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IV

 

La conspiración militar incontenible. — Nuestro enlace con la Generalidad — Las jornadas de I9 de julio en Barcelona.

 

TIENE el mes de Julio en la historia política moderna de España un puesto de honor. En la noche del 6 al 7 de Julio de 1822 intentó Fernando VII un golpe de mano sangriento contra la Constitución que había aceptado y contra la milicia popular a la que debía la recuperación del trono. No tuvo entonces éxito debido al comportamiento heroico de los milicianos que batieron a la Guardia real; pero al año siguiente pudo ejecutar su programa enlutando y martirizando a España hasta su muerte.

Fue en Julio de 1854 cuando el pueblo de Madrid vivió las jornadas imborrables de su lucha contra la dictadura del general Fernández de Córdoba, episodios que nada desmerecen de otros que también pasarán a la inmortalidad, las escenas del asalto al cuartel de la Montaña, en Julio de 1936.

A mediados de Julio de 1856 tuvo lugar el golpe de Estado de O'Donnell, traidor desde antes de la cuna, nuevo Narváez por su ferocidad, que impuso al país de varios años de terror y de absolutismo bajo el amparo de Isabel II, logrando el desarme de la milicia, armada dos años antes para que defendiera la libertad de España.

En Julio de 1909 se rebeló el pueblo de Barcelona contra el matadero de Marruecos, luchas heroicas y sangrientas que terminaron con la victoria de la reacción, pero que dejaron hondas huellas en el recuerdo de la gran ciudad industrial y prepararon las jornadas de 1936.

La sublevación militar que se venía fraguando en los cuarteles, en la solidaridad más perfecta con el poder eclesiástico, tan importante en España, y con las fuerzas dirigentes del capitalismo industrial y de las finanzas, aparte de los apoyos buscados más allá de las fronteras, se hizo de día en día más eminente y más incontenible. Hasta los más indiferentes en materia política comentaban en público los preparativos que se llevaban a cabo en las filas del ejército, de ese ejército que había originado tantos desastres y que se había convertido en un instrumento de opresión de todas las libertades.

Se dá como hecho probado que los generales complotados y figuras representativas de la restauración monárquica y del espíritu de la reacción, habían negociado de antemano con Italia y Alemania a fin de conseguir apoyos materiales y diplomáticos. Se mencionan alijos de armas que tienen ese origen y que llegaron con bastante anticipación para los primeros choques. Nos atenemos a lo que han divulgado escritores favorables y adversarios al movimiento militar. Se han dado a la publicidad los acuerdos convenidos, por ejemplo, con Mussolini. Y los documentos encontrados por nosotros y publicados bajo el título de El nazismo al desnudo, revelan el hábil espionaje hitleriano. La red italiana y sus ambiciones relativas a nuestro país no eran menos peligrosas (1) .

(1) C. Berneri: Mussolini a la conquista de las Baleares (1937).

Los generales que se levantaron contra España en maridaje indisoluble con los obispos no hicieron más que seguir la tradición de todos los que, a través del siglo XIX, merodeaban en torno a los gobiernos de Francia e Inglaterra, implorando su ayuda militar y financiera para restablecer el absolutismo en España (2) .

(2) Detalles sobre esos antecedentes de la conspiración militar, pueden encontrarse en Robert Brasillach y Maurice Bardéche, Histoire de la guerre d'Espagne. (París, Plon). — Duchess of Atholl: Searchlight on Spain (Harmondsworth, Penguin). — Genevieve Tabouis: Blackmail or War (id. id.). J. Toryho: La independencia nacional, Barcelona, 1938.

Y no debe olvidarse tampoco que la primera República, para aplastar la comuna de Cartagena en 1873, tuvo la ayuda de la escuadra inglesa y de la alemana. En el hecho del levantamiento militar contra el régimen republicano no tendríamos nada que objetar si no concurriesen factores de una inmoralidad que asquean. No negamos a nadie el derecho a la rebelión contra lo que se juzga inapropiado para asegurar una convivencia más justiciera y más digna. Nosotros mismos nos hemos rebelado contra la República en varias ocasiones, y desde antes de su proclamación habíamos manifestado nuestra entera independencia, sabiendo por anticipado que no sabría ni podría dar solución a los eternos problemas del país. Pero los militares no estaban, sin embargo, en nuestro caso. Nosotros no habíamos jurado ni empeñado nuestra palabra de honor, ni adquirido ningún compromiso de fidelidad al régimen republicano. Los militares, que se rebelaron habían jurado esa fidelidad, estaban en cargos de la máxima responsabilidad a sueldo de la República. La conspiración tenía su primer peldaño en la traición a los propios compromisos; y tenía su segundo peldaño en la admisión de tropas de potencias extranjeras. Para obtener esa ayuda extranjera tenían que vender la independencia del país o comprometer territorios o enajenar las riquezas minerales y demás. Su triunfo del momento no podía lograrse más que a cambio de esclavizar y de empobrecer a las generaciones españolas del porvenir. No puede siquiera establecerse un paralelo entre las brigadas internacionales que lucharon del lado de la República con las tropas organizadas, equipadas y armadas por potencias extranjeras; aquéllas se componían de voluntarios que se sentían en buena parte solidarios con la lucha de los combatientes de un lado de las trincheras; las otras eran agentes de penetración de países con intereses especiales y en pugna con los intereses de España.

En la tradición española, la palabra de honor empeñada es inviolable. Los militares sublevados han faltado a esa palabra, y por ese solo hecho no lograrán borrar, a pesar de su victoria, el calificativo que se aplica a todos los que rompen arteramente los compromisos contraídos libre y espontáneamente. Hubo excepciones, una pequeña cantidad de hombres de la monarquía que se negaron a reconocer la República y se manifestaron siempre sus adversarios. Para ellos, en resistencia pasiva o en rebelión, todo nuestro respeto de enemigos.

Mucho puede obtener el triunfo, pero lo que no podrá obtener es la subversión de valores morales fundamentales de nuestra historia, de nuestro temperamento y de nuestra educación de españoles.

Volvamos al pronunciamiento de Julio.

Nosotros, sabedores de lo que nos amenazaba, éramos los más vivamente afectados y los que más interés teníamos en oponernos al golpe militar en preparación. Esta vez no era una militarada como la de Primo de Rivera, ante la cual se podía uno cruzar filosóficamente de brazos, en espera del fin natural de esas aventuras. Teníamos por delante la experiencia viva de otros países y el recuerdo de heridas abiertas en  el corazón del mundo progresivo por la era en boga de los dictadores.

Unos días antes del 19 de julio de 1936, cuando habría sido ya torpeza imperdonable o suicidio la duda sobre la inminencia de la sublevación, precipitada por la muerte de Calvo Sotelo, el Gobierno de la Generalidad de Cataluña — sintiéndose en absoluto impotente para afrontar los acontecimientos próximos, y no existiendo en la región autónoma ninguna fuerza organizada capaz de oponerse a la rebelión militar fuera de la que representábamos nosotros, — optó por la única solución honrosa que le quedaba: la de plantearnos con toda su crudeza la verdad de la situación, que conocíamos, y sus posibles alcances.

Habíamos sido hasta allí la víctima propiciatoria del espíritu inquisitorial que se ha transmitido en la política gubernamental, central y regional, desde hace siglos. Hacía pocos meses que había caído en las calles de Barcelona uno de los últimos verdugos del proletariado catalán, Miguel Badía, digno sucesor del general Arlegui o del barón de Meer, y su muerte se atribuía a camaradas nuestros. Las prisiones de Cataluña estaban otra vez repletas de obreros revolucionarios, a pesar de la amnistía que habíamos logrado a consecuencia de las elecciones del 16 de febrero.

Ante la amenaza, esta vez común, olvidamos todos los agravios y dejamos en suspenso todas las cuentas pendientes, sosteniendo el criterio de que era imprescindible, o por lo menos aconsejable, una colaboración estrecha de todas las fuerzas liberales, progresivas y proletarias que estuviesen dispuestas a enfrentar al enemigo. Para la lucha efectiva de la calle, para empuñar las armas y vencer o morir, claro está, era nuestro, movimiento el que entraba en consideración casi solo. Se constituyó un Comité de enlace con el Gobierno de la Generalidad, del que formamos parte con otros amigos bien conocidos por su espíritu de lucha y su heroismo.

Además de propiciar la colaboración posible, pensábamos que, dado nuestro estado de ánimo y dada nuestra actitud, no se nos rehusarían algunas armas y municiones, puesto que la mejor parte de nuestras reservas y algunos pequeños depósitos habían desaparecido después de diciembre de 1933 y en el bienio negro de la dictadura Lerroux-Gil Robles había desaparecido mucho de lo obtenido en octubre de 1934, cuando los "escamots" abandonaron las armas de que habían sido provistos. Con ese propósito hicimos todos los  esfuerzos imaginables.

Largas y laboriosas fueron las negociaciones y, en todo momento, se nos respondió que se  carecía de armas.

Sabíamos que la mayoría de la población combativa era la que respondía a nuestra organizaciones; no pedíamos veinte mil fusiles para los hombres que esperaban en nuestros sindicatos y en lo puntos de concentración convenidos, sino un mínimo de ayuda para comenzar la lucha. Pedíamos solamente armas para mil hombres y nos comprometíamos a impedir con ellas que saliese de los cuarteles la guarnición de Barcelona, y a forzar su rendición. Nada. Pero con armas o sin ellas nuestra gente estaba dispuesta a combatir y a dar el pecho.

La acción directa logró  lo que no hemos logrado nosotros en las negociaciones con la Generalidad. El 17 de julio por la noche, tuvo lugar el asalto organizado por Juan Yague a las armerías de los barcos surtos en el puerto de Barcelona, y el 18 el desarme de los serenos y vigilantes de la ciudad. Así pasaron algunas pistolas y revólveres, con escasísima munición a nuestro poder.

La iniciativa de Juan Yague merece ser recordada. Se trata de un hombre del pueblo, pasta de héroe, todo abnegación y espíritu de sacrificio. Su campo de acción y de propaganda era la zona del puerto, donde había logrado suscitar grandes simpatías y merecer la confianza de los marinos y portuarios. Sabía que todos los barcos de ultramar llevan a bordo algunos fusiles Mauser con una pequeña dotación para eventualidades, y cuando se enteró del poco éxito de nuestras gestiones, resolvió tomar otro camino y al poco rato las armas de los barcos estaban en nuestro poder, en el Sindicato del Transporte. El Gobierno de Cataluña tenía un rescoldo de esperanza en que los militares desistirían de sus propósitos y dio orden de recoger las armas requisadas. Fue rodeado por las fuerzas de orden público el Sindicato del Transporte.

Para no provocar una carnicería que hubiese malogrado la unidad de acción que creíamos indispensable, una parte de los fusiles tomados en los barcos fue devuelta a las autoridades policiales gracias a la intervención personal de Durruti y García Oliver, que corrieron en ese momento el mayor de los riesgos entre la actitud de la guardia de asalto y la de los obreros del transporte que se aferraban a los fusiles, con una pasión conmovedora. Se zanjó la cuestión con la entrega de algunas de las armas, quedando las otras en nuestras manos para la lucha contra la sublevación militar.

Recordamos que en las noches pasadas en vela en el Departamento de Gobernación eran continuas las llamadas de las diferentes Comisarías comunicándonos la detención de camaradas a quienes se pretendía quitar la pistola e incluso procesar por portación ilícita de armas. Hemos intervenido en centenares de casos y, aunque hemos llegado siempre a acuerdos amigables, no por eso es menos doloroso el hecho que, en vísperas del 19 de Julio, hayamos tenido que dedicar tantas energías a lograr que fuesen respetadas las pocas armas que teníamos para luchar contra el fascismo.

Si esa era la actitud del Gobierno de Cataluña, que sabía que sin nuestra intervención toda resistencia a las tropas de cinco cuarteles era imposible, el comportamiento de los gobernadores del Frente popular en casi toda España, aleccionados por el Gobierno de Madrid, que negaba los hechos y la verdad de la sublevación, es de imaginar. Con días suficientes de antelación fue el aviador Díaz Sandino a Madrid con amplia documentación probatoria de lo que iba a acontecer y no fue escuchado. Las informaciones que tenemos, por ejemplo, de León, Vigo y Coruña, cuyos gobernadores civiles han sido fusilados después, nos demuestran la enorme ceguera de las gentes de la República, más temerosas del pueblo que de los enemigos del pueblo y que, por eso, se negaron terminantemente a entregar a los combatientes populares las armas de que se disponía para vencer a los sublevados.

El 18 de Julio por la noche se respiraba ya el aire de la tragedía próxima por todos los poros. Insinuamos en el local que se había convertido en cuartel general, el Sindicato de la Construcción, a un grupo de compañeros la conveniencia de asegurar vehículos de transporte. Una hora más tarde circulaban ya por las Ramblas coches particulares requisados, con las iniciales "C. N. T. - F. A. I." escritas con yeso en las partes más visibles. El paso de esos primeros vehículos, significando que se jugaba el todo por el todo, hizo prorrumpir al público en aclamaciones a los anarquistas.

Eran las cuatro o cinco de la madrugada del 19 de Julio cuando se dió, en los centros oficiales, la primera noticia de la salida a la calle de las tropas rebeldes de la guarnición de Barcelona.

La proclamación del estado de guerra por los militares había llegado a nuestro poder. No dejaba lugar a muchas ilusiones. Lo comprendieron así todos los partidos y organizaciones, satisfechos de constatar que estábamos allí nosotros para sacar las castañas del fuego. El plan trazado por los rebeldes era una especie de paseo militar para ocupar los puntos estratégicos, los centros de comunicaciones y los edificios gubernativos.

No se podía dudar, por parte de los que hasta allí habían abrigado algunas dudas, de la verdad de la rebelión. Parecía que hasta la respiración había quedado interrumpida. Solo nuestra gente se agitaba febrilmente entre las sombras y corría al encuentro de las columnas rebeldes.

No despuntaban aun los primeros rayos del sol cuando vimos aglomerarse en torno al Palacio de Gobernación a muchedumbres del pueblo que clamaban insistentemente por armas. Hubieron de ser calmadas a medias desde un balcón. Vimos allí los primeros gestos de fraternización entre los guardias de asalto y los trabajadores revolucionarios. El guardia que tenía arma larga y pistola se desprendía de la pistola para entregarla a un voluntario del pueblo.

Con un centenar escaso de pistolas corrimos al Sindicato de la Construcción. En pocos segundos fueron repartidas a hombres nuestros que alargaban las manos ansiosas y que desaparecían veloces para lanzarse con ellas en la mano contra las tropas.

Fueron asaltadas algunas armerías, en las que no había ya más que escopetas de caza, pero incluso estas fueron utilizadas en los primeros momentos.

Los fusiles de los barcos, las pistolas y revólveres de los serenos y vigilantes de Barcelona, los restos de nuestros  pequeños depósitos y el centenar de armas cortas proporcionadas por la Generalidad, era todo lo que teníamos contra el embate de 35.000 hombres de la guarnición. No teníamos seguridad alguna en la fidelidad de las fuerzas de orden público, sobre todo de la guardia civil, muchos de cuyos oficiales y tropa habían firmado la adhesión a la rebelión, adhesiones que habían llegado en parte a las autoridades de Cataluña. El armamento era enormemente desigual y la perspectiva de triunfo insignificante o nula. Puede ser interesante destacar que mientras unos acudíamos con un sentimiento del deber, pero sin optimismo ni esperanza, otros estaban plenamente convencidos de que la victoria sería nuestra. Aún estamos viendo el gesto de rabia y de desesperación de Francisco Ascaso en la noche del 18 de Julio, cuando se hablaba de que los militares desistirían de salir a la calle. Por nuestra parte habríamos preferido no tener que entablar la lucha desigual a que nos veíamos obligados, y de la cual no podíamos esperar otro fin que el de la muerte en la lucha o el fusilamiento subsiguiente a la derrota. Pero cualquiera que fuese el estado de ánimo, tenemos la satisfacción de constatar que no hemos visto una sola deserción. Los combatientes de la F. A. I. ocupaban todos su puesto. Los que no tenían armas, iban detrás de los que las tenían, esperando que cayesen para tomarlas a su vez. Aparecieron dos o tres fusiles ametralladoras ligeros. Detrás de los que les manejaban se formaban colas de envidiosos que quizás deseaban todos en su fuero interno la muerte del camarada privilegiado que podía luchar con una arma de esa especie. Era conmovedor el espectáculo.

Las fuerzas armadas leales se vieron de tal manera alentadas por el ejemplo de nuestros militantes que cumplieron realmente con su obligación y lucharon de veras.

El enemigo se proponía cortar las comunicaciones de los diversos barrios de la ciudad, enlazar sus fuerzas y aislar los diversos focos de peligro, conforme a un plan bien meditado.

Las tropas de Pedralbes, las más nutridas, llegaron a la Plaza de la Universidad, a la plaza de Cataluña, a las Rondas, ocupando los edificios más sólidos, la Universidad, el Hotel Colón, el edificio de la Telefónica. Durante el trayecto habían sido vivamente tiroteadas, pero no se detuvieron. Al llegar por la Diagonal al Paseo de Gracia, tuvieron el choque más violento con fuerzas de asalto. En la Plaza de la Universidad un contingente de soldados, fingiéndose amigos, entraron en contacto con los grupos allí estacionados y repentinamente se descubrieron y tomaron numerosos prisioneros, entre ellos a Angel Pestaña, a Molina y a muchos otros. La lucha se volvió de minuto en minuto más terrible. Se atacaba por todas partes y cada paso de las columnas rebeldes era contrarrestado con rápidas maniobras de nuestra gente, que aparecía por todas partes y no daba la cara en masa en ninguna. En uno de esos tiroteos furiosos, los soldados que bajaban por la calle Claris dejaron en medio de la calle varias piezas de artillería para resguardarse en los portales. En un abrir y cerrar de ojos, algunos elementos populares se lanzaron sobre las piezas, apuntaron a la columna que avanzaba, sin afirmar los cañones, y dejaron la  calle sembrada de anímales muertos y de destrozos. Rendidos los soldados de los alrededores y desarmados, con varias piezas de artillería en nuestras manos, el efecto moral no podía tardar en manifestarse.

Salió el regimiento de caballería de Santiago y la barriada de Gracia le obligó a replegarse y a refugiarse otra vez en sus cuarteles. Los de Sans se encargaron de inutilizar el de Lepanto.

Se disparaba desde iglesias y conventos intensamente y alrededor de ellas se fue estableciendo un cerco de hierro y de fuego.

El cuartel de artillería ligera de montaña tenía la misión de llegar a Capitanía general y enlazar con las tropas de Pedralbes, ocupando la zona portuaria, las estaciones ferroviarias y los edificios del gobierno de Cataluña. Las tropas de los cuarteles de San Andrés no lograron salir a muchos pasos de sus bases y fueron prontamente cercadas por gestos indescriptibles de heroísmo anónimo.

Nuestros camaradas de la Barceloneta, con ayuda de algunas compañías de asalto fueron los primeros en saborear las alegrías del triunfo. A las nueve de la mañana el cuartel de su circunscripción tuvo que rendirse, vencido en los primeros encuentros. Los fardos de pasta de papel que había en los depósitos del puerto se transformaron instantáneamente en barricadas seguras y móviles. Con ese pilar del plan rebelde en nuestras manos, se derrumbó una gran esperanza de la conspiración. Pronto comenzaron a verse combatientes populares con cascos de acero de los soldados, con fusiles Mauser y correajes, con ametralladoras a cuestas para que se les enseñara el manejo. A pesar de la violencia del ataque, los primeros encuentros, si no habían aclarado la situación, dieron ánimo a los que combatían y a los que presenciaban la lucha. En las primeras horas estábamos solos, con las fuerzas de asalto que había distribuído hábilmente el comandante Vicente Guarner. De nueve a diez de la mañana vimos engrosar considerablemente las filas de los luchadores del pueblo. Oleadas de obreros de los sindicatos se unían a los grupos de la F. A. I. que llevaban la iniciativa en toda la ciudad.

Quedaba el enigma de la posición que adoptaría la guardia civil. El general Aranguren se había establecido en el Palacio de Gobernación con el jefe del tercer tercio, coronel Brotons. El comandante Guarner logró reunir la tropa de los dos tercios existentes en Barcelona delante de balcones del Palacio de Gobernación y pudo entonces respirar tranquilo. Se dió orden al 19 tercio de atacar la plaza Cataluña, donde se habían hecho fuertes los militares. Sin duda alguna, la guardia civil era un cuerpo férreamente disciplinado. En oposición a la acción popular irregular e impetuosa, y a la guardia de asalto, mezclada ya con el pueblo en perfecta fraternidad, avanzaron las fuerzas del 19 tercio con el coronel Escobar a la cabeza a cumplir el cometido que se le había asignado. Desfilaron desplegadas, con ritmo lento, sin que el tiroteo hubiese hecho perder el paso a un solo hombre.

Nuestra gente flanqueaba esa columna entre desconfiada y recelosa. ¿Sería verdad que iba a enfrentarse con los militares? La plaza Cataluña hormigueaba ya desde las bocas del subterráneo, desde las calles adyacentes. Se iba a dar el asalto al hotel Colón, a la Telefónica, y a los otros refugios de los rebeldes. Tomó serenamente posiciones la guardia civil, inició un recio tiroteo y se comenzó a oir el tronar de las piezas de artillería tomadas poco antes en la calle Claris. Segaban las ametralladoras de los rebeldes avalanchas de gente del pueblo, pero al cabo de media hora de lucha, con la plaza cubierta de cadáveres, se vieron aparecer banderas blancas de rendición en aquellos focos de resistencia. Casi simultáneamente se rindió también el Hotel Ritz, otro de los baluartes improvisados de la rebelión.

Alentados por esa gran victoria, que proporcionó un regular armamento, con la fiebre del olor de la polvora, fue tarea fácil la limpieza de la plaza de la Universidad, liberando a los presos que esperaban allí el peor destino.

Para algo valían todos los preparativos orgánicos anteriores, la idea de la lucha moderna. Mientras unos luchaban en la calle, otros se consagraban a instalar hospitales de sangre para los heridos y otros corrieron a las fábricas metalúrgicas a preparar material de guerra, sobre todo bombas de mano. A medio día la fiebre popular era ya incontenible; se luchaba en las Rondas y habían quedado cercados todos los cuarteles. El cuerpo de Intendencia se había pasado integramente con su jefe, el comandante Sanz Neira, a las fuerzas leales al gobierno. En el aeródromo del Prat estaba Díaz Sandino, que logró también imponerse después de no pocas alternativas.

Mucho se había adelantado hacia el mediodía; pero no se había obtenido ni mucho menos la victoria. En previsión del contrataque y sin grandes recursos para defender nuestro cuartel general en el Sindicato de la Construcción, almacenamos explosivos en abundancia sacados de las canteras de Moncada, para volar el edificio antes de caer prisioneros.

Cada barriada o cada núcleo popular importante atendía a un objetivo concreto. Aunque habían sido desbaratados algunos cuadros, todavía quedaba la mayor parte de la guarnición disponible. El Sindicato del Transporte, en las Ramblas, con Ascaso, Durruti y muchos otros compañeros, estableció el cerco al cuartel de Atarazanas, uno de los centros más tenaces de la resistencia. Inmovilizados los otros cuarteles por cercos análogos, quedaba la posibilidad de operar seguramente. En las primeras horas de la tarde se dio la consigna de atacar a la misma capitanía general, donde se encontraba el general Goded, jefe militar de la rebelión, que había llegado en hidroavión desde Mallorca. No era tarea sencilla. La oficialidad se defendía bravamente; pero el pueblo que se había concentrado no quería reconocer obstáculos. Se había entablado la lucha y las balas enemigas no eran capaces ya de contener la combatividad de Barcelona. Hacia Capitanía se dirigieron las piezas de la calle Claris, al mando del obrero portuario Manuel Lecha, antiguo artillero. Cuando el general Goded se dió cuenta de los preparativos, habló por teléfono al Palacio de Gobernación para pedir nada menos al general Aranguren nuestra rendición.

El general Aranguren, el coronel Escobar y el coronel Brotons han sido fusilados por Franco. Sobre el primero se lanzaron algunas injurias respecto de su actitud con Goded. El comportamiento de Aranguren ha sido de una cortesía quizás fuera de lugar. Cuando Goded habló a eso de las cuatro de la tarde a Gobernación para intimar la rendición, pues, de acuerdo a sus informes, la jornada le había sido, favorable, Aranguren respondió sin una sola palabra subida de tono, respetuosamente.

— Mi general, lo siento mucho, pero mis informes son opuestos a los suyos y me dicen que la rebelión está dominada. Le ruego que haga cesar el fuego, donde aún se mantiene, para evitar más derramamientos de sangre. Además pongo en su conocimiento que hemos resuelto darle  a Vd. Media hora para rendirse; al expirar ese plazo nuestra artillería comenzará a bombardearle.

Goded ha debido responder de mala manera, pero Aranguren, con su vocecita de anciano, sencillo, sin inmutarse, sin el más leve asomo de irritación, comunicó nuevamente la orden de rendimiento con garantías para la vida de los sitiados.

Comenzó el ataque al expirar el plazo fijado. Más de cuarenta disparos de artillería sobre el sólido edificio hacían saber a los sitiados que el pueblo disponía ya de armamento. El fuego nutrido de fusilería cada vez más próximo no podía dejar lugar a dudas. Capitanía estaba totalmente aislada y en peligro de ser asaltada por los sitiadores. Aparece una bandera blanca. Desde Gobernación se comunica al general Goded que irá a hacerse cargo de los prisioneros un oficial leal del ejército, el comandante Sanz Neira. Al acercarse este, habiéndose suspendido el fuego por nuestra parte, las ametralladoras emplazadas en Capitanía volvieron a tronar furiosamente. No hubo más remedio que reiniciar la lucha y disponerse al asalto. Estaban a punto de caer las puertas de acceso cuando nuevamente apareció la bandera blanca. Traicionados una vez, los sitiadores, entre los cuales se veía al comandante de artillería Pérez Farraz, entraron a viva fuerza en el Palacio y tomaron prisioneros a sus ocupantes. Hubo que realizar verdaderos esfuerzos para defender al general Goded contra la muchedumbre. No habrían sido necesarios de haber atendido la invitación del general Aranguren y a no haber disparado después de haber sacado bandera de rendición. El general rebelde fue llevado a la Generalidad en calidad de prisionero, los otros oficiales que le acompañaban, fueron internados en otras prisiones, especialmente a bordo de barcos surtos en el Puerto. El general Llano de la Encomienda, que se encontraba prisionero en Capitanía, resultó herido por equivocación y quedó en los departamentos privados del Palacio hasta que se repuso y luego ocupamos nosotros el edificio en nombre del ejército del pueblo, las milicias.

Se ha acusado a Goded de cobardía por haber comprobado desde la emisora de la Generalidad que la partida estaba perdida y que quedaban libres de todo compromiso los que se habían complotado para acatar sus órdenes. No era Goded hombre para comportarse cobardemente. Lo hemos visto siempre sereno y consciente de su destino y le hemos visto avanzar a la muerte con una entereza viril que imponía respeto. Ha disfrutado el general vencido por nosotros de todas las consideraciones que merecía; ¿por qué no habría de merecerlas también el general Aranguren, que trató al compañero derrotado con una cortesía y una caballerosidad intachables?

La rendición de Goded produjo su efecto, naturalmente. En unos por desmoralización, en otros por el doble aliento recibido. Continuó el tiroteo a los focos de resistencia todo el día y el cerco se hizo más sofocante durante la noche. Los cuarteles de San Andres fueron tomados por asalto y lo mismo ocurrió con el Parque de Artillería, a la madrugada del 20. A la entrada en los cuarteles de San Andres se tropezaba con abundantes botellas de vinos finos con los cuales se había procurado infundir valor a los soldados engañados. Un espectáculo singular lo dio el convento de los carmelitas, desde donde se hizo largo tiempo fuego de ametralladoras por oficiales y monjes. Se rindieron al fin y se vió a uno de los religiosos arrojar a la muchedumbre que rodeaba el convento monedas de oro para aplacarla y ver si de esa manera era posible una fuga. ¡Pero no se compraba al pueblo del 19 de Julio con monedas de oro!

La entrada en la mayoría de los cuarteles proporcionó abundantisimo armamento, en especial fusilería, aunque los militares habían tenido la precaución de esconder los cerrojos de más de veinte mil fusiles que había en el Parque.

Fueron licenciados, como primera providencia, los soldados vencidos y hechos prisioneros los oficiales.

El día 20 de Julio solamente nos quedaba en Barcelona el cuartel de Atarazanas, pero no podía quedar sin decisión la lucha por mucho tiempo. Defendían los sitiados su vida y su posición con bravura, pero los combatientes del pueblo aumentaban su decisión de vencer. Díaz Sandino hizo intervenir algunos de sus aviones disponibles para bombardear el cuartel. Teníamos ya las baterías de costa y las piezas de artillería de la guarnición de la ciudad. La fortaleza sería arrasada de prolongarse la resistencia. Pero no se advertía ninguna señal de rendición. En esto, Francisco Ascaso, que disparaba un fusil certeramente detrás de un obstáculo, recibió un tiro en la cabeza y quedó muerto instantáneamente. Corrió la noticia como un reguero de polvora y enardeció a los sitiadores para el asalto final. Se dió éste con empuje incontenible y nuestra gente entró en el cuartel como una tromba. Uno de los primeros, si no el primero, fué Durruti.

Barcelona quedó totalmente en manos de los combatientes de la F. A. I. y particularmente los cuarteles, que conservamos hasta que se resolvió después entregar algunos de ellos a los partidos y organizaciones que deseaban organizar milicias para la guerra iniciada contra las fuerzas fascistas.

Tuvimos pérdidas sensibles, naturalmente, y algunas de ellas han tenido gran influencia en el desarrollo ulterior de los sucesos. Muchos de los hombres que habían probado su temple en años y años de lucha y de sacrificios, contribuyeron con su sangre y su vida a la gran victoria. Y aparecieron en nuestras filas, en cambio, gentes que no siempre podían compararse a los caídos, aunque dijesen enarbolar la misma bandera.

No obstante los rudos golpes sufridos, no podíamos sustraernos a la honda satisfacción por el triunfo obtenido, aunque comprendíamos la grave responsabilidad que caería en lo sucesivo sobre nosotros.

La cárcel de Barcelona, repleta de compañeros nuestros, fue abierta y los presos pasaron a engrosar las huestes combatientes.

Barcelona celebró con júbilo nunca visto el magno acontecimiento. Espectáculos como el del 20 de julio, después de la caída de Atarazanas, se ven pocas veces en la vida de una generación, y los registra raramente la historia.

¡Con qué sinceridad se fraternizaba! No había partidos, no había organizaciones, aun cuando se circulaba bajo la insignia roja y negra de los vencedores. ¡Había solamente un pueblo en la calle! Un pueblo con un sólo pensamiento, con una sola voluntad, con un sólo brazo. Cuando se ha llegado a ese ideal, se siente como una caída vertical, como una catástrofe irreparable todo lo que tiende, por el mecanismo de los partidos, de los programas, a hacer de un pueblo otra vez un conglomerado de núcleos hostiles.

¡No hay programa de organización, no hay declaración de principios y de partido, no hay teoría superior a la del 20 de Julio!

Barcelona se convirtió en un pueblo armado orgulloso de su victoria y consciente del poder adquirido.

Los focos aparentemente neutrales de la región, aunque en el fondo enemigos, como la guarnición de Tarragona, el regimiento de ametralladoras de Mataró, etc. etc., se rindieron sin resistencia. Cataluña había sido libertada. ¿Qué ocurría en el resto de España?

Luchó bravamente el pueblo de Madrid también, como en 1808, como en muchas otras ocasiones en el siglo XIX, habiéndose centralizado la resistencia enemiga en el Cuartel de la Montaña. En Levante apareció un intento de Martínez Barrios para constituir nuevo Gobierno ofreciendo alguna carteras a los generales facciosos. La guarnición quería aparecer neutral, hasta ver el desenlace de la lucha.

La rebelión dominaba Marruecos, las islas Canarias, las Beleares, Andalucia, Navarra, Castilla la Vieja, Galicia, León y Oviedo, esta última ciudad gracias a la estúpida creencia de los socialistas asturianos en la lealtad de Aranda. Vizcaya, Cataluña, el Centro, Levante y parte de Extremadura, casi toda Asturias, parte de León, estaban en manos nuestras. ¿Habíamos triunfado? El mapa de la península nos decía que todavía faltaba mucho para ello. Nos alarmó sobre todo la rápida comprobación de que las principales factorías de armas y municiones estaban en manos del enemigo. Y nos alarmó la euforia excesiva de muchos llamados dirigentes, que no querían darse cuenta de que las primeras jornadas, por brillantes que fuesen, todavía no significaban la victoria. Habría podido quedar asegurada en casi toda España y haber debilitado las posibilidades de reorganización de los militares rebeldes si los hombres de la República hubiesen tenido un poco mas de capacidad y un poco mas de ligazón espiritual con el pueblo.

La mayor parte de la flota estaba con nosotros; la aviación propiamente no contaba por la exigüidad de los aparatos de que disponíamos.

Liquidada la revuelta en Cataluña, el presidente de la Generalidad, Luis Companys, nos llamó a conferencia para saber cuáles eran nuestros propósitos. Llegamos a la sede del gobierno catalán con las armas en la mano, sin dormir hacía varios días, sin afeitar, dando por la apariencia realidad a la leyenda que se había tejido sobre nosotros. Algunos de los miembros del gobierno de la región autónoma temblaban pálidos mientras se celebraba la entrevista, a la que faltaba Ascaso. El palacio de Gobierno fue invadido por la escolta de combatientes que nos había acompañado. Nos felicitó Companys por la victoria. Podíamos ser únicos, imponer nuestra voluntad absoluta, declarar caduca la Generalidad e instituir en su lugar el verdadero poder del pueblo; pero nosotros no creíamos en la dictadura cuando se ejercía contra nosotros y no la deseabamos cuando la podíamos ejercer nosotros en daño de los demás. La Generalidad quedaría en su puesto con el presidente Companys a la cabeza y las fuerzas populares se organizarían en milicias para continuar la lucha por la liberación de España. Así surgió el Comité Central de Milicias Antifascistas de Cataluña, donde dimos entrada a todos los sectores políticos liberales y obreros (l).

(1) En el primer aniversario de las jornadas de julio apareció un volumen recopilando trabajos que dan una impresión de la lucha en diversas ciudades y regiones de España: De Julio a Julio. Ediciones Tierra y Libertad, Barcelona, 1937. De esa recopilación hecha a iniciativa de "Fragua Social" de Valencia, fue extraído el folleto Como se enfrentó al fascismo en toda España, Buenos Aires, julio de 1938.

Se ha hecho excesivo escándalo por la quema de iglesias y conventos. La duquesa de Atholl informa aristocráticamente que ha sido obra nuestra o de agentes enemigos infiltrados en nuestras filas. Y pone de manifiesto que, en cambio, los comunistas no han hecho nada de eso y han propiciado el respeto a los templos. ¿De dónde ha sacado semejantes patrañas?

Nosotros teníamos algo más importante que hacer y que pensar que en la quema de iglesias y conventos. Mientras Gil Robles denunciaba en el Parlamento incendios de iglesias en el período que media entre el 16 de febrero y el mes de julio, ¿ha señalado, un solo caso de Cataluña, donde nuestro predominio era bien conocido de todos? No hemos impedido que las iglesias y conventos fuesen atacados como represalia por la resistencia hecha desde ellos por el ejército y los siervos de Dios. En todos encontramos armamento o hemos forzado la rendición de las fuerzas parapetadas en ellos. El pueblo, por propia iniciativa, tomó sus venganzas bien comprensibles. Pero lo hizo tratando de salvaguardar las obras de arte, las bibliotecas, los tesoros y ornamentos de valor. Ni la C. N. T. ni la F. A. I. dieron aliento a esa acción estéril, de mera revancha. Lo decimos porque esta es la verdad, y si no hubiésemos procedido así, tampoco habría sido un delito como para arrepentirnos. Recordamos unas palabras de Mariano de Larra en su folleto "De 1830 a 1836", publicado en París, refiriéndose precisamente a excesos populares semejantes: "Tales escenas de incendio y carnicería podrán ser terribles, pero su explicación es justa y sencilla. Es fuerza no olvidar que los conventos no podían menos de ser mirados en España como otros tantos focos naturales de la guerra civil, y los frailes como sus tesoreros. La guerra civil es la llaga más dolorosa de la península, y la que está al alcance de todo el mundo; de aquí el desencadenamiento general del país contra los conventos y sus habitantes: herirles es herir a la facción y a don Carlos, y por ahí se empieza, porque ahí esta el peligro, y la sociedad acude siempre a lo más urgente. Las consecuencias podrán ser sangrientas, pero confesemos al menos que siempre es consolador pensar que si se examinan las cosas a fondo, esas escenas mortíferas no son, como se quiere suponer, efectos de feroces caprichos y de un instinto ciego y desordenado, sino la consecuencia llevada al extremo solamente del derecho de defensa que tiene toda sociedad al verse acometida, y la exageración indispensable en tales momentos del sentimiento de conservación de cada individuo que la compone" ...

Sobre la significación de la iglesia en España y su alianza permanente con la tiranía, nada más definitivo que los juicos del conde de Montalambert, católico militante francés, cuyo libro sobre nuestro país merecería ser reeditado.

Bástennos estas cifras del poder eclesiástico de España y sus dominios en 1580 (reinado de Felipe II):

 

Arzobispos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

58

Obispados . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

684

Abadías . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

11.400

Capítulos eclesiásticos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 

936

Parroquias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

127.000

Conventos de frailes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .  

46.000

Conventos de monjas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 

13.000

Hermandades y cofradías . . . . . . .  . . . . . . . . . . .

23.000

Clérigos seculares . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

312.000

Diáconos y subdiáconos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

200.000

Clero regular . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

400.000

 

Pasaba el personal eclesiástico, con sus servidores, sacristanes, santero, etc. de 1.500.000 personas, es decir un individuo por cada 45 habitantes.

El aumento o disminución de las personas consagradas a la Iglesia católica en España ha tenido el siguiente movimiento:

 

Población

 

Clero secular

 

Frailes

 

Monjas

 

Año

7.500.000

 

168.000

 

90.000

 

38.000

 

1700

9.300.000

 

143.800

 

62.000

 

36.000

 

1768

10.300.000

 

134.500

 

56.000

 

34.000

 

1797

13.300.000

 

75.784

 

37.363

 

23.552

 

1826

13.500.000

 

65.000

 

31.000

 

22.000

 

1835

 

Las rentas eclesiásticas han consumido la parte de león del producto del trabajo del pueblo. Sus propiedades y empresas y privilegios eran causa principal del atraso de España. Su alianza permanente con todas las causas del absolutismo señalaron a la iglesia como un enemigo público número I. Era cuestión de vida o muerte para el país el cercenamiento del poder y de la riqueza de la iglesia.

Olozaga y Cortina destruyeron por decisión gubernativa en 1834, gran cantidad de conventos de Madrid. Todavía quedaba, sin embargo, en 1835, setenta y dos. Se hablaba de un pueblo fanáticamente católico, y sin embargo acudieron a los derribos de conventos muchos más brazos de los necesarios y los responsables ministeriales de esas medidas, como Olozaga, podían presenciar entre el público, aplaudidos, la obra de saneamiento emprendida.

Pocas veces se tomó desde el gobierno, como en tiempos de Mendizabal, la iniciativa de una restricción del poder y de la riqueza eclesiásticos. Generalmente ha sido el pueblo mismo el que tuvo que acudir a la acción directa para librarse del peso aplastante de la explotación inhumana en nombre de la religión. En ningún país del mundo se han quemado tantas iglesias y conventos como en España, y eso en todas las épocas. La resurrección de España ha tropezado siempre con la negra barrera del clericalismo. Los incendios de Julio de 1936 entran perfectamente en la tradicción del pueblo que busca la destrucción de los símbolos de su miseria y de su esclavitud. No hace falta que una organización o un partido asuman la responsabilidad de esos hechos; el único autor e inspirador es el instinto del pueblo mismo.

Respondemos de que ni oficial ni oficiosamente ha salido de las organizaciones libertarias de Cataluña la idea de la quema de iglesias y conventos; pero estaríamos por asegurar que tampoco ha partido la iniciativa de los otros movimientos y partidos.


 

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