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VI

EL CICLO DE LAS INSURRECCIONES

 

El 18 de enero se produjo un movimiento insurreccional en la zona minera de Fígols (Pirineo catalán). Los insurgentes se limitaron a proclamar el comunismo libertario y hubo un orden perfecto hasta la llegada de las fuerzas represivas. El presidente del gobierno, Manuel Azaña, impartió órdenes severas al capitán general de la región: «Le he dicho al general que no le doy más que quince minutos entre la llegada de las tropas y la extinción de éstos».

Aplastar el movimiento llevó a la tropa cinco días. Centenares de presos ingresaron en los barcos de Barcelona convertidos en cárceles flotantes. Aquí se había producido la huelga general con los consiguientes alborotos y tiroteos. La represión se extendió a toda Cataluña, a Levante y a Andalucía. Con los más selectos de los detenidos de estas regiones se organizo una deportación al Africa Occidental española (Río de Oro) y a la  isla canaria de Fuerteventura. Buenaventura Durruti y Francisco Ascaso formaban parte de la expedición (104 deportados).

La deportación tuvo lugar el 10 de febrero de 1932, e inmediatamente la C. N. T. replicó con la huelga general. En la ciudad de Tarrasa los anarquistas se lanzaron a su vez a la insurrección. Se apoderaron del Ayuntamiento e izaron allí la bandera roja y negra del anarcosindicalismo. Pusieron sitio al cuartel de la guardia civil, pero de la vecina ciudad de Sabadell llegaron fuerzas de refresco y la lucha se generalizó. Intervino la tropa, a cuyos soldados se rindió el último reducto del Ayuntamiento. En el juicio se pronunciaron condenas de cuatro, seis, doce y veinte años de presidio.

La protesta por las deportaciones siguió su curso y el 29 de mayo el movimiento llegó a su punto culminante con mitines, manifestaciones, choques y voladuras (sabotajes). Las cárceles estaban atestadas de presos, en su mayoría no procesados. En Barcelona los presos gubernativos, visto lo inútil de sus protestas, pegaron fuego a la cárcel y se amotinaron. El director del establecimiento, que había hecho frente al motín expeditivamente, fue agredido a tiros de pistola, en la calle, poco después. En Andalucía, la lucha de los campesinos y la guardia civil se saldaba trágicamente para los primeros.

La reacción creyó llegado su momento. El 10 de agosto fue la rebelión en Madrid y en Sevilla. Fracasó el asalto a los Ministerios de la Guerra y Comunicaciones de la capital mientras en Sevilla la clase obrera ponía en fuga al general Sanjurjo, que era el caudillo militar y había sublevado a la guarnición. Los anarquistas encabezaron la reacción popular que prendió fuego a todos los centros caciquiles. Un consejo de guerra sumarísimo condenó, a Sanjurjo a la pena de muerte, pero el gobierno se apresuró a conmutar la sentencia por la inmediata inferior.

Las insurrecciones anarquistas no hacían mas que empezar. Incitaba a ellas el resquemor por la represión y también el clima revolucionario finalista fraguado por el sector extremista. La exclusión de los elementos moderados crecía la responsabilidad de sus victimarios. La apasionada campaña contra estos moderados revertía en una especie de deber revolucionario. En la polémica que precedió a la exclusión se dio el fenómeno de polaridad: se acercaba o alejaba la posibilidad revolucionaria según se militaba en uno u otro campo. El pesimismo de unos engendraba el optimismo de otros como la cobardía del que huye acrece el valor del que persigue. Para probar sus acusaciones de impotentes, de vencidos o traidores los acusadores estaban obligados a dar el do de pecho. En los grandes mitines, donde se concentraba hasta un centenar de miles de personas, se ponía el comunismo libertario al alcance de todos. No creer en la posibilidad de implantación del comunismo libertario para el día siguiente podía ser sospechoso.

Así se fraguó la insurrección del 8 de enero de 1933. Para enmascarar el estallido, se quiso hacerla preceder de una huelga ferroviaria. Camuflaje pobre, pues la prensa confederal de entonces (en especial el diario CNT, aparecido aquellos días) hablaba de la revolución inminente a todo pasto. La fuerza pública, los flamantes guardias de asalto y la veterana guardia civil, estaban preparados para toda eventualidad. La revolución les había sido telefoneada. Pero la fidelidad a la palabra empeñada, en materia revolucionaria, ha sido una especie de pundonor confederal de discutibles resultados.

Contra viento y marea la insurrección se puso en marcha. El primer contratiempo serio fue la contramarcha de la huelga ferroviaria, en cierto aspecto previsible pues la mayoría de los ferrovarios militaba en el Sindicato Nacional, que acataba la consigna oficial. Un sindicato de la U. G. T. era probable que obedeciese al ministro de Obras Públicas: Indalecio Prieto.

Además, el movimiento quedó decapitado casi al instante. La policía armada de Barcelona, en un servicio de rutina, detuvo sin dificultades un coche cuyos ocupantes iban a ser los cabecillas del movimiento: entre ellos García Oliver. Hubo tiroteos frente a los cuarteles donde se repetiría la historia de siempre. En vez de la tropa conjurada pasándose con armas y bagajes a las filas revolucionarias había la puerta cerrada y refuerzo de guardia. Esta, tras el alto de rigor, disparaba desesperadamente contra todo grupo sospechoso. La historia se repetía también en la vía pública, donde el pueblo, frío, indiferente o amedrentado, se atrancaba detrás de la puerta de sus casas. En las barriadas y en los suburbios hubo serios tiroteos y hasta un gesto numantino del militante te Joaquín Blanco en el Sindicato Gastronómico. Hubo incidentes en Tarrasa, y en Sardañola–Ripollet se declaró el comunismo libertario. Ante el cuartel de La Panera (Lérida) cuatro asaltantes encontraron la muerte. Conocieron el comunismo libertario varios pueblos de Valencia: Ribarroja, Bétera, Pedralba y Bugarra. La llegada a estos pueblos de abundantes fuerzas daba a entender a los revolucionarios que se habían quedado solos en su sublime propósito. No había más alternativa que la huida, la entrega o vender cara la vida.

Las cárceles se abarrotaban de presos. Los jueces demoraban su intervención para que los guardias tuviesen tiempo para desfogarse con sus juegos inquisitoriales. Para los torturados todo había sido como un relámpago: izar la bandera roja y negra en el Ayuntamiento, proclamar el comunismo libertario, quemar en la plaza los archivos de la propiedad y pregonar la abolición de la moneda y de la explotación del hombre por el hombre.

En Andalucía hubo conatos más o menos graves en Arcos de la Frontera, Utrera, La Rinconada, Alcalá de los Gazules, Medinasidonia. Lo abracadabrante fue en Casas Viejas.

Era una aldea remota de la provincia de Cádiz. Se había proclamado el comunismo libertario sin ninguna dificultad ni víctimas. Reinaba la paz y la alegría, el orden paradisíaco, hasta que llegó la fuerza pública. Irrumpieron en el pueblo disparando. Varios muertos quedaron tendidos en la calle. Penetraron seguidamente en las casas y empezaron a hacer gavillas con los presos. En su recorrido llegan delante de una choza con techado de paja y ramas secas. Irrumpen brutalmente en ella. Suena un tiro y uno de los guardias hace una pirueta. Otro tiro y otro guardia cae. Este herido cuando trataba de filtrarse por la corraliza. Los demás han retrocedido. ¿Quién está en la choza? El viejo Seisdedos, un anciano de setenta años con una caterva de hijos y nietos. El primero no quiere entregarse. Los demás no podrán salir impunemente. Los guardias toman posiciones a distancia y reciben refuerzos. Hacen funcionar las ametralladoras y las bombas de mano. Seisdedos no se rinde. Dispara poco y a bulto seguro. Caen dos guardias más. La lucha se prolonga toda la noche. Dos de los pequeñuelos consiguen escapar cubiertos en su retirada por alguien que cae taladrado. Va a amanecer y se quiere terminar de una vez. Las bombas de mano resbalan o sus explosiones son amortiguadas por el techado de paja. Las balas se estrellan contra las piedras. Alguien ha dado con la clave. Se cogen trapos, puñados de algodón, y forman con ellos pelotas empapadas de gasolina. Unas bolas rojas rasgan la oscuridad de la noche como aerolitos. La techumbre crepita y se convierte en antorcha. Muy pronto las llamas envuelven la choza. Las ametralladoras olfatean la caza. Sale alguien y una muchachita flameantes. Las máquinas tabletean y dejan en el suelo pequeñas hogueras olientes a carne quemada. La choza, tal una enorme pira, no tarda en desplomarse con estrépito. Un siniestro griterío, mezcla de dolor, de rabia y de sarcasmo. Sucede después el reposado silencio de las brasas. Todo ha terminado.

En su ciego ensañamiento contra los extremistas los hombres del Gobierno no parecen darse cuenta de su propio desgaste y de la alarmante germinación de los elementos de derecha. En 1933 la erosión y la oposición ultramontana tenían avanzada su obra.

La derecha se unió a la izquierda ante el crimen de Casas Viejas. Se procesó al capitán Rojas, ante cuyas declaraciones hubo que procesar también al director general de Seguridad. Este dijo que había recibido órdenes concretas del ministro de la Gobernación (Casares Quiroga), quien las había obtenido del jefe del gobierno (Azaña). Pero no se pasaría más adelante. Las órdenes de arriba habían sido: «Ni heridos ni prisioneros: tiros a la barriga».

El leitmotif de aquellos gobernantes era que la C. N. T. actuaba al margen de la ley. De ahí las clausuras constantes de los sindicatos y la supresión de los periódicos confederales. Sin embargo, no es menos cierto que la C. N. T.  había sido arrojada fuera de la legalidad por la ley del 8 de abril de 1932. Otro de los estribillos gubernamentales era que la C. N. T. había sido secuestrada por un puñado de anarquistas de la F. A. I. También era cierto que por sus campañas llenas de exageraciones contra esta organización obtenían un resultado completamente contrario. Los trabajadores se sentían atraídos por la F. A. I. porque se atribulan a ésta todos los actos viriles. En aquellos tiempos la nómina de la F. A. I. no bajaba de los 30.000 afiliados, lo que hacia unos cuantos puñados.

En un discurso del ex ministro F. Gordón Ordás, del 5 de junio de 1933, se decía:

«Hay un movimiento, se cierran los sindicatos ilegales; pasa el movimiento, los sindicatos ilegales vuelven a funcionar. En vez de esa doctrina de flojera autoritaria, ¿cuánto más interesante no hubiera sido, como acción de gobierno, estudiar bien las dos corrientes tan distintas que existen en el movimiento sindicalista español y haber procurado, con mano dura, acabar con la vida legal en la actuación pública de los 400 ó 500 anarquistas que hay en España y que se han apoderado de la Confederación Nacional del Trabajo y, en cambio, por los múltiples medios indirectos de que el poder dispone, haber fortalecido la acción del grupo llamado de los Treinta, que siendo sindicalistas, no son anarquistas, y que van a sus movimientos de reivindicación social, e incluso a sus movimientos revolucionarios, pero de una manera distinta de la que predomina hoy por obra de la F. A. I.? En estos momentos se acaba de iniciar, al separarse de la C. N. T. estos hombres que pudiéramos llamar de tipo más conservador en los procedimientos, una organización obrera que a nosotros nos interesaría mucho conseguir que funcionara en todas sus actividades dentro de los cauces de la ley, y para lograr esto no hay más que un procedimiento: la lucha inflexible contra toda organización ilegal 1».

1 Discurso privado ante el IV Congreso del Partido Republicano Radical Socialista (Mi política en España, tomo I, pág. 398).

Las derechas se mostraban  retadoras en dos frentes: el monarquizante de Martínez de Velasco y el filofascista de Gil Robles. Ninguno de estos dos señores había acatado explícitamente la República. En esto, el 9 de diciembre el presidente de la República disolvía las Cortes Constituyentes sin la menor protesta. Los socialistas, así lo manifestarían en sus propagandas, estaban convencidos de que la operación les convenía. Estos y Lerroux se habían indispuesto, y la fuerte minoría  lerrouxista puso en práctica la obstrucción parlamentaria. Las derechas se habían apoderado del asunto de Casas Viejas para llevar el agua a su molino. El presidente de la República, católico ferviente, tenía cuentas pendientes con aquel Parlamento, que había votado el artículo 26 de la Constitución. Un nuevo gobierno fue nombrado, presidido por Martínez Barrio, con el decreto de disolución Las elecciones fueron fijadas para el 19 de noviembre. Las izquierdas fueron ampliamente batidas. Se entraba en el llamado «bienio negro».

Se ha querido explicar aquel vuelco de la situación por el voto femenino inaugurado entonces. Pero, aparte los factores de desgaste más arriba señalados está fuera de dudas que la derrota izquierdista la había producido la C. N. T. Esta se había  librado a una campaña antielectoral de grandes alcances, llevada a tambor batiente bajo el lema de Casas Viejas. Todos sus medios, que eran cuantiosos, fueron empleados para la declaración de una huelga sin precedentes: la huelga electoral. Se celebraron por los anarquistas mitines en serie, se difundió propaganda a manos llenas. La consigna «No votar» llegó a ser acuñada en la moneda fraccionaria corriente. Dos grandes diarios (Solidaridad Obrera de Barcelona y CNT de Madrid) y multitud de semanarios sembraron la consigna por todos los pueblos y aldeas de obediencia sindicalista. En vísperas de los comicios en la Plaza de Toros Monumental de Barcelona se celebró uno de los llamados mitines «monstruos», ante cien mil personas, con los oradores más escuchados por las masas obreras: Domingo Germinal, V. Orobón Fernández y Buenaventura Durruti. El tema degranado fue: «Frente a las urnas, la revolución social».

Una vez más la C. N. T. tuvo que ser consecuente con la palabra empeñada. La revolución estallaría el 8 de diciembre. En Barcelona se inició con una fuga espectacular de presos de la Cárcel, quienes, habían cavado un túnel con desembocadura en el alcantarillado. Muchos de los condenados por los sucesos de Tarrasa del año anterior pudieron escoger la libertad.

Como en enero de aquel mismo año el Comité Revolucionario, sito en Zaragoza, fue pronto detenido. Del mismo formaba parte el médico alavés y famoso teórico del comunismo libertario Isaac Puente. Fue detenido también el Comité Nacional de la C. N. T. El 24 de enero del año siguiente un nutrido grupo asaltó pistola en mano el juzgado competente haciéndose con las piezas de aquel sumario.

El movimiento insurreccional tuvo su epicentro en Aragón y La Rioja, en muchos de cuyos pueblos se proclamó el comunismo libertario. Lo mismo ocurrió en Hospitalet (Barcelona). En Villanueva de la Serena lo secundó un grupo de militares junto con el sargento Sopena, que cayeron en el propósito. Hecho digno de constatar fue el inmovilismo de las regiones castigadas por la insurrección anterior: Cataluña, Levante y Andalucía. Las cárceles y presidios tragáronse racimos de hombres. En los cuartelillos y jefaturas de policía la inquisición, por no perder la costumbre, puso en marcha sus rodillos. Los sindicatos y la prensa confederales una vez más fueron suprimidos.

Al restablecerse la normalidad, Lerroux se hizo cargo del gobierno. La C. E. D. A. (Confederación Española de Derechas Autónomas), que dominaba con aquél el Parlamento, se había trazado un programa de acción en tres etapas: dejar gobernar solo a Lerroux, gobernar con Lerroux y gobernar sin Lerroux. Se sentaban en el Parlamento más de 200 diputados derechistas.

Al tiempo que los anarquistas daban por terminada su revolución, los socialistas y la extrema derecha empezaban a organizar la suya. Sobre los propósitos de la ultraderecha nos ocuparemos más adelante.

Tan pronto se vieron desahuciados de poder, los socialistas pensaron en la revolución. En Murcia, durante la campaña electoral, Largo Caballero, que pronto sería llamado «Lenin Español», había dicho:

«Nosotros no hemos dicho nunca que se pueda socializar todo de un día para otro. Por eso en nuestras tácticas aceptamos y propugnamos un período de transición, durante el cual la clase obrera, con todos los resortes del poder político en sus manos, realiza la obra de socialización y del desarme económico, y social de la burguesía. Eso es lo que nosotros llamamos la dictadura del proletariado, hacia la cual vamos 2

2 Gordón Ordás, Op. cit., tomo II, pág. 134.

Era la primera vez que los socialistas españoles hablaban este lenguaje. La brusquedad con que lo hacían no lograba esconder su propósito. Esta toma de posición era consecuencia de una crisis en el seno de aquel partido y de la U. G. T. que, no obstante, siguió dominando Largo Caballero.

Los mismos socialistas caballeristas empezaron a hablar de alianza sindical. En el mes de febrero de 1934, en el diario La Tierra, de Madrid , órgano oficioso de la C. N. T., en dos números consecutivos, se publicó un sabio trabajo del esclarecido militante confederal V. Orbón Fernández. Desde el primero al último de los párrafos no tenía desperdicio. El titulo era: "Alianza revolucionaria, si; oportunismo de bandería, no". Esta toma de posición quería obligar al socialismo a enseñar su juego, pero tenía ante sí la ingrata tarea de cambiar la mente a los propios. Los confederales, a excepción de los asturianos y castellanos, eran reacios a toda idea de alianza con los socialistas. Frescos todavía los agravios con los gobernantes del primer bienio, las dificultades a sobrepujar por aquel artículo eran cuantiosas. No escapaba el detalle a Orobón, quien escribía:

«Sé que no faltarán camaradas que hagan objeciones como ésta:" ¿ Pero sois tan ingenuos que creéis que las violencias de lenguaje de los socialistas se van a traducir en auténtica combatividad revolucionaria?". A lo cual contestamos nosotros que, tal como van las cosas, y quemadas o por lo menos gravemente averiadas las naves de la colaboración democrática, los socialistas sólo podrán elegir entre dejarse aniquilar con mansedumbre, como en Alemania, o salvarse combatiendo junto a los demás sectores proletarios. Y otros dirán: "¿Cómo podemos olvidar las responsabilidades socialistas en las leyes y medidas represivas dictadas y aplicadas en el período triste y trágico del socialazañismo?" Ante esta pregunta, cargada de amarga justicia, sólo cabe replicar que el único oportunismo admisible es el que sirve a la causa de la revolución. La conjunción del proletariado español es un imperativo insoslayable si se quiere derrotar a la reacción. Situarse de buena o mala fe frente a la alianza revolucionaria es situarse frente a la revolución. »

Al abordar la plataforma de alianza, Orbón también sopesaba los escollos:

«Donde surgen los escollos no tan fácilmente de orillar es en la orientación a seguir después del hecho anecdótico. Largo Caballero habla de "la conquista integra del poder público"; los comunistas quieren la implantación de la "dictadura del proletariado", y los anarcosindicalistas aspiran a instaurar el comunismo libertario... Desde luego, hay que desechar las fórmulas "conquista del poder público" y "dictadura del proletariado" por ser características demasiado parciales y enunciados insuficientes del contenido práctico de una revolución social... Puesto que en el fondo, y según reconocimiento explícito de sus principales teóricos, también los comunistas y socialistas aspiran, como última etapa de desarrollo, a un régimen de convivencia sin clases ni Estado, una de las bases de la alianza deberá estipular el avance en este sentido hasta donde sea posible. Es decir, que con el nuevo orden social no han de crearse órganos coercitivos a la ligera y por el capricho de ajustarse al recetario artificioso de una tendencia, sino sólo los resortes estrictamente indispensables para el encauzamiento eficaz de la labor revolucionaría... »

Al final proponía la siguientes líneas directrices:

«1.a) Acuerdo sobre un plan táctico inequívocamente revolucionario que, excluyendo en absoluto toda política de colaboración con el régimen burgués, tienda a derribar éste con una rapidez no limitada más que por exigencias de carácter estratégico. 2.a) Aceptación de la democracia obrera revolucionaria, es decir, de la voluntad mayoritaria del proletariado, como común denominador y factor determinante del nuevo orden de cosas. 3.a) Socialización inmediata de los elementos de producción, transporte, conmutación, alojamiento y finanza; reintegro de los parados al proceso productivo; orientación de la economía en el sentido de intensificar el rendimiento y elevar todo lo posible el nivel de vida del pueblo trabajador; implantación de un sistema de distribución rigurosamente equitativo; los productos dejan de ser mercancías para convertirse en bienes sociales; el trabajo es, en lo sucesivo, una actividad abierta a todo el mundo y de la que emanan todos los derechos. 4.a) Las organizaciones municipales e industriales, federadas por ramas de actividad y confederadas nacionalmente, cuidarán del mantenimiento del principio de unidad en la estructuración de la economía. 5.a) Todo órgano ejecutivo necesario para atender a otras actividades que las económicas estará controlado y será elegible y revocable por el pueblo.»

Costó mucho trabajo a la C. N. T. y la F. A. I. el familiarizarse con la idea de una alianza con los victimarios socialistas.

Con los comunistas la familiarización se averó siempre imposible, siendo correspondidos con el mismo "cariño" La alianza sólo haría camino en Asturias, quizá por llover allí sobre mojado. Ya en el congreso confederal de 1919 los delegados asturianos habían reñido una épica batalla por la fusión de las dos grandes centrales obreras mayoritarias. En junio de aquel mismo año, en un Pleno Nacional, la delegación de la C. N. T. de Asturias se presentó con un pacto unilateral firmado con los ugetistas de su región. Se le reprochó la indisciplina y se recalcó que no había mas posibilidad de alianza que la coincidencia revolucionaria en la calle. Replicaba la delegación asturiana: "En las luchas sociales, como en las otras guerras, el éxito es casi siempre de aquellas fuerzas que previamente inteligenciaron y organizaron sus cuadros de combate". De todas maneras un Pleno Nacional anterior (febrero) había hecho públicas unas proposiciones a la U. G. T. que no habían sido contestadas.

El pacto unilateral suscrito por los asturianos, entre otras cosas, establecía:

«Las organizaciones firmantes de este pacto trabajarán de común acuerdo hasta conseguir el triunfo de la revolución social en España, estableciendo un régimen de igualdad económica, política y social, fundados sobre los principios socialistas federalistas.» Se constituía un Comité Ejecutivo compuesto por todas las organizaciones adheridas, quien elaborarla «un plan de acción que, mediante el esfuerzo revolucionario del proletariado, asegure el triunfo de la revolución en sus diversos aspectos y consolidándola según el convenio establecido». El compromiso quedaba cancelado una vez implantado el nuevo régimen con sus órganos propios «elegidos voluntariamente por la clase trabajadora». Y terminaba con esta cláusula: «Considerando que este pacto constituye un acuerdo de organizaciones de la clase trabajadora para coordinar su acción contra el régimen burgués y abolirlo, aquellas organizaciones que tuvieran relación orgánica con partidos burgueses las romperán automáticamente...». La Federación Socialista Asturiana era adherente al pacto 3.

3 En El Liberal, de Bilbao, del 11 de enero de 1936, se publicó un programa de aquel movimiento completamente diferente y nada revolucionario. Véase el folleto de Rodolfo Llopis: Octubre del 34, México-Paris, 1949, pág. 32.

Desde las primeras etapas del «bienio negro» se produjeron exactamente las mismas represiones antiobreras que en gobiernos anteriores. La sola diferencia era que ahora las sufrían también los adherentes socialistas que las habían parido. Las derechas aprovecharon su influencia para amnistiar a los condenados por la insurrección del 10 de agosto; para levantar las sanciones económicas a los terratenientes y grandes de España por complicidad con aquellos hechos; para poner en marcha una contrarreforma agraria; para restablecer los haberes del clero; para restablecer la enseñanza religiosa y para demoler los Ayuntamientos de la oposición, especialmente después de los graves acontecimientos de octubre.

Por esta época comenzó a hacer hablar de sus hazañas la Falange Española y la ultraderecha monárquica se insinuó detrás y hasta frente a Gil Robles.

El 3 de octubre, tras una reorganización del ministerio, entraron en el gobierno tres ministros de la C. E. D. A. Era la segunda fase de su dispositivo táctico. En Asturias y en Cataluña la insurrección estalló el 6 de octubre al mismo tiempo. En Cataluña el pretexto había sido la anulación por el Tribunal de Garantías Constitucionales de una ley del Parlamento catalán sobre nuevos contratos de cultivo para los aparceros (rabassaíres). Esta ley había sido una promesa electoral de la Esquerra, pero sin pensar en motivaciones más hondas su revocación no podía implicar un casus belli.

Aunque parezca absurdo ha habido que preguntarse muchas veces si los socialistas se proponían desencadenar una verdadera revolución en España. En el caso afirmativo, continúan lloviendo las preguntas: ¿Cómo no generalizaron el movimiento al área nacional? ¿Por qué prescindieron de la poderosa C. N. T. nacionalmente? ¿Era revolucionaria una huelga general pacífica? ¿Estaba previsto, lo ocurrido en Asturias o fue un desbordamiento de las consignas? ¿Se proponían solamente hacer del movimiento un espantajo para intimidar al gobierno radical-cedista?

Que no llegó a preocuparles la inhibición confederal nacionalmente queda patente en su callada por respuesta al requerimiento de un Pleno Nacional del 13 de febrero:

«La C. N. T., respondiendo a su trayectoria revolucionaria, y atenta a las manifestaciones de los organismos representativos de la U. G. T., está dispuesta, como siempre, a contribuir con todas sus fuerzas a todo movimiento revolucionario que tienda a la manumisión de toda, pero toda, la clase trabajadora, pero sin que esta manifestación harto conocida implique compromiso o pacto con fuerzas o partidos políticos. Por lo tanto, la C. N. T. emplaza a la U. G. T. a que manifieste clara y públicamente cuales son sus aspiraciones revolucionarias. Pero téngase en cuenta que al hablar de revolución no debe hacerse creyendo que se va a un simple cambio de poderes, como en el 14 de abril, sino a la supresión total del capitalismo y del Estado.»

No parece muy seguro que hubiese una acción previamente concertada entre los estrategas socialistas y los insurgentes de la Generalidad. En Mis recuerdos, que no es ciertamente una autobiografía apoyada en documentos, sino una serie de evocaciones a vuela pluma, Largo Caballero nos da una impresión lamentable de la preparación de aquel movimiento al que llama a menudo simplemente «huelga». Si hubiese que tomarse este libro como artículo de fe llegaríamos a la conclusión de que los socialistas no confiaron más que en ellos solos y tenían una visión de novatos de lo que significa una revolución. El programa de aquel movimiento, que según Caballero fue redactado por Prieto, no difiere mucho de un programa electoral. El volumen tomado en Asturias por aquel movimiento parece haber cogido de sorpresa a la famosa Comisión Especial que apretó el botón.

La revolución se inició en la cuenca minera al silbido de las sirenas. Los primeros combates se produjeron en torno a los cuarteles de la guardia civil. Victoriosos, los mineros marcharon sobre Oviedo, en el que penetraban haciendo saltar con dinamita los reductos enemigos. Irreductibles fueron los cuarteles de Pelayo y Santa Clara. Las torres de la catedral, erizadas de ametralladoras, causaron innumerables bajas.

En Gijón los anarquistas se adueñaron de los barrios. La escasez de armamentos impedía emplearse a fondo. En el centro industrial de La Felguera, otro foco anarquista, se construyeron los primeros blindajes para los vehículos y material de guerra, especialmente cartuchería. En los pueblos la revolución tomaba la forma que le daban los elementos predominantes.

En Mieres el Comité Revolucionario decretaba: «Todo individuo que tenga en su poder armas debe presentarse ante el Comité Revolucionario a identificar su personalidad, A quien se le coja con armas en su domicilio, sin la correspondiente declaración, será juzgado severísimamente». La corriente marxista de la revolución no tenía otra obsesión que la obediencia a la autoridad. No produjo mas que consignas drásticas y voces de cuartel. La corriente libertaria, al contrario, se significaba por sus debilidades humanitaristas. «Compañeros (decía una problama de grado): Estamos creando una nueva sociedad. Y como en el mundo biológico, el alumbramiento se verifica con desgarrones físicos y dolores morales ( ... ) Sí, sí, nos corre prisa dejar las armas; queremos pronto licenciar a la juventud para que se dedique a crear y no a destruir ( ... ) Cada hogar se surtirá de lo sumamente indispensable ( ... ) Si alguna familia puede pasar unas horas sin un artículo, no debe pedirlo ¡Mujeres! Por vuestros hijos que van a gozar de un mundo mejor, ayudadnos en esta empresa Sed, también vosotras, dignas de la hora actual. ¡Trabajadores! ¡Viva la Revolución!»

Sobre este mismo aspecto escribió después el destacado militante asturiano Avelino González Mallada:

«La Felguera pertenece al Consejo de Langreo, cuya capital municipal es Sama. Sólo están separadas las dos poblaciones, tan importantes una como otra, por el río Nalón. Dos puentes las enlazan: el del ferrocarril del Norte y el de la carretera. La insurrección triunfó inmediatamente en el pueblo metalúrgico y en el minero ( ... ) Sama se organizó militarmente. Dictadura del proletariado, ejército rojo. Comité Central, disciplina, autoridad ( ... ) La Felguera opto por el comunismo libertario: el pueblo en armas, libertad de ir y venir, respeto a los técnicos de la Duro-Felguera, deliberación pública de todos los asuntos, anulación del dinero, distribución racional de los alimentos y vestidos. Entusiasmo y alegría en La Felguera; hosquedad cuartelera en Sama. Las entradas de los puentes estaban tomadas con cuerpos de guardia con oficial y todo. No se podía entrar ni salir sin un salvoconducto ni andar por las calles sin santo y seña. Todo ello ridículamente inútil, porque las tropas del gobierno estaban lejos y la burguesía de Sama desarmada y anulada ( ... ) Los trabajadores de Sama que no pertenecían a la religión marxista preferían pasar a La Felguera, donde al menos se respiraba. Allí estaban en presencia los dos distintos conceptos del socialismo: el autoritario y el libertario; a cada orilla del Nalón las dos poblaciones hermanas gemelas iniciaban una vida nueva: por la dictadura en Sama; por la libertad en La Felguera...» 4.

4 Revista Tiempos Nuevos, Barcelona, 17 de enero de 1935.

Casi al mismo tiempo que la revolución aparecieron en las fronteras de Asturias las tropas de represión expedicionarias. La escasez de armamento y munición ya dicha produjo la caída de Gijón el día 10. La columna del general Ochoa, detenida en Grado, desvía hacia Avilés y avanza sobre Oviedo. En el puerto del Musel, bajo la protección de la escuadra, desembarcan los contingentes del Tercio y Regulares procedentes de África. Los focos de la capital han inmovilizado a los batallones mineros. El día 18, con el enemigo cerca de Oviedo, perdido Gijón y arrasados los pueblos por la aviación, el Comité Revolucionario pone fin al movimiento con un manifiesto conmovedor: «... estimamos necesaria una tregua en la lucha, deponiendo las armas en evitación de males mayores ( ... ) Es un alto en el camino, un paréntesis, un descanso reparador después de tanto surmenage. Nosotros, camaradas, os recordamos esta frase histórica: "Al proletariado se le puede derrotar, pero jamás vencer». ¡Todos al trabajo y a continuar luchando por el triunfo!».

La represión tuvo en Asturias una furia inverosímil: hacinamiento de los presos, palizas, culetazos, descoyuntamiento de huesos, patadas en las partes viriles, asesinatos, matanzas colectivas. En Villafría familias enteras y hasta vecindarios fueron pasados a cuchillo o masacrados a tiros por los mercenarios moros o legionarios, sin distinción ninguna a mujeres, ancianos y niños. En la famosa escombrera de una mina de Carbayín, una veintena de presos, torturados bárbaramente antes de masacrarles, fueron enterrados. En los cuarteles que habían sufrido asedio se fusiló, en masa sin previo juicio ni conocimiento de la autoridad superior que no obstante, hizo la vista gorda. Lerroux hizo aquellos días una frase: «No me temblará el pulso firmando sentencias de muerte". Doval, coronel de la guardia civil y jefe de la represión, parodiando a Thiers, dijo: "Hay que extirpar la semilla revolucionaria en el vientre de las madres».

En Barcelona los sucesos tomaron un sesgo trágico-grotesco. La C. N. T. se había encontrado allí ante una difícil situación. Los insurgentes eran sus peores enemigos. La víspera de la insurrección la policía de la Generalidad había encarcelado a tantos anarquistas como pudo echar mano. Entre los encarcelados figuraba Durruti. La misma policía había declarado la huelga general obligando a los obreros de las fábricas a abandonar el trabajo. Los sindicatos estaban clausurados desde hacía mucho tiempo. La censura de prensa había tachado completamente el número de Solidaridad Obrera de aquel 6 de octubre.

Inmediatamente circuló un manifiesto de la C. N. T.: «Nuestra actitud —decía— no puede ser contemplativa, sino de acción fuerte y contundente que termine con el actual estado de cosas ( ... ) Acción del proletariado revolucionario, por cuenta propia y con decisiones propias. Reivindicación de nuestros principios libertarios sin el menor contacto con las instituciones oficiales que limitan la acción del pueblo a sus conveniencias ...»

Seguidamente el manifiesto impartía las siguientes consignas:

«1.°) Apertura inmediata de nuestros sindicatos y concentración de los trabajadores en nuestros locales. 2.°) Manifestación de nuestros principios antifascistas y libertarios frente a todos los principios autoritarios. 3.°) Entran en función los Comités de Barriada, que serán los encargados de transmitir las consignas precisas en el curso de los acontecimiento. 4.°) Todos los sindicatos de la región deberán estrechar la relaciones con este comité, que orientará el movimiento coordinando las fuerzas en lucha.»

Cuando los confederales del Sindicato de la Madera procedieron a abrir sus locales que se hallaban precintados, intervino la fuerza pública entablándose un furioso tiroteo. La radio oficial al instante daba cuenta del suceso diciendo que se estaba ya luchando contra los fascistas de la F. A. I. Por la tarde hubo un gran despliegue de guardias y «escamots» frente a las oficinas de redacción de Solidaridad Obrera, que fueron asaltadas y clausuradas al mismo tiempo que los talleres donde se confeccionaba el diario. Al anochecer empezó la parada de la fuerza pública y de nutridos grupos de paisanos armados con winchesters. Cerrada la noche estas fuerzas se concentraron frente a la Generalidad donde el presidente Companys les dirigió la palabra. Terminó su discurso proclamando el Estado Catalán dentro de la República Española y daba asilo en Cataluña al gobierno provisional.

Casi al mismo tiempo se proclamaba el estado de guerra por el general Batet. Unos quinientos soldados dispersaron fácilmente a los amotinados, guardias de asalto comprendidos, quienes arrojando las armas se retiraron a sus domicilios. Bastaron unos cuantos cañonazos con proyectiles sin espoleta sobre las fachadas de la Generalidad y del Ayuntamiento para que el Estado Mayor insurgente se rindiera.

Los únicos sucesos graves tuvieron lugar en la región. Los confederales se habían apoderado de las armas que encontraron arrojadas por las calles y con ellas daban qué hacer al ejército. En Barcelona intrigó mucho la desaparición por encanto de las que habían tirado los "escamots" en su huida. Durante meses se hicieron cacheos minuciosos aislando bloques de casas. Algunas de estas armas, las no deterioradas por largos meses de ocultación bajo tierra, saldrían a relucir el 19 de julio de 1936 en manos anarquistas.

El «bienio negro» se desintegraba por una confabulación de factores. Amenazaba la ultraderecha falangista y la monárquica. Formaciones de Falange y jóvenes socialistas entraban en colisión. La derecha monárquica atacaba duramente al gobierno de coalición «por su tibieza en la represión» y desbordaba a la C. E. D. A. cuyas «medias tintas» infamaba. Las pistolas falangistas afinaban la puntería hacia el cabeza. La izquierda empezaba a levantar la suya. Largo Caballero, encarcelado como supuesto promotor del movimiento de octubre, había sido puesto en libertad. Lo mismo Azaña por su alegada inocencia y su palinodia contra aquellos hechos mediante un libro (Mi rebelión en Barcelona). El mismo iniciaría su serie de «discursos en campo abierto», escuchados por centenares de miles de personas (Comillas Mestalla, etcétera.).

En estas circunstancias estalla uno de los escándalos más sensacionales: la cuestión del «estraperlo». Se trata de una ruleta provista de un resorte que permite desplumar a voluntad a los jugadores. Una denuncia al presidente de la República repercute en los tribunales y en las Cortes. De la instalación de este aparato se acusa, por sus complicidades, al director general de Seguridad, al ministro de la Gobernación y al propio jefe del gobierno. Este cede la presidencia tras una primera crisis preventiva (20 de septiembre). La prensa está amordazada por la censura. Peor para el gobierno; la lengua es más dañosa que la pluma. El asunto del "estraperlo" va, corregido y aumentado, de boca en boca y será neologismo en el idioma. La crisis ha hecho saltar a Lerroux de la cabecera del gobierno; saltara después del gobierno mismo. El escándalo irá complicándose con otro escándalo: la denuncia contra el subsecretario de la Presidencia en el gabinete de Lerroux por una indemnización de tres millones de pesetas al naviero Tayá. Y así, por tan barrocos caminos, se llega a la crisis del 9 de diciembre, resuelta el 13 por Portela Valladares con el decreto de disolución del Parlamento. La C. E. D. A. ha sido a su vez desplazada del gobierno. La disolución se produjo el 7 de enero de 1936.

La bandera de la represión de octubre, de los 30.000 presos y el escándalo del «estraperlo» inclinarían la balanza electoral del lado de las izquierdas, las cuales, con ayuda de la ley electoral, contarían con una mayoría aplastante. Pero los resultados absolutos de la consulta revelaron a las derechas derrotadas la relatividad de esta derrota 5. Su complejo de inferioridad de los primeros días de la República ha sido superado. El cálido aliento de la revolución les ha dado en plena cara. Además, a principios de 1934, cuando los anarquistas desmontaban su revolución y los socialistas empezaban a montar la suya, la derecha monárquica no se quedaba rezagada. El 31 de marzo se firmó un compromiso en Roma entre militares, monárquicos y tradicionalistas con Italo Balbo y Mussolini. El fascismo italiano se comprometía a ayudar a derribar la República española entregando «inmediatamente 20.000 fusiles, 20.000 bombas de mano, 200 ametralladoras y 1.500.000 pesetas». Lo que invita a colegir que cuando el barco fantasma Turquesa descarga en Asturias el famoso alijo de armas, en los montes de Navarra los ultrarreaccionarios ya ensayaban las suyas. Los auxilios de Mussolini «tenían tan sólo carácter inicial, y serían oportunamente completados con dádivas mayores» 6.

5 «Merced a la garrafal deficiencia de un abusivo premio mayoritario en la ley electoral, que tanto entusiasmo le producía a don Manuel Azaña, ocurrió en las elecciones de 1936 el mismo excesivo triunfo que en 1933, solamente que de signo inverso, pues habiendo obtenido el Frente Popular 4.500.000 votos contra 4.300.000 del bloque de derechas, es decir, con sólo una mayoría de 240.000 (?) votantes a las izquierdas, hubo que concederles 266 actas de diputados y solamente 153 a las derechas ...» (Gordón Ordás, Op. cit., tomo II, pág. 515).

Carlos M. Rama da las siguientes cifras: izquierdas, 4.838.449; derechas, 3.996.931 (Ideología, regiones y clases sociales en la España contemporánea, Montevideo, 1958).

Por otra parte, en estas elecciones de febrero de 36, contrariamente a lo ocurrido en las de 1933, los anarquistas no hicieron más que una campaña antielectoral simbólica. (Véase José Peirats: La C. N. T. en la revolución española, tomo I, pp. 97 y 102.)

6 La autenticidad del documento descubierto en Madrid en los primeros tiempos de la guerra, fue refrendada por el mismo Goicoechea, que lo firmó con otros con Mussolini, durante un discurso que pronunció en San Sebastián en noviembre de 1937.

A partir de la disolución del Parlamento las ultraderechas se libraron a la provocación sistemática. ¿Para caldear el ambiente y crear las condiciones psicológicas propicias al golpe militar? A veces estas provocaciones tenían viso de ensayo general en vísperas de la representación oficial 7.

7 El 11 de julio, vísperas de la insurrección militar, un comando falangista ocupó la estación de radio de Valencia para proclamar: «Aquí, Radio Valencia. Falange Española ha tomado posesión de la emisora por la fuerza de las armas. Mañana sucederá lo mismo en todas las emisoras de España». Casi al mismo tiempo, el entonces primer ministro, Casares Quiroga, a quien se le había comunicado el peligro de un levantamiento, replicó: «¡Con que ustedes me aseguran que se van a levantar los militares! Muy bien, señores. Que se levanten. Yo, en cambio, me voy a acostar . » (S. Cánovas Cervantes: Proceso histórico de la revolución española, Barcelona, 1937.)

Los cavernosos rumores de los cuarteles sobresaltaron a la C. N. T. el 14 de febrero, fecha en que lanzaba un manifiesto profético:

«Día por día va tomando mayores proporciones la sospecha de que elementos derechistas están dispuestos a provocar una militarada ( ... ) Marruecos parece el foco mayor y epicentro de la conjura. La acción insurreccional está supeditada al resultado de las elecciones. El plan teórico y preventivo lo pondrán en práctica si el triunfo electoral lo consiguen las izquierdas. Nosotros, que no defendemos la República, pero que combatiremos sin tregua al fascismo, pondremos a contribución todas las fuerzas para derrotar a los verdugos históricos del proletariado.»

El 18 de marzo, ante nuevas insistencias de estos rumores, el ministro de la Guerra, general Masquelet, se indignaba en una nota:

«Han llegado a conocimiento del ministro de la Guerra ciertos rumores que, al parecer, circulan insistentemente acerca del estado de ánimo de la oficialidad y clases del ejercito. Estos rumores que, desde luego, se pueden calificar de falsos y desprovistos de todo fundamento, tienden, sin duda, a aumentar la inquietud pública, a sembrar animosidades contra las clases militares y a socavar, sí no a destruir, la disciplina, base fundamental del Ejército.»

La C. N. T. celebraba su congreso nacional extraordinario el primero de mayo, en Zaragoza. Los resultados más interesantes son: la solución definitiva del pleito escisionista; la autocrítica, de los recientes movimientos revolucionarios propios; la programación del comunismo libertario; las proposiciones de alianza revolucionaria a la U. G. T. Los aspectos más importantes de esta última resolución son los siguientes:

«Primero: La U. G. T., al firmar el pacto de alianza revolucionaría reconoce implícitamente el fracaso del sistema de colaboración política y parlamentaria. Como consecuencia lógica de este reconocimiento, dejará de prestar toda clase de colaboración política y parlamentaria al actual régimen imperante. Segundo: Para que sea una realidad efectiva la revolución social, hay que destruir completamente el régimen político y social que regula la vida del país. Tercero: La nueva regularización de convivencia, nacida del hecho revolucionario, será determinada por la libre elección de los trabajadores reunidos libremente.»

Una vez más esta invitación fue incontestada.

Los acontecimientos se precipitaban. El terrorismo falangista («dialéctica de las pistolas») se acentúa. Escapan de justeza a las balas Giménez de Asúa, Largo Caballero, Eduardo Ortega y Gasset. Con este apuntar a la «cabeza», ¿se quiere provocar la revancha en un «pez gordo» de la derecha? Un día es asesinado el teniente de guardias de asalto, José del Castillo. Tres días después los compañeros de cuerpo del asesinado se vengan en el líder del Bloque Nacional de Derechas. (Calvo Sotelo), que se ha declarado fascista en pleno Parlamento. ¿Es el factor psicológico que se buscaba? La insurrección militar ya tendrá, su bandera, su protomártir, su mística.


 

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