Después de las jornadas de julio
de 1936, ya no había ni ejército ni policía y las milicias obreras eran las
que defendían la Revolución, tanto en la retaguardia como en el frente. También
aquí, la Generalitat se vio obligada a reconocer las iniciativas
revolucionarias, en espera de «días mejores»: el 21 de julio de 1936,
Companys creaba por Decreto las milicias obreras... que ya habían aplastado la
insurrección militar en Cataluña días antes. El Decreto atribuía a las
milicias un papel provisional y defensivo. Enrique Pérez Farras fue nombrado «jefe
militar de las milicias» y Luis Prunes y Sato, comisario de defensa en la
Generalitat, «con las atribuciones necesarias para, la organización de las
milicias».
En realidad, fueron las
organizaciones obreras quienes organizaron, armaron y controlaron a las columnas
de milicianos; cada organización tenía su columna. El Comité de Enlace creado
por la Generalitat se limitaba a legalizar las iniciativas y requisiciones para
el armamento, avituallamiento y transporte de las milicias.
«He aquí la composición
inicial de las milicias antifascistas de Cataluña: CNT-FAI: 13.000 hombres;
UGT: 2.000; POUM: 3.000; Policía y Generalitat: 2.000.1»
1. A. y D. Prudhommeaux, La
Catalogne Libertaire, «Cahiers Spartacus», 1936-1937, Ed. 1940, pág.
6.
Los milicianos, en su mayor parte
eran miembros de la CNT-FAI. De esta organización fue de quien partió la
iniciativa de marchar sobre Zaragoza, ciudad con un importante sector
anarcosindicalista y que se encontraba, como hemos visto, en poder de los
militares. Esta primera columna penetró en Aragón cuatro días después de
finalizados los combates en Barcelona. Los ferroviarios habían construido a
toda prisa un tren blindado que pusieron a disposición de los milicianos; éstos
requisaron además automóviles particulares y camiones. Avanzaron en medio del
entusiasmo producido por las primeras victorias, liberando numerosas ciudades y
pueblos de Aragón. Pero muy pronto la columna, al llegar a pocos kilómetros de
Zaragoza, no pudo seguir adelante. Atrincherados en la ciudad y en las montañas
que la rodean, con el Ebro como barrera infranqueable, los militares, superiores
en armas, interrumpieron la marcha de los milicianos. Nunca tomarían la ciudad.
Puede llamar la atención el
hecho de que a nadie se le haya ocurrido rodear la ciudad, penetrar por la
retaguardia de las líneas enemigas y tomarles por sorpresa. No había que
buscar otros antecedentes de esta táctica guerrillera que los proporcionados
por la guerra contra Napoleón, en la misma España. Pero, como veremos mas
adelante, el estancamiento ante Zaragoza no es más que un ejemplo, entre muchos
otros, de la ineptitud de las milicias y sobre todo de la ineptitud del llamado
Ejército Popular, creado meses más tarde, para llevar a cabo una verdadera
guerra de guerrillas.
El líder de esta columna era
Buenaventura Durruti, uno de los militantes más populares del movimiento
anarquista, uno de aquellos «líderes naturales» que solían tener más
audiencia que los secretarios (la inmensa mayoría de esos «líderes naturales»,
durante la guerra civil, ejercieron los más altos cargos oficiales, dentro del
aparato del Estado, en los sindicatos, en el ejercito, etc., perdiendo así su
especificidad «natural»). Pérez Farras, militar de carrera, era su consejero
militar. Para la literatura anarquista, Durruti se ha convertido en el símbolo
de las transformaciones sociales que se produjeron durante la marcha de su
columna. Para otras literaturas, era un «fusilador» que imponía por el terror
el comunismo libertario en Aragón.2
Siempre se suele asociar los acontecimientos históricos con la figura de un «héroe».
Durruti no fue ni un «fusilador» ni el arcángel de la revolución social. Sin
duda, su columna cometió exacciones, pero también actuó como fermento en la
creación de las «comunas libertarias». Sin embargo, los campesinos
anarquistas no esperaron sus «órdenes» para realizar las colectivizaciones:
el levantamiento franquista y la respuesta revolucionaria, la entrada de la
columna de milicianos en Aragón, fueron para ellos la señal de que había
sonado la hora de la revolución social. Al igual que en las colectivizaciones
industriales, lo que caracterizó al movimiento campesino fue la espontaneidad.
La presencia de los milicianos anarquistas favoreció sin duda la creación de
las comunas libertarias, pero no fueron ellos quienes las crearon.
2. Sobre estas ejecuciones, véase el anexo 7, pág. 355.
Así es cómo Durruti describe la acción de «su»
columna:
«Nosotros hacemos la guerra y la revolución al mismo
tiempo. Las medidas revolucionarias no se toman únicamente en Barcelona, sino
que llegan hasta la línea de fuego. Cada pueblo que conquistamos empieza a
desenvolverse revolucionariamente. Una derrota de mi columna sería algo
espantoso, porque nuestra retirada no se parecería a la de ningún ejército:
tendríamos que llevarnos con nosotros a todos los habitantes de los pueblos por
donde hemos pasado. Desde la línea de fuego hasta Barcelona. En la ruta que
hemos seguido no hay más que combatientes. Todo el mundo trabaja para la guerra
y para la revolución; ésta es nuestra fuerza.3»
3. Peirats,
Op. cit., t. I, pág. 209.
He aquí una estrategia de guerra revolucionaria que respondía muy bien a la situación, pero que desgraciadamente no estuvo lo suficientemente desarrollada. Durruti no fue el único de aquellos prestigiosos jefes de columna anarquistas —como Domingo Ascaso, Cipriano Mera, Ricardo Sanz, etc. —que, al empezar la guerra, pretendieron convertir a sus columnas en las fuerzas de choque de la revolución social. Pero él, como acabo de decir, encontró en Aragón el apoyo entusiasta de los campesinos pobres y de los obreros que se lanzaron en la prodigiosa aventura de las «comunas libertarias». Pero todos esos «líderes naturales», una vez convertidos en jefes de columna, aceptaron la militarización (incluido Durruti), y su ejemplo y su prestigio tuvieron mucho peso. El papel de estos líderes es muy ambiguo: precisamente porque tenían un «pasado de lucha», porque estuvieron valientemente a la cabeza durante los combates de Barcelona (me sigo refiriendo a los dirigentes anarquistas), supieron «arrastrar a las masas», tuvieron ideas y tomaron iniciativas, y fueron escuchados y obedecidos. Y precisamente porque fueron escuchados y obedecidos, pudieron, a medida que se iba creando la nueva estratificación social, separarse de las masas y desempeñar el papel específico de dirigentes-burócratas. Y esto, que es una realidad en la marcha de la revolución en general, lo fue también en la cuestión de la militarización de las milicias. Y así, aquel «ejército de liberación social» que fueron las primeras columnas de milicianos, iba a convertirse, como veremos, en un mal ejército de tipo «prusiano».
Durruti murió —de modo misterioso sobre el que se han
formulado todo tipo de hipótesis
4—
el 20, de noviembre de 1936, en Madrid, adonde había sido llamada su columna
como refuerzo ante la ofensiva fascista contra la capital. Y aunque sabemos que
aceptó la militarización, lo que no podemos saber es si hubiera aceptado todas
las reaccionarias consecuencias que trajo consigo. ¿Pero para que hacer
suposiciones a este respecto?
4. Sobre la muerte de Durruti, véase el anexo 8, página 357.
* *
*
Las milicias de la CNT, durante los primeros meses de la
guerra, se caracterizaron por su espíritu antiautoritario.
«... no había grados militares, condecoraciones,
emblemas o distinciones en las comidas, vestido y alojamiento y los pocos
militares profesionales cuyos servicios eran aceptados actúan tan sólo como
consejeros. La unidad básica era el grupo, formado generalmente por diez
hombres; cada grupo elegía un delegado, cuyas funciones eran parecidas a las de
un suboficial del grado más bajo, pero sin la autoridad equivalente. Diez
grupos formaban una centuria, que también elegía su propio delegado, y cierto
número de centurias formaba una columna, a cuya cabeza había un comité de
guerra.
Este comité era también electivo y estaba dividido en
varias secciones, de acuerdo a las necesidades de la columna. El puesto de
delegado de grupo y de centuria y el de miembro del comité de guerra no
implicaba la existencia de un Estado Mayor permanente con privilegios
especiales, puesto que todos los delegados podían ser destituidos tan pronto
como fracasaban en su interpretación de los deseos de los hombres que les
habían elegido.5»
5. Bolloten, Op. cit., pág. 231.
Este antiautoritarismo, característico de los
anarquistas, no existía en todas las columnas de milicianos, pero la «adhesión
a un ideal» y el entusiasmo, suplían casi siempre a la disciplina militar. Las
primeras batallas que sostuvieron los milicianos contra el ejército, la policía
o los voluntarios fascistas, acabaron bien en triunfo, bien en derrota, pero
todos los dirigentes consideraron que la causa primordial, y casi siempre la única,
de las derrotas era la ausencia de una disciplina específicamente militar. Decían
que la clave de la victoria estaba en la implantación de una disciplina férrea
y, por lo tanto, en la militarización de las milicias.
* *
*
El Gobierno central, que presidía José Giral, movilizó
dos quintas desde finales de julio de 1936, para que sirvieran de contrapeso a
las milicias obreras, medida que no tuvo efectos prácticos, en primer lugar
porque la inmensa mayoría de los «movilizados» ya estaban en el frente con
las milicias y seguidamente porque el Gobierno en ese momento no tenía ningún
medio de coerción sobre los pocos «enchufados». El 3 de agosto se promulgó
un nuevo Decreto por el que se anunciaba la creación de «Batallones de
Voluntarios
6», pero los voluntarios
continuaban uniéndose a las milicias obreras.
6.
Véase Fernando Díaz-Plaja, El Siglo XX. La Guerra.
1936-1939 (Ed. Faro, Madrid, 1963, págs. 194-195).
No obstante, el Gobierno decidido
a tener «su» ejército y, como no podía dejar el monopolio de la guerra a las
milicias obreras, insistió, y dos semanas después, el 18 de agosto de 1936,
Giral, apoyado por los estalinistas (como él mismo explicó a Bolloten) «dictó
una serie de nuevos decretos encaminados a la formación de un “ejército de
voluntarios”, con los hombres de la primera reserva, con cuadros compuestos
por oficiales y suboficiales que estaban en situación de reserva o en activo y
cuya lealtad había sido acreditada por un partido o por un sindicato del Frente
Popular».7
Pero todos esos decretos
no sirvieron para nada, no sólo porque los voluntarios ya estaban luchando,
sino también por la enorme desconfianza que la CNT-FAI y la izquierda
socialista —lo que sumaba mucha gente-— sentían hacia José Giral y su
gobierno, a los que consideraban demasiado burgueses. Esas
organizaciones, que controlaban la mayor parte de las milicias, no querían
ceder su autoridad militar a un Gobierno al que no aceptaban verdaderamente. Sólo
más adelante, cuando se formó el Gobierno, más «obrero», de Largo Caballero
(y después la Generalitat), y debido fundamentalmente a las maniobras de los
estalinistas y al chantaje de las armas rusas, se consiguió crear, frente al ejército
franquista, un ejército republicano del mismo tipo. Cosa que constituye,
en sí misma y de un modo evidente, un fracaso.
7.
Bolloten, Op. cit., pág. 220.
En Cataluña, el intento de reconstituir el viejo ejército
jerarquizado de tipo clásico tropezó con una resistencia particularmente
fuerte. «A raíz del intento de movilización militar del Gobierno madrileño y
de la Generalitat, las calles de Barcelona se vieron invadidas por los reclutas
de las quintas del 33/34 y 35 que, como no tenían ninguna confianza en los
oficiales y se consideraban liberados de la vieja concepción militar del
acuartelamiento, se negaban a incorporarse a filas. Muchos de estos jóvenes se
inscribieron en las milicias; algunos incluso querían partir inmediatamente
hacia Zaragoza». En un gran mitin que reunió a 10.000 jóvenes, se votó el
siguiente orden del día:
«No nos negamos a cumplir con nuestro deber cívico y
revolucionario. Queremos ir a liberar a nuestros hermanos de Zaragoza. Queremos
ser milicianos de la libertad, no soldados con uniforme. El ejército ha
demostrado ser un peligro para el pueblo; sólo las milicias populares pueden
proteger las libertades públicas: Milicianos, ¡sí!, soldados, ¡nunca!
8»
8.
Prudhommeaux, Op. cit., págs. 9-10.
La Federación catalana de la CNT-FAI abundó en este
sentido y declaró: «No podemos defender la existencia, ni comprender la
necesidad de un ejército regular, uniformado y obligatorio. Este ejército debe
ser sustituido por las milicias populares, por el pueblo en armas, garantía única
de que la libertad será defendida con entusiasmo y de que en la sombra no se
incubarán nuevas conspiraciones».9
Finalmente, el Comité Central de Milicias adoptó una solución de compromiso,
y el 6 de agosto decidió «que los soldados de los reemplazos de 1934-1935 y
1936, se reintegren inmediatamente a los cuarteles y que allí se pongan a
disposición de los Comités de Milicias constituidos bajo la jurisdicción del
Comité Central.»10
9.
Peirats, Op. cit., t. I , pág. 187.
10.
Ibid., t. I, pág. 188.
La ofensiva emprendida contra las milicias para lograr un
ejército regular se fue acentuando y ganando terreno a partir de septiembre de
1936. El día 4 de ese mismo mes se formó el Gobierno Largo Caballero,11
que marcó una etapa muy importante en la reconstrucción del Estado. En efecto,
el nuevo Gobierno, fortalecido por el apoyo de un amplio sector de las
organizaciones obreras, comunistas y socialistas, y que a pesar de todo gozaba
de un prejuicio favorable, tanto por parte de los anarquistas como por parte de
los republicanos, emprendió y llevó paulatinamente a buen término lo que el
gobierno Giral no consiguió, a pesar del apoyo de los estalinistas,
especialmente en lo relativo al ejército.
11.
Para la composición de ese Gobierno, véase
anexo 9, pág. 357.
El 10 de octubre se creó por decreto el Ejército
Popular y las milicias fueron militarizadas. El día 15 de ese mismo mes se creó
el Comisariado general de la Guerra, del que dependían los comisarios políticos
del ejército (ya existía, por supuesto, un Ministerio de la Guerra dirigido
por Largo Caballero en persona que unía a esa función la de Primer Ministro).
El 22 quedó aprobada la creación de las Brigadas Internacionales, etc.
El 4 de noviembre de 1936, cuatro dirigentes anarquistas
entraron a formar parte del Gobierno Central (véase anexo 9).
* *
*
La Generalitat, en donde acababan de entrar —el 27 de
septiembre— los anarquistas, siguió fielmente al Gobierno Central en lo que
respecta a las medidas relativas a la creación de un Ejército. El 1.º de
octubre: decreto de movilización de los oficiales, suboficiales y oficiales
superiores. El 4 de octubre: movilización de todos los hombres
útiles de 18 a 40 años. Al mismo tiempo, el Comité central de Milicias
fue disuelto, como hemos visto, el 3 de octubre y todas las atribuciones de carácter
militar que poseía pasaron al departamento de Defensa de la Generalitat. Este
departamento estaba dirigido por Díaz Sandino, oficial de carrera.
Los dirigentes anarquistas iban a emprender, como
veremos, un viraje «teórico» extremadamente rápido, no sólo en lo
concerniente a su propia participación sino también respecto al papel social
de los Gobiernos. El mismo día en que se formó el gobierno Largo Caballero, el
4 de septiembre de 1936, «Solidaridad Obrera», publicó un artículo titulado:
«La inutilidad del Gobierno», en el que se podía leer lo siguiente:
«La existencia de un gobierno de Frente Popular, lejos
de ser un elemento indispensable para la lucha antifascista, corresponde en
realidad a una imitación burda de esta misma lucha.
La guerra que se está llevando a cabo en España es una
guerra social. La importancia del poder moderador, basado en el equilibrio y la
conservación de las clases, no sabrá imponer una actitud definida en esta
lucha, en la que se tambalean los fundamentos del mismo Estado, que no encuentra
ninguna seguridad. Es, pues, exacto decir que el Gobierno de Frente Popular en
España, no es otra cosa que el reflejo de un compromiso entre la pequeña
burguesía y el capitalismo internacional.12»
12. Peirats,
Op. cit., t. I, pág. 198.
Estas duras (pero acertadas) palabras no impidieron que
la CNT-FAI entrara algo más tarde en el Gobierno catalán —disfrazado, bien
es cierto, bajo el nombre de Consejo de la Generalitat— y luego en el Gobierno
central. Ya antes de su entrada se habían hecho tratos y negociaciones de las
que los militantes no sabían prácticamente nada. A mediados del mes de
septiembre, con ocasión de un pleno de la CNT, se sugirió la creación de un
«Consejo Nacional de Defensa», presidido por Largo Caballero, lo que no era más
que una simple operación de camuflaje para permitirles colaborar, con otro
nombre, en el Gobierno. Pero los demás partidos estaban muy interesados en que
la CNT estuviese en el Gobierno central y en hacerla cómplice de la liquidación
de la autonomía obrera en general
y de las milicias en particular. Lo consiguieron.
En cuanto entraron en el Gobierno, los anarquistas
cambiaron de tono y adoptaron el lenguaje «responsable» de los ministros. Así,
el extremista García Oliver, ya ministro de Justicia, el 4 de diciembre de
1936, durante un mitin celebrado en Valencia, exclamó:
«¿Nos interesa ganar la guerra? Entonces, cualesquiera
que sean las ideologías y los “credos” de los obreros y de las
organizaciones a las que pertenecen, para vencer tienen que emplear los mismos métodos
que emplea el enemigo (subrayado por mí, [C.S.-M.]) y especialmente la
disciplina y la unidad. Con una disciplina y una organización militar
eficiente, no hay duda de que ganaremos. Disciplina para los que luchan en el
frente y en el trabajo, disciplina en todo, ésa es la base del triunfo...
13»
13. Vernon
Richards, Lessons of the Spanish Revolution (1936-1939), Londres, Freedom Press,
1953.
(Hay una traducción
española de este libro en la colección «La Hormiga», Ed. Bélibaste, París.
Acaba de aparecer otra en España: Enseñanzas de la Revolución Española,
Campo Abierto Ediciones, Madrid, 1977.)
¡Qué lejos están aquellos discursos sobre la
creatividad de las masas, tan apreciados por esos mismos dirigentes anarquistas!
El lenguaje de García Oliver se ha hecho idéntico al de los estalinistas.
«Este desarrollo de las posiciones legalistas y burocráticas
(en el seno de la CNT/FAI), escribe Vernon Richards, corrió parejo a un
relajamiento en los métodos organizativos, mediante los cuales solían tomarse
normalmente las decisiones de la CNT. Dicho de otro modo, se creó una dirección
—integrada no sólo por políticos y miembros influyentes de la CNT, sino
también por numerosos miembros que ocupaban puestos importantes en la
administración y en el mando militar— que funcionaba por medio de Comités y
de secciones gubernamentales y que rara vez consultaba a la base de la
organización como tampoco les rendía cuenta muy a menudo.14»
14.
Ibid.
Al día siguiente de que entrara la CNT-FAI en el
Gobierno central, el teórico anarquista italiano, Camillo Berneri, escribió en
el diario Guerra di classe, que él mismo publicaba en Barcelona, un artículo
titulado: «Cuidado, giro peligroso», del que ofrecemos aquí un extracto:
«Hay que lamentar, además, el progreso del bolchevismo
en el seno de la CNT, caracterizado por la posibilidad cada vez menor que tienen
los elementos de base de poder ejercer un control atento, activo y directo sobre
la obra realizada por los representantes de la organización en el seno de los
comités y de los consejos gubernamentales. Habría que crear una serie de
comisiones elegidas por la CNT y la FAI, encargadas de facilitar, y al mismo
tiempo de rectificar, tantas veces como fuera preciso, la labor de nuestros
representantes en el seno de los Consejos de Guerra y de los Consejos de Economía.»
15
15.
Camillo Berneri. Algunos artículos suyos están
agrupados en un folleto titulado Guerre de classe en Espagne, Ed. AIT (en
francés). Tusquets Editor, en esta misma colección, ha publicado todos los
escritos de Berneri sobre España y Cataluña en Guerra de clases en España,
1936-1939, edición a cargo de Carlos M. Rama.
No se trata de una polémica abstracta entre partidarios
del ejercito tradicional —y por tanto de un Estado fuerte— y los partidarios
de las milicias obreras —y por tanto de la democracia revolucionaria. Se
planteaban unos problemas muy concretos y muy graves, pues la situación militar
no era en modo alguno brillante. Después de las primeras victorias de los
trabajadores en armas, victorias atribuibles a la improvisación y a la audacia,
que aplastaron el levantamiento militar en las principales ciudades y regiones
industriales, el ejército franquista parecía que levantaba cabeza: había
ganado terreno en Andalucía, había conquistado Extremadura, confluyendo así
con el ejército del norte. El 27 de septiembre Toledo cayó en sus manos;
Madrid, asediada, parecía que no podría resistir mucho tiempo —en realidad
lo hizo hasta el final— Irún cayó el 4 de septiembre, San Sebastián el 13,
etc.
Se atribuyó la responsabilidad de todas estas derrotas a
la indisciplina, al desorden y a la «anarquía» de las milicias, Los líderes
anarquistas, que en un principio habían sido partidarios de conservar las
milicias, se fueron convirtiendo paulatinamente en defensores de su militarización.
Esta conversión se vio precipitada, como hemos visto, por su entrada en los
Gobiernos.
Por su parte, los comunistas fueron desde un principio
fervientes partidarios de un ejército jerarquizado, disciplinado y con un solo
mando. Desde el 18 de agosto reclamaban en un manifiesto la creación de un «ejército
nuevo, popular, heroico», al que había que dar «la cohesión y la disciplina
necesarias ».16
El 21 de agosto, su
periódico, «Mundo Obrero», declaraba que había que «crear en un período de
tiempo lo más corto posible, un ejército con toda la eficacia técnica que
exige la guerra moderna»
( ...
).
«Frente al ejército franquista, ayudado por tropas italianas y alemanas, hay
que oponer otro ejército que no sólo sea del mismo tipo (subrayado por mí
[C.S.-M.]: ¿sin duda tan heroico y popular como el franquista?), sino todavía
más moderno si cabe. En ello reside la garantía de la victoria.17»
16.
Guerra y Revolución, pág. 309.
17. Bolloten, Op. cit., pág. 222.
No hay que pensar que los partidarios de las milicias se
negaban a ver las dificultades militares en general y los defectos de las
milicias en particular. Por ejemplo, Kaminski, que sin embargo era totalmente
favorable a la revolución social, escribió:
«Apenas si es necesario indicar que esas tropas
cometieron todos los errores imaginables. Los ataques nocturnos se iniciaban con
vítores revolucionarios. En muchas ocasiones, se situaba a la artillería en la
misma línea que a la infantería. Algunas veces ocurrieron incidentes
verdaderamente grotescos. Un día, un miliciano me contó que después del
almuerzo todo el destacamento fue al campo vecino a comer uvas; cuando volvieron
a su puesto lo encontraron ocupado por el enemigo.»
18
18.
Kaminski, Op. cit., pág. 244.
Hay muchos testimonios sobre «incidentes grotescos» de
ese tipo. Por ejemplo, cuando el frente estaba cerca de los pueblos de los
milicianos, no era raro que éstos fueran a «dormir a casa». Otras veces, los
milicianos se negaban a realizar tal o cual operación por motivos que en
ocasiones eran de lo más extravagante. No hay que pensar que el miedo haya sido
el motivo principal, pues los propios testigos insisten en el valor y el arrojo
de los milicianos, que incluso llegaban a negarse a cavar trincheras porque un
«revolucionario no se esconde ante el fuego enemigo». Además de los ejemplos
de «mala conducta» de los milicianos, a quienes los pseudo-teóricos del ejército
moderno solían considerar como alumnos-soldados, también se han señalado
otros defectos, en definitiva, mucho más graves. Se trata fundamentalmente de
la relación de las columnas de milicianos con su organización matriz, política
y sindical, de la que casi siempre dependían. Así, cuando en un mismo frente
se codeaban columnas de milicianos de diferentes filiaciones políticas —o
sindicales—, como ocurrió en Aragón, si el «Estado Mayor», más o menos
improvisado donde dicho sea de paso, los consejeros militares de carrera eran
tenidos por sospechosos— decidía una operación, todas las columnas de
milicianos consultaban primero con su organización, antes de aprobarla o de
rechazarla. Además, había una rivalidad manifiesta entre las columnas
pertenecientes a ideologías distintas que a veces les empujaba a robarse las
armas unos a otros —y que a fortiori, les llevaba a negárselas a la columna
rival, peor equipada— e incluso, respecto a los conflictos políticos graves,
llegaban a discutir a tiros...
También había quienes reprochaban al sistema de
milicias, la ausencia de un Estado Mayor general, de un mando único de tipo
tradicional, para unos; y para otros la ausencia de un organismo de coordinación
a escala nacional capacitado para conocer la situación en todos los frentes,
realizar un plan de conjunto y decidir el abastecimiento de armas, municiones,
medios de transporte, etc.
Como la guerra se prolongaba, se instalaba, y el ejército
enemigo volvía a dominar en ciertas regiones, después de la improvisación de
las primeras semanas se hacía necesaria una nueva estrategia global. Digamos
inmediatamente que, para mí, tal estrategia nada tenía que ver con la
construcción improvisada, de un ejército idéntico al franquista, con toda la
mitología de los uniformes, saludos y galones, con unos oficiales con derecho a
fusilar a los soldados, con la jerarquización de las pagas, de las ropas, de la
comida y del alojamiento, con marcar el paso y con la disciplina ciega. Todo
este ritual «prusiano», que consiguieron imponer, no hizo sino entorpecer lo
esencial: la aplicación de una estrategia que fuera la contrapartida de la
revolución social que se estaba llevando a cabo, es decir, una estrategia de
guerra de guerrillas revolucionaría. Habrá que insistir en ello nuevamente.
Los comunistas y el nuevo ejército
Los comunistas fueron los primeros que propusieron
disolver sus milicias en un ejército regular. Y eso es lo que hicieron
inmediatamente, en cuanto se promulgó el decreto de militarización de las
milicias. B. Bolloten, escribió a este respecto:
«Para predicar con el ejemplo, el Partido Comunista
disolvió progresivamente su propio Quinto Regimiento, cuyos batallones, junto
con otras fuerzas, fueron fusionados en las «Brigadas Mixta», del ejército
regular embrionario, siendo nombrado comandante de la primera de estas unidades
(asistido de un oficial soviético) Enrique Líster, jefe hasta entonces del
Quinto Regimiento.
19.
Bolloten, Op. cit., pág. 242.
Los comunistas se aseguraron así el control de numerosos
sectores-claves del aparato militar. A través de los comisarios, tuvieron una
influencia total sobre el Comisariado General de Guerra, organismo creado el 15
de octubre de 1936 para garantizar el control político de las fuerzas armadas.
Porque Alvarez del Vayo, Comisario General (y además Ministro de Asuntos
Exteriores), así como Felipe Pretel, secretario general del Comisariado, que en
principio también eran partidarios de Largo Caballero y que gozaban de toda su
confianza, en realidad actuaban por cuenta del Partido Comunista. Por otra
parte, algunos dirigentes como Antonio Mije, miembro del Buró Político y José
Laín, uno de los lideres de la JSU, ocupaban respectivamente los puestos de
Comisario adjunto a la organización y de Director de la Escuela de Comisarios
Políticos.
Por otra parte, cuando se fusionaron las columnas de
milicianos en el nuevo ejército popular, se tuvo cuidado de que en las nuevas
brigadas (y regimientos) así formados, estuviesen «mezclados» milicianos de
organizaciones políticas y sindicales diferentes. Pues bien, estas «mezclas»
(batallones y brigadas mixtas) curiosamente favorecieron a los jefes militares
comunistas y a los oficiales de carrera allegados al PC, a quienes les fueron
confiados los altos puestos de mando. Desde el punto de vista de la unidad de
mando esta mezcla era lógica, porque apuntaba a una autoridad única, a un
Estado Mayor central y porque tenía forzosamente que acabar con la relativa
autonomía de las columnas y de los «Estados Mayores» de los partidos y de los
sindicatos. De manera similar querían imponer el principio del Estado por
encima de los partidos —cada partido luchaba desaforadamente a un mismo tiempo
para controlar el Estado. Parece que aquí también los comunistas lograron en
gran medida sus maniobras de «infiltración». Dicha «infiltración», fue
denunciada algo más tarde por algunos de sus antiguos aliados, particularmente
por Largo Caballero, Luis Araquistain e Indalecio Prieto. La importancia que había
cobrado el partido no sólo era debida a su habilidad maniobrera y a la
manipulación de la ayuda soviética, también era debida al hecho de que sus métodos
y su ideología convenían muy bien al giro que iba tomando la lucha: la
revolución dejaba paso a la «guerra de independencia nacional».
En efecto, ningún otro cuerpo social —pues los
oficiales que permanecieron fieles a la República eran demasiado pocos como
para que se les tomara en cuenta— estaba tan dispuesto a transformarse en «cuerpo
de ejército» como lo estaba el PC. La rígida jerarquía, la disciplina ciega,
la obediencia indiscutible que existían en sus filas, constituían la base
objetivamente más favorable para la transformación del aparato del partido en
el aparato del nuevo ejército. Esta estructura disciplinada y eficaz, así como
su política conservadora y centralista, hizo que el PC viese cómo engrosaban
sus filas y cómo aumentaba su influencia. Por eso consiguió atraer a sus
filas, o a su órbita, a muchos militares de carrera conservadores. Como dijo
uno de ellos a José Martín Blásquez: «Me he unido a los comunistas porque
son disciplinados y hacen las cosas mejor que los demás».
20
La creciente influencia del PC como partido de orden, se ve aún mejor en la
siguiente declaración, hecha por un joven periodista republicano, convertido en
comisario político, a Frank Borkenau:
20.
J. Martín Blásquez, I Helped to Build an Army, Londres, Secker and Warburg,
1939, pág. 49.
«Los comunistas han sido los mejores en el trabajo
organizativo; y además son, de lejos, la sección más conservadora del
movimiento (subrayado por mí [C.S.-M.]). No veo razón alguna para que yo no
pueda ser comunista; es probable que algún día me una al partido.21»
.
21. F. Borkenau, Op.
cit., pág. 156 de la edición española.
También sería interesante analizar la extraordinaria
atracción que ejerció el PC sobre muchos intelectuales «pequeño-burgueses»
(para emplear su jerga). Nos parece que la explicación habría que buscarla en
la dualidad del PC: por un lado era el «heredero» de la «gran revolución
bolchevique», sección española del partido de la revolución mundial, cuyos
gloriosos jefes, Lenin ayer, Stalin hoy, aparecían ante sus almas timoratas
como el nec plus ultra del extremismo revolucionario. Estar en ese partido (o a
sus pies) ultra-revolucionario para la imaginería de aquella época (como lo
puedan ser el maoísmo o el guevarismo para la de 1973), y hacer una política,
tener una práctica conservadora, «democrática», e incluso reaccionaria, era
evidentemente la solución ideal, que satisfacía profundamente y a un mismo
tiempo, sus complejos de hombre de «progreso y cultura» y su miedo vertiginoso
a la revolución.
Ciertamente, la imaginería revolucionaria, sobre todo la
de la Revolución de Octubre, hábilmente explotada por los estalinistas españoles,
tuvo amplio eco entre algunas almas sencillas, que entraban en el Partido más
por la chaqueta de cuero de Thapaiev (la película soviética se utilizó
profusamente en la propaganda) que por la política contrarrevolucionaria del
PC.
Frank Borkenau, en su prólogo al libro de José Martín
Blásquez: I Helped to Build an Army, escribió:
«Con el sitio de Madrid, en noviembre de 1936 y
posteriormente, el mando militar pasó a manos de los comunistas que, a modo de
programa revolucionario, lanzaron un plan de concentración del poder. Las ideas
fundamentales de la política militar comunista eran: nada de revolución
mientras dure la guerra; disciplina rígida, incluyendo el uso de métodos
terroristas en las filas del ejército; severo control político del ejército
mediante un sistema de comisarios políticos, a fin de crear una ideología
adaptada a esa política, una ideología, en realidad, basada principalmente en
el sentimiento nacional.22»
22. Fr.
Borkenau, in J. Martín Blásquez, I Helped to Build an Army, pág. 7.
No obstante, hay que señalar que
para los dirigentes y los cuadros estalinistas del PC español, esa «concentración
del poder», esa implantación de un Estado fuerte, burocrático-militar, en la
medida en que consiguieran controlarlo (y hemos visto hasta qué punto lo
lograron), también era una preparación para la «revolución».
Según sus concepciones
burocráticas, el hecho de que el partido ocupase puestos‑clave en el
aparato del Estado, sobre todo en el ejército y en la policía, podía
constituir la ante cámara de la toma de todo el poder por ese partido. Cosa que
representa, como es sabido, el supremo objetivo revolucionario de los
comunistas. Si no llevaron a cabo esa revolución burocrática —o ese golpe de
Estado— fue porque sus propios intereses estaban sobre ese punto en
contradicción con los de la burocracia soviética que quería que España
conservara su carácter de República burguesa. Con esta única diferencia lo
que se esbozó en España y el papel que en ella desempeñaron los soviéticos,
constituyó, como lo indica G. Munis,23
un borrador de lo que realizaron más
tarde en la Europa del Este con las «democracias populares».
23. G. Munis, Op. cit., pág. 348.
Las milicias anarquistas resisten a la militarización
Ya
he señalado que los dirigentes anarquistas, nada más entrar en el Gobierno
central, se convirtieron en partidarios decididos de la militarización y por
ello unieron sus críticas a la campaña de denigración de las milicias. Vemos
así cómo Federica Montseny exclamaba en un mitin:
«El
mando decidía una operación y las milicias se reunían para discutirla. Así
se pasaban discutiendo cinco, seis o siete horas y cuando, por fin, se iba a
realizar la operación, el mando descubría que el enemigo ya la había
realizado por su propia cuenta. Son cosas que hacen reír, pero también llorar.24»
24. «Solidaridad Obrera» (1.º de
diciembre de 1936).
Sin
embargo, en las filas de la CNT‑FAI había defensores encarnizados de las
milicias. Además de reafirmar los principios libertarios, que eran hostiles por
esencia al ejército, a la disciplina militar, a los grados militares, y a la
obediencia ciega a los jefes, que exigían los partidarios del llamado Ejército
Popular, esos defensores destacaban el valor, la audacia, el espíritu de
sacrificio de los voluntarios, que ningún ejército mercenario conseguiría
igualar jamás.
Por
ejemplo, un delegado de la Columna de Hierro declaró en un congreso de la CNT
en noviembre de 1936:
«Hay
camaradas que piensan que la militarización lo resolverá todo y nosotros
decimos que no resuelve nada. Frente a los cabos, sargentos, y oficiales salidos
de las academias, totalmente incapacitados para los problemas de la guerra,
nosotros oponemos nuestra propia organización, no aceptamos la estructura
militar.25»
25. «Fragua Social» (14 de noviembre de
1936).
Esta
columna de 3.000 miembros que operaba en el frente de Teruel defendía una
postura anarquista coherente que le hacía condenar, junto con la militarización,
la nueva política gubernamental de la CNT‑FAI. Así, su delegado
declaraba en la intervención mencionada más arriba:
«
... toda nuestra acción no debe tender a fortalecer al Estado, sino que por el
contrario, debemos destruirlo poco a poco; debemos hacer que el Gobierno sea
completamente inútil. No aceptamos nada que vaya en contra de nuestras
concepciones sobre el anarquismo, concepciones que deben convertirse en
realidad, porque no se puede predicar una cosa y hacer lo contrarío.26
»
26. Ibid.
Sin
embargo, con el apoyo de los ministros anarquistas, el Gobierno central,
presidido por Largo Caballero, acentuó su presión contra las milicias. Desde
el mes de diciembre de 1936, las columnas de milicianos que se negaban a la
militarización, dejaron de recibir armas, y un decreto del 31 de ese mismo mes
estableció que sólo se distribuiría la paga entre los batallones del ejército
regular.
Pero
aunque en el frente de Madrid —entre otros frentes— las columnas de la
CNT‑FAI habían aceptado por esa época transformarse en divisiones y
someterse a las reglas estrictas y autoritarias de los ejércitos (al tiempo que
se resistían a integrarse en las «brigadas mixtas»), en cambio, en Cataluña
y en «su» frente de Aragón, las cosas eran algo diferentes. Ahí, como ya
hemos dicho, la CNT‑FAI constituía en aquella época la mayoría, tanto
en el frente como en la retaguardia. Ello se traducía, «en la base», por una
mayor resistencia que en otras partes, a la militarización y en la «cumbre»,
los dirigentes anarquistas —sobre todo los ministros de la Generalitat y del
Gobierno central—, si bien aceptaban como en otras partes la militarización,
querían al menos conservar el mando de sus columnas, que poco a poco se iban
transformando en divisiones, y el control de la organización del frente y su
avituallamiento. Esta «autonomía» del frente de Aragón fue aceptada por
Largo Caballero quien, inquieto por los tejemanejes de los estalinistas españoles
y rusos, intentaba acercarse a la CNT‑FAI. A finales de octubre de 1936,
las milicias atacaron en el frente de Aragón y tomaron las posiciones de Monte
Aragón y de Estrecho Quinto, dominando así a Huesca. La toma de esta ciudad
podría permitir rebasar Zaragoza y atacar por el flanco. Pero las milicias
carecían trágicamente de armas para proseguir la ofensiva. La coalición
burguesa‑estalinista del Gobierno central no les enviaba armas por la
sencilla razón de que no quería victorias de las fuerzas revolucionarias. Ya
he citado a Krivitsy contando que su misión era la de impedir a toda costa que
las armas soviéticas cayesen en poder de los revolucionarios catalanes. Esta
penuria de armas, minuciosamente descrita por George Orwell en su Homenaje
a Cataluña, impidió cualquier ofensiva
de envergadura. Y todo el enorme aparato de propaganda del PC empezó a
preguntar: «¿Por qué no atacan en el frente de Aragón»? y se pusieron a
acusar más o menos abiertamente a los milicianos anarquistas de sabotaje e
incluso de traición. Aún en nuestros días, la muy oficial historia de la
guerra redactada por una comisión del PCE, bajo le presidencia de Dolores
Ibarruri, afirma:
«El
frente de Aragón se había convertido en una especie de “coto privado” de
los anarquistas y éstos fueron los principales responsables de la inactividad
en dicho frente.
Esta
pasividad les fue muy provechosa a los rebeldes fascistas.27»
27. Guerra y Revolución en España,
t. II, pág. 24.
Uno
de los motivos que con mayor frecuencia invocaban los dirigentes anarquistas
para justificar su entrada en los Gobiernos, era precisamente el de que así
podrían vigilar mejor el reparto equitativo de las armas. En cierto modo
sacrificaban su «honor de anarquistas», para que el frente de Aragón
estuviera mejor abastecido. Pero su «sacrificio» fue inútil y su participación
gubernamental sólo favoreció a los intereses de la contrarrevolución.
Evidentemente,
el chantaje de las armas, soviéticas también servía para imponer en el
terreno militar —como se había hecho en otros terrenos— las ideas
estalinistas. El historiador americano David T. Cattell escribió a este
respecto:
«La
ayuda militar soviética fue utilizada contra las fuerzas revolucionarias
catalanas de diversas maneras. Del desarrollo de los acontecimientos podemos
deducir, con todo derecho, que la Unión Soviética garantizó su ayuda a Cataluña
con las siguientes condiciones: que los comunistas disidentes del POUM dejaran
de tener representantes en la Generalitat y que el Gobierno local aceptara el
programa general elaborado por el Gobierno central. Efectivamente, la ayuda a
Cataluña empezó a llegar en diciembre e inmediatamente los representantes del
POUM se vieron apartados de la Generalitat, las milicias catalanas se sometieron
a un largo proceso de organización en el seno de un ejército regular y el
Gobierno central empezó poco a poco a asegurar el control de la industria
catalana.28»
28. David T. Cattell,
I Communisti nella Guerra civile spagnola,
Feltrinelli, Mliano, 1962 (traducción
del libro publicado por University of California Press), pág. 140.
El
ejército regular catalán fue creado por decreto el 6 de diciembre y el 18 se
estableció un nuevo Gobierno de la Generalitat del que estaba excluido el POUM.
Sin
embargo, como ocurrió en el terreno económico y en el político, la
resistencia de la «base» a la militarización de las milicias en Cataluña y
Aragón fue particularmente aguda. La CNT‑FAI se vio obligada a movilizar
su «artillería pesada», el prestigio de sus líderes «naturales», las
presiones de todo tipo, a fin de que sus tropas aceptaran exactamente lo
contrario de lo que habían preconizado en un pasado todavía muy reciente.
Mariano
Vázquez, secretario nacional de la CNT, respondió a la revista «Nosotros»,
órgano de la Columna de Hierro, lo siguiente:
«Nosotros:
¿Desaparecerán nuestras columnas? M. Vázquez:
Sí, tienen que desaparecer. Es necesario que desaparezcan. Cuando llegamos
al Comité nacional ya se estaban tomando medidas para que nuestras columnas,
como todas las demás, se transformasen en brigadas —el nombre carece de
importancia— dotándolas de todo lo necesario para que su labor sea eficaz.
Pero, si bien se mira, esta transformación no implica un cambio fundamental, ya
que en las brigadas el mando lo ejercerán los mismos hombres que lo hacían en
las columnas. Por lo tanto se puede decir que los camaradas que sientan afecto
por los responsables de las operaciones pueden estar seguros de que no se les
impondrá, caprichosamente, hombres cuya ideología y actitud personal no les
convenga. Además, los comisarios políticos, que son los verdaderos jefes —no
hay que tener miedo a las palabras —de las brigadas, serán nombrados por la
CNT, ante la cual tendrán que responder en todo momento aunque estén obligados
a hacer un curso preparatorio en la Escuela Militar creada al efecto.29»
29. «Nosotros» (11 de febrero de 1937).
Ante
la resistencia de los milicianos anarquistas, se procedió, a una militarización
en «dos tempos»: para que se aceptara el proyecto se intentó garantizar
cierta continuidad; las columnas se convertirían en brigadas, pero estarían
integradas por los mismos elementos y serían mandadas por los mismos hombres.
Esto tenía la ventaja, decían, de garantizar las pagas y las armas, pero también
la de una mayor disciplina, que era necesaria, y la de una mayor eficacia. Una
vez que hubieron aceptado esto, la autonomía de las columnas, ya convertidas en
brigadas, fue restringiéndose progresivamente, al estar cada vez más sometidas
a las órdenes del Estado Mayor del nuevo ejército y al fusionarse en las
famosas «brigadas mixtas». El «dominio» de los anarquistas en el frente de
Aragón, por ejemplo, quedó liquidado en agosto de 1937 (véase el último capítulo).
Pero
de momento, el plan de militarización de las milicias, que había sido adoptado
a instancias, según parece, de los «consejeros» soviéticos y que preveía que las columnas libertarias iban a ser
diluidas en las brigadas mixtas, mandadas por oficiales seguros, es
decir, contrarrevolucionarios, designados por el Ministerio de la Guerra, no se
pudo aplicar de una sola vez. Ese período de descanso, de transición, fue
posible gracias a Largo Caballero que, inquieto por el control de los
estalinistas españoles y rusos sobre el nuevo aparato militar —y al ver que
incluso sus más fieles partidarios del Partido Socialista se convertían en
partidarios del PC— buscaba ahora un contrapeso político por el lado de la
CNT‑FAI. Así pues, negoció con los dirigentes de la CNT-FAI un
compromiso por el cual las brigadas anarquistas seguirían siendo homogéneas,
al tiempo que les dejaba la dirección de las operaciones militares en Aragón.
B. Bolloten escribió al respecto:
«Las
nuevas relaciones así establecidas entre Caballero y sus antiguos adversarios
de la CNT-FAI 30 fue un factor
importante en su cambio hacia una política de conciliación con los
anarcosindicalistas. Esto le impidió en particular, y a pesar de la presión
constante de los estalinistas, exigir la militarización total de las milicias
anarcosindicalistas a base de brigadas mixtas, como paso hacia la creación de
un ejército regular, ejército que los anarquistas, como él muy bien sabía,
iban a considerar un sacrilegio.31»
30.
Largo Caballero era el presidente de la UGT, el sindicato de tendencia
socialista, rival de la CNT. Hubo muchas fricciones entre ambos sindicatos y sus
respectivos líderes. Además los anarquistas habían sido violentamente
hostiles a la participación gubernamental de Largo Caballero, bajo la dictadura
de Primo de Rivera, que utilizó para intentar fortalecer a la UGT en detrimento
de la CNT que por aquel entonces estaba prácticamente en la clandestinidad.
Posteriormente fue ministro de Trabajo en el Gobierno republicano de Azaña.
Este reformista, partidario de la colaboración gubernamental de los socialistas
con los partidos burgueses, se convirtió súbitamente en un «revolucionario»
a partir del año 1934 y se había puesto a la cabeza del ala izquierda del
Partido Socialista.
31. Bolloten, Op. cit., pág.
259.
Señalemos
de paso que el sacrilegio ya sólo era tal a los ojos de los propios milicianos,
pues sus antiguos dirigentes habían cambiado totalmente de opinión al
respecto. García Oliver al que, gracias a la nueva actitud de Largo Caballero,
el Consejo Superior de Guerra concedió la organización y dirección de una de
las Escuelas Militares (al tiempo que conservaba su cartera de justicia pues la
acumulación de cargos ya no asustaba a nuestros líderes «naturales», que no
hacía mucho despreciaban puestos y honores), García Oliver, pues, declaró,
dirigiéndose a los alumnos-oficiales:
«Vosotros,
oficiales del Ejército Popular, debéis observar una disciplina de hierro e
imponerla a vuestros hombres, quienes, una vez incorporados a filas, tienen que
dejar de ser vuestros camaradas para convertirse en engranajes de la máquina
militar de nuestro ejército.32»
32. «L'Espagne Nouvelle», n.º
14-15 (31 de julio de 1937).
Porque
estaba perfectamente claro que aunque los dirigentes anarquistas querían
conservar «sus» columnas, también querían proceder a su total militarización.
Incluso los «jefes» surgidos de la lucha contra los fascistas, estaban ahora
obligados a respetar la estricta ortodoxia militar. Así, Cipriano Mera, albañil
anarquista que acabaría siendo general y que había de mandar, desde 1937, un
cuerpo del ejército, hizo al periodista de «Solidaridad Obrera», las
declaraciones siguientes:
«Estoy
convencido de que la invasión de italianos y alemanes da un nuevo cariz a la
lucha que sostenemos. Ya no es posible defenderse como en una guerra civil
contra militares sublevados. Tenemos que hacer la guerra tal como nos la
presenta un ejército regular, dotado de todos los medios de combate modernos. Y
ese camino no es otro que el de abandonar toda diferencia entre los que luchan.
A mi lado no quiero más que combatientes. En mi División no conozco a quien
sea de la UGT o de la CNT, de un partido republicano o de un partido marxista.
Se impone, y he de exigir de ahora en adelante, una disciplina de hierro,
disciplina que tendrá el valor de lo que se ofrece voluntariamente. Desde hoy
no dialogaré más que con los capitanes y sargentos.33»
33. «Solidaridad Obrera» (23 de marzo de 1937).
Pero,
a pesar de todos esos «mazazos» y de todas las presiones (pagas, armamentos,
etc.), los milicianos anarquistas continuaban oponiendo una viva resistencia a
ese militarismo obtuso.
«Cuando
los comités superiores de la CNT‑FAI optaron por la militarización
general de las milicias, cosa a que apremiaban desde el Gobierno los ministros
de la CNT, se produjo una grave confusión en todos los frentes en que
participaban los combatientes confederales. Hubo reuniones tempestuosas entre
los combatientes y las delegaciones comiteriles que iban al frente con la difícil
misión que es de suponer. Muchos milicianos intransigentes, que se habían
incorporado a los frentes con carácter de voluntarios, rescindieron su
compromiso y regresaron a la retaguardia.34»
34. Peirats, Op. cit., t. II, pág. 25.
De
entre esas «reuniones tempestuosas» he escogido un fragmento del informe
resumido de la del 9 de marzo de 1937, en la que unos milicianos, entre los que
se contaban muchos extranjeros (¡no todos los combatientes extranjeros eran
comunistas!) discutían sobre la militarización con algunos dirigentes de la
CNT-FAI:
«Georges
BOUGARD (miliciano) declara que él no toma la palabra como delegado sino
en su propio nombre. Afirma que es necesario tener alguna disciplina pues el ejército
que está ante nosotros está formidablemente organizado. La militarización no
es más que una autodisciplina bien organizada... Nos encontramos ante el
dilema: militarización o desaparición total de las milicias...
LOVI
(miliciano) declara que no hay que limitarse a la cuestión guerra, también
habría que ocuparse un poco de la cuestión Revolución... Hay dos capitalismos
que intentan eliminar todo movimiento revolucionario: el capitalismo interior
que está representado por la Generalitat, y el capitalismo exterior
representado por Blum, Francia, Inglaterra, América, etc. Para nosotros, la
CNT, no sólo son los conductores, los “dirigentes”, tenemos confianza en la
opinión de la CNT. La profesión de oficial siempre ha sido para nosotros una
deshonra. Y si hacen falta técnicos militares, es preciso que estén
controlados por delegados políticos de los sindicatos. Pero parece que ya
quieren apartar a los sindicatos, como ha ocurrido en Rusia. Querrían aplastar
a la Revolución y como no pueden hacerlo, hacen lo posible por sofocarla...
Raoul
TAROU (miliciano) afirma que no hablará como antifascista sino sólo
como anarquista. Se opone tajantemente a cualquier autoridad militar. “En
Gelsa, dice, desde hace dos meses nos han dado un ultimátum. Pero nosotros sólo
queremos delegados técnicos, sin signos externos de respeto, sin ejercicios,
sin marcar el paso, etc. En el caso de que nuestra propuesta de formar un cuerpo
franco no sea aceptada y si no hay modo de entenderse, estoy dispuesto a volver
a Francia.”
Moneck
KRSECH (miliciano): En este momento no se trata de la Revolución en las
barricadas. El pueblo español no puede y no debe seguir jugando con el heroísmo. Esta es una guerra de verdad y hay que
ganarla como sea. Quieren jugar con las teorías y el espíritu de los
anarquistas para poder desarmarlos. Nuestra militarización no consiste en hacer
paradas militares, como tampoco consiste en saludar militarmente. Lo que
necesitamos es un buen mando en el frente. ¡Dejar de ver cosas tan fantásticas
como nuestra artillería disparando sobre nuestra propia infantería! Además
tenemos oficiales que son verdaderos camaradas en las columnas Durruti y Ascaso.
Tampoco hay por qué jugar con la palabra militarización ( ... )
Domingo
ASCASO (División Ascaso): Nosotros, los anarquistas españoles no somos menos
sensibles que nuestros camaradas franceses. Estamos ante un enemigo
completamente militarizado. El camarada Ascaso declara que las milicias no han
sido organizadas para el Arte de la guerra (si es que a eso se le puede llamar
«arte»). Para un anarquista es muy duro aceptar todo esto, y, sin embargo,
hemos creado escuelas militares para conservar el mando de las milicias. Los
anarquistas españoles han reconocido que necesitábamos una disciplina, una
responsabilidad.
En
cuanto a los técnicos (consejeros militares, [C.S.‑M.]), nosotros
elegiremos el 75 % y el Gobierno de Valencia el 25 % y serán técnicos auténticamente
militares. Hemos llegado a una situación particularmente crítica. En algunos
momentos el enemigo ha avanzado como ha querido... Hemos aceptado cargos y
ministerios, pero sólo aceptamos la militarización a condición de que podamos
elegir nosotros mismos a ese 75 %. Tenemos que aceptar esto para combatir; además
tendremos un ejército para nosotros. No olvidéis que podréis “largar” a
vuestros tenientes cuando queráis. El momento es muy crítico. Los camaradas
españoles han aceptado eso
y ahora no pueden volverse atrás. Debéis comprender que somos tan anarquistas
como vosotros.
Sacha
PIETRA: “Yo no soy miliciano, pero he estado en Rusia donde he vivido la
Revolución y donde he podido observar el modo en que se desembarazaron de los
anarquistas.” Después de resumir el movimiento makhnovista, este camarada
recuerda que ya lleva ocho meses en España y subraya que mientras tengamos
armas la “Revolución seguirá ahí”. Aquí siempre se trata de la Revolución,
que es la verdadera vida. Lo que importa es el espíritu que anima a las cosas.
No estamos perdidos. Aquí se está jugando la causa de la Revolución mundial.
Creo que algunos camaradas critican con demasiada facilidad. Lo que importa ante
todo es garantizar el espíritu anarquista. También se trata de encontrar los
medios y las fuerzas.
A.
SOUCHY: Algunos camaradas han aceptado la militarización y la disciplina a
ultranza. Nuestro militarismo no tiene nada que ver con el de los países
fascistas. Hemos tenido una tentativa de golpe fascista y la revolución
consiguiente se ha transformado en guerra. Pero, si hemos querido la revolución,
si la aceptamos, hay que aceptarla con todas sus consecuencias. Una fuerza
revolucionaria se ha alzado contra el fascismo. Una fuerza militar se alza
contra nosotros y contra esa fuerza militar tenemos que alzar otra fuerza también
militar. Necesitamos algo más de disciplina, algo más de orden...
BLUMENTHAL
(miliciano)... Intentan despistarnos con el concepto de “primero ganar
la guerra”. En Barcelona he visto cosas realmente repugnantes. ¡Hasta galones
y estrellas! No es así cómo nosotros vamos a ganar. Como anarquista que soy,
no sólo me niego a convertirme en un soldado sino que tampoco quiero ser un
lacayo del capitalismo.
MÁXIMO
(miliciano): “Yo, también soy igualmente antimilitarista, pero pido a
los compañeros que reflexionen un poco, como lo hago yo: nuestra lucha no es sólo
una lucha entre españoles, es una lucha internacional. Si permanecemos en
estado de alerta, no ocurrirá nada. El día en que dejemos de tener confianza
en nuestros capitanes, en nuestros tenientes, les rogaremos que dimitan. Nuestro
militarismo no tiene nada que ver con el de los burgueses. ( ... )”
FORTIN
tomó entonces la palabra. Estimo que nos alejamos un poco de la cuestión. No
se trata de discutir —eso nos llevaría demasiado lejos— para saber si la
militarización es buena o mala: la
militarización existe, ya es un hecho. Esta reunión ha sido organizada
para saber lo que ocurrirá con los camaradas que acaban de regresar del frente
y que lógicamente están muy desorientados. Según el habría que clasificar a
esos camaradas en tres categorías: 1) Aquéllos que rechazan toda militarización
y que no tienen más que volver a sus países respectivos. 2) Aquéllos que son
desertores o prófugos o que están condenados a prisión en su país.
Evidentemente, no serán devueltos a las autoridades. La CNT-FAI les
buscará algún trabajo en la retaguardia. 3) Por Último, aquéllos que quieren
combatir: o bien aceptarán la militarización y sus consecuencias, o bien
intentarán formar un “cuerpo franco”, si ello fuera posible.
A
esta pregunta Domingo ASCASO, que defiende la postura de la dirección de la
CNT‑FAI (y que está acompañado por Joaquín Cortés, del Comité
Regional de la CNT) responde así, poniendo punto final a la discusión: “Sería
pediros una cosa imposible. Los anarquistas españoles no hicieron, el 19 de
julio, una revolución propiamente dicha; por una vez ha sido una
contrarrevolución lo que hemos hecho al levantarnos contra los fascistas
sublevados (¡sic!). La CNT y la FAI han empezado aceptando puestos de
responsabilidad e incluso hemos aceptado la militarización. Eso no impide que
nos consideremos tan anarquistas como cualquiera de vosotros ( ... ) Los que no
quieran seguir luchando se retirarán, pero los otros deberán aceptar la
militarización. Por lo tanto no podemos admitir la creación de ningún cuerpo
franco”.35»
35. Suplemento (en francés) del «Boletín de Información CNT‑FAI»
(19 de junio de 1937).
A
pesar de la torpeza de la transcripción, esta discusión muestra muy bien el
desconcierto y la ira de los milicianos a quienes se les había impuesto la
militarización (desconcierto e ira que hizo que algunos desertaran antes que
convertirse en militares) así como también muestra el jesuitismo autoritario
de los dirigentes.
Entre
los núcleos anarquistas que resistieron durante más tiempo a la militarización,
volvemos a encontrarnos con la famosa Columna de Hierro. Esta «intransigente»
columna se había opuesto durante mucho tiempo a la nueva política centralista
y autoritaria de los círculos directivos de la CNT‑FAI. Debido a ello fue
el blanco de una intensísima campaña de desprestigio. Uno de los pretextos más
utilizados durante dicha campaña fue el de que los militantes anarquistas que
la formaron en Valencia abrieron las cárceles de la ciudad, liberando tanto a
los presos políticos como a los comunes. Algunos de estos últimos se alistaron
como voluntarios en la Columna de Hierro que luchó, durante todo ese período
en el frente de Teruel. La presencia de expresos comunes en el seno de la
columna tenía forzosamente que escandalizar a todos los partidarios del orden
burgués. Sin embargo, el hecho de permitir que unos carteristas, unos chulos de
barrio y así sucesivamente se convirtieran en combatientes revolucionarios ¿no
es un modo como otro cualquiera de «cambiar la vida»?
El
1.º de octubre de 1936 la Columna de Hierro volvió del frente a Valencia para
proveerse de armas y municiones —de las que andaban muy escasos, como casi
todas las milicias— desarmando a los cuerpos de policía de esa ciudad y
realizando así, pero en un sentido revolucionario, el slogan demagógico de los
estalinistas: «¡Todas las armas para el frente!». Santillán cuenta que esta
columna, como respuesta al boicot del Gobierno central, elaboró un proyecto
para atracar el Banco de España, pero los dirigentes de la CNT‑FAI se
opusieron. Esta acción naturalmente habría suscitado un inmenso escándalo y
también la indignación de los bien‑pensantes, pero sin duda habría
hecho fracasar el sabotaje en dinero y en material, ejercido por el Gobierno
central sobre las milicias y sobre las colectivizaciones. De todos modos
se hubiera podido negociar una
devolución del oro y del dinero a cambio de un reparto más equitativo de la
ayuda (de cualquier manera, la mayor parte de ese oro fue embarcado con destino
a la URSS el 25 de ese mismo mes de octubre).
Finalmente,
el Estado burgués y los partidos que lo sostenían —y también la directiva
de la CNT-FAI— acabarían tanto con los revolucionarios de la Columna de
Hierro como con los de las otras columnas de milicianos. En marzo de 1937, el
Comité de Guerra de la columna declaró:
«Sabemos
los inconvenientes que tiene la militarización. Ese sistema no encaja con
nuestro temperamento como tampoco con el de todos aquellos que siempre han
tenido un buen concepto de la libertad. Pero también sabemos las dificultades
que tendremos si permanecemos fuera de la órbita del Ministerio de la Guerra.
Es triste reconocerlo pero sólo nos quedan dos salidas: disolución de la
columna o militarización.36»
36. «Nosotros» (16 de marzo de 1937).
El
21 de marzo de 1937, durante una asamblea general de sus miembros, la Columna de
Hierro aceptó militarizarse y se convirtió en la 83 Brigada del ejército
regular. Fue la última columna de milicianos que se plegó ante la trampa del
militarismo.
¿Guerra o revolución?
De
todo ese fárrago, de toda esa confusión, destacan algunos rasgos de los que
hay que hablar, debido a las implicaciones que la guerra y las teorías sobre cómo
había de ser llevada y sobre cuál era su papel, tuvieron sobre lo que aquí
nos interesa, es decir, sobre la revolución social en Cataluña.
La
primera cosa que destaca es el papel creciente de los estalinistas españoles y
rusos del que no he dado más que algunos
ejemplos: por supuesto, los comunistas eran partidarios, desde el primer
momento, de un ejército disciplinado de tipo clásico, tal y como correspondía
a su ideología y a su actuación autoritaria, centralista y jerarquizada. ¿Acaso
no era todo eso el Ejército soviético, cuyo ejemplo siempre esgrimían como
constante punto de referencia? ¿Y no había vencido gracias a él? Pero además
de ese principio de orden general, válido para cualquier época, latitud y
situación, se defendió y se levantó un ejército, tradicional porque
correspondía perfectamente a la situación política de España, tal y como la
concebían los estalinistas. Un Estado republicano, legal y democrático se
defendía con su ejército, su policía, etc., contra un levantamiento fascista.
Luego era preciso que la imagen —y la realidad— de unas bandas obreras
haciendo la revolución —¡la anarquía!— diese paso a un ejército
disciplinado, marcando el paso, detrás de sus oficiales engalanados, y luchando
incluso contra esas mismas «bandas armadas» por la legalidad republicana. Todo
eso resultaba perfectamente lógico y la perseverancia de los comunistas en esa
vía les atrajo, como hemos visto, innumerables simpatías entre los «pequeño‑burgueses»
de toda índole.
Su
actitud militarista —y no es ese sin duda, el aspecto menos importante—
también constituyó una formidable maniobra política que les permitía
mantener puestos‑clave en el aparato del Estado —especialmente en el
militar y policíaco— puestos que posiblemente no hubieran conseguido sin todo
eso. Esta actitud se vio ampliamente facilitada por el chantaje de las
armas rusas, por su controlada distribución, así como por el papel de los consejeros
rusos, militares, diplomáticos y otros, que reinaban como virreyes, impartiendo
órdenes a los Gobiernos, a los Estados Mayores, etc. Antes de entregar armas al
Gobierno legal de Cataluña exigieron que fuese expulsado el ministro del POUM
—cosa que hicieron— es más, participaron directa y activamente en la caída
del Gobierno
Los
consejeros militares soviéticos, con la aureola de su doble prestigio de «técnicos»
y de «revolucionarios» —se convirtieron naturalmente en uno de los ejes
fundamentales de la constitución del nuevo ejército.
Pero
los comunistas españoles —aconsejados por los soviéticos— no eran los únicos
partidarios de un ejército de corte tradicional. Todo el mundo estaba de
acuerdo en ello, excepto amplios sectores de la «base» anarquista. Ante la
amenaza cada vez mayor del ejército franquista y de las tropas de intervención
alemanas e italianas, a nadie se le ocurrió la idea de proponer una estrategia
global que no fuese la de la identificación
con el enemigo, es decir, que no fuese la creación de un ejército todavía
más disciplinado, más eficaz, más «prusiano» que el de enfrente.
Evidentemente, sólo podía ser y sólo fue un fracaso.
Aparte
de este acuerdo, basado en la incapacidad para innovar, las divergencias o los
matices sobre los problemas de la guerra y de la revolución y sobre las
relaciones entre una y otra, eran múltiples. Dejando de lado a los
republicanos, a los socialistas de derechas, que no hablaban de revolución,
sino exclusivamente de democracia, los «revolucionarios» se dividían en dos
corrientes: aquéllos cuya postura se puede resumir en una frase: «Primero
ganar la guerra» y aquéllos que mantenían que guerra y revolución estaban íntimamente
ligadas. «Primero ganar la guerra», era la gran consigna de los estalinistas
que encajaba perfectamente con el conjunto de su estrategia «democrática» y
«antifascista», estrategia que a su vez pretendía situarse en el marco de la
«gran lucha mundial contra el fascismo». Pero esta táctica, que llevaron
hasta muy lejos —conforme a su costumbre— y que, igual que en otras épocas
y latitudes, hizo de ellos el gran partido del orden, no les impidió, más bien al contrario, controlar
considerablemente el aparato, de Estado, lo que para ellos significaba estar en
la antecámara del poder. Desde el punto de vista propagandístico, el PC
presentaba su línea general: «Primero ganar la guerra» con matices diferentes
según el público a quien se dirigiera. Ante los extranjeros y las fuerzas
republicanas moderadas el régimen que surgiría de una victoria republicana había
de ser «democráticamente elegido por el pueblo español». Ante las fuerzas
mas radicales, que o pretendían o querían ser más revolucionarias,
presentaban a la victoria contra el fascismo como un primer paso, la etapa
indispensable, hacia la revolución socialista.
Con algunos matices esta postura rebasaba ampliamente las filas del PC español.
No sólo los socialistas de izquierda se adherían a ella, sino también el
sector más importante de los círculos directivos de la CNT-FAI, que creían
que se podía posponer la revolución social para «después de la victoria
contra el fascismo».
El
POUM era partidario de un ejército tradicional, pero al mismo tiempo mantenía
que guerra y revolución estaban íntimamente ligadas. En un proyecto de «Tesis
política» redactado para el Congreso
del POUM previsto para el 19
de junio de 1937 y que fue impedido por la represión, Andrés Nin declaraba:
«La
fórmula “primero ganar la guerra, después se hará la revolución”, es
fundamentalmente falsa. En la contienda que se desarrolla actualmente en España,
guerra y revolución son, no sólo dos términos inseparables, sino sinónimos.
La guerra civil, estado más o menos prolongado del conflicto directo entre
dos o más clases de la sociedad, es una de las manifestaciones, la más
aguda, de la lucha entre el proletariado, por una parte, y por otra la gran
burguesía y los terratenientes, que atemorizados por el avance revolucionario
del proletariado, intentan instituir un régimen de dictadura sangrienta que
consolide sus privilegios de clase. La lucha en los frentes de batalla no es más
que una prolongación de la lucha en la retaguardia. La guerra es una forma de
la política ( ... ) Se trata de saber si los obreros y los campesinos de los
frentes se baten por el orden burgués o por una sociedad socialista. Guerra y
revolución son tan inseparables en el momento actual en España como lo eran
en Francia en el siglo XVII y en Rusia en 1917-1920. ¿Cómo Podemos
separar la guerra de la revolución cuando la guerra no es más que la
culminación violenta del proceso revolucionario que se está desarrollando en
nuestro país desde el año 1930 ( ... )? Y la garantía de una victoria rápida
y segura en los frentes estriba en una política revolucionaría firme en la
retaguardia, capaz de inspirar a los combatientes el brío y la confianza
indispensables para la lucha, capaz también de impulsar la solidaridad
revolucionaria del proletariado internacional, la única con que podemos
contar, de crear una sólida industria de guerra, de reconstituir sobre bases
socialistas la economía desquiciada por la guerra civil, de forjar un ejército
eficiente al servicio de la causa proletaria, que es la de la humanidad
civilizada. El instrumento de esta política revolucionaria no puede ser más
que un Gobierno obrero y campesino.37»
37. Andrés Nin. «La Situación política y
las tareas del proletariado», in Los problemas de la Revolución española,
Ed. Ruedo Ibérico, París, 1971, pág. 220-221.
Aunque
el POUM tenía razón cuando insistía (parafraseando, sin citarlo, a
Clausewitz) en el carácter inseparable de la guerra y de la revolución, por
lo menos para las fuerzas pretendidamente revolucionarias, en cambio ante este
problema —como ante muchos otros— no podía desprenderse del fetichismo
leninista. Así, de la misma manera que su ansia por un Gobierno obrero y
campesino (lo que no quería decir estrictamente nada, a no ser una referencia
nostálgica) le impedía luchar consecuentemente contra la restauración del
Estado burocrático‑burgués que lo pondría fuera de la ley para
complacer a los Rusos— su apoyo a un ejército disciplinado y eficaz, tipo
Ejército Rojo, le hará comprender, demasiado tarde, que a través de la
militarización real, el PC consolidaba su influencia sobre las fuerzas
armadas republicanas.
Camillo
Berneri tenía razón cuando criticó sus concepciones estrechamente
militaristas (que iban acompañadas de un intento de recuperación de la
imaginería bolchevique, rival de la de los estalinistas):
«El
formalismo militar también lo encontramos, por ejemplo, en algunas columnas
controladas por el POUM. Cuando afirman, como está inscrito en el decálogo de
la columna Urubarri (una de las cuatro columnas del POUM en el frente de Aragón
[C.S.‑M.]) que “el soldado que sabe saludar, es el soldado que sabe
combatir” están cometiendo la misma tontería que ha sido repetida desde
Pedro I hasta el Rey Sargento.38»
38. Entrevista concedida a «Spain and the World», reproducida en francés
en «L´Espagne Nouvelle» (febrero de 1937) y, ahora, en castellano, en el
libro Guerra de clases en España 1936‑1937,
de Camillo Berneri Col. «Acracia» n.º 20, Tusquets Editores, Barcelona, 1977.
Este
anarquista italiano es uno de los pocos, que yo sepa, que ha intentado
conciliar, en sus escritos y en sus actos, las «necesidades de la guerra» con
el espíritu de las milicias. Sin limitarse a una simple mención de los
principios «eternos» del anarquismo y sin caer tampoco en la trampa del
militarismo predominante, Berneri proponía una especie de síntesis, como lo
demuestra el siguiente fragmento de la entrevista más arriba citada:
«Carezco de competencia especial
en técnica militar, pero puedo comunicarle las impresiones que he recogido en
el frente de Huesca, frente que me resulta muy familiar porque en él he
cumplido sucesivamente las funciones de simple miliciano, de delegado político
de la “sección italiana” de la Columna Ascaso y ahora de delegado del
Consejo de Defensa. Tengo la impresión de que la milicia ha hecho grandes
progresos. Al principio se podía notar una gran inexperiencia en la lucha
contra los artefactos militares modernos: por ejemplo, se perdía mucho tiempo
disparando contra aviones que volaban a gran altura; se despreciaban las armas
automáticas a favor de las armas cuyo manejo resultaba familiar a los
camaradas. No se prestaba atención al problema de las comunicaciones; faltaban
municiones, la unión entre las diferentes armas y unidades era defectuosa y a
veces completamente inexistente.
»En el momento actual, los
milicianos han sacado provecho de las lecciones de estos últimos diez meses,
los transportes empiezan a racionalizarse, las carreteras a repararse, el
material es más abundante y está mejor distribuido y, en el «espíritu de la
columna» se desliza la siguiente idea: la necesidad de un mando de coordinación.
»Se están formando divisiones,
lo que completará el plan económico de la guerra, cuyos defensores son los
representantes más conocidos de la CNT y de la FAI. En realidad, estas dos
organizaciones han sido las primeras en proponer la unidad de mando, a fin de
ejercer una presión decisiva sobre los puntos débiles de la línea enemiga,
aliviar la presión sobre las ciudades asediadas y obstaculizar las maniobras y
concentraciones adversas.
»—Entonces —dijimos nosotros
(S.a.t.W.) —, ¿hay cosas buenas en la militarización?
»—Ciertamente —responde
Berneri con convicción—, pero hay que hacer una distinción: por una parte
esta el formalismo militar que no sólo es ridículo sino también inútil y
peligroso, y por otra, la autodisciplina. Esta última puede ser extremadamente
rigurosa, como ocurre en la Columna Durruti ( ... ) Por mí parte, soy
partidario de un justo medio: no se debe caer ni en el formalismo militar, ni en
el antimilitarismo supersticioso. Al aceptar y al realizar las reformas
impuestas por la naturaleza de las cosas, estaremos en condiciones de resistir a
las maniobras de Madrid y de Moscú, que intentan instituir, con el pretexto de
la militarización, su hegemonía militar sobre la Revolución española, con el
fin de transformarla en instrumento de su hegemonía política.
»En cuanto a mí, considero un
error hablar como lo hacen algunos representantes de la CNT-FAI de mando único
o “supremo”, en lugar de hablar de unidad de mando (es decir, de coordinación
general en materia de dirección de la lucha armada [C.S.-M.]).
»( ... ) En resumen, las
reformas que habría que hacer en la Milicia, desde mi punto de vista, son las
siguientes: distinción clara, entre el mando militar y el control político, en
el terreno de la preparación y ejecución de operaciones de guerra;
cumplimiento riguroso de las órdenes recibidas, pero manteniendo algunos
derechos fundamentales, como por ejemplo el de elegir y revocar a los oficiales.39»
39. Ibid.
Por supuesto, en cuanto los
combatientes pudiesen elegir y revocar a sus jefes, se hundiría todo el espíritu
jerárquico militar, por ello eso no ocurrió nunca. Porque, como el propio
Berneri lo indicaba en sus propuestas para lograr una síntesis entre, digamos,
la eficacia y la libertad (síntesis algo insuficiente), lo que estaba en juego
en el problema militar no sólo era conseguir derrotar a los ejércitos
fascistas, sino también aplastar a la revolución.
Desde este punto de vista, guerra
y revolución también son indisolubles. La gran operación de militarización
llevaba en sí misma una operación política que era igualmente importante y
que consistía en acabar con las «bandas armadas revolucionarias», con esas
milicias que ayudaban a los campesinos a organizar comunas libertarias, que a
veces desarmaban a la policía para poder armarse ellos mismos y que, en una
palabra, constituían el brazo armado de una revolución social libertaria, que
no era en modo alguno deseada. Por ello lo que se impuso en casi todas partes
fue un ejército ultrarreaccionario, donde se dio rienda suelta al terrorismo
político-policíaco, donde predominó la más ciega disciplina, donde se
sacralizaba el ritual degradante del ejército. Sólo en algunas columnas
anarquistas, transformadas en divisiones, se conservó hasta cierto punto «el
espíritu de las milicias». Pero eso dependía exclusivamente de la voluntad de
los comandantes, algunos de los cuales, como Ricardo Sanz,40
protegieron a sus hombres de los excesos de ese formalismo militar del que
hablaba Berneri. De esta manera, se puede decir que la parte política de la
operación militarización constituyó un gran éxito (lo que no excluye en modo
alguno los conflictos entre CNT-FAI y comunistas, por ejemplo, en el ejército,
como en otras cuestiones, pero no es de eso de lo que estoy hablando). Todo eso
era, evidentemente, una parte esencial para restaurar el Estado burgués-burocrático
y por lo tanto para que triunfara la contrarrevolución.
40. Por lo menos según
el testimonio de José Peirats que «sirvió bajo sus órdenes» en el frente de
Aragón (testimonio recogido durante una entrevista concedida para este libro).
En cambio, en el plano militar,
ese ejército creado sobre el modelo «prusiano» fue un pésimo ejército, cosa
que también me parece lógica. En contra de lo que sostiene el folklore
heroico, los republicanos no sólo perdieron la guerra civil por la intervención
de los nazis alemanes y de los fascistas italianos (además de por la
resistencia de los anarquistas a la militarización). A pesar de la superioridad
del armamento de los fascistas, la derrota no era inevitable y además la guerra
duró casi tres años. La estupidez y la política contrarrevolucionaria, son a
mis ojos, los elementos esenciales de tal derrota.
Estupidez y política
contrarrevolucionaria se asociaron para construir como sea un ejercito regular,
joven, viril y disciplinado —moderno, en definitiva— según la propaganda,
pero pésimo sobre el terreno. Sin necesidad de entregarse a un análisis
exhaustivo de los problemas militares se puede simplemente indicar que:
1) Ese ejército fue malo porque
sus jefes dieron prueba generalmente de una falta absoluta de imaginación, de
inventiva. El llamado nuevo Ejército Popular llevó su mimetismo hacia el
enemigo hasta el extremo de copiar su «arte de la guerra» y de aceptar las
batallas en terreno favorable al adversario, retomando de manera escolar los
principios, de la guerra de posiciones y las ofensivas por «movimientos
envolventes» que se estudiaban en las academias militares del mundo entero y,
para ese tipo de guerra, el ejército franquista (o sea, el 90% del ejército
español) y sus aliados nazis y fascistas, estaban infinitamente mejor
preparados, mejor armados y su superioridad está además históricamente
demostrada.
Los «brillantes» jefes de la
guerra, cantados en las antologías poéticas de «izquierda», los Líster,
Modesto, Campesino, etc., y sus «misteriosos» consejeros militares rusos, en
realidad dieron muestra de un cretinismo congénito en el plano puramente
militar, al estancar a sus tropas en unos mini-verdunes donde la superioridad
del armamento (que por otra parte tampoco era aplastante 41
del adversario fatalmente acabaría triunfando a la larga. Ninguna operación
militar de envergadura donde la sorpresa, la movilidad, la inventiva hubiesen
podido ser elementos de éxito puede atribuírseles.
41. No obstante no hay
estadísticas seguras sobre el armamento de ambos campos.
2) El aspecto
contrarrevolucionario de la militarización repercutió hondamente en la «moral
de las tropas», disminuyendo, dígase lo que se diga, su potencial ofensivo. En
efecto, para conseguir buenos soldados, disciplinados, que se conviertan en
robots que se dejen matar sin discutir, aun en operaciones militares totalmente
aberrantes —como nos enseñan profusamente las historias de las guerras en
general y la de España en particular— es necesario un adiestramiento, lo
mismo que para conseguir buenos caballos de circo. Ciertamente, en «tiempo
normal» toda la sociedad participa en el adiestramiento, desde el medio
familiar hasta la fábrica, o la tierra, pasando por el catecismo, la escuela y
el servicio militar —que, según el lenguaje popular es excelente para los jóvenes
precisamente porque les adiestra. Pero aquí nos encontramos ante unos
trabajadores que han tomado voluntariamente las armas para aplastar el
levantamiento militar, unos trabajadores conscientes de que están participando
en una revolución social y que, sobre todo los anarquistas, por supuesto, eran
profundamente anti-militaristas, del mismo modo que eran profundamente
anticapitalistas. Los voluntarios de las milicias eran exactamente lo contrario
del soldado-robot, y por lo tanto era particularmente difícil e incluso
imposible, transformarles de la noche a la mañana en su contrario. Esos hombres
se habían rebelado precisamente contra el adiestramiento y la explotación de
una sociedad represiva a la que odiaban y contra la que habían iniciado una
lucha a muerte. Decirles que había que reconstruir la jerarquización militar
del ejército para vencer a la jerarquía militar del ejército enemigo les
parecía tan monstruoso como si se les hubiera propuesto que aumentaran su
propia explotación de asalariados para liquidar... la explotación. Por
supuesto, de eso mismo era de lo que se trataba, por lo tanto no hay que
asombrarse de que se hayan negado a reconstruir, en nombre de no se sabe muy
bien qué eficacia, la sociedad jerarquizada que estaban en trance de destruir.
Para ellos no había «buen ejército», como tampoco había una «buena»
explotación del asalariado. No se negaban a luchar, pero sí se negaban a
abandonar esa parcela de libertad que habían conquistado. Y tenían razón. Su
lucha no habría tenido sentido si no, como los acontecimientos ulteriores —y
el ejemplo de todas las revoluciones conocidas hasta el momento— han
demostrado.
Se ha puesto de moda hablar a
tontas y a locas de la «guerra psicológica» debido generalmente a un intento
de recuperar la «psicología» como elemento de una táctica militar «moderna».
Pero tampoco es menos cierto que lo imaginario no se detiene en las puertas de
los cuarteles. Tomando un ejemplo totalmente opuesto, señalaré simplemente que
la formación de los cuerpos especiales en los ejércitos clásicos
(paracaidistas, «marines», legionarios, etc.) no sólo se obtiene por un
entrenamiento intensivo, un armamento ultramoderno y apropiado, etc., también
se obtiene y, sobre todo, posiblemente se obtiene por un «espíritu de cuerpo»,
por la idea de pertenecer a un grupo aparte, a una élite superior, no sólo a
los vulgares civiles, sino incluso a los demás cuerpos del ejército. La ilusión
de pertenecer a esa especie de raza superior es uno de los motores esenciales de
la combatividad de dichos cuerpos especiales (y, por supuesto, demuestra la
inconmensurable estupidez humana, pero pasemos...) Quitad esa ilusión, romped
ese fanatismo de grupo, y la combatividad se resiente.
En las antípodas de esta situación,
militarizada los milicianos anarquistas, y su combatividad también se resentirá.
Con la pequeña diferencia de que los primeros, los paracaidistas y demás, lo
único que hacen es matar, mientras que las columnas de milicianos participaban
activamente en una de las tentativas revolucionarias más importantes de la
primera mitad del siglo XX.
Todo esto es muy bonito, han
dicho y dirán los comunistas, pero había una guerra y había que ganarla. La
hemos perdido, pero hemos combatido con mayor eficacia que los anarquistas,
precisamente gracias a que nos hemos organizado militarmente más deprisa y con
mayor profundidad. Y siempre sacan a relucir los dos mismos ejemplos para apoyar
esta tesis: Madrid y el frente de Aragón. Madrid, que fue donde empezó la
militarización, Madrid, en cuya defensa los comunistas participaron
ampliamente, aguantó hasta el final, mientras que los anarquistas, que
dominaban el frente de Aragón, fueron incapaces de tomar Zaragoza.
A esto se puede responder de
antemano, del siguiente modo: en lo que respecta al frente de Aragón, dejando
de lado el problema del armamento de las milicias, el «dominio» anarquista duró
hasta el verano de 1937. Después de las jornadas de mayo del 37 y gracias al
complot de Prieto y de los comunistas (como veremos después) las tropas
comunistas entraron en Aragón, liquidaron el Consejo de Aragón y controlaron
el mando militar. Aunque las milicias anarquistas seguían siendo muy numerosas
en este frente, la responsabilidad de la guerra pasó virtualmente a los
comunistas y a sus aliados. Pues bien, ¡a pesar de ello!, ¡¡¡Zaragoza
tampoco fue tomada!!! Si su ofensiva contra el «comunismo libertario» en Aragón
tuvo importantes resultados (pero menores de los que ellos esperaban), su «ofensiva»
contra los franquistas, en cambio, no tuvo ninguno.
Pasemos a Madrid. Es cierto que
en el frente de Madrid fue donde empezó la militarización en serio. También
es cierto que los comunistas —y sus consejeros rusos— tuvieron una parte muy
activa en la defensa de la ciudad. Equivale a decir que controlaban los
organismos dirigentes, pero no eran ni mucho menos los únicos que combatían
(la prueba está en que durante el «complot Casado», al final de la guerra,
cuando los comunistas ocuparon militarmente la ciudad y tomaron el poder,
supuestamente para oponerse a las tentativas de negociación con los
franquistas, Cipriano Mera, al frente de sus soldados, tardó sólo dos días en
liquidarlos militarmente.42
42. Sobre este punto, véase el anexo 10, pág. 358.
Pero yo creo que no es ahí donde
habría que buscar la razón de la resistencia de Madrid, que continuó hasta
culminar en las batallas campales entre comunistas, de un lado, y anarquistas y
socialistas de otro, precediendo en pocos días a la entrada de las tropas
franquistas en Madrid y el final de la guerra. El rasgo esencial de la
resistencia de Madrid no fue en absoluto su militarización, sino su carácter
popular. En el Madrid asediado y casi rodeado, se produjo un fenómeno que ya se
había producido en otras guerras, el de una ciudad entera negándose a
capitular, el de una ciudad entera, hombres, mujeres y niños participando de un
modo u otro, a la resistencia contra el enemigo. Este carácter popular de la
resistencia constituye el rasgo esencial de la batalla de Madrid. Además,
fueron las milicias obreras, el pueblo entero —o casi— quienes primero
aplastaron a los militares rebeldes y quienes después rechazaron los primeros
ataques del ejército franquista, que quería a toda costa y desde el principio,
conquistar la capital. La militarización sólo vino después de las primeras
victorias del «pueblo en armas».
* *
*
Pero, una vez instalada la
guerra, e instalada como lo quería el enemigo, las milicias tampoco supieron
desarrollar una estrategia militar revolucionaria que permitiese no sólo
defender sino también ampliar las conquistas revolucionarias, al tiempo que
combatían a los franquistas. La «España antifascista», tenía razón cuando
escribía, expresando el punto de vista de los «anti-militaristas»
libertarios:
«Cada vez resulta más necesario
preguntarse si el militarismo de los generales facciosos conseguirá imponer sus
propias formas de lucha a los revolucionarios españoles o si, por el contrarío,
nuestros camaradas conseguirán destruir el militarismo oponiéndole unos métodos
de acción que culminen en la liquidación del frente militar y en la extensión
de la revolución social a toda España.
Los elementos de éxito de que
disponen los fascistas son los siguientes: gran abundancia de material, rigidez
draconiana en la disciplina, organización militar completa y terror ejercido
sobre la población con la ayuda de las formaciones militares del fascismo.
Estos elementos de éxito se encuentran revalorizados por la táctica de una
guerra de posiciones, de frente continuo, con un transporte masivo de fuerzas
hacia los puntos que se pretende anexionar.
Por parte del pueblo, los
elementos de éxito son de un cariz totalmente diferente: abundancia de hombres,
iniciativa y agresividad apasionadas de los individuos y de los grupos, simpatía
activa de las masas trabajadoras de todo el país, arma económica de la huelga
y del sabotaje en las regiones ocupadas por los fascistas. La total utilización
de estas fuerzas morales y físicas, en sí mismas muy superiores a las del
adversario, sólo puede realizarse mediante una lucha generalizada de golpes de
mano, de emboscadas, y de guerrilla extendida a todo el país.43»
43. «L' Espagne
antifasciste», n.º 4.
El autor anónimo de estas líneas,
parece que ha resumido perfectamente la situación.
«La extensión a toda España de
la revolución social» era, en efecto, la mejor estrategia que se podía oponer
al ejército franquista y a su estrategia tradicional y acompasada. Si bien, por
un lado, en las grandes ciudades y regiones industriales y agrícolas de la «zona
republicana» había que organizar una defensa popular en la que todo el mundo,
de un modo u otro, participase en la lucha, en vez de dejar que la guerra se
estancara en un frente, por otro, había que llevar la
revolución social a la retaguardia del enemigo, organizar el sabotaje y la
guerrilla, favorecer los motines y si ello fuese posible, las huelgas
insurreccionales. Pero para eso, por supuesto, había que llevar más lejos y
extender a todo el territorio «republicano» primero, y después al territorio
franquista, la revolución social. Era preciso que los obreros, sometidos a la
dictadura fascista, supiesen que había en el país zonas liberadas de la
explotación donde los trabajadores eran dueños de sus empresas, de su trabajo
y de su vida. Era preciso que los ecos de la revolución en el campo llegasen
hasta las regiones andaluzas —por ejemplo— ocupadas por los fascistas, etc.
Para llevar a cabo una lucha de este tipo, a la que para simplificar llamo
guerra de guerrillas revolucionaria (sin que haya que buscar equivalentes históricos
más que sospechosos), un ejército de tipo tradicional no sólo era inepto sino
contraproducente. La revolución social debía empezar por la liquidación del
ejército y de todo lo que éste tiene de retrógrado. Evidentemente, había que
superar los defectos de las milicias, pero no sólo había que conservar, sino
también acrecentar y profundizar su espíritu de iniciativa, su audacia, y su
adhesión voluntaria al combate. También había que dotarlas de una estrategia
militar ofensiva, en la que los movimientos, la sorpresa, el sabotaje, las
emboscadas, etc., hubieran permitido evitar las trampas de la guerra de
posiciones, favorable al enemigo.
Todo esto exige evidentemente la
participación de todos los combatientes en la manera de llevar la guerra. Una
fuerza armada de guerrilleros —incluso dotada con un armamento tan «moderno»
como el del Ejército republicano— no podía de ninguna manera copiarse de los
ejércitos clásicos. A pesar de los límites evidentes impuestos por la guerra,
la democracia en su funcionamiento no sólo es posible, sino indispensable para
dar rienda suelta a la creatividad de las masas. La democracia, es decir, en
primer lugar, unos órganos dirigentes elegidos y revocables (no en pleno
combate, ¡eso va de suyo!). El espíritu revolucionario, el convencimiento de
que se está realizando con las armas en la mano la lucha por las
transformaciones sociales en toda la sociedad, constituye la «fuerza de choque»
de las milicias, y es exactamente lo contrario al respeto a la jerarquía que,
junto con la prohibición de pensar, es la base del ejército clásico.
Pero es inútil hablar de lo que
hubiera podido ser, puesto que no ha sido, ni siquiera en Aragón donde —después
de las primeras semanas— los milicianos quedaron estancados en una guerra de
posiciones ante Huesca, Zaragoza y Teruel.
Esta guerra revolucionaria sólo
podía basarse en una revolución social lo más radical y lo más extendida
posible. Ahora bien, los comunistas, muchos socialistas, los republicanos, los
dirigentes anarquistas en su mayor parte, los rusos, los gobiernos «democráticos»
occidentales (¡para no hablar de los fascistas!) no querían una revolución
social, y todos, cada cual a su manera, participaron en su aplastamiento.
Por lo tanto se hizo un ejército.
Ese ejército regular, dadas las condiciones históricas, políticas, materiales
y «morales», no podía ser mas que un mal ejército. Aceptó el tipo de guerra
impuesto por el enemigo y fue vencido. Se perdió la guerra porque no se quiso
hacer la Revolución. Pero como las cosas nunca son tan simples, la guerra se
prolongó durante dos años (1937-1939), porque ese mal ejército, que a pesar
de todo conservaba algo del entusiasmo de las milicias, combatió con mucho
valor.
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