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VII

ESPAÑA EN LLAMAS

 

El 17 de julio de 1936 el ejército de Marruecos había iniciado la sublevación. Al día siguiente se propagaba en la Península. Los cabecillas visibles eran los generales Yagüe (Marruecos), Queipo de Llano (Sevilla) y Mola (Navarra). El jefe supremo era el general Sanjurjo, que murió en Portugal al estrellarse el avión que le transportaba a España.

El gobierno republicano, que había desdeñado la importancia de los acontecimientos, empezó a rendirse a la evidencia y dimitió. El nuevo presidente (Martínez Barrio), desbordado por los sucesos, en vez de organizar la defensa, trató de negociar con los rebeldes. Mola, escogido para ello, se opuso terminantemente a toda idea de reconciliación, El gobierno o carecía de armamentos o temía armar al pueblo. De cualquier suerte el tiempo perdido era aprovechado por los insurgentes, ahora más soberbios al presentir la debilidad del gobierno. Partiendo de cero, la reacción popular hubo de enderezar el rumbo de la maltrecha nave republicana.

Las organizaciones y los partidos empezaron a salir de su sorpresa. Los sindicatos incitando al pueblo a la acción; los partidos expresando votos de adhesión al gobierno.

La noche del 18, el Comité Nacional de la C. N. T., desde los micrófonos de Radio Madrid invitaba a los confederales a tenerse en pie de guerra. En Barcelona un grupo de militantes de esta organización tomó por asalto las armerías de algunos barcos anclados en el puerto. Las armas quedaron depositadas en el Sindicato Metalúrgico, no sin que mediara un altercado con la fuerza pública enviada allí en plan de recuperación por las autoridades de la Generalidad.

El Comité Regional de la C. N. T. catalana publicó inmediatamente un manifiesto. En él se declaraba la huelga general revolucionaria a partir del momento en que la tropa hiciese su aparición en la calle.

La explosión se produjo en la madrugada del 19 de julio. Las tropas de casi todas las guarniciones de España irrumpían en la calle, declaraban el estado de guerra y ocupaban los lugares estratégicos. Para maquillar su rebelión vitoreaban a la República. Entre las tropas estaban mezclados elementos falangistas, derechistas y oficiales de reserva.

Desde la proclamación de la República los militares estaban obligados a jurar fidelidad al régimen y a defenderlo con sus armas. Los que repudiaban este compromiso podían solicitar su retiro con sueldo integro. Según la ley de Azaña esta opción pasiva no implicaba traición, sino rescisión de un compromiso.

Al gobierno entreguista de Martínez Barrio siguió otro presidido por el doctor José Giral. De hecho no existía gobierno alguno. El que encarnaba los poderes públicos era el Pueblo. A su impulso quedó aplastada la insurreccion en Barcelona y Madrid; después en Málaga, Valencia, San Sebastián, Gijón... Los facciosos se hicieron dueños de dos amplias zonas sin ligazón entre sí: la alta meseta castellana, comprendidas Navarra y Galicia; al sur, alrededor de Sevilla, Córdoba y Granada. Además de Marruecos, dominaban también los insurgentes los archipiélagos canario y balear, a excepción de la isla fortificada de Menorca.

De Canarias acudió el general Franco a bordo de un avión inglés. Quedaron en manos del pueblo el Norte, la cordillera cantábrica desde Asturias a la frontera de Irún; casi todo el antiguo reino de Aragón-Cataluña-Valencia, con Murcia y Almería; Castilla la Nueva y Extremadura La situación de Málaga, entre la sierra y el mar, era delicada. En aquellos primeros momentos era confusa la de algunas otras zonas de Andalucía, especialmente Cádiz y Huelva.

Barcelona y Madrid eran los objetivos-clave del plan insurrecional. Barcelona era la capital del gobierno autónomo de Cataluña, la cabeza del movimiento anarcosindicalista, el primer centro industrial, uno de los principales puertos mercantiles y la primera frontera comercial con Europa. Madrid era la capital de la República, la sede oficial del gobierno y del cuerpo diplomático, y el centro geográfico de la Península. Una rápida ocupación de estos objetivos hubiera sido decisivo para la guerra. Caídas Barcelona y Madrid la rebelión militar podía triunfar en ocho días.

En Madrid el levantamiento militar estaba condicionado a la entrada de las columnas rebeldes procedentes de la alta Castilla, al mando del general Mola. Al parecer en Barcelona los insurgentes debían intentar el «pronunciamiento clásico». Aquí la operación estaba encomendada a la pericia del general Goded, uno de los prestigios del ejército de maniobras. Este había llegado secretamente a la ciudad procedente de Palma de Mallorca. En Madrid el pueblo tuvo que sitiar y asaltar los cuarteles. En Barcelona se dio la clásica batalla de barricadas, en la que los anarquistas tienen ganada experiencia.

En Madrid, el pueblo que atacaba los cuarteles estaba a su vez cercado por el circulo infernal que formaban las guarniciones de Toledo, Guadalajara y Alcalá de Henares, todas ellas sublevadas. Todas estas fuerzas coincidirían en su maniobra sobre la capital con las columnas del general Mola. Este avanzaba en paseo triunfal por la estepa castellana hacia los desfiladeros del Guadarrama, cordillera que proteje a Madrid por el norte. El milagro se produjo a tiempo. El pueblo madrileño, a pecho descubierto, tomó por asalto el cuartel de la Montaña al mismo tiempo que hacia saltar a pedazos el cinturón que le asfixiaba. Barcelona había sido ocupada por el ejército en la madrugada del 19 de julio. La guarnición barcelonesa era una de las más densas. Los cuarteles se hallaban situados en el centro y en los alrededores de la ciudad. Pero la reacción fue inmediata. En los barrios obreros se levantaron las primeras barricadas. En el centro los grupos anarquistas fueron al encuentro del enemigo y no le dieron apenas reposo. Los primeros contraataques partieron de las terrazas de las casas. Los locales de los sindicatos se convirtieron en fortines. Militantes de las barriadas extremas afluyeron a los sitios de combate neurálgicos para dividir y subdividir al enemigo en focos parciales. En el corazón de la ciudad y en el sector del puerto el choque tomó contorno épico (Plaza de Cataluña, Ramblas y Paralelo). Llevados por los acontecimientos los guardias de asalto se sumaron a la acción popular. La guardia civil, neutral al principio, siguió al fin el ejemplo de sus compañeros uniformados. El enemigo quedó pronto bloqueado, clavado en sus propios puntos estratégicos. Los primeros en ceder fueron los soldados, que se sumaban al pueblo con sus armas. Los reductos eran la Universidad, la Telefónica, los grandes hoteles Ritz y Colón, el edificio de Correos y Telégrafos, la fortaleza de Atarazanas y la contigua Maestranza de Artillería. El puesto de mando faccioso quedó instalado en la Capitanía General.

Los militantes obreros interceptaron una columna de artillería procedente de Pueblo Nuevo que se dirigía al Gobierno Civil y Capitanía por el sector de la Barceloneta. Los soldados, al verse tiroteados optaron por entregarse al pueblo que les abría los brazos. Con estos primeros cañones, manejados por artilleros espontáneos, se impuso la rendición al general en jefe. Pero la lucha no había terminado.

Quedaba en pie la fortaleza de Ataranzanas asediada por los metalúrgicos animados por Buenaventura Durruti y Francisco Ascaso. Este cayó muerto con la cabeza atravesada, y esta tremenda pérdida redobló la temeridad de los asediantes. La fortaleza fue tomada y así sus armerías y polvorines. Batido el ejército en la calle, la ocupación de los cuarteles fue tarea relativamente fácil. La C. N. T. y la F. A. L. que eran los héroes incontestables de la jornada (36 horas de lucha incesante), hicieron gran acopio de pertrechos de guerra. Por la ciudad, empavesados triunfalmente con los colores rojo y negro, desfilaban automóviles, tranvías, y autobuses entre aplausos de la enardecida y delirante multitud.

De Barcelona partirían destacamentos armados hacia las demás provincias catalanas y hacía la capital valenciana, cuya confusa situación tardaría en despejarse. Aquí los militares se habían recluido en los cuarteles y hubo que desalojarlos a tiro limpio. A través de Valencia, Barcelona y Madrid pudieron darse la mano.

El entusiasmo popular era indescriptible, Grande había sido también el sobresalto. Vencido el enemigo militar, la ira popular sacaba de sus escondrijos a cómplices e inductores con los que hizo una justicia sumaria. Blanco de estas iras fue el clero regular y secular, desde cuyos establecimientos y templos se había hecho armas contra el pueblo. El pueblo revolucionario tomó implacable desquite contra este tradicional enemigo, Este ajuste de cuentas iba en aumento a medida que se iban teniendo noticias de la sañuda «depuración» ocurrida en el campo faccioso desde los primeros momentos de la insurrección, y que se proseguía contra personas civiles, contra extremistas y moderados, ateos o creyentes, bastando el simple antecedente de ser republicano o haber votado a las izquierdas en las elecciones. La ejecución iba precedida de horribles torturas, humillaciones y estupros.

Pasada la fase caliente y pasional de la batalla la situación no podía ser más confusa a uno y otro lado de la barricada. Se hallaban frente a frente, en lance de vida o muerte dos ejércitos: uno profesional, el otro improvisado. El primero, con las ventajas que ofrece la pericia militar, había premeditado y escogido el mejor momento para propinar el golpe. El segundo tenía que improvisarlo todo. Hasta su odio y su venganza tienen el atenuante de la improvisación. La venganza del faccioso había sido fríamente calculada. Como improvisada había sido su heroica reacción, el pueblo tuvo que improvisar los organismos políticos, económicos y militares que habían quedado desiertos o pulverizados. Tuvo también que improvisarse la solidaridad internacional. El enemigo contaba sobre seguro con la ayuda incondicional de los dictadores de la época, establecida anticipadamente. Sin el respaldo de dos poderosos Estados tal vez no hubiese arriesgado la aventura. De haber habido riesgo solamente, la empresa hubiese sido abandonada a las primeras de cambio.

Con cierto fundamento se ha podido afirmar que después del correctivo popular del 19 de julio los facciosos tenían la partida irremediablemente perdida. Si a pesar de la elocuencia de los hechos persistieron en su empeño es porque detrás había más que promesas. Por aquellos primeros día se habían producido en África del Norte falsos aterrizajes de aviones trimotores italianos.

La primera preocupación de los insurgentes fue enlazar sus grandes focos dominantes del Norte y el Sur. Este era el más comprometido. Queipo de Llano, se había adueñado de las principales capitales de Andalucía, pero había tenido que bregar muy fuertemente con los campesinos de los pueblos. Estos, desarmados o armados con pistolas y escopetas de caza, resistían encarnizadamente. Hubo pueblo andaluz cuya ocupación costó miles de vidas.

La solución fue la fuerza de choque del ejército de Marruecos. Este había iniciado la insurrección y establecerla pronto un puente militar sobre el estrecho de Gibraltar. La Marina de guerra republicana hubiera podido hundir este puente. Las dos terceras partes de las unidades de guerra se habían mantenido leales merced al heroísmo de su marinería que se había apoderado de los barcos y arrojado al mar a los oficiales.

Tradicionalmente la oficialidad de la flota española es de estirpe aristocrática y sobrepuja a sus colegas del ejército de Tierra en espíritu reaccionario. El puente faccioso sobre el estrecho quedó protegido por la artillería de plaza instalada en ambas orillas. Ello permitió que saltara a la península el aguerrido ejército africano, compuesto de fuerzas de choque mercenarias, la Legión o Tercio de Extranjeros y los tabores de Regulares moros.

Así pudo ser ocupada Andalucía, y así pudieron los ocupantes realizar su espectacular avance por las zonas más desérticas, míseras y despobladas, la Andalucía Occidental y la Extremadura (Siberia española). Este avance llevóles en breves jornadas a las puertas de Madrid y a establecer el enlace con la zona facciosa del Norte.

La historia de esta ocupación está todavía por escribir en todos sus detalles. Moros y legionarios, hostilizados débilmente por campesinos mal armados, amparados en las quebradas, los matorrales y las montañas, se entregaron a un  a orgía de pillaje, asesinatos y violaciones («Vuestras mujeres parirán fascistas», hacían constar en grandes rótulos trazados en las paredes). Avanzaban dejando tras de sí una estela de cadáveres y ruinas humeantes.

La operación a través del estrecho produjo la pérdida de Irún y San Sebastián (primeros días de septiembre), de Badajoz (14 del mismo mes), de Toledo (el 27). Con la pérdida de la ciudad de Irún la zona leal del Norte quedó aislada de Francia y condenada a una prolongada agonía.

En los primeros días de la sublevación militar el proletariado asturiano había repetido su hazaña de octubre de 1934. Anarquistas de la Felguera y de Gijón, y mineros socialistas de la cuenca de Oviedo se hicieron dueños de la situación en la capital de Asturias. En Gijón fue asaltado el cuartel de Simancas. Pero, al parecer, por exceso de confianza, se perdió el control de Oviedo a favor del astuto coronel Aranda, reputado liberal y masón. Este se fortificó en el casco de la capital de Asturias y distrajo a los asediantes hasta permitir el avance de las columnas de socorro procedentes de Galicia, que penetraron en Oviedo a últimos de septiembre. Esta serie de desastres militares tuvo una repercusión funesta en la marcha de la guerra y de la revolución que por impulso de la C. N. T. había emprendido el pueblo.

El 20 de julio, una vez aplastada en Barcelona la insurrección militar, la C. N. T. se encontró dueña absoluta de Cataluña. Pudo haber proclamado el comunismo libertario según los acuerdos del reciente congreso de Zaragoza, pero España no era Cataluña. En las demás regiones liberadas los partidos y las organizaciones se disputaban la supremacía. Además, el fascismo amenazaba más que nunca. No lejos de Barcelona, en el cercano Aragón, el enemigo había conseguido apoderarse de las capitales de las tres provincias: Huesca, Zaragoza y Teruel. Especialmente desde Teruel amenazaba con una cuña muy aguda las comunicaciones terrestres entre Cataluña y Valencia.

El imperativo de las operaciones militares planteaba un problema no menos apremiante: la necesaria colaboración entre todos los sectores políticos y sindicales. Cualquier discordia entre estas fuerzas haría el juego del enemigo. La misma C. N. T. tuvo que inclinarse ante esta terrible realidad. En una entrevista de los cenetistas con el presidente de la Generalidad (Luis Companys) salieron convencidos de su impotencia para imponer sus máximas ambiciones revolucionarías. En esta entrevista histórica fueron establecidas las bases de la colaboración democrática. Pero la C. N. T. no podía aceptar todavía su incorporación pura y simple al gobierno autónomo. Pesaban aún sobre ella las tradiciones antiestatales y además se sentía fuerte para imponer una fórmula intermedia a sus colaboradores.

Así, pues, por exigencia de la C. N. T. fue creado un organismo o intermedio de colaboración antifascista al margen de la Generalidad. Se le dio el nombre de Comité Central de Milicias Antifascista de Cataluña y quedó instalado en el edificio de la Escuela Náutica, en el puerto. Esta fórmula intermedia entre el absolutismo revolucionario y la colaboración gubernamental abierta salvaba el prestigio revolucionario momentáneamente, pero quedaba en pie el viejo aparato del gobierno autónomo, a través del cual iban a canalizarse las relaciones oficiales con el gobierno central. Este se negaba a reconocer otros poderes en Cataluña que no fueran los oficiales. Era un caso de solidaridad entre gobiernos. El gobierno central mismo había salido muy mal parado de los acontecimientos militares y revolucionarios. Su responsabilidad por omisión lo había desacreditado a los ojos del pueblo. Entre las cosas que no podían perdonársele figuraba el que habiendo podido asfixiar el complot del ejército en el embrión se hubiese cruzado de brazos e impartiera órdenes soporíferas a los gobernadores civiles. No se le perdonaba haberse resistido a armar al pueblo y menos el haber intentado una «paz; honorable» con los sublevados. No se le perdonaban sus jactancias gratuitas, su falta de resortes y su exceso de abulia.

En aquellos primeros días que siguieron al sofocamiento de la primera embestida facciosa el gobierno era un fantasma que daba solamente señales de vida por su fecundidad en dictar disposiciones y decretos. Decretos y disposiciones olímpicos, tardíos y a remolque de los acontecimientos, que nadie tomaba en serio. El gobierno era un cadáver insepulto.

Pero ningún gobierno se resigna a morir ni tiene el gesto digno de suicidarse. Ya hemos señalado que el caso de Cataluña no era el del resto de la España rescatada a los militares. Exisría en la zona central una C. N. T. joven y vigorosa, rodeada de viejas élites políticas con sus masas más o menos adictas. Esas viejas élites curtidas en todas las trapacerías de la vieja escuela política, no podían seguir a la C. N. T. en sus audacias revolucionarias de tipo constructivo.

El gobierno central tenía a su mano los hilos diplomáticos con el exterior. Las potencias internacionales en ciertos aspectos eran también sensibles a una cierta solidaridad interestatal. A favor del gobierno central jugaba la propia situación de la España antifascista con respecto al mundo político democrático. Las realizaciones revolucionarias, las incautaciones y socializaciones de Cataluña y otros lugares tenían crispado al mundillo diplomático y los intereses económicos y financieros que representaba. Por remota que fuese, la posible propagación de la hoguera revolucionaria a través de fronteras y puertos tenía en ascuas a los gobiernos que habían puesto en pie la contrarrevolución preventiva llamada No Intervención.

Esta situaba a ambos gobiernos —legal y faccioso— en un mismo plano de iguadad jurídica, pero negándole al legítimo la ayuda que se desprende del reconocimiento diplomático y del juego de los tratados de comercio (compra de armamento al exterior). El gobierno de Madrid insistía en hacer prevalecer su condición de gobierno oficial respaldándose en el triunfo republicano en las elecciones de 16 de febrero de 1936. Y dado que se le discutía al gobierno central esa personalidad jurídica, incidiendo en el caso patente de guerra civil, los perjuicios afectaban a todos sus representados internacionalmente. Llegábase, pues, a la conclusión de que cualquier atentado a la autoridad del gobierno internacionalmente representativo de los españoles (su suplantación por un organismo revolucionario de nuevo cuño) era tanto como echar por los suelos el último puente diplomático que unía a la República con el concierto político internacional. Las potencias internacionales no deseaban seguramente otra cosa que un pretexto para romper sus relaciones diplomáticas con la «España roja», a lo cual seguiría un abierto reconocimiento de la junta facciosa de Burgos.

El gobierno central tenía perfecta consciencia de su importancia diplomática y explotaba este asidero en sus regateos y disputas con los organismos revolucionarios; importándole poca cosa que se hiciese en el momento poco o ningún caso de su existencia.

Esto hizo que al lado de los organismos revolucionarios creados por impulso anarcosindicalista, persistieran los órganos tradicionales del poder político, estatal, civiles, administrativos, económicos y militares. Lo que visto superficialmente parecía un logro prodigioso de la coexistencia de dos principios históricamente irreconciliables, escondía un hecho fatal que el transcurrir veloz de los acontecimientos pronto revelaría. A saber: que a breve plazo el poder tradicional del Estado absorbería los órganos revolucionarios creados por impulso revolucionario. Y esto no ocurriría siempre pacíficamente, sino controlándolos primero, enmarcándolos en la legalidad después y suprimiéndolos mas tarde brutalmente.

La trágica realidad de la guerra, la apremiante necesidad de un aparato militar eficiente, de un mando único, de un gobierno fuerte, y de una disciplina colectiva, eran consignas que manejadas hábil o burdamente, según el humor del momento, hubieron de tener en la crédula mentalidad del hombre corriente un poder de sugestión irresistible. Estos tópicos, disparados con persistencia machacona acababan por ablandar los entusiasmos revolucionarios, con lo que el romanticismo heroico y generoso de los primeros días se trocaba en escepticismo, en desmoralización, sobre todo a medida que el creciente aparato burocrático iba produciendo sus efectos embrutecedores. No pocos líderes extremistas de la vieja guardia se sintieron contagiados por esta epidemia.

El ejemplo de Cataluña permite estudiar en detalle el proceso general de los acontecimientos. El Comité Central de Milicias Antifascistas era un órgano extraoficial en el que estaban representados todos los sectores políticos y sindicales, algunos de reciente formación, como el Partido Socialista Unificado de Cataluña (P. S. U. C.), compuesto de paracomunistas de la clase media y de comunistas ortodoxos. Este nuevo partido, que se alistó al instante a la Internacional Comunista, era la Sección Catalana del Partido Comunista español traducido al idioma catalán por Moscú.

Ya nos hemos ocupado de la crisis del Partido Socialista, cuya ruptura provocó la fundación del Partido Comunista. García Quejido, Daniel Anguiano y Ramón Lamoneda volvieron al redil socialista, y Oscar Pérez Solís, con el tiempo «evolucionó» hacía el catolicismo y el falangismo. Durante la dictadura de Primo de Rivera el Partido Comunista sufrió más de las escisiones que del dictador, que parece no haberle concedido importancia. Al volver a la normalidad constitucional el Kremlin impartió consignas a sus activistas de ir a la conquista de la C. N. T. Se explotaba el acuerdo del congreso confederal de 1919 de adhesión a la Tercera Internacional. Pero la ofensiva se estrelló, ante la terquedad de los anarquistas. Este fracaso produjo una nueva consigna: la «reconstrucción de la C. N. T.», en la que intervienen tránsfugas como Manuel Adame, José Díaz y otros de la región andaluza. Tampoco produce resultados satisfactorios esta nueva táctica, y de ahí el tercer intento, que consiste en poner en pie una central sindical netamente comunista: la C. G. T. U. (Confederación General del Trabajo Unitaria), que también terminó en el fiasco. De esta consigna discreparon los comunistas de la zona catalano-balear, los cuales fueron expulsados. Los expulsados, Joaquín Maurín, Julián Gorkín y demás fundaron un partido comunista independiente denominado Bloque Obrero y Campesino. Un pequeño grupo trotskista denominado Izquierda Comunista rompió con Trotski en 1934 y se fusionó con el Bloque Obrero y Campesino, que en febrero de 1936 se transformó en P. O. U. M. (Partido Obrero de Unificación Marxista).

En 1934 el Partido Socialista inició una apertura hacia la izquierda, coincidente con la apertura hacia la derecha marcada por la Comintern. Es la época de la exaltación de Hitler a la cabeza del Estado alemán, de la derrota de la socialdemocracia en Austria y, en fin, del «bienio negro» en la España republicana. Aquí los socialistas han sido arrojados del Poder. Largo Caballero ofrece el frente único, y los comunistas, que han intervenido en la revolución asturiana, se vuelcan en las secciones de la U. G. T. A partir de los primeros meses de la guerra civil el P. S. U. C. concentró a sus elementos en la U. G. T. catalana que no había podido salir nunca de la oscuridad.

El Comité Central de Milicias Antifascistas de Cataluña había sido «legalizado» por un decreto de la Generalidad, la cual, impotente, se limitaba a sancionar los hechos consumados. Tendrían el respaldo legal de la Generalidad todos los organismos creados por la revolución: Comité Pro Escuela Nueva Unificada, Consejo de Economía de Cataluña, Comités de Abastos (abastecimientos), Patrullas de Control (policía miliciana), Comités de Control de las industrias no colectivizadas, Comités de Empresa de las colectivizaciones y Comités de Obreros y Soldados (control de los mandos profesionales del antiguo ejército), etc., etcétera. El gobierno autónomo se resignaba a este papel decorativo y estrictamente paternal en espera de mejores tiempos, que no tardarían en llegar.

El Comité de Milicias de Cataluña era un organismo con funciones de policía y militares. Se proponía asegurar el orden público revolucionario poniendo término a los excesos de los «incontrolados» que obraban por su. cuenta, y atendía principalmente al reclutamiento de voluntarios con destino a las milicias que luchaban en el frente de Aragón. La primera columna de milicianos salió de Barcelona el mismo mes de julio y estaba compuesta de tres mil voluntarios, en su mayoría de la C. N. T. Esta primera columna era conducida por el prestigioso Buenaventura Durruti y llevaba como asesor técnico al comandante Pérez Farrás. Tenía por objetivo la liberación de Zaragoza.

Ya hemos señalado que en Aragón los facciosos se habían hecho fuertes en las capitales de las tres provincias. Desde allí, amenazaban a la región entera, a Cataluña y a Valencia. La columna de Durruti llegó a tiempo para interceptar el avance del enemigo y lo hizo retroceder hasta sus reductos fortificados. Durruti emprendió sus operaciones en dirección de Zaragoza que era el eje central de un ancho frente defendido por el cauce del Ebro (el río más caudaloso de España). A veces su improvisado ejército daba una mano a otras columnas, confederales o no, que asediaban a Huesca. En Valencia, donde se había instituido un organismo del Frente Popular que tuvo relaciones tirantes con la Junta Delegada del gobierno central, se formaron las columnas que habían de desplegarse frente a Teruel, capital del Bajo Aragón, también sitiado. Una de estas fuerzas era la Columna de Hierro, de base anarquista.

Estas columnas estaban integradas por voluntarios procedentes de los partidos, de los sindicatos y de los grupos anarquistas. Los elementos más idóneos para la lucha eran los hombres de la C. N. T. y la F. A. I., y no vacilaron en ocupar los lugares de mayor peligro. A estos hombres de acción se juntaban compañeros suyos procedentes de Francia o exiliados allí tales como italianos antifascistas, y hasta intelectuales como Camilo Berneri y Fosco Falaschi, que habían acudido a España electrizados por sus luchas sociales o por el estruendo de su "revolución, dispuestos a trocar la pluma por el fusil. Fosco Falaschi perdió la vida en el frente de Huesca; Camilo Berneri en, Barcelona, como se vera más adelante.

La conquista de Zaragoza era para Durruti una obsesión. La caída de la capital de Aragón en poder del fascio había sido un terrible golpe para la C. N. T., para la revolución y para la guerra. Zaragoza había sido el centro de gravedad del anarcosindicalismo aragonés, el cual había dado la medida de su potencialidad cuando la insurrección anarcosindicalista de diciembre de 1933. En el mapa confederal, Zaragoza enlazaba a la Cataluña confederal con el Norte, a través de la Rioja, es decir, con los núcleos libertarios de Guipúzcoa, Vizcaya, Santander y Asturias.

En Zaragoza se había celebrado dos meses y medio antes de la revolución el congreso nacional de la C. N. T. El congreso había sido una manifestación de fuerza sin precedentes en la historia de los comicios obreros. El congreso había sido clausurado con un mitin en la plaza de toros y con tal motivo decenas de miles de trabajadores de toda España habían acudido a escuchar la voz de la C. N. T., utilizando todos los medios de locomoción además de muchos trenes especiales, repletos de hombres y mujeres que cubrían estribos y techos, tremolaban al viento la bandera roja y negra y cantaban himnos revolucionarios. Durante aquellas jornadas Zaragoza había sido invadida por la C. N. T. y la F. A. I. El enemigo, sin duda, había tomado nota de aquella impresionante demostración, sobrecogido de terror.

En los planes estratégicos del enemigo Zaragoza estaba marcada con una cruz negra. La réplica fue una concentración contrarrevolucionaria y militar que iba desde los cuadros del ejército (muy nutrido en aquella guarnición) a los requetés navarros, fanáticos, aguerridos, que habían sostenido con fiereza varias guerras civiles en el pasado siglo. Habían sido fatales para los destinos de Zaragoza el gobernador civil, temparamento pusilánime, hechura de los gobernadores de la Segunda República, y la doblez del general en jefe de la guarnición, el anciano Cabanellas, de venerables barbas blancas, militar taimado que blasonaba de republicano y de masón. Fue quizá en premio de esta hazaña, más bien que por su edad, que el general Cabanellas fue designado presidente de la facciosa Junta de Burgos.

La columna de Durruti quemaba las etapas hacia Zaragoza con la esperanza de poder llegar a tiempo para salvar del exterminio a los militantes anarquistas que creíase luchando desesperadamente con la tremenda concentración enemiga. Pero ésta se le había adelantado y había aplastado inmisericorde toda posibilidad de resistencia. Cuando Durruti llegó con sus fuerzas a los arrabales de la ciudad, ésta era un cementerio erizado de ametralladoras y cañones.


 

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