la guerra mundial y le hicimos ver que en Madrid no estaba seguro y que la responsabilidad histórica del Gobierno de la República si dejaba caer oro del Banco de España en manos del enemigo, sería incalculable. Giral hizo llamar a sus consejeros financieros para que discutiesen con nosotros ese punto. Se trataba de viejos funcionarios que podían tener algún conocimiento técnico en la materia, pero que, sobre todo, demostraban preocuparse por la seguridad de sus empleos. Uno de los que llevaba la voz cantante terminó por aprobar nuestra sugerencia del traslado de la riqueza nacional a lugar más seguro, pero a condición de que fuesen trasladados también los empleados del Banco para que no quedasen sin ocupación.

Dejamos al presidente de Ministros en la convicción de que habíamos tocado alguna cuerda sensible y de que las futuras relaciones entre Madrid y Cataluña no serían tan ásperas, ahorrándonos el sabotaje sistemático en la forma en que se nos había hecho hasta allí.

Al poco tiempo cayó el Gobierno Giral y, de todo lo hablado y tratado, no quedó más que el recuerdo que guardamos nosotros. Largo Caballero sucedió a Giral; pero siguió la misma vieja política de desconfianza hacia Cataluña, negando el agua y la sal al frente de Aragón, que era realmente el frente que podía precipitar el fin de la guerra (1).

(1) Después de salir Largo Caballero del Gobierno, en su primer y último mitin público, 17 de octubre de 1937, explicó muchos entretelones trágicos de las maniobras y deslealtades comunistas. Se acusaba al ministro de la guerra de no entregar el armamento de que se disponía a los combatientes. Y cuando más arreciaba esa campaña, el ministro de la guerra disponía de 27 fusiles. ¿Había de proclamarlo públicamente para responder a la campaña que se hacía contra él? Fue hacia la misma época cuando se hizo, por iniciativa de los rusos, una venenosa campaña contra la inactividad del frente de Aragón. ¿Habíamos de declarar, para que lo supiera el enemigo, que ese frente estaba paralizado porque no disponíamos de un solo cartucho?

Poco importaban las disposiciones favorables o no de los ministros si la ejecución de sus órdenes había de depender de funcionarios militares o civiles que las cumplían hasta allí donde les daba la gana. Hemos tenido en el gabinete de largo Caballero cuatro ministros, tres de ellos catalanes y conocedores de la situación por que atravesábamos, pero la realidad siguió siendo la misma. El verdadero Gobierno no era el que tenía la responsabilidad oficial.

También visitamos con Díaz Sandino al presidente de la República, Manuel Azaña, en el antiguo palacio real de Madrid. Era en los días de pánico que siguieron a los desastres de Talavera. Azaña  nos esperaba a las diez de la noche. La escolta presidencial destacaba sus brillantes uniformes, ante los cuales quedaban deslucidos los nuestros, de milicianos.

Le expusimos nuestra situación en Cataluña y nuestras necesidades apremiantes y le dimos cuenta de las conversaciones con Giral y de la acogida que creíamos haber tenido en nuestras gestiones. Pedimos a Azaña que interviniese personalmente a fin de que no se frustrasen las promesas que nos habían sido hechas. Azaña nos dijo que era como un prisionero, que la Constitución no le permitía intervenir en nada y que su función consistía en dejar la palabra a los que, legalmente tenían que gobernar, con el apoyo de los partidos o del parlamento. Le exhortamos a que utilizase el prestigio de que disfrutaba dentro y fuera de España. Su silencio y su pasividad, bajo el amparo de la Constitución o sin él, era como un delito en la hora que atravesábamos, y su actitud, cruzándose de brazos ante la tragedia, no podía ser nunca bien interpretada.

En el curso de la conversación tuvimos la impresión de que aquel hombre no simpatizaba con el fascismo, pero que simpatizaba menos aún con la revolución y con la intervención directa del pueblo en la vida pública, sin respetar las barreras preestablecidas por los partidillos republicanos que nacieron al advenimiento de la República.

En un momento dado, Díaz Sandino tuvo la franqueza de decirle que su política era culpable de la sublevación militar y que la indecisión de la democracia y de los presuntos republicanos que no habían estado a la altura de su misión, nos había llevado al resultado que ahora palpábamos. Tenía sus motivos para hablar así nuestro compañero de delegación. Había sido uno de los puntales de la conspiración contra la monarquía, y poco antes del levantamiento había hecho un viaje en balde a Madrid a demostrar documentalmente lo que se preparaba, sin ser escuchado. Azaña, que parecía carecer de nervios ante la tragedia que estábamos presenciando, hizo la comedia de sentirse profundamente herido y de no querer tolerar la verdad que acababa de oir junto a su mismo trono. De tal manera se revolvió airado el prisionero de la Constitución que creíamos oportuno ponernos de pie y buscar la salida sin despedirnos del jefe del Estado. El hombre reflexionó un poco, bajó el tono de su fingida indignación y terminamos hablando de las condiciones de nuestro frente aragonés.

Con hombres como Azaña era fatal la conspiración fascista y fatal la pérdida de la guerra.

La peregrinación de todas las regiones leales hacia Cataluña era conmovedora. Las milicias populares, siguiendo nuestro ejemplo, se habían lanzado en todo el territorio adepto, a una guerra desigual a causa de la calidad del armamento; pero la voluntad de vencer era tan grande que, por poca ayuda que se les hubiese prestado, antes de las complicaciones internacionales que se sucedieron, nuestra victoria habría sido fulminante.

Acudieron numerosas delegaciones de los combatientes improvisados al Gobierno de Madrid para obtener algún elemento de defensa y de ofensa; y desde Madrid, descorazonados y amargados, acudían a Barcelona a contarnos su desesperación, a exponernos sus planes de lucha, a relatarnos sus experiencias y sus fracasos con el Gobierno de la República.

Nosotros, parte integrante del pueblo de donde hemos salido y del cual no nos hemos separado, comprendíamos el inmenso dolor de los que habían de volver hacia sus compañeros en todos los frentes con las manos vacías, a decirles que el Gobierno de la República se negaba a auxiliarles.

Uníamos nuestra desesperación a la suya, pero el espíritu de solidaridad que habíamos cultivado tanto, hacía que los combatientes de las otras regiones viesen en nosotros, por lo memos el deseo sincero de estar a su lado. Hemos entregado armas y municiones a todos los frentes: a Córdoba, a Málaga, al Centro, a Levante, a Irún, etc.; hemos proporcionado algunas piezas de artillería a los frentes del Sur al mismo tiempo que sosteníamos la campaña de Mallorca y nuestra empresa de reconquista de Aragón. Sin contar material sanitario, ambulancias, camiones, víveres, ropas, obuses de artillería de todos los calibres, que habíamos comenzado a fabricar en gran escala.

Nos apenaba hasta las lágrimas el no disponer de material de guerra para repartirlo a un gran pueblo que estaba dispuesto a jugarse por entero en defensa de su libertad y de su porvenir. Pero, no obstante la situación en que nos encontrábamos, no han vuelto nunca  con las manos vacías los que llegaron a nosotros en demanda de socorro.

A la Misma defensa de Madrid hemos contribuído desde Cataluña con unos diez mil hombres armados y hemos prometido, en todo instante, que si el Gobierno central se comprometía a proporcionar las armas, nuestra ayuda en hombres sería ilimitada.

Ha trascendido en todo el mundo y se ha comentado con acritud la caída de Málaga y la entrega de Bilbao a las divisiones italianas. En el primer caso era Ministro de la guerra Largo Caballero, y ese acontecimiento y los sucesos sangrientos de Barcelona fueron aprovechados para derribarle del gobierno y poner en su lugar otros más dóciles a la victoriosa estrategia de Moscú. Fueron encarcelados algunos altos mandos, entre ellos el general Asensio, pero después de diez meses de investigación hubieron de ser puestos en libertad sin ir a juicio, porque el mismo Partido acusador habría tenido que ser llevado a la picota. Por la pérdida de Bilbao y de todo el norte de España, resultado ya de la brillante actuación de los consejeros rusos en nuestra guerra, no se han perdido responsabilidades, y los que oficialmente llevaban la dirección de la guerra, no se han visto en la cárcel, porque esta vez no había hecho más que cumplir al pie de la letra las indicaciones del Kremlim. Pero la pérdida del Norte de España tiene un primer peldaño en la pérdida de Irún, posición estratégica magnífica para las relaciones del enemigo con Francia.

Contrariamente a Bilbao, cuya entrega ha sido premeditada, porque no se ha defendido y porque el gobierno central, ya en Valencia, no ha puesto a disposición de los combatientes la aviación de que entonces se disponía y sin la cual no creían posible la defensa, Irún se defendió heroicamente hasta el último cartucho de pistola, hasta la última bomba de mano. Los trabajadores en armas de aquella comarca dieron muestras de una bravura extraordinaria. Si a Irún se le hubiese ayudado no habría cedido sin antes haber dado cuenta de buena parte de las tropas de Franco.

Irún no pedía aviación, ni artillería; pedía solamente fusiles, algunas ametralladoras, municiones. Nos llegaron algunas delegaciones para exponer la situación angustiosa en que se encontraban los combatientes de aquella región por falta de armas y de municiones. Nos aseguraban que Irún no caería si se les facilitaban medios para defenderse. Todas las tentativas que habían hecho ante el Gobierno de Madrid para obtener algún armamento habían sido estériles y los emisarios dirigieron sus pasos hacia Cataluña en demanda de auxilio.

Aun teníamos relaciones telefónicas y era un clamor tan intenso, y tan sincero el que nos llegaba que no podíamos permanecer indiferentes. No podíamos abastecer a las milicias de Aragón que reclamaban en vano el envío de municiones. Se planteó algunas veces el problema de Irún en el Comité de Milicias; pero nuestras disponibilidades se habían agotado por completo.

Comprendimos que Madrid abandonaba a ese bravo pueblo norteño y que nosotros, por muchos sacrificios que hiciésemos, no podríamos salvarle. Pero las llamadas telefónicas no podían quedar en el vacío. El parque de artillería estaba exhausto y nos dirigimos, como en otras ocasiones, a los Comités de defensa de la C. N. T. y de la F. A. I. Nos entregaron algunos centenares de fusiles y algunas ametralladoras e hicimos partir de inmediato ese cargamento en camiones, vía Francia. Los vehículos tuvieron  percances en el trayecto, pero aún llegaron a tiempo a manos  de la Federación  Local de Sindicatos Unicos de Irún, que nos acusó  recibo. Mientras  los camiones rodaban aceleradamente hacia su destino con la preciosa carga, pudimos recoger con pena treinta mil cartuchos, con los cuales, nos aseguraban los combatientes de Irún, rechazarían la ofensiva fascista que amenazaba aniquilarles y esperarían otro material que estaba por llegar de un momento a otro. Se trataba de que también la munición llegase a tiempo. Nos era preciso un aparato que pudiera cargar algunas toneladas de cartuchería. Nuestro aeródromo no disponía de ninguno. Apelamos al Gobierno de Madrid, al Ministro de marina y aire, a los jefe de aviación. Llamamos a todas las puertas exponiendo la urgencia del envío de aquella munición que habíamos reunido con tantas dificultades y privando de ella a nuestros combatientes.

Nadie quería hacerse responsable de nada. Nosotros lo habíamos preparado todo, las fuerzas populares de Irún custodiaban todavía el aeródromo esperando ansiosas la llegada de la munición salvadora. El Ministerio de marina y aire nos prometió el envío de un Douglas e hicimos depositar el cargamento en el campo del Prat para no perder un sólo minuto.

Las llamadas de Irún eran cada vez más urgentes y el Douglas no llegaba. Gritamos, insultamos en todos los tonos a los que, desde las poltronas ministeriales de Madrid consentían flemáticamente en la pérdida de una población donde algunos millares de hombres y mujeres estaban dispuestos a sacrificarlo todo para conservar la posición preciosa en nuestro poder.

Todo fue inútil. Madrid no nos facilitó el medio de transporte necesario y prometido, tal vez sin ánimo de cumplir la promesa, ni quiso ayudar por su cuenta con munición alguna a los luchadores del Norte. Irún cayó en manos del enemigo después de una lucha desesperada y ejemplar.

Cuando pensamos en el sacrificio, de las milicias de Irún no podemos menos de crispar los puños de rabia por la actitud, que se califica sola, de las altas esferas del Gobierno central.

Todos los jefes del frente aragonés nos enloquecían con sus reclamaciones continuas de armas y municiones. Con más insistencia y más tenacidad que nadie, Durruti, que había establecido su cuartel general en Bujaraloz. Nos improvisaba una filípica diaria con todo lo que necesitaba para hacer la guerra y salir triunfante en la empresa.

Nada podíamos darle a él ni a nadie, porque nada teníamos. En una ocasión y ante la energía de sus reclamaciones, no sabiendo ya de qué manera aplacarle, le dijimos que todo lo que pedía era inútil, porque la posición que él había ocupado era la menos adecuada para la toma de Zaragoza, y que estaba condenado, después de haber sido el primero en salir, a ser el último en entrar en la ciudad apetecida, donde tantos amigos nuestros habían sido masacrados y cuya venganza se había propuesto ejecutar él.

Todavía nos parece estar oyéndole bramar al otro lado de la línea telefónica. Era el desafío más grande y la ofensa más hiriente que se le podía hacer. Pero era también la verdad; los puentes del Ebro, habían sido volados y Durruti no podía atravesar el río sin que antes estuvieran a las puertas de Zaragoza las columnas del Sur Ebro o las que habíamos enviado hacia Huesca.

Acudió a Barcelona, le hicimos el relato de todas nuestras aventuras y desventuras con el Gobierno de Madrid; le comunicamos nuestra impresión de que Madrid nos abandonaba en absoluto, y que no había que contar con su ayuda para nada mientras nuestro predominio en el frente de Aragón y en la región catalana fuese un hecho real. Le hicimos ver todo lo que nos faltaba y cuánta era nuestra miseria para hacer la guerra. Habíamos desarmado a muchos de nuestros propios camaradas de Barcelona y de las comarcas para darle algunos fusiles, pero todo ello era una gota de agua en el mar, si no se conseguía un verdadero desarme de la retaguardia, aún cuando, al poco tiempo nos encontraríamos también con la falta de cartuchos.

Convencidos de nuestro fracaso en las gestiones con el Gobierno central, en las que habían tomado parte poco a poco todos los miembros del Comité de Milicias, le propusimos que fuese él mismo a probar fortuna como jefe de una importante sector del frente. Partió Durruti para entrevistarse con Largo Caballero. No sabemos cuáles han sido las palabras precisas de Durruti al jefe del gobierno, pero estamos seguros de que ha defendido nuestra causa con la energía de que era capaz. Llevaba algunas propuestas de venta de armas que nos habían hecho comisionados extranjeros. Salió de Madrid con buenas promesas y regresó lleno de júbilo a Cataluña  para incorporarse a su puesto de lucha, esperando el  cumplimiento de las promesas. Hemos compartido de buena gana su júbilo y nos sentimos por un momento reanimados por la esperanza. Pero pasaron las semanas y pasaron los meses y de las promesas hechas a Durruti, como de las hechas anteriormente a tantos de nosotros, no quedó ninguna traducción en hecho positivos.

Durruti fue enviado algunos meses más tarde por nosotros a defender a Madrid, cuando más grave era la situación y más peligro corría de ser ocupado por el enemigo. En lugar de las armas prometidas para el frente de Aragón, todavía tuvimos que despojarnos de algunas decenas de ametralladoras y de varios millares de fusiles, con tres o cuatro baterías, para contribuir a la defensa de aquella ciudad, cuya caída habría significado, por la repercusión moral e internacional, el fin de la guerra, Y murió allí, después de haber dado magníficos ejemplos de heroísmo.

Se compraba algún material por intermedio de los rusos que habían comenzado a llegar a España y por intermedio de una comisión de compras del Gobierno. Se habían impartido órdenes de que ninguno de esos cargamentos tocase puertos catalanes. Esa actitud nos indignaba mayormente. Incluso cuando se prometía que tal o cual cargamento sería para nosotros, nada nos llegaba. Se nos ofrecía material, pero había que pagarlo, y siempre terminábamos en la impotencia por no disponer de divisas. Puede ser que de cien ofertas, 99 fuesen dudosas, pero la verdad es que nosotros no hemos podido comprobar si lo eran o no, porque nunca pudimos cumplir ni siquiera los primeros compromisos. Hasta se nos hicieron ofertas de Alemania, con el pago, que había que garantizar previamente, al llegar el materia al puerto de Barcelona. ¿Qué hacer? Más aun: se han recibido en París ofertas de aviación italiana. ¿Había de ser la nuestra la primera guerra que se perdiera por falta de armamento cuando había en el tesoro nacional con qué comprarlo?

Mientras tanto el enemigo, después del desastre de Talavera, avanzaba sobre Madrid de un modo peligrosísimo. Se concibió el proyecto de tomar lo que nos correspondía. El tesoro del Bando de España no podía ser dejado al albur de un Gobierno que no acertaba una y que estaba perdiendo la guerra. ¿Fracasaríamos nosotros también en la adquisición de armamento? Por lo menos, de lo que estábamos seguros, era de no fracasar en la adquisición de materias primas y de máquinas para nuestra industria de guerra, y el armamento lo haríamos nosotros mismos. Con muy escasas complicidades, se alentó la idea de trasladar a Cataluña una parte al menos del oro del Bando de España. Se sabía de antemano que habría que recurrir a la fuerza y fueron situados en Madrid alrededor de 3.000 hombres de confianza y preparados todos los detalles del transporte en trenes especiales. Bien ejecutado el plan, era cuestión de poco tiempo, y antes de que el Gobierno tomase las medidas del caso, se habría salido hacía Cataluña con una parte del oro nacional, la mejor garantía de que la guerra podía entrar en un nuevo cauce. Solo que, al llegar a los hechos, no se quiso cargar por parte de los promotores del plan con la responsabilidad del gesto que habría de tener una gran repercusión histórica. Fueron comunicados los propósitos al Comité nacional de la C. N. T. y a algunos de los compañeros más conocidos. El plan produjo escalofríos de espanto en los amigos; el argumento principal que se opuso en la negativa a dejar hacer lo proyectado, lo que se iba a llevar a cabo de un instante a otro, fue que con ello sólo aumentaría la animosidad que reinaba contra Cataluña. ¿Qué se podía hacer? Era imposible enfrentarse también con las propias organizaciones y hubo que desistir. El oro, pocas semanas más tarde, salió de Madrid, pero no para Cataluña, sino para Rusia; más de 500 toneladas cayeron en manos de Stalin y han servido para perder nuestra guerra y para reforzar el frente de la contrarrevolución fascista mundial. Y salió para Rusia sin que el Gobierno lo supiera, por decisión de uno o dos ministros  que estaban a las órdenes del Kremlin, uno de ellos el famoso Dr. Negrín. ¿No habría sido otro el destino de la tragedía española si una parte al menos del tesoro nacional hubiese salido para la región donde había posibilidades, condiciones y voluntad para llevar la guerra a un término victorioso?

Nuestra penuria en cartuchería era más que dolorosa. Treinta mil hombres nos reclamaban constantemente munición para combatir y no podíamos satisfacer ese anhelo legítimo. El Gobierno central nos rehusaba todo auxilio y cuando nos cedió alguna pequeña partida, se la hemos devuelto con hombres y todo. O nos ha cedido material que no querían en otros frentes, como 600 famosas ametralladoras Colt, deshechadas por el ejercito norteamericano antes de 1914, y que en los otros frentes tampoco podían ser utilizadas, por anticuadas e ineficaces.

En uno de esos períodos de escasez extrema, una de las columnas nuestras que operaba en los frentes del Centro halló manera de desvalijar un convoy del Gobierno central, y así llegaron a nuestro poder setenta u ochenta mil cartuchos, que nos vinieron oportunamente.

Nos habíamos informado que en el castillo de Mahón, leal al Gobierno de Madrid, había un par de millones de cápsulas que no tenían allí ninguna utilidad. Las pedimos amistosamente decenas de veces y nos fueron rehusadas. Las pedimos al Ministerio de marina y aire, y así supo este de su existencia. No era una cantidad extraordinaria; nosotros las cargaríamos y podíamos solucionar nuestra situación durante un par de semanas. La negativa o la indiferencia fueron la única respuesta siempre.

Un día se pidió urgentemente a Cataluña el envío de gasolina a Mahón; aprovechamos esa circunstancia para volver a reclamar las cápsulas vacías. No había manera de convencer a las autoridades de aquella isla y al Gobierno de Madrid de que era un crimen negarnos ese material.

Dimos orden de cargar la gasolina solicitada, pero comunicamos a Mahón que el barco no zarparía hasta que llegasen a nuestro poder las cápsulas.

Intervino el Gobierno central, intervino la Dirección de la C. A. M. P. S. A., pero mantuvimos la orden de no zarpar sin la condición apuntada.

La necesidad de la esencia en Mahón debía ser muy grande, pero no se quería ceder a nuestro pedido. No disponiendo el Gobierno central de medios coactivos contra nosotros, al fin salimos triunfantes y, después de quince días de forcejeos, llegaron a nuestro poder las cápsulas y salió el cargamento paralizado en nuestro puerto hacia Mahón.

Si algo hemos conseguido, siempre en pequeña escala, del Gobierno de Madrid, fue a costa de procedimientos parecidos o cuando decidíamos por propia cuenta.

Nos volvía a perder el centralismo.

Al chocar con el sabotaje sistemático del Gobierno central a todas nuestras proposiciones, y sabiendo además, firmemente, que el centralismo político nos llevaba al desastre en la guerra y a la muerte de la revolución popular, que no podía tener otro cuadro que el de la solidaridad en la federación, habíamos expuesto desde las primeras semanas a algunos representantes autorizados de la región levantina y de Aragón la necesidad de constituir con esas regiones y Cataluña una especie de federación defensiva y ofensiva para obligar al Gobierno de la República a ponerse a tono con la nueva situación. Más tarde se constituyó el Consejo de defensa de Aragón, pero no pasó de ser como una delegación del Gobierno central, y Levante permaneció en completa dependencia de Madrid, siendo Valencia desde noviembre de 1936, capital de la República.

La solución política mas acertada y la más eficaz habría estado en una España federal, en la que cada región tuviese la mas completa autonomía para expresar libremente su sentido de la solidaridad nacional, como en todas las ocasiones solemnes de la historia. Esa idea no ha prosperado, o no fue comprendida en los días de fiebre y de acción que se vivían. No existía preparación previa para ella y eso nos confirma en nuestra tesis de que una revolución no da realmente más frutos que los que llevan ya en sus entrañas los pueblos en relación a su grado de cultura.

Si hubiésemos constituido, con la parte de Aragón reconquistada, y todo Levante en nuestro poder, juntamente con Cataluña, una especie de mancomunidad solidaria, la burocracia fascistizante del Gobierno central no habría encontrado tantos caminos abiertos para dañar la guerra y poner trabas a la revolución. Y el dominio político, militar y policial de los rusos, no habría podido llegar al grado a que ha llegado para nuestro mal.

Después de varios meses de lucha y de incidentes sin salida con el Gobierno central, reflexionando sobre el pro y el contra de una independencia política de Cataluña, interesados, más que nadie, en el triunfo de la guerra que habíamos iniciado con tanto ardor y tanta fe, al decírsenos reiteradamente que no se nos ayudaría mientras fuese tan manifiesto el poder del Comité de Milicias, órgano de la revolución del pueblo, por grande que fuese nuestro afecto a esta institución creada para responder a las exigencias de una situación social y política nuevas, no teniendo otro dilema que ceder o empeorar las condiciones de la contienda, puesto que tampoco se quería recurrir a procedimientos de fuerza para obtener lo que nos correspondía, nosotros, que teníamos más razón, hubimos de ceder.

Nos mostramos dispuestos a disolver el Comité de Milicias, es decir a abandonar una posición revolucionaria que nunca había tenido el pueblo español hasta entonces. Todo para conseguir armamento y ayuda financiera para continuar con éxito nuestra guerra.

Sabíamos que no era posible triunfar en la revolución si no se triunfaba antes en la guerra, y por la guerra lo sacrificábamos todo. Sacrificábamos la revolución misma, sin advertir que ese sacrificio implicaba también el sacrificio de los objetivos de la guerra.

El Comité de Milicias garantizaba la supremacía del pueblo en armas, garantizaba la autonomía de Cataluña, garantizaba la pureza y la legitimidad de la guerra, garantizaba la resurreción del ritmo español y del alma española; pero, se nos decía y repetía sin cesar, que mientras persistiéramos en mantenerlo, es decir, mientras persistiéramos en afianzar el poder popular, no llegarían armas a Cataluña ni se nos facilitarían divisas para adquirirlas en el extranjero, ni se nos proporcionarían materias primas para la industria. Y como perder la guerra equivalía a perderlo todo, a volver a un estado como el que privó en la España de un Fernando VII, en la convicción de que el impulso dado por nosotros y por nuestro pueblo no podría desaparecer del todo de los cuerpos armados militarizados que proyectaba el Gobierno central y de la vida económica nueva, dejamos el Comité de Milicias para incorporarnos al Gobierno de la Generalidad en la Consejería de Defensa y en otros departamentos vitales del gobierno autónomo.

Por primera vez en la historia del movimiento social moderno, los anarquistas entramos a formar parte de un Gobierno con toda la responsabilidad inherente a esa función. Pero no porque hayamos olvidado las propias doctrinas u olvidado la esencia del aparato gubernativo. Circunstancias superiores a nuestra misma voluntad nos llevaron a situaciones y a procedimientos que nos repugnaban, pero que no podíamos eludir.

Una revolución popular no se hace desde el Estado ni por el Estado. A lo sumo, y ese puede ser el aspecto positivo de nuestra intervención, el Estado puede abstenerse de poner excesivos obstáculos a las nuevas creaciones populares; pero confiar la revolución al Estado, aunque fuésemos únicos en él, sería tanto como renunciar a la revolución. No hemos confiado en la revolución por decreto. Las grandes trasformaciones económicas y sociales son siempre obra de la acción directa del pueblo, de las masas trabajadoras de la ciudad y del campo. Son ellas las que han de hacer la revolución, son ellas las que han de crear los órganos revolucionarios de la nueva convivencia, y es con ellas con las que hay que estar para cumplir cualquier avance revolucionario.

En plena guerra se podía avanzar mucho socialmente, ¿qué duda cabe? Pero ese avance, esa transformación, ese progreso se harían al márgen o contra el Estado, como siempre. Lo que se puede hacer desde el gobierno, y no es siempre fácil, pero es posible mientras las masas populares mantienen alerta su espíritu y su iniciativa, es allanar la legalización, el reconocimiento, la sanción oficial de la revolución hecha fuera, en las fábricas, en los campos, en las costumbres.

El poder de la revolución no ha estado ni estará nunca en los ministerios; está abajo, en el pueblo que trabaja, en la capacidad constructiva que sepa ese pueblo poner de relieve.

No podíamos atribuir al Estado, aunque estuviésemos representados en él, ninguna función de utilidad revolucionaria.

Si se hubiese tratado solamente de la revolución, la existencia misma del Gobierno habría sido, no un factor favorable, sino un obstáculo a destruir; pero nos encontrábamos ante las exigencias de una gran guerra encarnizada, de proyecciones internacionales, ligados por fuerza al mercado mundial, a la relación con el mundo estatal circundante y, para la organización y dirección de esa guerra, en las condiciones en que nos encontrábamos, no teníamos un instrumento que hubiera podido sustituir al viejo aparato gubernamental.

Una guerra moderna no se puede hacer como se hacían las viejas guerras civiles e incluso internacionales. Requiere la existencia de una gran industria que trabaje para ella a todo vapor, y esa industria presupone, en los países que no tienen plena autarquía económica, vinculaciones políticas, industriales y comerciales con los centros del capitalismo mundial que monopolizan las materias primas.

Toda Europa se había puesto en guardia contra nosotros, cuando no intervenía con hombres y armas del lado de nuestros enemigos. Los enemigos de enfrente y los amigos dudosos de al lado habían hecho circular leyendas terroríficas sobre nuestra actuación. Se decía que habíamos levantado guillotinas en la Plaza Cataluña y que esas guillotinas funcionaban sin descanso. Mientras nos esforzábamos sin perder un minuto, organizando las milicias para la guerra, intensificando el trabajo en las fábricas, poniendo a contribución todos los recursos accesibles, se nos describía en el extranjero como monstruos sedientos de sangre y que no pensaban en otra cosa más que en la venganza y en el terror. Las matanza ordenadas a sangre fría por los militares rebeldes, eran necesidades de su acción militar, que no podía consentir elementos dudosos o tibios en su retaguardia; las sanciones impuestas por parte de la República, eran asesinatos bestiales. Ante ese ambiente, el capitalismo internacional que lo había gestado, nos hubiese impedido todo desarrollo con sólo negarnos las materias primas esenciales para la industria.

No se ha disuelto el Comité de Milicias sin meditar en todo esto; pero no encontrábamos otra solución, porque, a la hostilidad del extranjero, se unían una hostilidad no menos irreductible y peligrosa en la burocracia militar y civil, y el morbo centralizador del gobierno de la República.

No es el último sacrificio el que hemos hecho con la disolución del Comité de Milicias para demostrar nuestra buena voluntad y nuestro deseo dominante de ganar la guerra. Pero cuanto más hemos cedido en beneficio de ese interés común, más nos hemos visto atropellados por la contrarrevolución encarnada en el poder central. ¿Con qué resultado? No en beneficio de la guerra, ciertamente, o por lo menos en beneficio de la victoria contra el enemigo.

La mayor parte, por no decir todas, las fábricas de guerra estaban en la zona facciosa. Entre lo poco que nos quedaba, lo más importante eran las fábricas de cartuchos de Toledo, sobre las cuales tenía dominio el Gobierno de la República, que las dejó perder ignominiosamente.

Cataluña era una región industrial importante, pero no precisamente en lo relativo a las industrias de guerra. Carecía de aceros, de cobre, de cinc, de carbón. No se habían fabricado en ella más pólvoras que las de caza. Sin embargo se emprendió, desde las mismas jornadas de julio, la tarea de edificar una industria bélica propia, sin contar para ello más que con la voluntad firmísima de salir triunfantes en la empresa. Los técnicos podrán darse cuenta de lo que significaba ese esfuerzo en un momento en que faltaba lo más indispensable en materia prima y en dinero para adquirirla más allá de las fronteras.

A la ausencia de toda preparación industrial previa para esa clase de producción, hay que unir la circunstancia de no contar con personal directivo experimentado, ni con obreros que hubiesen hecho esa labor alguna vez. Todas las fábricas metalúrgicas se pusieron a trabajar para la guerra, haciendo cada cual lo que se le ocurría, blindaje de camiones, bombas de mano, ambulancias, etc. A primeros de agosto se constituyó la Comisión de Industrias de guerra, para coordinar esos primeros esfuerzos espontáneos y atender a la formación de una poderosa industria de armas y municiones en Cataluña. A ella pertenecieron técnicos como Giménez de la Beraza, espíritus emprendedores como José Terradellas, miembro del Comité de Milicias, obreros destacados como Eugenio Vallejo, de la metalurgia, y Marti, de las industrias químicas, uno de los primeros artilleros del pueblo, en la mañana del 19 de julio en Barcelona.

Fueron destinadas centenares de fábricas metalúrgicas y químicas a producir ordenadamente el material más urgente, obuses de artillería, bombas de aviación, cartuchos, máscaras contra gases, ambulancias, carros blindados, etc., etc.

Por rivalidades y odiosidades políticas de ínfimo formato, se han sostenido campañas virulentas contra las industrias de guerra catalanas, en las que trabajaban cientos cincuenta mil hombres. Se perseguía el propósito de hacerlas depender todas del poder central, y en cuanto dependía de éste, no hizo más que poner dificultades, negando divisas, materias primas, etc. Aún así, a comienzos de diciembre de 1937 se habían producido en las fábricas catalana más de 60 millones de vainas para cartuchos de máuser, y desde el comienzo hasta setiembre del mismo año, se llevaban producidos 76 millones de balas. Muchas dificultades hubieron de ser vencidas antes de llegar a la fabricación de cartuchería, dificultades aumentadas por la negativa de todo apoyo por parte del gobierno de la República; pero la cartuchería catalana fue lo único que quedó al fin para sostener la guerra. Habiendo comenzado a fabricar en setiembre de 1936 proyectiles de artillería, en número de 4.000 por mes, llegó en abril de 1937 a la cifra de 900.000.  Y hasta el 30 de setiembre de este último año se habían fabricado ya 718.000 proyectiles de cañón. Cerca de 600.000 espoletas se habían fabricado en Cataluña hasta el 30 de setiembre de 1937, lo cual dice mucho a los que saben lo que una espoleta significa. Se montó una fábrica de pólvora con capacidad para mil kilos diarios, y gracias a la metalurgia de Cataluña pudo aumentar considerablemente su producción la fábrica de pólvoras de Murcia, única con que contaba la República. En setiembre de 1936 se fabricaban ya trilita, tetralita, dinitronaftalina y ácido pícrico. En el primer año de trabajo se produjeron 752.972 kilos de tetralita. A fines de agosto de 1936, un mes después del triunfo sobre el levantamiento militar, se cargaban en Cataluña bombas de aviación con trilita fabricada en fábricas propias.

Hemos asistido al nacimiento y al desarrollo de las industrias de guerra de Cataluña y podemos decir que raramente se podrá presentar un ejemplo semejante de improvisación, porque raramente se volverá a encontrar un acuerdo tan perfecto y una pasión tan unánime entre las autoridades políticas, las autoridades técnicas y los obreros de todos los oficios de un país. Técnicos militares extranjeros que vieron de cerca esa obra nos aseguraban que lo realizado por nosotros en muy pocos meses era superior a cuanto se había logrado, con muchos más medios, por países mejor equipados, como Francia, en los dos primero años de la guerra de 1914-18.

Se comenzó en agosto de 1936 a instalar una fábrica de octanol, obteniendo en la misma también cloruro de metilo y tetraetilo de plomo puro, la primera de España y una de las pocas de Europa.

Pero no sólo se fabricaba material de guerra, se fabricaban las máquinas necesarias para obtener ese material. Fueron construídas a partir de julio de 1936, 119 prensas (112 de 30 toneladas, 2 de 250 toneladas, una excéntrica de 250 toneladas, etc.), 214 tornos (178 paralelos, 6 tornos revólver, 30 especiales para agujerear y rayar cañones de fusil), 28 fresas, 18 máquinas taladradoras, 6 máquinas rectificadoras, 4 limadoras, 7 máquinas especiales para enderezar cañones, 16 máquinas especiales para recortar y ranurar vainas de máuser, etc., etc.

Para evitar rozamientos y satisfacer ambiciones de mando y de administración, Cataluña cedió las fábricas de guerra, a excepción de las montadas de nueva planta por la Generalidad, y no todas, porque también parte de las nuevas fábricas fueron cedidas a la Subsecretaría de Armamento, institución creada por Prieto para demostrar cómo se puede sabotear la guerra por exceso de recursos financieros y de facilidades para toda gestión en manos de burócratas ambiciosos, pero incompetentes o traidores.

Tenía la Comisión de Industrias de Guerra de Cataluña algunas fábricas en instalación cuando hubo de ceder al Gobierno central una máquina industrial de producción bélica que en tiempos normales habría consumido muchos años en su montaje. Una de las empresas en construcción era una fábrica con capacidad para 20 toneladas diarias de celulosa a base de esparto. Ha quedado, al llegar la catástrofe final, en función, con grandes cantidades de materia prima acumulada. Otra era una gran factoría de explosivos en Gualba, capaz por sí sola de abastecer a todas las necesidades de la Península aún en tiempos de guerra. Pero la historia de las nuevas construcciones tiene notas cómicas por no decir inmensamente trágicas. Eran tantas las dificultades opuestas a esos trabajos por los funcionarios del gobierno de la República, que era preciso robar el cemento en connivencia con los comités obreros de las fábricas, recoger trozos de hierro, viejo y empalmarlos laboriosamente, realizar mil contrabandos de toda especie para no paralizar las obras.

Allí ha quedado todo esto, como han quedado modernas fábricas de gases, instaladas desde el principio de la guerra, en previsión de ataques de esa especie. Faltará el personal para la mayoría de las industrias de precisión y químicas, instaladas durante los años de la revolución y de nuestra guerra, pues de lo contrario esos establecimientos habrían podido en esta eventualidad, constituir poderosos factores de trabajo para la Europa en armas (1).

(1) Por la Comisión de Industrias de Guerra de Cataluña se ha hecho un Report d’actuació (confidencial), un grueso volumen mimeografiado, con fecha de octubre de 1937. Dice Terradellas, su presidente, en un breve prólogo: "La industria catalana, durante estos catorce meses, ha realizado una verdadera epopeya de trabajo y de profunda inteligencia, y Cataluña habrá de agradecer para siempre a todos estos trabajadores que con su entusiasmo, con su esfuerzo y muchas veces con el sacrificio de su propia vida, han trabajado para ayudar a nuestros hermanos que luchan en el frente"... Luis Companys, presidente de la Generalidad, resumió los datos más salientes de su informe, en su carta polémica del 13 de diciembre de 1937 a Indalecio Prieto. Se ha publicado en Buenos Aires, por el Servicio de Propaganda España (agosto 1939) un pequeño volumen: De Companys a prieto. Documentación sobre las industrias de guerra de Cataluña (91 págs.) con datos extraídos del Report confidencial, y otros documentos auténticos.

En una de las tantas negociaciones con el gobierno central, nuestros delegados propusieron que se nos cediese una de las fábricas de cartuchos de Toledo, en peligro de destrucción por los continuos bombardeos.

Tenía el Estado en esa ciudad tres fábricas de cartuchería. Dos de ellas trabajaban; la tercera estaba paralizada desde hacía varios años por ser de modelo anticuado y no ser ya renditiva la producción en ella.

Toledo se encontraba en situación angustiosa; el enemigo se defendía aún en el Alcázar y se sabía de antemano que la ciudad corría peligro, porque aquel frente era todavía el más desorganizado y el enemigo avanzaba con fuertes contingentes.

No pedíamos ninguna de las fábricas que trabajaban, aunque las veíamos en peligro y hubieran estado mucho más seguras y habrían dado mejores frutos si se hubiesen trasladado, incluso con su personal especializado y técnico, a una zona como Cataluña; pedíamos solamente la que estaba paralizada y no prestaba ningún servicio.

El odio y el recelo contra Cataluña eran tan grandes que se nos rehusó categóricamente aquella fabrica paralizada y, pocas semanas más tarde podía vanagloriarse Queipo del Llano de que las fábricas que no se habían querido entregar a Cataluña estaban produciendo cartuchería para los rebeldes.

Hechos de esa naturaleza podríamos narrarlos en cantidad. Si desde el principio se hubiese propuesto el gobierno ambulante de Madrid - Valencia - Barcelona perder la guerra, no habría obrado de una manera más inteligente a como lo ha hecho en esa dirección.

Desde un punto de vista estrictamente económico hacíamos en setiembre de 1938 esta consideración final a un informe privado:

"Pero sobran todos los datos, porque el más ilustrativo es este: aun siendo insuficiente todo el mecanismo industrial de la España leal para abastecer a nuestros frentes, podemos constatar que no se utiliza ni siquiera un 50 por ciento de los motores, máquinas, etc., etc., y lo que se utiliza no rinde un 50 por ciento de sus posibilidades, por desmoralización del personal que trabaja sin las debidas condiciones de alimentación, por la incompetencia que ha tomado las riendas de las cosas de la guerra, por la ingerencia de intereses extranjeros y por consideraciones de baja política partidista. Así no pueden continuar las cosas. Y si continúan con nuestro silencio o nuestra pasividad, de ninguna manera podremos quitarnos de encima la complicidad en la pérdida de la guerrera y en los fabulosos negocios de los traficantes de la sangre de nuestro pueblo" (1).

(1) Informe sobre las comisiones de compras, la subsecretaría de armamento y el despilfarro escandaloso de las finanzas de la República. Por la creación del ministerio de armamento, Barcelona, septiembre de 1938: Al pleno de regionales del movimiento libertario.

Hacíamos allí, en nombre del Comité peninsular de la F. A. I. las proposiciones siguientes:

1° Propiciar con carácter de urgencia la transformación de la Subsecretaría de Armamento en Ministerio de Armamento.

2° Correrá a cargo de ese Ministerio la adquisición de armas y municiones, de maquinaria y de materias primas, y la fabricación en la España leal de toda la producción de guerra posible.

3° El Ministerio de Armamento estará controlado y asesorado por dos cuerpos mixtos constituidos en la forma siguiente:

a) Control de operaciones comerciales. Se constituirá a base de un miembro de cada partido integrante del Frente Popular. Sin el visto bueno de ese organismo el Ministerio no podrá hacer ninguna adquisición de armas y materiales de guerra.

b) Consejo Superior de Industrias de guerra. En todo lo relativo a la producción de guerra en la España leal será asesor y determinante este Consejo constituido por las Federaciones de industria: Luz y fuerza y Combustibles, Químicas, Sidero-metalúrgicas, Transportes y Construcción, de la C. N. T. y de la U. G. T.

4° Los partidos y organizaciones serán hechos responsables y sancionados por la conducta de sus delegados en esos organismos y en los casos de cobro de comisiones, de malversaciones y de sabotage a la producción de guerra.

5° Se investigará y someterá a los Tribunales de justicia la actuación de las Comisiones de compras y de la Subsecretaría de armamento".

Esas propuestas de reorganización dicen algo del fondo obscuro de la cuestión.


 

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