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CAPITULO III

 

LA U.R.S.S. Y LA REVOLUCIÓN ESPAÑOLA

 

El papel de las democracias occidentales, Francia y Gran Bretaña particularmente, en la guerra civil española, es relativamente bien conocido. Se conocen la indecisión de Blum, la política de no intervención y sus consecuencias, la falsa neutralidad de los conservadores británicos, entonces en el poder, que se inclinaban cada vez más hacia los franquistas, etc. El apoyo material de la Alemania nazi y de la Italia fascista está en la mente de todos aunque muchas veces se exagere su importancia, atribuyendo a la ayuda militar de dichos países la única o casi la única responsabilidad de la derrota de los «republicanos» y así no tener que hablar de los errores de estos últimos. Pero, por el contrario, el papel de la URSS ha sido mucho más controvertido, cosa que, a fin de cuentas, es normal porque pasa lo mismo con todo lo que se relacione con la «gran mentira estalinista».

La guerra de España todavía forma parte de la buena leyenda comunista. El «Epinal» estalinista habla hasta la saciedad de la «ayuda desinteresada del gran pueblo hermano», de las brigadas internacionales, de los prestigiosos jefes militares, comunistas todos ellos, evidentemente, españoles o extranjeros.

Los nuevos peregrinos en busca de un «socialismo con rostro humano», como Arthur London1 o Charles Tillon, han reivindicado en voz muy alta no sólo su participación personal en el conflicto, sino también la participación de los comunistas (IC, PCE, URSS inclusive) como una página gloriosa de su historia, que sería la justificación (entre otras muchas, por supuesto, pero ésta es especialmente importante) de sus treinta años o más de estalinismo incondicional. Este argumento, polémico y jesuítico a la vez, permite oponer la leyenda dorada, heroica del comunismo, de la que la guerra de España es, según ellos, uno de los más hermosos ornatos, a la «oscuridad» de los campos de exterminio, de las cárceles, de las torturas, de los procesos pre‑fabricados, en una palabra, del terror estalinista. La rentabilidad de este tipo de actitud es segura: se opone lo «bueno» a lo «malo» de la tradición comunista para hacer notar que lo «bueno» es más importante y para justificar así al estalinismo, como período histórico necesario; y al mismo tiempo para justificarse a sí mismos. En política hay que salir a flote como se pueda. 

1. Arthur London, después de haber salido de la cárcel en Praga (véase La Confesión), escribió un libro sobre la guerra de España titulado ¡España! ¡España! (traducción española, Ed. Artís, Praga, 1965), donde recoge con delectación todas las mentiras de la propaganda estalinista: POUM: espías fascistas; anarquistas: locos o saboteadores, etc. Está todo. (Se recomienda la lectura simultánea de ¡España! ¡España! y La Confesión, para el estudio de la psicopatología estalinista.)

Pero el éxito de este tipo de operación implica una ignorancia absoluta de los acontecimientos, porque en ninguna otra parte la acción del aparato comunista internacional ha sido tan abiertamente contrarrevolucionaria como en España; en ninguna otra parte, fuera de los llamados países «socialistas», la represión policíaca estalinista ha desempeñado un papel tan considerable, ni ha gozado de tanta libertad de acción. Los «crímenes del estalinismo» durante la guerra civil española llenarían varios volúmenes. No es esto lo que me propongo hacer, pero hay que hablar de ello porque el papel de la URSS (y de los comunistas españoles) ha sido definitivo en el aplastamiento de la experiencia revolucionaria catalana.

Para mí, dicho sea de paso, no existe contradicción alguna entre la política contrarrevolucionaria de la URSS hacia España y su «naturaleza social». Tampoco tiene nada de escandaloso a pesar de lo que han dicho y de lo que dirán muchos comunistas «de izquierda», trotskistas o no empeñados obstinadamente en clarificar la «lección de Octubre»: al ser el sistema social «soviético» uno de los más reaccionarios del mundo (opresor, policíaco, rígidamente jerarquizado) habría sido, como poco, asombroso, que hubiese ayudado a la Revolución española en vez de servir a sus intereses de «gran potencia».

En enero de 1933 Hitler tomó el poder en Alemania; el 21 de octubre de 1933 Alemania notificó su dimisión de la SDN. Ante la escalada de las potencias bélicas, la postura de la URSS fue en un principio de expectación. Si Hitler era fiel a los términos del tratado de Rapallo, Stalin estaba dispuesto a entenderse con él; como se entendía con Mussolini, el único jefe de Estado extranjero que nunca fue atacado personalmente por la prensa soviética de la época y con quien, Litvinov, el entonces comisario del pueblo para asuntos extranjeros, declaró que mantenía «las más cordiales relaciones».

Los «Isveztia» del 4 de marzo de 1933 declararon «que la URSS era el único país que no tenía sentimientos hostiles hacia Alemania, cualquiera que fuese la forma y composición de su gobierno». A finales de 1933 «Pravda» escribía también que la clase obrera no tenía porqué hacer distinciones entre Estados fascistas y Estados pseudodemocráticos. Pero los Estados fascistas se encargarían por sí mismos de hacer esa distinción y, el 28 de diciembre de 1933, Molotov, en la sesión del Comité Central ejecutivo sobre asuntos extranjeros, lamentó que durante el año transcurrido «algunos grupos directivos de Alemania hubiesen intentado revisar las relaciones de dicho país con la URSS». No obstante, reafirmó que «la URSS, por su parte, no tiene motivo alguno para modificar su política hacia Alemania».2

2. Jane Degros, in Soviet Documents and foreing Policy, volumen editado por el  «Royal Institute of Iternational Affairs»

Cuando quedó demostrado que de momento no había perspectivas de mejorar las relaciones con la Alemania nazi (tales perspectivas surgirían más adelante y la URSS se precipitaría a firmar el pacto germano‑soviético en 1939), Stalin decidió consolidar sus relaciones con las demás potencias occidentales. A finales de 1933 la URSS había obtenido ya el reconocimiento de jure de los Estados Unidos. Las negociaciones con Francia, iniciadas en la primavera de 1933, la llevaron a entrar en la SDN, con sede permanente en el Consejo, el 18 de septiembre de 1934. Después de que Alemania se hubiera marchado de esta organización antepasado de la ONU, así como Italia y Japón, la URSS pretendió transformar aquello que hasta ayer mismo era todavía «una liga de forajidos imperialistas en defensa del tratado de bandidaje de Versalles», en un elemento eficaz para su diplomacia. Las negociaciones con Francia culminaron además en la firma de un tratado franco‑soviético de «ayuda, mutua en caso de agresión no provocada de un Estado europeo». El tratado fue firmado en París, el 2 de mayo de 1935. Según el «Petit Parisien» de 20 de junio de 1935, «el presidente del Consejo, M. Laval, puntualizó que se había incluido el párrafo relativo a la política de defensa nacional del Gobierno francés por iniciativa de Stalin».

Stalin había conseguido imponer en la URSS y en la Internacional Comunista el período «autárquico» de su política: prioridad absoluta al refuerzo del potencial económico e industrial de Rusia y, en el exterior, una política de alianzas con quien fuese, para garantizar su tranquilidad, y esto también con el mismo fin. En resumen, ayer como hoy, ya se trate del pacto con Laval o del pacto germano‑soviético, ya se trate de España o de Checoslovaquia, etc., la política exterior soviética siempre ha intentado defender los intereses de gran potencia de la URSS en detrimento de cualquiera si fuese necesario y según una de las más retrógradas tradiciones diplomáticas de los grandes Estados imperialistas.

Si bien hoy algunos partidos comunistas hacen muecas ante algunas intervenciones demasiado abiertamente imperialistas de la URSS y todo para intentar complacer a sus colegas de la clase política ayer, «la armada mundial del proletariado» obedecía con disciplina y seguía con gran ímpetu todos los zigs‑zags de la política exterior soviética y, como la URSS jugaba la baza de la alianza con las democracias occidentales «contra el fascismo», los PC le seguían, como iban a seguirla a raíz del giro provocado por el pacto germano‑soviético de 1939.

La teoría del «socialismo en un solo país», coartada ideológica del neo‑nacionalismo de la burocracia rusa, había triunfado en el VI Congreso de la IC, que proclamó en sus resoluciones: « ... el proletariado internacional, cuya única patria es la URSS, la fortaleza de sus conquistas, el factor esencial de su liberación internacional, tiene el deber de contribuir al éxito del socialismo en la URSS y de defenderla por todos los medios de los ataques de las potencias imperialistas».3

3. Documentos del VII Congreso de la IC, citados por Fernando Claudín, La Crisis del Movimiento Comunista, Ed. Ruedo Ibérico, París, 1970.

Este lenguaje de Señor que se dirige a sus vasallos, se consolidaría a raíz del VII Congreso de la IC, iniciado en Moscú el 25 de julio de 1935. La URSS, es, más que nunca: «el factor más importante de la historia del mundo».4

4. Ibid.

Durante este congreso se iba a formular teóricamente la política de alianzas internacionales y nacionales del «frente popular» y del «antifascismo», dejando de lado los oropeles «izquierdistas», las consignas como «clase contra clase» y la crítica del «social‑fascismo». Dicha teorización exigía que se mantuviese una etiqueta revolucionaria para la política del Frente Popular y de la defensa de la democracia burguesa. Dimitrov declaró: «Hace quince años, Lenin nos recomendaba “buscar formas de transición o de acercamiento a la revolución proletaria”. Parece que en muchos países el gobierno de frente popular demostró ser una de las formas de transición más importantes».5

En sus resoluciones finales, el VII Congreso convocó a los partidos comunistas para luchar por la formación de un «amplio frente popular con las masas trabajadoras que todavía estaban alejadas del comunismo pero que, a pesar de todo, podían unirse a nosotros en su lucha contra el fascismo».

En España, el Frente Popular había ganado las elecciones de febrero de 1936 y en plena expansión de la política «frentepopulista» estalló la crisis revolucionaria de julio de 1936. Esta revolución rebasaba ampliamente el marco antifascista y parlamentario del tipo Frente Popular; en realidad, rebasaba todos los marcos, todos los programas y todas las previsiones, como ocurre con todas las revoluciones de verdad. Pero como, la Revolución española contradecía los intereses de la URSS lo cual era lógico, el aparato comunista hizo lo posible por contenerla y así ahogarla. En este sentido, las tribulaciones del Partido Comunista español son bastante cómicas: en abril de 1931, cuando, según la historia oficial, el partido apenas contaba con 800 militantes, los dirigentes comunistas acogieron la instauración de la República con el grito de «¡Todo el poder para los Soviets»! ¡Abajo la República burguesa!». En el Congreso de 1932, la dirección de Bullejos fue excluida por haber lanzado la consigna «oportunista» de defender la República contra el pronunciamiento del general Sanjurjo (pronunciamiento que fracasó, pero Sanjurjo se unió a Franco y a Mola a la cabeza del putsch de julio de 1936). Pero cuando el movimiento de masas se radicalizó efectivamente y cuando la insurrección de Asturias en octubre de 1934 hubo demostrado la fuerza de la corriente revolucionaria en el país, entonces, los dirigentes comunistas, obedeciendo a las consignas de la IC, decideron que la Revolución española no era socialista sino simplemente democrático-burguesa.

5. George Dimitrov, Oeuvres choisies, Ed. Sociales, París, pág. 102.

Cuando, después de la victoria del Frente Popular en las elecciones de febrero y ante la presión revolucionaria de las masas, Largo Caballero, líder del ala izquierda del Partido Socialista y de la UGT, propuso la formación de un «gobierno obrero» del que quedarían excluidos los republicanos, el PC se opuso. José Díaz, el secretario general, escribió en el órgano de la Komintern: «Debemos luchar contra todo tipo de manifestación de impaciencia exagerada y contra toda tentativa de que se rompa el Frente Popular prematuramente. El Frente Popular debe continuar. Todavía nos queda mucho camino por recorrer junto a los republicanos de izquierda». En realidad, de lo que se trataba era de frenar el movimiento de masas que se inclinaba cada vez más «a la izquierda», de retenerle en los límites del antifascismo, es decir, de la alianza con la burguesía liberal; también se trataba de reforzar la influencia del PC, que hasta ese momento era sólo un pequeño partido, dentro de las organizaciones obreras. Con el consentimiento de Largo Caballero, el PC disolvió la CGTU, su sindicato afiliado a la Internacional Sindical Roja, e «invitó» a sus miembros a adherirse a la UGT. No se trataba de una fusión propiamente dicha, dado el raquitismo del sindicato comunista. Pero en algunas regiones, en Cataluña sobre todo, los estalinistas se procuraron algo más tarde el control de la sección catalana de la UGT. Otra operación que resultaba más inmediatamente rentable para el PC: la fusión de las juventudes comunistas y socialistas, que tenían respectivamente 3.000 y 50.000 miembros en el seno de la Juventud Socialista Unificada. A pesar de su posición minoritaria, los estalinistas consiguieron rápidamente el control casi total de la organización de Juventud Unificada, a la que convirtieron en un instrumento eficaz de su política durante la guerra civil. Pero sus ambiciones eran todavía más vastas y quisieron realizar la misma operación con los partidos comunista y socialista. Sus negociaciones a este respecto con el ala izquierda del Partido Socialista (tendencia de Largo Caballero) llegaron a estar bastante avanzadas, pero el proyecto fracasó (excepto en Cataluña) no tanto por su subordinación a la URSS —país que gozaba entonces de gran prestigio en amplios sectores socialistas de izquierda— como por su concepción del Frente Popular y de la etapa «democrática» en la que querían encerrar a la potente lucha de las masas «para que cambiaran las cosas». Sus concepciones sobre política interior, estaban mucho más próximas, eran casi idénticas, a las de los socialistas de derecha —tendencia Indalecio Prieto— quienes, en cambio, no querían ni oír hablar de fusión con los estalinistas. Esta contradicción no llegó a resolverse, y durante la guerra civil los estalinistas se asociaron a los socialistas de derechas y a los republicanos para luchar contra todas las corrientes revolucionarias, ya fuesen socialistas, anarquistas o poumistas.

Desde «¡Todo el poder para los Soviets!» de 1931 hasta la «lucha en defensa de la República democrática» de 1936 —y todo lo demás—, los virajes del PCE no sólo eran debidos a su subordinación a Stalin vía la IV; había otros motivos que también tenían su influencia. Desde este punto de vista, seria absurdo no tener en cuenta la lógica interna de toda organización de este tipo, que en 1931 no era más que un «grupúsculo» sectario, que vivía en un «otro lugar», por así decirlo, revolucionario (la URSS ayer, la China hoy), que se identificaba tanto con ese «otro lugar» que hasta repetía mecánicamente sus «consignas», que despreciaba las mediaciones porque no tenia ninguna influencia sobre ellas, etc. En pocos años, gracias a una habilidad maniobrera muy acertada para utilizar el contexto de Frente Popular, penetró en el terreno del puego político clásico, vio cómo sus electores primero existían y después aumentaban, entró en el Parlamento y pasó de la vida cavernícola de las sectas a las mesas redondas de las combinaciones políticas, donde, aunque minoritario al principio, consiguió bastante deprisa (en el caso del PCE) marcarse algunos tantos. Se trata de un proceso clásico dentro del movimiento obrero y siempre actual. Den diez diputados a la Liga Comunista, en Francia, por ejemplo, ¡y verán ustedes los resultados!

La política extranjera de la URSS estaba condicionada en este período por el deseo de Stalin de impedir que Gran Bretaña y Francia se entendiesen con HitIer a sus espaldas. Ante esta posibilidad, los partidos comunistas occidentales iban a intentar convertirse en los mejores defensores del orden burgués republicano. En Francia, rompiendo el poderoso movimiento de ocupación de las fábricas de mayo-junio de 1936 (ocasión en la que Maurice Thorez se distinguió por su famosa consigna «empresarial»: «¡Hay que saber acabar una huelga!»). En España, aunque no pudieron impedir que la ola de huelgas culminara en la guerra civil revolucionaria, los estalinistas lucharon encarnizadamente para «que se acabe de una vez con las tentativas de los sindicatos y de los comités de poner en práctica el socialismo», como declaró en mayo de 1937, con un maravilloso e involuntario sentido del humor, Jesús Hernández, por aquel entonces dirigente del PCE. 6

6. Citado por B. Bolloten, Op. cit.

La ayuda de la URSS a la República Española

Broué y Temime ven tres fases en la actitud soviética respecto a la guerra de España:

«—primero, una posición de neutralidad de hecho, acompañada de ostensibles testimonios de simpatía y de solidaridad,  

— a partir de octubre de 1936, un considerable esfuerzo de ayuda militar que correspondió a una toma de posición vigorosa en favor de la República en el Comité de no-intervención.

— por último, a partir del verano de 1938, una disminución progresiva de la ayuda militar que culminó en el abandono total de la República 7».

7. Broué y Temime, Op. cit., pág. 338.

Estas tres etapas son lógicas en el contexto de la diplomacia soviética: primero, expectativa ante una revolución imprevista e inoportuna que parece que estaba, si no, dominada, al menos sí ampliamente influenciada por los anarquistas; expectativa también, por conocer las reacciones de Francia y Gran Bretaña. Seguidamente, ayuda, pero una ayuda destinada no al triunfo de la revolución sino a su aplastamiento; ayuda que le permitía tener una gran influencia política utilizada hábilmente en un sentido contrarrevolucionario. Por último, abandono no sólo de una «causa perdida», sino también a causa de una inversión en las alianzas, del nuevo giro de la diplomacia soviética que culminó en el pacto germano-soviético.

Fernando Claudín, antiguo dirigente del PCE, critica en su libro —en este mismo sentido aunque de un modo algo más comedido— la postura de la URSS:

«La URSS no podía eludir su deber de solidaridad activa con el pueblo español en armas, so pena de desacreditarse ante el proletariado mundial. Este deber coincidía, por un lado, con la orientación anti-hitleriana de la política exterior soviética en ese período. Pero por otro lado entraba en conflicto con las modalidades, digamos tácticas, de dicha orientación. A este nivel, el objetivo número uno de la política soviética era consolidar la alianza militar con Francia y llegar a un entendimiento con Inglaterra. Pero ni la Francia burguesa de Blum, ni la Inglaterra conservadora de Chamberlain, podían admitir la victoria de la revolución proletaria en España. Contribuir a su victoria significaba, para el Gobierno soviético, ir a la ruptura con ambas potencias. La única posibilidad aparente de conciliar la “ayuda a España” con los citados objetivos de la política exterior soviética era que el proletariado hispano no fuera mas allá de lo que, en último extremo, podía ser admisible para la burguesía francoinglesa. Y lo más que ésta podía aceptar es que en España existiese una República parlamentaria. democrática, antifascista, frentepopulista incluso, todo a la izquirda que se quiera, pero... ¡burguesa! ¡sobre todo burguesa! 8»

8. Fernando Claudín, Op. cit., pág. 180.

Por mi parte, no creo que el miedo a desacreditarse ante el «proletariado mundial» haya tenido tanto peso en las decisiones de los dirigentes estalinistas. En efecto, ¿acaso Moscú no abandonó toda su estrategia antihitleriana y firmó el pacto germano-soviético (con los «asesinos de la República española»), apenas terminada la guerra de España, realizando así una inversión total de sus alianzas, sin temer, según parece, que su nueva alianza con los «peores enemigos del proletariado mundial y de toda la humanidad progresista» le desacreditase ante nadie?

La ayuda de la URSS a España obedecía a motivos más sutiles que el miedo a desacreditarse ante el «proletariado mundial» —digamos más bien ante el movimiento comunista— que ya estaba acostumbrado a tragarse todo sin protestar, aun cuando los estalinistas hayan utilizado esa «ayuda» (hablando claro: la venta de armas a alto precio a la República) para su propaganda.

Para mí, el objetivo esencial era la posibilidad que se les ofrecía de controlar la política del Gobierno republicano, primero para sofocar la revolución, pero también para utilizarla como una pieza más en el tablero diplomático europeo, como eventual moneda de cambio —sin que por ello, evidentemente, tuviese que romper con los gobiernos francés e inglés. También podían presentarse como los mejores defensores de la República española, legal y moderada, frente al fascismo, etc. Esta táctica ofrecía numerosas posibilidades a la diplomacia soviética, lo que no quiere decir que haya triunfado plenamente.

También ofrecía posibilidades en el plano interno y en el plano político (aunque sólo fuese para correr un tupido velo sobre las dificultades de todo tipo y sobre la oleada ascendente de los procesos a la vieja guardia bolchevique y las deportaciones en masa).

La primera decisión del Gobierno soviético fue la de anunciar, el 3 de agosto de 1936, que se deduciría el 1 % de los salarios mensuales de los obreros y empleados que trabajaban en las fábricas y oficinas del Estado, en concepto de ayuda a la República española. Por supuesto a España no llegó ni un céntimo. Por todo el país se organizaron movimientos de solidaridad pidiendo a los trabajadores que se apretasen un poco más el cinturón y que aumentaran la producción «para España», cosa que era un buen tema de agit-prop para aumentar el esfuerzo de industrialización. Se presentaron algunos voluntarios ante las organizaciones del Partido para luchar en España, conmovidos sin duda por el reclamo publicitario. Fueron detenidos y deportados a Siberia, como observa Victor Serge en sus Memorias. Y cuando fue creado el Comité de No-Intervención, la URSS se asoció inmediatamente, siempre para complacer a los franceses y a los ingleses.

Jesús Hernández, antiguo dirigente del Partido Comunista Español y ministro republicano durante la guerra civil, cuenta en su libro La Gran Traición:

«... Cuando todavía sonaban en los oídos del mundo aquellas palabras de Stalin que nos habían parecido tan hermosas: “La causa del pueblo español no es un asunto privado de los españoles, es la causa de toda la humanidad avanzada y progresista”, el Kremlin respondía al Gobierno francés, que le había preguntado cuál sería el comportamiento de la Unión Soviética en el caso de que Francia se viese amenazada por haber ayudado al Gobierno de Madrid: “El pacto franco-soviético de 1935 nos obliga a una ayuda recíproca en el caso de que uno de nuestros países fuese atacado por otra potencia, pero no en el caso de guerra causada por la intervención de uno de nosotros en los asuntos de otra nación 9”.»

9. J. Hernández, La grande trahison, Ed. Fasquelle, París, 1953, pág. 34.

No es improbable que la prudente actitud de la URSS (así como de Gran Bretaña) haya contribuido en gran medida a las tergiversaciones del gobierno Blum.

A principios del mes de septiembre de 1936 se celebró en Moscú una reunión extraordinaria del Politburó durante la cual Stalin anunció su decisión de ayudar a la España republicana en su lucha contra Franco. W. G. Krivitsky, que en aquella época era el jefe del espionaje militar soviético en Europa occidental cuenta que recibió dos días más tarde el siguiente mensaje: «Amplíe inmediatamente sus operaciones para abarcar la guerra civil española. Movilice a todos los agentes y todos los medios disponibles para crear rápidamente un sistema de transporte de armas a España 10». Pero como también había que vigilar «el buen uso» que se hiciera de ellas, Stalin ordenó a Iagoda, por entonces jefe del NKVD, que instalara una red en España. El 14 de septiembre Iagoda convocó una conferencia de urgencia en la Lubianka, sede de la policía secreta política de Moscú —y todavía hoy, prisión famosa—. Durante esta conferencia se nombró a un oficial veterano de la NVKD para que dirigiera las redes en España; era Nikolsky, que operó con el nombre de Orlov. En esa época se estaba perfilando un importante movimiento de solidaridad que se concretizó en la partida de voluntarios para España. Algunos de éstos no eran ni mucho menos comunistas estalinistas (ni tan siquiera comunistas) y su contacto con la realidad revolucionaria de España (así como la experiencia que algunos tenían de la dictadura estalinista) representaba un peligro político para el estalinismo. Los agentes de la NKVD debían hacer que reinase el orden entre estos voluntarios. Por lo tanto tenían que infiltrarse y controlar a las «Brigadas Internacionales» con un doble fin: el de capitalizar su valor en el combate (que muchas veces fue real) Únicamente en provecho del estalinismo y el de liquidar a todos sus oponentes reales o «potenciales». Algunos de estos hombres, como André Marty, secundaron con tal eficacia a la NKVD en esta segunda labor que aquél se ganó el sobrenombre de «carnicero de Albacete».

10. W. Krivitsky, Agente de Stalin (ed. original: In Staline's Secret Service, New York, Harper Brothers, 1939).

Pero la ayuda militar de la URSS no era gratuita. Como es sabido, la República había pagado las armas por adelantado y con oro. El oro del Banco de España fue embarcado, el 25 de octubre de 1936, en Cartagena con destino a Odessa. Esta operación la dirigió Negrín, entonces Ministro de Finanzas, de acuerdo con sus colegas del Gobierno republicano. La cantidad exacta representada por ese oro ha sido muy discutida, pero se ha indicado que podían ser unos 510 millones de pesetas, aproximadamente. Tampoco conocemos la cantidad exacta de armas que enviaron los soviéticos. Según un documento del Departamento de Estado americano citado por Cattell y recogido por Broué y Temime: «El 25 de marzo de 1937, de 460 aparatos republicanos había 200 aviones de caza, 150 bombarderos y 70 aviones de reconocimiento rusos. Eran, sobre todo, bombarderos Katiuska y cazas I.15 e I.16, superiores a los primeros aparatos alemanes, pero muy inferiores a los Messerschmidt. Casi todos los tanques eran igualmente de origen ruso: los carros de 12 y 18 toneladas eran rápidos y estaban bien armados 11».

11. Broué y Temime, Op. cit., pág. 341.

Gran parte del material comprado con el oro español era —según los testimonios del Presidente vasco Aguirre y también según el propio Krivitsky— un material envejecido y muchas veces inutilizable, que «databa de la guerra de Crimea» dijo Aguirre. Como la URSS formaba parte del Comité de No-Intervención, la IC y la NKVD, crearon toda una serie de sociedades para comprar y transportar armas a la zona republicana y así quitar responsabilidades al gobierno soviético (que en cambio no soltó ni un gramo del oro recibido).

«...En casi toda Europa, en París, Londres, Amsterdam, Zurich, se habían creado empresas controladas por Moscú cuya misión era la de proporcionarnos armas como si se tratase de un comercio normal de país a país. Naturalmente, estos negocios se montaban con el dinero del Estado español. Aunque ya no dependiésemos exclusivamente del avituallamiento ruso, seguíamos encadenados a Moscú porque todas esas oficinas de compra las controlaban hombres del Kremlin que siempre podían aumentar o disminuir las expediciones, vinieran de donde vinieran, a su antojo.»

Hemos visto que Krivitsky se encargó personalmente de dichas oficinas de compra cuyos principales beneficiarios fueron algunos partidos comunistas:

«El PC francés, entre otros, adquirió una flotilla de 12 barcos mercantes que surcaban los mares por cuenta de la compañía marítima “France-Navigation”, compró la “Casa del Partido”, automóviles para sus dirigentes, creó periódicos como “Ce Soir”, todo eso con los fondos para la “compra de armas” que Negrín había depositado en manos de los dirigentes comunistas franceses, fondos que, según Prieto, alcanzaron la suma de dos millones y medio de francos 12».

12. J. Hernández, La grande trahison, Ed. Fasquelle 1953, páginas 47-48.

A la URSS, para su sutil juego diplomático no le interesaba una rápida victoria de los militares franquistas y de sus aliados nazis y fascistas. Eso habría podido reforzar demasiado el campo fascista en Europa, habría asustado a las democracias occidentales y podría hacer que se aislara a la URSS. Pero tampoco le interesaba una victoria demasiado rápida de los republicanos, dada la importancia que tenían las fuerzas revolucionarias españolas al principio de la guerra civil, importancia, que en caso de victoria quedaría centuplicada pudiendo culminar en una revolución social no controlada (por nadie) que habría molestado —o que podría molestar— al juego diplomático de la URSS y de las demás potencias. Las consecuencias posibles de esa revolución asustaban, naturalmente, a todos los gobiernos. Era preciso que al mismo tiempo que se aplastaban todas las fuerzas revolucionarias, la República pudiese defenderse y que en caso de vencer lo hiciese bajo el aspecto de la más moderada de las repúblicas, reconocida como tal por las democracias occidentales y llena de agradecimiento hacia la URSS. Tampoco había que descartar las posibilidad de un compromiso entre ambas partes.

Las primeras armas rusas llegaron a España el 28 de octubre de 1936. Fueron confiadas inmediatamente al PCE y se utilizaron para la defensa de Madrid, que estaba prácticamente rodeada por las tropas franquistas. Nada más llegar las armas, subió el tono de los comunistas y de los consejeros soviéticos. Daban órdenes, exigían y eran escuchados. El chantaje funcionó casi siempre: «Obedeced, o no tendréis más armas». En Madrid, por ejemplo, los estalinistas opusieron un veto absoluto a la presencia de delegados del POUM en la Junta de Defensa, que teóricamente estaba formada por todas las organizaciones antifascistas. Y aunque todas ellas, excepto el PCE, en un principio habían aceptado la presencia de los delegados del POUM, estos, Gorkin y Andrade, tuvieron que volver a Barcelona sin haber obtenido satisfacción. Publicaron entonces en «La Batalla», el órgano del POUM, un artículo donde contaban lo sucedido. Antonov-Ovsenko, el cónsul general de la URSS en Barcelona, les respondió al día siguiente con una nota a la prensa en la que denunciaba «los manejos fascistas del POUM». «Algunos días después (cuenta Gorkin) tuve ocasión de hablar en Valencia con algunos ministros de la República.» El ministro de Propaganda le hizo reproches amistosos: «No hay que iniciar polémicas con los rusos en estos momentos: nos proporcionan armas». «De acuerdo, le respondí, pero a cambio de esas armas, que según pienso han sido debidamente pagadas en oro, ¿vamos a permitir que Stalin nos dicte su voluntad desde Moscú? Me parece que no se dan ustedes cuenta del peligro que representa el estalinismo y la política que quiere aplicar en España. A Stalin no le interesa nada el pueblo español, todo lo supedita a las necesidades de su política exterior.» Comunique al subsecretario del ministro mi convencimiento de que el estalinismo preparaba nuestra eliminación física. Añadí: «Y tengan cuidado, que después de nosotros les tocará a todos los que no acepten su dictadura». Entonces me confesó: «Están instalados en todas partes, intervienen en todo. Al mismo Presidente de la República le preocupa mucho lo que digan y hagan. Pero ¿cómo reaccionar? Ellos son los que nos proporcionan armas». 13 Añadamos tan sólo que precisamente por eso las proporcionaban.

13. Julián Gorkin. Caníbales políticos, Ed. Quetzal, México, 1941, pág. 91.

De esta manera, los comunistas empezaron a utilizar al máximo la postura de fuerza que les proporcionaba la ayuda soviética y a justificar todos los temores de Gorkin, hasta llegar a la «eliminación física» de la oposición revolucionaria. Krivitsky escribe: «Si Stalin quería convertir a España en un peón en su juego para conseguir una alianza sólida con Francia y Gran Bretaña, tenía que eliminar toda oposición en la España republicana. El bastión de dicha oposición era Cataluña. Stalin había decidido sostener con hombres y con material solamente a los grupos que estuviesen dispuestos a aceptar sin reservas su dirección. Estaba dispuesto a no permitir que los catalanes tocasen nuestros aviones, con los que hubiesen podido obtener un éxito militar que habría aumentado su prestigio y su poder político en las filas republicanas 14».

14. Krivitsky, Op. cit., pág. 196.

Antes de enviar las armas, los soviéticos habían insistido mucho en que se realizase la restauración plena y total del poder central en la zona republicana. El embajador de Moscú en Madrid, Rosenberg, multiplicó sus gestiones en pro de la liquidación de las experiencias revolucionarias y de la autonomía de los comités obreros y para la instalación de un gobierno fuerte. En ese momento, un gobierno de ese tipo podía estar orientado «a la izquierda», si no, las masas le hubieran concedido tan poco crédito como al Gobierno Giral. Por lo tanto, el 4 de septiembre se creó un gobierno de Frente Popular en Madrid. Estuvo presidido por Largo Caballero, que también se reservó la cartera de Guerra y que declaró que se consideraba «el representante directo de todas las fuerzas que luchan en los diferentes frentes por el mantenimiento de la República democrática». En efecto, el nuevo gobierno estaba compuesto por representantes de todas las organizaciones y partidos antifascistas, excepto la CNT-FAI, que no entró a formar parte del Gobierno hasta el 4 de noviembre, pero que a pesar de ello hasta ese momento le prestaba todo su apoyo.

A pesar de su relativa incoherencia, Largo Caballero defendía una línea política mucho más a la izquierda que lo que les podía gustar a los estalinistas de todas las nacionalidades. Naturalmente era sensible a la necesidad de armamento y estaba dispuesto a hacer concesiones para conseguirlo, pero a veces se mostraba reticente e incluso abiertamente hostil ante los «consejos» de los soviéticos. Por ello, Stalin en persona, con su más bello estilo, le escribió una carta personal, convencido sin duda de que el tribuno obrero iba a derretirse al recibirla:

«Habría que atraer al Gobierno —escribe Stalin— a la pequeña y media burguesía urbana o, en todo caso, proporcionarle los medios de tomar una postura neutral favorable al Gobierno, protegiéndola de cualquier intento de confiscación y garantizándole la libertad de comercio ( ... ) No hay que alejar a los dirigentes de los partidos republicanos, sino por el contrario, hay que atraerlos, acercarse a ellos y asociarles al esfuerzo común del Gobierno. En particular, es necesario garantizar al Gobierno el apoyo de Azaña (el Presidente de la República [C. S.-M.]) y de su grupo y hacer todo lo posible para impedir sus vacilaciones. También es necesario para que los enemigos de España no vean en ella una república comunista y prevenir así su intervención abierta, lo que constituye el peligro más grave para la España republicana. Se podría buscar la ocasión de declarar en la prensa que el Gobierno de España no tolerará que nadie; sea quien sea, atente contra la propiedad y contra los legítimos intereses de los extranjeros en España, de los ciudadanos de los países que no apoyan a los fascistas. 15»

15. In Guerra y revolución en España, t. II, pág.s 101-102.

He aquí, con un estilo de cura de pueblo, el programa que Stalin expuso a las fuerzas antifascistas españolas a cambio de la ayuda militar. Por una vez Trotsky no se equívoca cuando observa:

«Este chantaje no sólo les ha servido de coartada para su política contrarrevolucionaria a los republicanos, sino también a los socialistas e incluso a los anarquistas, que justificaron así su colaboración con el Gobierno exigida por los estalinistas. ( ... ) Stalin, con sus armas y su ultimátum contrarrevolucionario, fue para todos esos grupos el salvador. Les garantizaba aquello que deseaban: la victoria militar sobre Franco, liberándoles al mismo tiempo de toda responsabilidad sobre la marcha de la revolución. Se han precipitado a esconder sus máscaras socialistas y anarquistas, esperando poder utilizarlas de nuevo cuando Moscú restableciera para ellos la democracia burguesa. Para colmo de comodidades, esos señores podían justificar su traición al proletariado por la necesidad de la alianza militar con Stalin. Por su parte, Stalin justificaba su política contrarrevolucionaria por la necesidad de la alianza con la burguesía republicana. 16»

16. L. Trotsky, Ecrits, Ed. IV Internacional, t. II, páginas 538-539.

Todos los estalinistas, españoles o no, «políticos», «militares» o «policíacos» van a aplicar la línea contrarrevolucionaria definida por el Kremlin con brutal eficacia. Señalemos de paso que la inmensa mayoría de técnicos de todo tipo, agentes secretos, consejeros militares y demás (de los que mencionaremos algunos en este libro, pero que eran miles) serían ejecutados al volver a la URSS. Era el método habitual de la justicia estalinista: proceder periódicamente a la ejecución de sus ejecutores.

Por supuesto, el PCE era quien iba a realizar «el trabajo más duro». Ayudados por consejeros militares, políticos y policías de la IC y de la NKVD, se esforzaron, no sin éxito, en modificar en la dirección deseada la política gubernamental —y la de los partidos del Frente Popular—, en militarizar las milicias, en defender la propiedad privada, en restaurar el poder del Estado centralizado, en una palabra, en frenar la revolución en marcha. También estuvieron encargados de demostrar teóricamente a las masas que esa política contrarrevolucionaria era la única política revolucionaria posible en esa «etapa de la lucha». En este aspecto fueron ayudados por los delegados de la IC, sobre todo por Ercoli-Togliatti y Codovila.

Así, un dirigente comunista dijo en marzo de 1937, al hablar de esa «manía de socializar e incautar»: «¿Por qué los trabajadores han caído en ese error? En primer lugar por desconocimiento del momento político en que vivimos, que les ha hecho creer que estábamos en plena revolución social 17». Lo absurdo de la mentira burocrática alcanza aquí sus más bellas cimas: los trabajadores creen vivir una revolución social —hasta el extremo de que la hacen— pero felizmente el «partido de los trabajadores» está ahí para desengañarles, incluso con las armas en la mano si es preciso. El Partido es el propietario de la revolución y decide, en contra de las masas, en contra de los hechos, en contra de la misma revolución, que lo que está en la orden del día es... ¡la revolución burguesa! Así lo explica Dolores Ibarruri en el diario comunista «Mundo Obrero» del 30 de julio:

17. «Frente Rojo» (30 de marzo de 1937).

«Es la revolución democrática-burguesa que en otros países, como en Francia, se desarrolló hace más de un siglo, lo que se está realizando en nuestro país, y nosotros, comunistas, somos los luchadores de vanguardia en esta lucha contra las fuerzas que representan el oscurantismo de tiempos pasados ( ... ) En estas horas históricas, el Partido Comunista, fiel a sus principios revolucionarios, respetuoso con la voluntad del pueblo, se coloca al lado del Gobierno que es la expresión de esa voluntad, al lado de la República, al lado de la democracia. 18»

18. Discurso del 25 de mayo de 1937, citado por B. Bolloten, Op. cit., pág. 92.


 

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