El
papel de las democracias occidentales, Francia y Gran Bretaña particularmente,
en la guerra civil española, es relativamente bien conocido. Se conocen la
indecisión de Blum, la política de no intervención y sus consecuencias,
la falsa neutralidad de los conservadores británicos, entonces en el poder, que
se inclinaban cada vez más hacia los franquistas, etc. El apoyo material de la
Alemania nazi y de la Italia fascista está en la mente de todos —aunque
muchas veces se exagere su importancia, atribuyendo a la ayuda militar de dichos
países la única o casi la única responsabilidad de la derrota de los «republicanos»
y así no tener que hablar de los errores de estos últimos. Pero, por el
contrario, el papel de la URSS ha sido mucho más controvertido, cosa que, a fin
de cuentas, es normal porque pasa lo mismo con todo lo que se relacione con la
«gran mentira estalinista».
La
guerra de España todavía forma parte de la buena leyenda comunista. El «Epinal»
estalinista habla hasta la saciedad de la «ayuda desinteresada del gran pueblo
hermano», de las brigadas internacionales, de los prestigiosos jefes militares,
comunistas todos ellos, evidentemente, españoles o extranjeros.
Los nuevos peregrinos en busca de un «socialismo con rostro humano», como Arthur London1 o Charles Tillon, han reivindicado en voz muy alta no sólo su participación personal en el conflicto, sino también la participación de los comunistas (IC, PCE, URSS inclusive) como una página gloriosa de su historia, que sería la justificación (entre otras muchas, por supuesto, pero ésta es especialmente importante) de sus treinta años —o más— de estalinismo incondicional. Este argumento, polémico y jesuítico a la vez, permite oponer la leyenda dorada, heroica del comunismo, de la que la guerra de España es, según ellos, uno de los más hermosos ornatos, a la «oscuridad» de los campos de exterminio, de las cárceles, de las torturas, de los procesos pre‑fabricados, en una palabra, del terror estalinista. La rentabilidad de este tipo de actitud es segura: se opone lo «bueno» a lo «malo» de la tradición comunista para hacer notar que lo «bueno» es más importante y para justificar así al estalinismo, como período histórico necesario; y al mismo tiempo para justificarse a sí mismos. En política hay que salir a flote como se pueda.
1.
Arthur London, después de haber
salido de la cárcel en Praga (véase La Confesión), escribió
un libro sobre la guerra de España titulado ¡España! ¡España!
(traducción española, Ed. Artís, Praga, 1965), donde recoge con delectación todas las mentiras de la propaganda estalinista: POUM:
espías fascistas; anarquistas: locos o saboteadores, etc. Está todo. (Se
recomienda la lectura simultánea de ¡España!
¡España! y La Confesión, para el estudio de la psicopatología
estalinista.)
Pero
el éxito de este tipo de operación implica una ignorancia absoluta de los
acontecimientos, porque en ninguna otra parte la acción del aparato comunista
internacional ha sido tan abiertamente contrarrevolucionaria como en España; en
ninguna otra parte, fuera de los llamados países «socialistas», la represión
policíaca estalinista ha desempeñado un papel tan considerable, ni ha gozado
de tanta libertad de acción. Los «crímenes del estalinismo» durante la
guerra civil española llenarían varios volúmenes. No es esto lo que me
propongo hacer, pero hay que hablar de ello porque el papel de la URSS (y de los
comunistas españoles) ha sido definitivo en el aplastamiento de la experiencia
revolucionaria catalana.
Para
mí, dicho sea de paso, no existe contradicción alguna entre la política
contrarrevolucionaria de la URSS hacia España y su «naturaleza social».
Tampoco tiene nada de escandaloso a pesar de lo que han dicho y de lo que dirán
muchos comunistas «de izquierda», trotskistas o no —empeñados
obstinadamente en clarificar la «lección de Octubre»—:
al ser el sistema social «soviético» uno de los más reaccionarios del mundo
(opresor, policíaco, rígidamente jerarquizado) habría sido, como poco,
asombroso, que hubiese ayudado a la Revolución española en vez de servir a sus
intereses de «gran potencia».
En
enero de 1933 Hitler tomó el poder en Alemania; el 21 de octubre de 1933
Alemania notificó su dimisión de la SDN. Ante la escalada de las potencias bélicas,
la postura de la URSS fue en un principio de expectación. Si Hitler era fiel a
los términos del tratado de Rapallo, Stalin estaba dispuesto a entenderse con
él; como se entendía con Mussolini, el único jefe de Estado extranjero que
nunca fue atacado personalmente por la prensa soviética de la época y con
quien, Litvinov, el entonces comisario del pueblo para asuntos extranjeros,
declaró que mantenía «las más cordiales relaciones».
Los
«Isveztia» del 4 de marzo de 1933 declararon «que la URSS era el único país
que no tenía sentimientos hostiles hacia Alemania, cualquiera que fuese la
forma y composición de su gobierno». A finales de 1933 «Pravda» escribía
también que la clase obrera no tenía porqué hacer distinciones entre Estados
fascistas y Estados pseudodemocráticos. Pero los Estados fascistas se encargarían
por sí mismos de hacer esa distinción y, el 28 de diciembre de 1933, Molotov,
en la sesión del Comité Central ejecutivo
sobre asuntos extranjeros, lamentó que durante el año transcurrido «algunos
grupos directivos de Alemania hubiesen intentado revisar las relaciones de dicho
país con la URSS». No obstante, reafirmó que «la URSS, por su parte, no
tiene motivo alguno para modificar su política hacia Alemania».2
2.
Jane Degros, in Soviet Documents and foreing Policy, volumen editado por el
«Royal Institute of Iternational Affairs»
Cuando
quedó demostrado que de momento no había perspectivas de mejorar las
relaciones con la Alemania
nazi (tales perspectivas surgirían más adelante y
la URSS se precipitaría a firmar el pacto germano‑soviético en 1939),
Stalin decidió consolidar sus relaciones con las demás potencias occidentales.
A finales de 1933 la URSS había obtenido ya el reconocimiento de
jure de los Estados Unidos. Las negociaciones con Francia, iniciadas
en la primavera de 1933, la llevaron a entrar en la SDN, con sede permanente en
el Consejo, el 18 de septiembre de 1934. Después de que Alemania se hubiera
marchado de esta organización —antepasado de
la ONU—, así como Italia y Japón, la URSS
pretendió transformar aquello que hasta ayer mismo era todavía «una liga de
forajidos imperialistas en defensa del tratado de bandidaje de Versalles», en
un elemento eficaz para su diplomacia. Las negociaciones con Francia culminaron
además en la firma de un tratado franco‑soviético de «ayuda, mutua en
caso de agresión no provocada de un Estado europeo». El tratado fue firmado en
París, el 2 de mayo de 1935. Según el «Petit Parisien» de 20 de junio de
1935, «el presidente del Consejo, M. Laval, puntualizó que se había incluido
el párrafo relativo a la política de defensa nacional del Gobierno francés
por iniciativa de Stalin».
Stalin
había conseguido imponer en la URSS y en la Internacional Comunista el período
«autárquico» de su política: prioridad absoluta al refuerzo del potencial
económico e industrial de Rusia y, en el exterior, una política de alianzas
con quien fuese, para garantizar su
tranquilidad, y esto también con el mismo fin. En resumen, ayer como hoy, ya se
trate del pacto con Laval o del pacto germano‑soviético, ya se trate de
España o de Checoslovaquia, etc., la política exterior soviética siempre ha
intentado defender los intereses de gran potencia de la URSS en detrimento de
cualquiera si fuese necesario y según una de las más retrógradas tradiciones
diplomáticas de los grandes Estados imperialistas.
Si
bien hoy algunos partidos comunistas hacen muecas ante algunas intervenciones
demasiado abiertamente imperialistas de la URSS —y
todo para intentar complacer a sus colegas de la clase política—
ayer, «la armada mundial del proletariado» obedecía con disciplina y seguía
con gran ímpetu todos los zigs‑zags de la política exterior soviética
y, como la URSS jugaba la baza de la alianza con las democracias occidentales «contra
el fascismo», los PC le seguían, como iban a seguirla a raíz del giro
provocado por el pacto germano‑soviético de 1939.
La
teoría del «socialismo en un solo país», coartada ideológica del
neo‑nacionalismo de la burocracia rusa, había triunfado en el VI Congreso
de la IC, que proclamó en sus resoluciones: « ... el proletariado
internacional, cuya única patria es la URSS, la fortaleza de sus conquistas, el
factor esencial de su liberación internacional, tiene el deber de contribuir al
éxito del socialismo en la URSS y de defenderla por todos los medios de los
ataques de las potencias imperialistas».3
3. Documentos del VII Congreso de la IC, citados por Fernando Claudín,
La Crisis del Movimiento Comunista, Ed.
Ruedo Ibérico, París, 1970.
Este
lenguaje de Señor que se dirige a sus vasallos, se consolidaría a raíz del
VII Congreso de la IC, iniciado en Moscú el 25 de julio de 1935. La URSS, es, más
que nunca: «el factor más importante de la historia del mundo».4
4. Ibid.
Durante
este congreso se iba a formular teóricamente la política de alianzas
internacionales y nacionales del «frente popular» y del «antifascismo»,
dejando de lado los oropeles «izquierdistas», las consignas como «clase
contra clase» y la crítica del «social‑fascismo». Dicha teorización
exigía que se mantuviese una etiqueta revolucionaria para la política del
Frente Popular y de la defensa de la democracia burguesa. Dimitrov declaró: «Hace
quince años, Lenin nos recomendaba “buscar formas de transición
o de acercamiento a la revolución
proletaria”. Parece que en muchos países el gobierno
de frente popular demostró
ser una de las formas de transición más importantes».5
En
sus resoluciones finales, el VII Congreso convocó a los partidos comunistas
para luchar por la formación de un «amplio frente popular con las masas
trabajadoras que todavía estaban alejadas del comunismo pero que, a pesar de
todo, podían unirse a nosotros en su lucha contra el fascismo».
En
España, el Frente Popular había ganado las elecciones de febrero de 1936 y en
plena expansión de la política «frentepopulista» estalló la crisis
revolucionaria de julio de 1936. Esta revolución rebasaba ampliamente el marco
antifascista y parlamentario del tipo Frente Popular; en realidad, rebasaba
todos los marcos, todos los programas y todas las previsiones, como ocurre con
todas las revoluciones de verdad. Pero como, la Revolución española contradecía
los intereses de la URSS —lo cual era lógico—,
el aparato comunista hizo lo posible por contenerla y así ahogarla. En este
sentido, las tribulaciones del Partido Comunista español son bastante cómicas:
en abril de 1931, cuando, según la historia oficial, el partido apenas contaba
con 800 militantes, los dirigentes comunistas acogieron la instauración de la
República con el grito de «¡Todo el poder para los Soviets»! ¡Abajo la República
burguesa!». En el Congreso de 1932, la dirección de Bullejos fue excluida por
haber lanzado la consigna «oportunista» de defender la República contra el
pronunciamiento del general Sanjurjo (pronunciamiento que fracasó, pero
Sanjurjo se unió a Franco y a Mola a la cabeza del putsch de julio de 1936).
Pero cuando el movimiento de masas se radicalizó efectivamente y cuando
la insurrección de Asturias en octubre de 1934 hubo demostrado la fuerza de la
corriente revolucionaria en el país, entonces, los dirigentes comunistas,
obedeciendo a las consignas de la IC, decideron que la Revolución española no
era socialista sino simplemente democrático-burguesa.
5. George Dimitrov, Oeuvres
choisies, Ed.
Sociales, París, pág. 102.
Cuando,
después de la victoria del Frente Popular en las elecciones de febrero y ante
la presión revolucionaria de las masas, Largo Caballero, líder del ala
izquierda del Partido Socialista y de la UGT, propuso la formación de un «gobierno
obrero» del que quedarían excluidos los republicanos, el PC se opuso. José Díaz,
el secretario general, escribió en el órgano de la Komintern: «Debemos luchar
contra todo tipo de manifestación de impaciencia exagerada y contra toda
tentativa de que se rompa el Frente Popular prematuramente. El Frente Popular
debe continuar. Todavía nos queda mucho camino por recorrer junto a los
republicanos de izquierda». En realidad, de lo que se trataba era de frenar el
movimiento de masas que se inclinaba cada vez más «a la izquierda», de
retenerle en los límites del antifascismo, es decir, de la alianza con la
burguesía liberal; también se trataba de reforzar la influencia del PC, que
hasta ese momento era sólo un pequeño partido, dentro de las organizaciones
obreras. Con el consentimiento de Largo Caballero, el PC disolvió la CGTU, su
sindicato afiliado a la Internacional Sindical Roja, e «invitó» a sus
miembros a adherirse a la UGT. No se trataba de una fusión propiamente dicha,
dado el raquitismo del sindicato comunista. Pero en algunas regiones, en Cataluña
sobre todo, los estalinistas se procuraron algo más tarde el control de la
sección catalana de la UGT. Otra operación que resultaba más inmediatamente
rentable para el PC: la fusión de las juventudes comunistas y socialistas, que
tenían respectivamente 3.000 y 50.000 miembros en el seno de la Juventud
Socialista Unificada. A pesar de su posición minoritaria, los estalinistas
consiguieron rápidamente el control casi total de la organización de Juventud
Unificada, a la que convirtieron en un instrumento eficaz de su política
durante la guerra civil. Pero sus ambiciones eran todavía más vastas y
quisieron realizar la misma operación
con los partidos comunista y socialista. Sus negociaciones a este
respecto
con el ala izquierda del Partido Socialista (tendencia de
Largo Caballero) llegaron a estar bastante avanzadas, pero el proyecto fracasó
(excepto en Cataluña) no tanto por su subordinación a la URSS —país que
gozaba entonces de gran prestigio en amplios sectores socialistas de
izquierda— como por su concepción del Frente Popular y de la etapa «democrática»
en la que querían encerrar a la potente lucha de las masas «para que cambiaran
las cosas». Sus concepciones sobre política interior, estaban mucho más próximas,
eran casi idénticas, a las de los socialistas de derecha —tendencia Indalecio
Prieto— quienes, en cambio, no querían ni oír hablar de fusión con los
estalinistas. Esta contradicción no llegó a resolverse, y durante la guerra
civil los estalinistas se asociaron a los socialistas de derechas y a los
republicanos para luchar contra todas las corrientes revolucionarias, ya fuesen
socialistas, anarquistas o poumistas.
Desde
«¡Todo el poder para los Soviets!» de 1931 hasta la «lucha en defensa de la
República democrática» de 1936 —y todo lo demás—, los virajes del PCE no
sólo eran debidos a su subordinación a Stalin vía la IV; había otros motivos
que también tenían su influencia. Desde este punto de vista, seria absurdo no
tener en cuenta la lógica interna de toda organización de este tipo, que en
1931 no era más que un «grupúsculo» sectario, que vivía en un «otro lugar»,
por así decirlo, revolucionario (la URSS ayer, la China hoy), que se
identificaba tanto con ese «otro lugar» que hasta repetía mecánicamente sus
«consignas», que despreciaba las mediaciones porque no tenia ninguna
influencia sobre ellas, etc. En pocos años, gracias a una habilidad maniobrera
muy acertada para utilizar el contexto de Frente Popular, penetró en el terreno
del puego político clásico, vio cómo sus electores primero existían y después
aumentaban, entró en el Parlamento y pasó de la vida cavernícola de las
sectas a las mesas redondas de las combinaciones políticas, donde, aunque
minoritario al principio, consiguió bastante deprisa (en el caso del PCE)
marcarse algunos tantos. Se trata de un proceso clásico dentro del movimiento
obrero y siempre actual. Den diez diputados a la Liga Comunista, en Francia, por
ejemplo, ¡y verán ustedes los resultados!
La
política extranjera de la URSS estaba condicionada en este período por el
deseo de Stalin de impedir que Gran Bretaña y Francia se entendiesen con HitIer
a sus espaldas. Ante esta posibilidad, los partidos comunistas occidentales iban
a intentar convertirse en los mejores defensores del orden burgués republicano.
En Francia, rompiendo el poderoso movimiento de ocupación de las fábricas de
mayo-junio de 1936 (ocasión en la que Maurice Thorez se distinguió por su
famosa consigna «empresarial»: «¡Hay que saber acabar una huelga!»). En
España, aunque no pudieron impedir que la ola de huelgas culminara en la guerra
civil revolucionaria, los estalinistas lucharon encarnizadamente para «que se
acabe de una vez con las tentativas de los sindicatos y de los comités de poner
en práctica el socialismo», como declaró en mayo de 1937, con un maravilloso
e involuntario sentido del humor, Jesús Hernández, por aquel entonces
dirigente del PCE. 6
6.
Citado por B. Bolloten, Op. cit.
La
ayuda de la URSS a la República Española
Broué
y Temime ven tres fases en la actitud soviética respecto a la guerra de España:
«—primero,
una posición de neutralidad de hecho, acompañada de ostensibles testimonios de
simpatía y de solidaridad,
—
a partir de octubre de 1936, un considerable esfuerzo de ayuda militar que
correspondió a una toma de posición vigorosa en favor de la República en el
Comité de no-intervención.
—
por último, a partir del verano de 1938, una disminución progresiva de la
ayuda militar que culminó en el abandono total de la República
7».
7.
Broué y Temime, Op. cit., pág. 338.
Estas
tres etapas son lógicas en el contexto de la diplomacia soviética: primero,
expectativa ante una revolución imprevista e inoportuna que parece que estaba,
si no, dominada, al menos sí ampliamente influenciada por los anarquistas;
expectativa también, por conocer las reacciones de Francia y Gran Bretaña.
Seguidamente, ayuda, pero una ayuda destinada no al triunfo de la revolución
sino a su aplastamiento; ayuda que le permitía tener una gran influencia política
utilizada hábilmente en un sentido contrarrevolucionario. Por último, abandono
no sólo de una «causa perdida», sino también a causa de una inversión en
las alianzas, del nuevo giro de la diplomacia soviética que culminó en el
pacto germano-soviético.
Fernando
Claudín, antiguo dirigente del PCE, critica en su libro —en este mismo
sentido aunque de un modo algo más comedido— la postura de la URSS:
«La
URSS no podía eludir su deber de solidaridad activa con el pueblo español en
armas, so pena de desacreditarse ante el proletariado mundial. Este deber
coincidía, por un lado, con la orientación anti-hitleriana de la política
exterior soviética en ese período. Pero por otro lado entraba en conflicto con
las modalidades, digamos tácticas, de dicha orientación. A este nivel, el
objetivo número uno de la política soviética era consolidar la alianza
militar con Francia y llegar a un entendimiento con Inglaterra. Pero ni la
Francia burguesa de Blum, ni la Inglaterra conservadora de Chamberlain, podían
admitir la victoria de la revolución proletaria en España. Contribuir a su
victoria significaba, para el Gobierno soviético, ir a la ruptura con ambas
potencias. La única posibilidad aparente de conciliar la “ayuda a España”
con los citados objetivos de la política exterior soviética era que el
proletariado hispano no fuera mas allá de lo que, en último extremo, podía
ser admisible para la burguesía francoinglesa. Y lo más que ésta podía
aceptar es que en España existiese una República parlamentaria. democrática,
antifascista, frentepopulista incluso, todo a la izquirda que se quiera, pero...
¡burguesa! ¡sobre todo burguesa! 8»
8.
Fernando Claudín, Op. cit., pág. 180.
Por
mi parte, no creo que el miedo a desacreditarse ante el «proletariado mundial»
haya tenido tanto peso en las decisiones de los dirigentes estalinistas. En
efecto, ¿acaso Moscú no abandonó toda su estrategia antihitleriana y firmó
el pacto germano-soviético (con los «asesinos de la República española»),
apenas terminada la guerra de España, realizando así una inversión total de
sus alianzas, sin temer, según parece, que su nueva alianza con los «peores
enemigos del proletariado mundial y de toda la humanidad progresista» le
desacreditase ante nadie?
La
ayuda de la URSS a España obedecía a motivos más sutiles que el miedo a
desacreditarse ante el «proletariado mundial» —digamos más bien ante el
movimiento comunista— que ya estaba acostumbrado a tragarse todo sin
protestar, aun cuando los estalinistas hayan utilizado esa «ayuda» (hablando
claro: la venta de armas a alto precio a la República) para su propaganda.
Para
mí, el objetivo esencial era la posibilidad que se les ofrecía de controlar la
política del Gobierno republicano, primero para sofocar la revolución, pero
también para utilizarla como una pieza más en el tablero diplomático europeo,
como eventual moneda de cambio —sin que por ello, evidentemente, tuviese que
romper con los gobiernos francés e inglés. También podían presentarse como
los mejores defensores de la República española, legal y moderada, frente al
fascismo, etc. Esta táctica ofrecía numerosas posibilidades a la diplomacia
soviética, lo que no quiere decir que haya triunfado plenamente.
También
ofrecía posibilidades en el plano interno y en el plano político (aunque sólo
fuese para correr un tupido velo sobre las dificultades de todo tipo y sobre la
oleada ascendente de los procesos a la vieja guardia bolchevique y las
deportaciones en masa).
La
primera decisión del Gobierno soviético fue la de anunciar, el 3 de agosto de
1936, que se deduciría el 1 % de los salarios mensuales de los obreros y
empleados que trabajaban en las fábricas y oficinas del Estado, en concepto de
ayuda a la República española. Por supuesto a España no llegó ni un céntimo.
Por todo el país se organizaron movimientos de solidaridad pidiendo a los
trabajadores que se apretasen un poco más el cinturón y que aumentaran la
producción «para España», cosa que era un buen tema de agit-prop para
aumentar el esfuerzo de industrialización. Se presentaron algunos voluntarios
ante las organizaciones del Partido para luchar en España, conmovidos sin duda
por el reclamo publicitario. Fueron detenidos y deportados a Siberia, como
observa Victor Serge en sus Memorias. Y cuando fue creado el Comité de
No-Intervención, la URSS se asoció inmediatamente, siempre para complacer a
los franceses y a los ingleses.
Jesús
Hernández, antiguo dirigente del Partido Comunista Español y ministro
republicano durante la guerra civil, cuenta en su libro La Gran Traición:
«...
Cuando todavía sonaban en los oídos del mundo aquellas palabras de Stalin que
nos habían parecido tan hermosas: “La causa del pueblo español no es un
asunto privado de los españoles, es la causa de toda la humanidad avanzada y
progresista”, el Kremlin respondía al Gobierno francés, que le había
preguntado cuál sería el comportamiento de la Unión Soviética en el caso de
que Francia se viese amenazada por haber ayudado al Gobierno de Madrid: “El
pacto franco-soviético de 1935 nos obliga a una ayuda recíproca en el caso de
que uno de nuestros países fuese atacado por otra potencia, pero no en el caso
de guerra causada por la intervención de uno de nosotros en los asuntos de otra
nación
9”.»
9.
J. Hernández, La grande trahison, Ed. Fasquelle, París, 1953, pág. 34.
No
es improbable que la prudente actitud de la URSS (así como de Gran Bretaña)
haya contribuido en gran medida a las tergiversaciones del gobierno Blum.
A
principios del mes de septiembre de 1936 se celebró en Moscú una reunión
extraordinaria del Politburó durante la cual Stalin anunció su decisión de
ayudar a la España republicana en su lucha contra Franco. W. G. Krivitsky, que
en aquella época era el jefe del espionaje militar soviético en Europa
occidental cuenta que recibió dos días más tarde el siguiente mensaje: «Amplíe
inmediatamente sus operaciones para abarcar la guerra civil española. Movilice
a todos los agentes y todos los medios disponibles para crear rápidamente un
sistema de transporte de armas a España
10».
Pero como también había que vigilar «el buen uso» que se hiciera de ellas,
Stalin ordenó a Iagoda, por entonces jefe del NKVD, que instalara una red en
España. El 14 de septiembre Iagoda convocó una conferencia de urgencia en la
Lubianka, sede de la policía secreta política de Moscú —y todavía hoy,
prisión famosa—. Durante esta conferencia se nombró a un oficial veterano de
la NVKD para que dirigiera las redes en España; era Nikolsky, que operó con el
nombre de Orlov. En esa época se estaba perfilando un importante movimiento de
solidaridad que se concretizó en la partida de voluntarios para España.
Algunos de éstos no eran ni mucho menos comunistas estalinistas (ni tan
siquiera comunistas) y su contacto con la realidad revolucionaria de España (así
como la experiencia que algunos tenían de la dictadura estalinista)
representaba un peligro político para el estalinismo. Los agentes de la NKVD
debían hacer que reinase el orden entre estos voluntarios. Por lo tanto tenían
que infiltrarse y controlar a las «Brigadas Internacionales» con un doble fin:
el de capitalizar su valor en el combate (que muchas veces fue real) Únicamente
en provecho del estalinismo y el de liquidar a todos sus oponentes reales o «potenciales».
Algunos de estos hombres, como André Marty, secundaron con tal eficacia a la
NKVD en esta segunda labor que aquél se ganó el sobrenombre de «carnicero de
Albacete».
10.
W. Krivitsky, Agente de Stalin (ed. original: In Staline's Secret Service, New
York, Harper Brothers, 1939).
Pero
la ayuda militar de la URSS no era gratuita. Como es sabido, la República había
pagado las armas por adelantado y con oro. El oro del Banco de España fue
embarcado, el 25 de octubre de 1936, en Cartagena con destino a Odessa. Esta
operación la dirigió Negrín, entonces Ministro de Finanzas, de acuerdo con
sus colegas del Gobierno republicano. La cantidad exacta representada por ese
oro ha sido muy discutida, pero se ha indicado que podían ser unos 510 millones
de pesetas, aproximadamente. Tampoco conocemos la cantidad exacta de armas que
enviaron los soviéticos. Según un documento del Departamento de Estado
americano citado por Cattell y recogido por Broué y Temime: «El 25 de marzo de
1937, de 460 aparatos republicanos había 200 aviones de caza, 150 bombarderos y
70 aviones de reconocimiento rusos. Eran, sobre todo, bombarderos Katiuska y
cazas I.15 e I.16, superiores a los primeros aparatos alemanes, pero muy
inferiores a los Messerschmidt. Casi todos los tanques eran igualmente de origen
ruso: los carros de 12 y 18 toneladas eran rápidos y estaban bien armados
11».
11.
Broué y Temime, Op. cit., pág. 341.
Gran
parte del material comprado con el oro español era —según los testimonios
del Presidente vasco Aguirre y también según el propio Krivitsky— un
material envejecido y muchas veces inutilizable, que «databa de la guerra de
Crimea» dijo Aguirre. Como la URSS formaba parte del Comité de No-Intervención,
la IC y la NKVD, crearon toda una serie de sociedades para comprar y transportar
armas a la zona republicana y así quitar responsabilidades al gobierno soviético
(que en cambio no soltó ni un gramo del oro recibido).
«...En
casi toda Europa, en París, Londres, Amsterdam, Zurich, se habían creado
empresas controladas por Moscú cuya misión era la de proporcionarnos armas
como si se tratase de un comercio normal de país a país. Naturalmente, estos
negocios se montaban con el dinero del Estado español. Aunque ya no dependiésemos
exclusivamente del avituallamiento ruso, seguíamos encadenados a Moscú porque
todas esas oficinas de compra las controlaban hombres del Kremlin que siempre
podían aumentar o disminuir las expediciones, vinieran de donde vinieran, a su
antojo.»
Hemos
visto que Krivitsky se encargó personalmente de dichas oficinas de compra cuyos
principales beneficiarios fueron algunos partidos comunistas:
«El
PC francés, entre otros, adquirió una flotilla de 12 barcos mercantes que
surcaban los mares por cuenta de la compañía marítima
“France-Navigation”, compró la “Casa del Partido”, automóviles para
sus dirigentes, creó periódicos como “Ce Soir”, todo eso con los fondos
para la “compra de armas” que Negrín había depositado en manos de los
dirigentes comunistas franceses, fondos que, según Prieto, alcanzaron la suma
de dos millones y medio de francos
12».
12.
J. Hernández, La grande trahison, Ed. Fasquelle 1953, páginas 47-48.
A
la URSS, para su sutil juego diplomático no le interesaba una rápida victoria
de los militares franquistas y de sus aliados nazis y fascistas. Eso habría
podido reforzar demasiado el campo fascista en Europa, habría asustado a las
democracias occidentales y podría hacer que se aislara a la URSS. Pero tampoco
le interesaba una victoria demasiado rápida de los republicanos, dada la
importancia que tenían las fuerzas revolucionarias españolas al principio de
la guerra civil, importancia, que en caso de victoria quedaría centuplicada
pudiendo culminar en una revolución social no controlada (por nadie) que habría
molestado —o que podría molestar— al juego diplomático de la URSS y de las
demás potencias. Las consecuencias posibles de esa revolución asustaban,
naturalmente, a todos los gobiernos. Era preciso que al mismo tiempo que se
aplastaban todas las fuerzas revolucionarias, la República pudiese defenderse y
que en caso de vencer lo hiciese bajo el aspecto de la más moderada de las repúblicas,
reconocida como tal por las democracias occidentales y llena de agradecimiento
hacia la URSS. Tampoco había que descartar las posibilidad de un compromiso
entre ambas partes.
Las
primeras armas rusas llegaron a España el 28 de octubre de 1936. Fueron
confiadas inmediatamente al PCE y se utilizaron para la defensa de Madrid, que
estaba prácticamente rodeada por las tropas franquistas. Nada más llegar las
armas, subió el tono de los comunistas y de los consejeros soviéticos. Daban
órdenes, exigían y eran escuchados. El chantaje funcionó casi siempre: «Obedeced,
o no tendréis más armas». En Madrid, por ejemplo, los estalinistas opusieron
un veto absoluto a la presencia de delegados del POUM en la Junta de Defensa,
que teóricamente estaba formada por todas las organizaciones antifascistas. Y
aunque todas ellas, excepto el PCE, en un principio habían aceptado la
presencia de los delegados del POUM, estos, Gorkin y Andrade, tuvieron que
volver a Barcelona sin haber obtenido satisfacción. Publicaron entonces en «La
Batalla», el órgano del POUM, un artículo donde contaban lo sucedido.
Antonov-Ovsenko, el cónsul general de la URSS en Barcelona, les respondió al día
siguiente con una nota a la prensa en la que denunciaba «los manejos fascistas
del POUM». «Algunos días después (cuenta Gorkin) tuve ocasión de hablar en
Valencia con algunos ministros de la República.» El ministro de Propaganda le
hizo reproches amistosos: «No hay que iniciar polémicas con los rusos en estos
momentos: nos proporcionan armas». «De acuerdo, le respondí, pero a cambio de
esas armas, que según pienso han sido debidamente pagadas en oro, ¿vamos a
permitir que Stalin nos dicte su voluntad desde Moscú? Me parece que no se dan
ustedes cuenta del peligro que representa el estalinismo y la política que
quiere aplicar en España. A Stalin no le interesa nada el pueblo español, todo
lo supedita a las necesidades de su política exterior.» Comunique al
subsecretario del ministro mi convencimiento de que el estalinismo preparaba
nuestra eliminación física. Añadí: «Y tengan cuidado, que después de
nosotros les tocará a todos los que no acepten su dictadura». Entonces me
confesó: «Están instalados en todas partes, intervienen en todo. Al mismo
Presidente de la República le preocupa mucho lo que digan y hagan. Pero ¿cómo
reaccionar? Ellos son los que nos proporcionan armas».
13
Añadamos tan sólo que precisamente por eso las proporcionaban.
13.
Julián Gorkin. Caníbales políticos, Ed. Quetzal, México, 1941, pág. 91.
De
esta manera, los comunistas empezaron a utilizar al máximo la postura de fuerza
que les proporcionaba la ayuda soviética y a justificar todos los temores de
Gorkin, hasta llegar a la «eliminación física» de la oposición
revolucionaria. Krivitsky escribe: «Si Stalin quería convertir a España en un
peón en su juego para conseguir una alianza sólida con Francia y Gran Bretaña,
tenía que eliminar toda oposición en la España republicana. El bastión de
dicha oposición era Cataluña. Stalin había decidido sostener con hombres y
con material solamente a los grupos que estuviesen dispuestos a aceptar sin
reservas su dirección. Estaba dispuesto a no permitir que los catalanes tocasen
nuestros aviones, con los que hubiesen podido obtener un éxito militar que habría
aumentado su prestigio y su poder político en las filas republicanas
14».
14.
Krivitsky, Op. cit., pág. 196.
Antes
de enviar las armas, los soviéticos habían insistido mucho en que se realizase
la restauración plena y total del poder central en la zona republicana. El
embajador de Moscú en Madrid, Rosenberg, multiplicó sus gestiones en pro de la
liquidación de las experiencias revolucionarias y de la autonomía de los comités
obreros y para la instalación de un gobierno fuerte. En ese momento, un
gobierno de ese tipo podía estar orientado «a la izquierda», si no, las masas
le hubieran concedido tan poco crédito como al Gobierno Giral. Por lo tanto, el
4 de septiembre se creó un gobierno de Frente Popular en Madrid. Estuvo
presidido por Largo Caballero, que también se reservó la cartera de Guerra y
que declaró que se consideraba «el representante directo de todas las fuerzas
que luchan en los diferentes frentes por el mantenimiento de la República
democrática». En efecto, el nuevo gobierno estaba compuesto por representantes
de todas las organizaciones y partidos antifascistas, excepto la CNT-FAI, que no
entró a formar parte del Gobierno hasta el 4 de noviembre, pero que a pesar de
ello hasta ese momento le prestaba todo su apoyo.
A pesar de su relativa incoherencia, Largo Caballero defendía una línea política mucho más a la izquierda que lo que les podía gustar a los estalinistas de todas las nacionalidades. Naturalmente era sensible a la necesidad de armamento y estaba dispuesto a hacer concesiones para conseguirlo, pero a veces se mostraba reticente e incluso abiertamente hostil ante los «consejos» de los soviéticos. Por ello, Stalin en persona, con su más bello estilo, le escribió una carta personal, convencido sin duda de que el tribuno obrero iba a derretirse al recibirla:
«Habría
que atraer al Gobierno —escribe Stalin— a la pequeña y media burguesía
urbana o, en todo caso, proporcionarle los medios de tomar una postura neutral
favorable al Gobierno, protegiéndola de cualquier intento de confiscación y
garantizándole la libertad de comercio ( ... ) No hay que alejar a los
dirigentes de los partidos republicanos, sino por el contrario, hay que
atraerlos, acercarse a ellos y asociarles al esfuerzo común del Gobierno. En
particular, es necesario garantizar al Gobierno el apoyo de Azaña (el
Presidente de la República [C. S.-M.]) y de su grupo y hacer todo lo posible
para impedir sus vacilaciones. También es necesario para que los enemigos de
España no vean en ella una república comunista y prevenir así su intervención
abierta, lo que constituye el peligro más grave para la España republicana. Se
podría buscar la ocasión de declarar en la prensa que el Gobierno de España
no tolerará que nadie; sea quien sea, atente contra la propiedad y contra los
legítimos intereses de los extranjeros en España, de los ciudadanos de los países
que no apoyan a los fascistas. 15»
15.
In Guerra y revolución en España, t. II, pág.s 101-102.
He
aquí, con un estilo de cura de pueblo, el programa que Stalin expuso a las
fuerzas antifascistas españolas a cambio de la ayuda militar. Por una vez
Trotsky no se equívoca cuando observa:
«Este
chantaje no sólo les ha servido de coartada para su política
contrarrevolucionaria a los republicanos, sino también a los socialistas e
incluso a los anarquistas, que justificaron así su colaboración con el
Gobierno exigida por los estalinistas. ( ... ) Stalin, con sus armas y su ultimátum
contrarrevolucionario, fue para todos esos grupos el salvador. Les garantizaba
aquello que deseaban: la victoria militar sobre Franco, liberándoles al mismo
tiempo de toda responsabilidad sobre la marcha de la revolución. Se han
precipitado a esconder sus máscaras socialistas y anarquistas, esperando poder
utilizarlas de nuevo cuando Moscú restableciera para ellos la democracia
burguesa. Para colmo de comodidades, esos señores podían justificar su traición
al proletariado por la necesidad de la alianza militar con Stalin. Por su parte,
Stalin justificaba su política contrarrevolucionaria por la necesidad de la
alianza con la burguesía republicana. 16»
16.
L. Trotsky, Ecrits, Ed.
IV
Internacional, t. II, páginas 538-539.
Todos los estalinistas, españoles o no, «políticos», «militares» o «policíacos» van a aplicar la línea contrarrevolucionaria definida por el Kremlin con brutal eficacia. Señalemos de paso que la inmensa mayoría de técnicos de todo tipo, agentes secretos, consejeros militares y demás (de los que mencionaremos algunos en este libro, pero que eran miles) serían ejecutados al volver a la URSS. Era el método habitual de la justicia estalinista: proceder periódicamente a la ejecución de sus ejecutores.
Por supuesto, el PCE era quien iba a realizar «el trabajo más duro». Ayudados por consejeros militares, políticos y policías de la IC y de la NKVD, se esforzaron, no sin éxito, en modificar en la dirección deseada la política gubernamental —y la de los partidos del Frente Popular—, en militarizar las milicias, en defender la propiedad privada, en restaurar el poder del Estado centralizado, en una palabra, en frenar la revolución en marcha. También estuvieron encargados de demostrar teóricamente a las masas que esa política contrarrevolucionaria era la única política revolucionaria posible en esa «etapa de la lucha». En este aspecto fueron ayudados por los delegados de la IC, sobre todo por Ercoli-Togliatti y Codovila.
Así,
un dirigente comunista dijo en marzo de 1937, al hablar de esa «manía de
socializar e incautar»: «¿Por qué los trabajadores han caído en ese error?
En primer lugar por desconocimiento del momento político en que vivimos, que
les ha hecho creer que estábamos en plena revolución social 17».
Lo absurdo de la mentira burocrática alcanza aquí sus más bellas cimas: los
trabajadores creen vivir una revolución social —hasta el extremo de que la
hacen— pero felizmente el «partido de los trabajadores» está ahí para
desengañarles, incluso con las armas en la mano si es preciso. El Partido es el
propietario de la revolución y decide, en contra de las masas, en contra de los
hechos, en contra de la misma revolución, que lo que está en la orden del día
es... ¡la revolución burguesa! Así lo explica Dolores Ibarruri en el diario
comunista «Mundo Obrero» del 30 de julio:
17.
«Frente Rojo» (30 de marzo de 1937).
«Es
la revolución democrática-burguesa que en otros países, como en Francia, se
desarrolló hace más de un siglo, lo que se está realizando en nuestro país,
y nosotros, comunistas, somos los luchadores de vanguardia en esta lucha contra
las fuerzas que representan el oscurantismo de tiempos pasados ( ... ) En estas
horas históricas, el Partido Comunista, fiel a sus principios revolucionarios,
respetuoso con la voluntad del pueblo, se coloca al lado del Gobierno que es la
expresión de esa voluntad, al lado de la República, al lado de la democracia.
18»
18. Discurso del 25 de mayo de 1937, citado por B. Bolloten, Op. cit.,
pág. 92.
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